—¿Te ocurre algo, muchacha? —le preguntó Rafaela.
De primeras, Catalina ni tan siquiera imaginó que aquella reina se dirigiera a ella, desde las alturas de un coche tan elegante como los que usaban las majestades. En el caserío había un ejemplar de
La Ilustración Española y Americana
, con grabados a color, viejo y manoseado, en el que aparecían personajes muy principales, reyes y artistas famosos, muy bien vestidos y, por regla general, sonrientes, con una leyenda al pie de cada retrato que ella no entendía pero se imaginaba. Si llevaban corona es que eran majestades, y si no la llevaban, artistas. A Catalina le encantaba hojear la revista aunque algunos de los grabados, de tan manoseados como estaban, apenas se distinguían. Aquella señora no llevaba corona, pero en lo demás iba vestida como una reina, con un traje oscuro rematado con unos encajes blancos, encañonados a la altura del cuello, y también en los puños, y se cubría los hombros con una capa de paño grueso, pero con adornos de piel, que le llegaba hasta los pies. Y sonreía como los personajes de la revista, con la diferencia de que no era una sonrisa estática, sino muy singular, porque una de las virtudes de Rafaela, que con el tiempo la hicieron famosa, era su manera de sonreír, de un modo tan natural y completo que no solo sonreía con los labios, sino también con los ojos, con las mejillas, al tiempo que hacía un gesto muy gracioso con la nariz. No es que siempre estuviera sonriente, sino que siempre estaba dispuesta a prodigar una de aquellas sonrisas, ignorante del efecto que producía en las personas, porque ese fue siempre uno de sus encantos: desconocer la impresión que causaba en los demás. Y si tenía la sensación de haber influido en alguien, para bien, se acusaba de una falta de vanidad, al extremo de que quien fuera su confesor hasta el fin de sus días, el sacerdote don Leonardo Zabala, la reprendía por ser en exceso escrupulosa.
Cuando Rafaela, con la ayuda de Gregorio, descendió del landó y se acercó a Catalina para volverle a preguntar qué es lo que le ocurría, la niña se dio cuenta de que aquella hermosa señora se estaba interesando por ella, y como era la primera vez que le ocurría desde que saliera del caserío, le entraron ganas de llorar. Unas lágrimas asomaron a sus ojos, y fue cuando la señora la tomó por los hombros y se la acercó a sí prodigándole palabras de consuelo que la niña no entendía, pero se apretaba más contra aquel pecho acogedor.
Rafaela no sabía hablar el vascuence porque en aquella época era un lenguaje reducido a la gente de la mar y de los caseríos, y en Bilbao se esmeraban las gentes de posición en expresarse en castellano y en francés. Este último Rafaela lo hablaba muy bien, y se ufanaba de ello, ya que había estudiado varios cursos en un colegio de Bayona, en Francia. En cuanto a los caballeros, también aprendían el inglés por ser habitual que los industriales tuvieran negocios con Inglaterra.
Entonces el cochero, que también parecía un gran señor, vestido con una levita adornada de botones dorados, botas altas de cuero, hasta por encima de las rodillas, y un sombrero muy elegante, se dirigió a ella en vascuence para explicarle que aquella hermosa señora le estaba preguntando si le ocurría algo. Catalina, sobrecogida, no acertó a explicar en unas pocas palabras todo lo que le sucedía y Gregorio le tuvo que ir sonsacando poco a poco, siguiendo las indicaciones que le hacía su señora. Y por lo primero que le preguntó fue por las alpargatas, pues le llamó la atención que con aquel frío fuera tan mal calzada. Catalina, ante esta pregunta, se ruborizó porque se dio cuenta de lo viejas y rotas que estaban las alpargatas y trató de esconderlas debajo de la falda de su vestido, para terminar explicándole a Gregorio que llevaba dos días andando por malos caminos y que por eso estaban así. ¿Pero no tenía mucho frío en los pies? No demasiado, porque estaba acostumbrada a ese calzado y, además, llevaba debajo unas medias muy gruesas. ¿Pero qué hacía en Bilbao? A esta pregunta Catalina no supo qué responder, ya que si decía que había sido arrojada de su casa, por su mala o, por lo menos, confusa conducta, la señora aquella dejaría de prodigarle caricias. Por fin vino una pregunta que para Rafaela resultó clave: ¿no tenía familia en Bilbao? Y Catalina acertó a responder lo que más le convenía: no tenía familia porque era huérfana de padre y madre.
—Señora —le explicó Gregorio—, yo creo que es una muchacha de algún caserío que mal aconsejada ha venido a Bilbao a trabajar, y anda perdida.
—Está bien. Vamos a llevarla a casa y luego se verá.
—Como la señora mande.
Y le indicó a Catalina que se subiera junto a él, en el pescante.
Pero Rafaela le dijo al cochero que fuera dentro con ella, bajo la capota, y que le echara una manta sobre las piernas.
—Como la señora mande —dijo Gregorio, que, pasados los años, tuvo ocasión de declarar que aquella fue la primera vez que doña Rafaela recogió a una mujer en la calle, pero que a partir de ese día, cuando veía a una joven sola, y como desorientada, le mandaba detener el coche y entablaba conversación con ella, interesándose por su situación.
Rafaela residía en La Cava, un palacete que le había construido su marido en un lugar apartado de Bilbao, nombrado Campo Volantín, a orillas de la ría, que en aquellos años era agreste, y el edificio disponía de un jardín muy empinado que venía a terminar en el alto de Archanda. A raíz de la muerte de sus hijos José Adolfo y Refugio, Rafaela, apenada, se fue a vivir a la casa paterna en la calle de la Ribera, pero al poco determinaron residir en el campo, y fue cuando construyeron La Cava, buscando la soledad. Fue de las primeras edificaciones que se alzaron en la orilla derecha de la ría, que con el tiempo se convertiría en el lugar preferido de la alta burguesía bilbaína.
Levantaron dos edificios, casi gemelos, uno de ellos destinado al padre de Rafaela, Gabriel Ybarra, y a su esposa, Rosario, con los hijos que todavía vivían con ellos. El vivir con toda su familia atenuó la pena de Rafaela por la pérdida de sus hijos. También disfrutaba del jardín en el que abundaban los magnolios, los tilos y los castaños de Indias, con tal profusión que en lo más cálido del verano siempre reinaba el frescor. A este jardín, que más bien era un bosque, se accedía desde el piso principal del palacete a través de un puente de hierro forjado artísticamente en el que había puesto especial empeño el marido, quizá como reconocimiento al mineral del hierro, que constituía lo más importante del próspero negocio familiar. Por su gusto, Rafaela lo hubiera hecho más rústico, de madera de castaño, pero su marido dijo que había de ser hierro, y bromeando le dijo que por una vez no la iba a complacer.
Antes de que Rafaela consiguiera el privilegio de tener al Señor en el oratorio de La Cava, lo que acaecería en el año 1879, decía que aquel jardín era su templo vivo y, al igual que san Juan de la Cruz, del que era muy devota, en cada árbol, en cada mariposa, y hasta en las hormigas que pululaban por doquier, leía como en un libro de la naturaleza la grandeza del Dios creador, y cuando tomó la costumbre de hacer oración gustaba de hacerla paseando por las veredas del jardín, o sentada debajo de un magnolio gigantesco, que era su preferido por el penetrante olor que despedían sus flores, sobre todo en primavera, y, embargada por aquel aroma, que lo tenía como un anticipo de la gloria, se sentía transportada y decía que allí le resultaba más fácil hablar con Dios; al principio incluso se dolía de este recreo de los sentidos, hasta que don Leonardo, con buen criterio, le hizo ver cuán grato era para Dios que las almas sencillas se recrearan con los encantos del universo, y que ya vendrían tiempos de sequedad y de contradicción, en los que de poco le servirían los aromas del magnolio, y no le quedaría otro consuelo que el de Cristo crucificado.
Catalina no acertaba a saber lo que estaba ocurriendo. Acostumbrada a montar en el carro de bueyes, chirriante y traqueteante, le daba la impresión de que aquel coche se deslizaba por las calles con tal suavidad que parecía no tocar el suelo, y los cascabeles tintineantes de los caballos le sonaban a música celestial. La señora iba callada, como sumida en sus pensamientos, y de vez en cuando volvía a colocar con cuidado la manta que le cubría las piernas. La niña no se atrevía ni a mirarla, y cada vez que la arropaba con la manta musitaba unas palabras de agradecimiento en su lengua, que la señora sí parecía entender puesto que le devolvía una sonrisa.
Cuando se detuvieron en La Cava y la señora hizo ademán de descender del coche, y la animó a ella a hacer lo mismo, se quedó perpleja y un tanto temerosa. No se imaginó que aquel edificio tan grande fuera una casa particular y pensó que podía ser un ayuntamiento, que era el edificio más grande de su pueblo, o un hospital, que también conocía uno, por haber acompañado en una ocasión a su tía por un mal que tuvo en el pecho. Y se temió que la fueran a dejar allí, por su condición de niña extraviada en la gran ciudad, quién sabe si enferma.
Nada más llegar y detenerse en la fachada principal, apareció Luisa, la mujer de Gregorio, y ayudó a bajar del coche a la señora y cambió con ella unas palabras, bastantes, que Catalina no entendió, pero a continuación se dirigió a Catalina y le dijo en vascuence:
—Baja y ven conmigo.
Entraron por la parte de servicio del edificio y vinieron a dar en la cocina, en la que estaban preparando el almuerzo, y de los diversos pucheros que se calentaban al fuego emanaba tal conjunto de aromas que fue cuando Catalina se dio cuenta del hambre que tenía, ya que llevaba casi un par de días solo a pan y queso. Le dio un vahído y a punto estuvo de caerse al suelo.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Luisa, al tiempo que la ayudaba a sentarse en una banqueta.
—¿Quién es esta y qué le pasa? —preguntó la que hacía cabeza de aquella cocina en la que trabajaban varias criadas, que se llamaba Josefa Uribarri, Pepa, que había de tener una importancia desproporcionada en la evolución espiritual de su señora.
—La han encontrado en la calle, perdida —le explicó Luisa—, yo creo que está con mucho frío y con hambre. A saber el tiempo que llevará sin comer. Le podíamos dar un caldo, si te parece bien, Pepa.
Pepa se lo pensó, levantó las tapas de los diversos pucheros y, por fin, se decidió por uno de ellos, del que sacó una taza de caldo y se la ofreció a Catalina.
—Bebe.
El caldo estaba hirviendo y Catalina se lo comenzó a tomar a pequeños sorbos, haciendo ruido al sorber, y Pepa le advirtió de forma severa:
—No hagas ruido al sorber, es de mala educación.
Fue la primera lección que recibiría de la que se convertiría en su educadora por indicación de su señora.
Cuando se terminó el caldo le dieron un poco de menestra de verdura, que comenzó a comer con avidez, y en ese momento apareció en la cocina Rafaela, que se había cambiado de traje y se había puesto otro más sencillo, sin adornos ni encañonados en el cuello y en los puños, pero que a Catalina no le pareció menos elegante. Se dirigió tanto a Luisa como a Pepa para reprenderlas.
—¡Cómo no le habéis quitado esas alpargatas que lleva! ¿No os dais cuenta de que puede coger una pulmonía?
—Sí, señora —se disculpó Pepa—, pero primero le hemos dado algo de comer. Estaba desfallecida.
—Bueno, pues quitadle esas alpargatas y buscadle unos zapatos. A ver qué pie calza, yo creo que uno de los míos puede servirle.
Catalina no entendía lo que hablaban, pero, confortada por el alimento, se sentía bastante tranquila, y mientras le levantaban la falda y la descalzaban pensaba que, de ser aquello un hospital, a su frente debía de estar aquella señora que se estaba portando muy bien con ella, o sea, que no parecía que le pudiera ocurrir nada malo.
Cuando comprobaron las medidas de las alpargatas y Rafaela confirmó que podían servirle algunos de sus zapatos, se encontró con la respetuosa objeción de Pepa.
—Señora, no hace falta que le demos unos de los suyos. Ya encontraremos algunos más viejos de alguna de las chicas.
—Vamos a ver, Pepa, de las que estamos aquí, ¿quién es la que tiene más zapatos? ¿Y necesito tener tantos zapatos? Hay algunos que ni me los pongo. Lo mejor será que le dé unos de los botines.
Así habló Rafaela antes de que hiciera el voto de pobreza, a partir del cual hasta para comprarse unas zapatillas de andar por casa pedía permiso a su director espiritual.
Por tanto, Catalina entró en La Cava con buen pie y bien calzada, y en esa casa estuvo hasta que salió de ella para casarse. El novio se lo buscaron entre Pepa y Luisa, y Rafaela les dio el visto bueno.
VOCACIÓN MATRIMONIAL DE RAFAELA
Rafaela tenía costumbre de desayunar todos los días con su marido, José de Vilallonga.
Al otro día de casarse amanecieron en un hotel que daba sobre la bahía de La Concha, en San Sebastián, y que pocos años después se convertiría en el Hotel de Londres y de Inglaterra. Se habían casado el 14 de septiembre de 1861, cuando Rafaela contaba tan solo dieciocho años, que en aquellos tiempos se consideraba edad apropiada para que las jóvenes contrajeran matrimonio, y tampoco se consideraba demérito el que el esposo fuera unos cuantos años mayor; en aquel caso José le llevaba veinte años, pero de temperamento parecía mucho más joven, por lo muy animoso que era para todos los aspectos de la vida.
Pese a ser un trabajador infatigable, decidió algo insólito para la época: hacer un viaje de novios que duraría dos meses, ya que primero se fueron a París, ciudad bien conocida por él, pues hacía años que se traía negocios con los franceses, y luego se bajaron a Andalucía y se recorrieron sus principales ciudades. ¿Cómo vas a dejar tanto tiempo la fundición?, se extrañó su suegro, don Gabriel Ybarra, con el que estaba asociado. A lo que José le replicó que solo se casaba una vez en la vida y que él quería que a Rafaelita le quedara un recuerdo imborrable de aquel acontecimiento.
Rafaela era una joven muy atractiva, de rostro agraciado, buena figura, que resaltaba vistiendo con mucho gusto, con frecuencia con ropa que se hacía traer de Francia, y con tal afición a las alhajas que le suplicaba a su madre, doña Rosario de Arámbarri, que le prestara las suyas para lucirlas. En los primeros años de matrimonio, José, en cada aniversario, le solía regalar una joya, y cuando cambió de vida le costó desprenderse de ellas. Aquel largo viaje de novios lo hicieron con grandes baúles, que precisaban dos mozos para manejarlos, ya que Rafaela se había empeñado en meter en ellos buena parte de su ajuar, y se cambiaba hasta tres veces de vestido cada día, la mayoría de ellos sin mangas, sobre todo los de noche, y pasados los años se dolería Rafaela de cómo le gustaba atraer la atención de las gentes, especialmente de los varones, y que la admirasen.