El jardín de los tilos (3 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Histórico

BOOK: El jardín de los tilos
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Al otro día de casarse, Rafaela era la mujer más feliz del mundo, ya que Pepe le había dado tales muestras de ternura en su noche de bodas, tal delicadeza en todo lo que sucedió entre ellos, que se confirmó en el acierto de su elección. Por eso, cuando estaban desayunando en la terraza del hotel, en un día soleado, mediada la mañana, cuando San Sebastián era considerado en septiembre el mes de los elegantes, y Pepe le dijo:

—Me encantaría, Rafaelita —siempre la nombró así—, que todos los días de nuestras vidas desayunáramos juntos.

Rafaela le respondió:

—Yo te prometo, Pepe, que así será.

Y cumplió esa promesa, e incluso, cuando ya llevaba una vida de piedad muy intensa, asistiendo a misa diariamente, cuidaba de ir a alguna muy temprana, casi de madrugada, para no faltar a la cita con su esposo a la hora del desayuno. Y pasados los años, en más de una ocasión, Pepe le dijo que él se imaginaba el cielo como un lugar en que cada día desayunaría con su adorada Rafaelita, y a esta le daba por reír, y le decía que tenía en poco la grandeza de Dios, y que lo de desayunar juntos formaba tan solo parte de la
gloria accidental
, algo insignificante comparado con lo que les estaba reservado en la vida eterna.

Algunos biógrafos de la beata Rafaela Ybarra la presentan como un dechado de virtudes desde su más tierna infancia, y en parte no les falta razón en cuanto que está fuera de duda su buen natural para querer a la gente y, como declararía en más de una ocasión, sin mérito alguno por su parte; por la gracia de Dios le costaba mucho malquistarse con la gente, y por el contrario sufría con los que sufrían, lo cual le producía a ella, a su vez, un sufrimiento, hasta que aprendió a ofrecérselo a Dios.

También era de temperamento medroso, y se portaba muy bien en el colegio, más que por virtud por miedo a ser reprendida. En el colegio de Bilbao en el que estudió hasta cumplir los doce años la enseñanza se impartía en francés, el lenguaje de la gente culta, y la norma era que la última que hablase en castellano se tenía que poner un anillo que debía llevar hasta el domingo, día en el que sufría un castigo. A las otras niñas no les hacía demasiada mella esa penalización y algunas se la tomaban a broma, y hasta provocaban el ponerse el anillo como muestra de su rebeldía. A Rafaela nunca le tocó ponérselo porque le aterraba que la directora del colegio, doña Eugenia Guendica, le llamara la atención.

Su vida de piedad en aquellos años no se destacaba demasiado de la de las otras niñas; la educación en un colegio católico comportaba determinados rezos, asistencia a misa los domingos y confesarse una vez al mes con un sacerdote de la parroquia. La única diferencia era que desde muy pequeña Rafaela se sentía a gusto en la iglesia, muy sosegada, sin inquietarse si la misa duraba más de lo previsto, y si tocaba misa mayor, en la que solía haber predicación, no protestaba como las otras niñas, sino que procuraba prestar mucha atención al predicador. También cuando le correspondía rezar el rosario lo hacía con gusto, sin comerse ningún avemaría, como acostumbraban a hacer algunas de sus compañeras. Poco antes de morir dejó escrito: «Nunca me costó amar a Dios, aunque tardé muchos años en darle muestra de ello».

Cuando se conocieron, nada hacía suponer que acabarían contrayendo matrimonio, por la sencilla razón de que Pepe era ya un joven casadero, cumplidos los veintiún años, y Rafaela una niña de apenas dos. Es más, se pensaba que Pepe llevaba camino de quedarse soltero, como hiciera su hermano mayor, Mariano, y en más de una ocasión se preguntaban las gentes: «¿Qué espera este Vilallonga para casarse? No será por falta de medios para mantener una familia, que los tiene sobrados, tan avispado como es para los negocios». Pero boda y mortaja del cielo bajan, y a él no le había llegado la hora de que bajase, por lo que seguía siendo el soltero más solicitado de Bilbao, y había quien pensaba que podía tener amores ocultos, en Figueras, Gerona, de donde procedía, y donde se sabía que la familia Vilallonga disponía de una cuantiosa fortuna.

José de Vilallonga apareció por vez primera en Bilbao hacia el año 1845 para interesarse por las minas de hierro que tenía don José Antonio Ybarra en Somorrostro y en otros lugares de la provincia. Este Ybarra había resultado tan hábil y aprovechado para los negocios que, cuando falleció el 31 de octubre de 1849, dejó una fortuna estimada en más de cuatro millones de reales de vellón, amén de muchos terrenos, todos llamados a edificarse en lo que se preveía como desarrollo de Bilbao, y no menos de veinte minas de las que se obtenía el mejor hierro de España, y que no desmerecía del de Inglaterra y Francia, países más aventajados en el negocio de la ferrería. Se decía que había llegado a ser el hombre más rico de Vizcaya, y que si bien algunos nobles y aristócratas le superaban en patrimonio, lo hacían sobre la base de tierras que daban cosechas de cereales, mientras que las de José Antonio Ybarra las daban de hierro, lo que era de mucho más valer.

Este Ybarra, abuelo de Rafaela, era hombre de notable prestancia, que desde joven acostumbraba a vestir una levita muy elegante, negra, debajo de la que lucía un chaleco blanco inmaculado y camisa del mismo color, con el cuello muy alto, y le gustaba lucir una condecoración que le concedieran sus majestades, de la que se sentía muy orgulloso, y que había hecho enmarcar en platino y pedrería para colgársela del cuello, siempre que tenía ocasión, con una gruesa cadena de oro. Al cumplir los cuarenta años se le puso el pelo blanco, no muy abundante, pero bien distribuido, con largas patillas, todo él de un tono azulado, lo que le confería un aire de gran respetabilidad. Sostenía que no solo a las mujeres hermosas se les abrían mejor las puertas, sino también a los hombres bien parecidos, y él siempre cuidó mucho esa apariencia, lo que unido a una simpatía, en ocasiones forzada, pero que él procuraba que pareciese natural, le abrieron las suficientes puertas como para amasar en una sola generación esa enorme fortuna.

Su padre había sido capitán de fragata de la
Minerva
, que cubría la línea de Cádiz a La Habana, y cuando falleció le recomendó a su hijo que los negocios de la mar eran buenos para dirigirlos desde tierra, pero no para emprenderlos en navíos siempre pendientes de los vientos, y a riesgo de tormentas que los hacían zozobrar, y que se aplicase a buscarse un oficio que le permitiese que otros trabajasen por él.

Al principio no pareció hacer mucho caso de este consejo, puesto que se puso a trabajar como procurador de causas del Corregimiento de la provincia de Vizcaya, obteniendo tal éxito en este trabajo —como en todos los que emprendería— que llegó a tener cientos de clientes, y lucrar, por sus derechos arancelarios, más de cien mil reales de vellón. En 1801 contrajo matrimonio con Jerónima Gutiérrez de Cabiedes, de noble familia montañesa, de la región de Potes, quien determinó, cosa insólita para la época, que no se conformaba con ser la esposa de un profesional acomodado, sino que ella también quería contribuir a la prosperidad de la familia, para lo cual abrió un establecimiento en Bilbao, en la calle de la Ribera, que en los comienzos no pasaba de ser una mercería, para acabar convirtiéndose en el almacén más importante de la villa, en el que se vendían toda clase de telas y prendas de vestir, algunas hasta traídas de Extremo Oriente, y otras muchas de contrabando de Francia. Y algunos objetos suntuarios, como perfumes, los exportaban a América.

Quién sabe si aconsejado por su esposa, José Antonio abandonó sus negocios en la judicatura, y se metió en lo que bien conocía en su condición de bilbaíno y originario de Somorrostro: las minas de hierro, ya que como procurador había debido intervenir en diversos litigios sobre los yacimientos de ese mineral. Desde ese momento fue un no parar de hacer negocios de la más variada índole. Si por causa de las guerras carlistas que se sucedieron bajaban las ventas de hierro, se dedicaba a comprar cosechas enteras en Castilla para aprovisionar a los ejércitos en lid, y si era preciso prestaba dinero, ejecutaba hipotecas, se hacía por este medio con terrenos, sin por eso dejar de tener hijos, que llegaron a ser once, de los que le vivieron siete, uno de ellos, Gabriel, el padre de Rafaela. Era fama que Jerónima Gutiérrez de Cabiedes sabía hacer compatible su maternidad con su negocio de telas, y que el nacimiento de un nuevo hijo no le impedía estar a los pocos días, a veces horas, despachando en el establecimiento, en el que recatadamente daba de mamar al recién nacido sosteniéndolo en un brazo y con la mano libre seguía despachando el género. Fama o leyenda, lo cierto es que estuvo al frente del establecimiento cuando su marido era ya el más rico de Vizcaya, y que al final se dedicaba no solo a los más diversos comercios, sino también al descuento de letras.

Hacia el año 1840 Ybarra se dedicó a un tráfico que luego estaría mal visto, pero que en aquellos años se consideraba imprescindible para los intereses de Cuba, tan ligados a los de la Corona, que había conseguido que esta feraz isla no se independizara, como hicieran las restantes naciones del continente americano, concediendo a la burguesía criolla el derecho de poseer y tratar con esclavos negros africanos, que eran la principal mano de obra de los ingenios azucareros. Resultó un negocio fabuloso en el que intervinieron buena parte de los pilotos y capitanes de la costa vasca, y era vox pópuli que hasta el mismo arzobispo de La Habana se beneficiaba de él, no personalmente, sino con destino a las necesidades de la diócesis, cobrando cuatro pesos por cada negro que se introducía en la isla.

José Antonio Ybarra participó en una expedición, concertado con la Casa Martínez de La Habana, la de más prestigio en este negocio, pero no consta que continuara en él, quizá porque no obtuvo los rendimientos que esperaba, o que estos eran inferiores a los que obtenía con sus ferrerías, o pudo influir, también, que Jerónima Gutiérrez de Cabiedes, más piadosa que su marido, consultó el caso con un jesuita que le advirtió que no podían hacerlo sin gravar su conciencia.

Rafaela siempre recordaría a su abuelo Ybarra como la encarnación del poderío humano, al tiempo que de una gran dulzura en el trato con sus nietos, aunque no tanto con sus hijos. A los dos varones mayores, a Juan María y a Gabriel, los que habían de sucederle en el negocio y elevarlo a cotas muy superiores, los trataba con gran severidad y estos en su presencia apenas se atrevían a hablar; nunca discutían sus decisiones, no solo en lo que atañía al negocio, sino también en aspectos personales, ya que les reprendía si no llevaban el lazo de la corbata bien colocado o manchas en los trajes, y hasta les decía el modo en el que habían de tratar a sus mujeres, o educar a sus hijos, animándoles a que tuvieran muchos. Pero en las reuniones familiares, que tenían lugar cada domingo, y señaladamente en las fiestas de la Navidad, tanto Juan María como Gabriel se sentaban a su derecha y a su izquierda, como lugares de clara preferencia.

Los niños no debían hablar nunca en presencia de los mayores; por regla general, no entraban en el comedor hasta que había terminado el almuerzo, pero cuando lo hacían se encontraban con un abuelo muy sonriente, que en los bolsillos de su elegante levita escondía sabrosas golosinas, les gastaba bromas, y con los más mayores jugaba a las adivinanzas, a las que era muy aficionado, y sabía algunas muy ingeniosas.

Rafaela estaba para cumplir los seis años cuando su abuelo falleció de edad avanzada, setenta y cinco años, y lo recordaba como una eclosión de sentimientos, y habrían de pasar muchos años desde que falleciera este patriarca y siempre se le mencionaba con gran respeto, y los hijos, antes de tomar una decisión, discurrían sobre lo que habría resuelto su padre de estar vivo. Cada aniversario, durante más de un cuarto de siglo, se celebraban exequias en su memoria, y cuando comenzó a funcionar la prensa diaria se publicaba una esquela.

Muchos años después, cuando Rafaela ya era muy conocida por su caridad, con diversas obras benéficas en curso, una prensa que se calificaba a sí misma de libertaria publicó un reportaje denunciando que doña Rafaela sería muy santa, pero que la fortuna de los Ybarra estaba manchada con la sangre de los inocentes, los inocentes negros, a cuyo tráfico se había dedicado durante buena parte de su vida el fundador de la dinastía. ¿Su abuelo, negrero? Rafaela se quedó desolada porque no se imaginaba que aquel anciano, que tan cariñoso se mostraba con ellos, se hubiera dedicado a tan innoble negocio. Su director espiritual, don Leonardo Zabala, hubo de tranquilizarla diciéndole que no se podía juzgar a las personas solo por lo que sucediera en alguna época de su vida, y que puestos a darse golpes en el pecho, muchos eran los que debían hacerlo, porque hasta en las cortes más reales y católicas no era extraño que dispusieran de esclavos, cualquiera que fuera su color, que a tales efectos esclavos eran, y que no se podía juzgar con mentalidad actual lo acaecido en épocas pretéritas. Rafaela, como siempre acostumbraba en su trato con sus directores espirituales, aceptó de buen grado el consuelo, pero desde ese día cuidaba mucho de que se oficiasen misas en sufragio de su abuelo.

José Antonio Ybarra tuvo ocasión de conocer a José de Vilallonga y tratarle con gran deferencia en los últimos años de su vida, porque desde el primer momento se apercibió de su valía, y en broma decían sus descendientes que se dio cuenta de cuánto convenía que entrara a formar parte de la familia, y que por eso el Vilallonga casó con Rafaela.

Cierto que por el poderío económico de ambas familias parecía muy oportuno ese enlace, como si se tratara de familias reales que acostumbran a concertar matrimonios sin mirar a los sentimientos de los contrayentes, ni a la diferencia de edad que pueda haber entre ellos, pero no sucedió así en este caso, porque José de Vilallonga tenía dónde elegir entre la descendencia de José Antonio Ybarra, incluso más próximas en edad, pero la elegida fue Rafaela, a la que cortejó valiéndose de todas sus gracias, que no eran pocas.

José de Vilallonga y Gipuló nació en Figueras (Gerona) en 1822, hijo de Mariano Vilallonga Paler, que era conocido como
Marià, el Serraller
, «Mariano, el Cerrajero», a quien le venía de familia el modesto oficio de la cerrajería, pero que él supo transformar mediante la creación de una fragua llamada La Catalana, que le obligó a buscar por diversos lugares de España hierro para alimentar su ferrería, y por ahí vino a dar con los Ybarra de Somorrostro.

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