Read El jardín de los venenos Online
Authors: Cristina Bajo
Don Gualterio se retiró para que le limpiara unas llagas que tenía en la espalda y Soto quiso acercar una silla al sillón de Sebastiana, pero el mastín, con un lamento de advertencia, lo obligó a quedarse donde estaba. De todos modos, inclinándose hacia ella, el maestre de campo le confesó que, tan lejos como estaba de su patria, se sentía extremadamente solo.
La joven, molesta ante la proximidad de él, no levantó los ojos de las perlas que estaba enhebrando, pero retrucó:
—Es una soledad de muy larga data entonces, puesto que dejó usted su patria hace al menos veinte años.
—He pensado en casarme…
—Seguramente su confesor lo aprobará —dijo ella anudando las perlas al corselete de la Virgen Niña, una graciosa talla de vestir calzada con sandalias de plata.
Al ver que se resistía a prestarle atención, él estiró la mano, morena y pesada, con la determinación de ponerla sobre la de ella, pero la actitud alerta y amenazadora del perro y el retraimiento brusco de la joven lo obligaron a detenerse.
—Escúcheme…
—¿Qué desea? —contestó ella con sequedad.
—Reparar los errores cometidos.
—Enhorabuena, pero es algo que no me incumbe.
—Me refiero a…
—No deseo saber nada de su conciencia.
—Pero lo sabe, mal que me pese por indiscreto y pecador.
—En ese caso, no debería permitirle que entrara en mi casa —se molestó ella—, y mucho menos que me hablara.
—Señora, comprendo lo que siente, pero no me juzgue antes de escucharme.
—Lo siento, señor; ya lo he juzgado.
—Entonces impóngame una condena y absuélvame cuando la cumpla. Hasta Dios perdona si hay arrepentimiento.
—Verdadero arrepentimiento.
—… y para reparar el insulto que le hice llevado por mis debilidades, le suplico me permita poner mi persona a consideración de usted; soy dueño de algunos dineros y tengo en vista excelentes negocios. He pensado en renunciar al cargo e iniciarme en la trata de negros, que es lucrativa por estas tierras.
Y sin reparar en el desagrado que traslucía la expresión de Sebastiana, agregó mirándola a los ojos:
—Soy un infeliz sin familia que desea iniciar una vida más recta, con una esposa y un lugar donde reclinar la cabeza.
«No será en mi pecho», pensó ella poniéndose de pie y acercándose al perro, que se mostraba inquieto; lo sujetó de la cogotera y lo encerró en la pieza contigua.
—Si usted no alcanza a comprender por qué me repugna su amistad —dijo al volver—, es que no tiene la sensibilidad que yo espero de un hombre.
—No me rechace de plano —replicó él con impaciencia—. Hable antes con el padre Cándido, que es mi confesor y el suyo; sé que la aconsejará mejor que nadie; él puede atestiguar que lucho por superarme mediante la penitencia.
—¡El padre Cándido!
Ella se volvió, pálida, hacia él. Se le extravió la mirada, pareció que iba a decir algo y calló, bajando la cabeza. Para cuando levantó los ojos, había recuperado el dominio de sí.
—Mi cristianismo me obliga a escucharlo, pero no a aceptarlo, señor. No obstante, prometo pensar en su pedido. Ahora, prefiero que se retire.
No queriendo tensar su buena suerte, él recogió la capa y el sombrero y después de una profunda inclinación pasó a su lado rozándola con el pecho; aquel contacto, hecho como al descuido, solía encender a muchas mujeres.
Ahogada de furia, con el corazón desbocado de asco, Sebastiana cerró la puerta con llave y apoyó sobre el tablero los puños, apretando contra ellos el rostro. ¡Tener que escuchar semejante proposición de un patán bruto, feroz y licencioso!
Se tiró sobre el gran sillón con los ojos llenos de lágrimas, recordando a su primo Raimundo como si lo hubiera conocido desde la niñez, como si lo hubiese amado por toda una existencia.
Secándose las lágrimas, pensó que en pocos días se celebraría uno de los dos San Raimundo del santoral, y se prometió renovar en el altar familiar las flores y las oraciones ante la Virgen Niña, que estaba restaurando, testigo de su juramento de amor.
Recién abrió la puerta cuando, más tarde, oyó a su padre despedirse del hermano Hansen en el zaguán.
Poco después de llegar, Becerra se presentó en la Compañía, dispuesto a hablar con el padre Thomas: meses atrás le había confiado sus sentimientos, pareciéndole que el sacerdote no miraba mal sus propósitos.
Contrario a lo que esperaba, no lo halló en la botica, pero le dijeron que seguramente estaría en la librería; lo encontró en la trastienda, ocupado en colorear unas láminas de plantas y flores para el libro de botánica medicinal del hermano Montenegro.
Como ambos eran hombres de discreción pero enemigos de rodeos, Becerra le manifestó, después de las consabidas cortesías, su temor sobre las posibilidades de Soto con respecto a Sebastiana.
—No es sólo mi interés personal —confesó mientras observaba los dibujos explicitados en latín en los que trabajaba el médico—. En verdad creo que ese hombre no es adecuado para ella. Y mal habla de su catadura moral el… su…
Calló el adulterio de doña Alda, pero el sacerdote, discreto, se ajustó los anteojos de pinza al caballete de la nariz y le aseguró que por el momento no veía en su sobrina intenciones de concretar otra unión.
—… mucho menos con un hombre violento o que vive de la violencia.
Como estaba delineando con el pincel uno de los dibujos, se tomó tiempo para advertirle:
—Las mujeres suelen casarse por huir de sus hogares si les son ingratos, o para que no se diga que quedaron solteras; a veces lo hacen por escapar de la pobreza, impulsadas por la codicia o llevadas por la pasión amorosa. Ninguno de estos casos es el de doña Sebastiana. Puedo asegurarle que no tiene por ahora inclinación alguna para volver a tomar estado, ni he visto en ella siquiera el anhelo de anhelar, como tantas mujeres que se lamentan no tanto de no ser amadas, sino de no amar a nadie, ansiando encontrar un objeto de adoración que las atormente.
Había enderezado la espalda y sus facciones cansadas, pero fuertes e inteligentes, se oscurecieron en alguna confusión.
—Debe entender, don Esteban, que ella no es la chiquilla que conoció. El dolor la ha vuelto juiciosa y encerrada en sí misma. Puede atenderos con amabilidad, pero hay un muro invisible que debemos respetar. Todavía piensa que más feliz estaría encerrada en el monasterio que encerrada en el matrimonio. Presiento que en ella se han secado las funciones físicas, y algunas anímicas, del amor. Así que… —calló al hacer un trazo rojo sobre la flor de ceibo que había dibujado el hermano Montenegro—; así que, mi buen amigo, lo que debe preguntarse es si está usted preparado para atar su existencia a una joven posiblemente incapacitada de por vida para entregar su cuerpo a varón alguno y que quizá no pueda darle hijos después de lo que le sucedió.
Y cambiando de pincel, pintó una hoja de un verde claro remarcado por otro más oscuro.
—Pero si fuera posible que ella amara —lo alentó—, usted debería ser el elegido por razón y corazón.
La conversación murió allí; Becerra se interesó por el trabajo que hacía el científico, inquirió sobre el pleito con el obispo Mercadillo por la Universidad de Santo Tomás y después de despedirse, al levantar la cortina que los separaba de la tienda, se llevó por delante a alguien: era el ayudante del maestre de campo, que, muy cerca del arco que separaba ambas habitaciones, parecía anormalmente ensimismado en una de las mesas de libros.
Perturbado por lo que consideró un desembozado fisgoneo, don Esteban no atinó a disimular su malestar y el muchacho, como si recién lo advirtiera, se quitó el birrete, apretándolo contra el pecho con burlona respetuosidad. Luego abandonó la tienda bajando de a dos los escalones y Becerra creyó notar que deslizaba un libro dentro de su deslucida casaca.
Se asomó a la vereda luchando con el deseo de darle alcance, pero el muchacho se alejaba rápidamente; al llegar a la esquina, lo vio volverse, en los ojos una expresión aviesa, para constatar que él seguía allí, como un tonto, sabiendo que la conversación —que debió ser privadísima— había sido escuchada por la astucia y la venalidad del joven.
… Cuando llegó la justicia, noté con espanto que en el apuro de huir de la bodega había olvidado bajo la puerta el machete que aquella noche, más temprano, me había mandado Aquino.
Estaba en la galería alta, paralizada y mirando las ruinas tiznadas, pensando si sería prudente recuperarlo, cuando vi que Aquino, que recorría el lugar con el juez, se agachaba y lo levantaba del suelo. Debía tener una marca que nunca noté, pues de inmediato, aunque discretamente, volteó a mirar hacia donde yo estaba. Es un hombre que rara vez trasluce lo que siente, pero alcancé a ver la expresión de extrañeza antes de que pudiera borrarla. Luego, sin dejar de conversar lo arrojó en un rincón como al descuido.
Yo volví a la pieza de labores e hice venir a las criadas. «Empezaremos la Novena de Ánimas», les aclaré, pensando que en cualquier momento el juez podía cruzar el umbral y detenerme, aunque no veía con qué pruebas.
Se presentó más tarde, sí, pero sólo para decirme que me libraría del interrogatorio, pues todo estaba muy claro.
Cuando por fin acabaron su desempeño, hice llamar a Aquino y, como se había demorado en el campo, se presentó al oscurecer, mientras yo comía. Venía sin sombrero, comprendí que por no llevarlo servilmente en la mano.
Le indiqué una de las sillas del rincón, pero él rehusó aquella familiaridad. Se mostraba pulcro, seguro de su integridad. «Estando en mi caso, Aquino —le pregunté—, ¿temería algo de la indagatoria?».
Había hecho poner otra copa junto a la mía y aunque yo sólo bebo agua, el botellón de vino de Caroya que nos mandan los jesuitas presidía la mesa. Con mis propias manos serví una copa mediada y se la alcancé. Se turbó y murmurando las gracias —más por mi gesto que por el vino, porque lo sé temperante—, lo paladeó y contestó: «Puede usted continuar con su vida, doña Sebastiana, que yo atiendo lo que sea necesario. Nadie vendrá a molestarla».
Dejó la copa sobre la mesa y se retiraba cuando recuperé la voz y lo llamé. Él se detuvo y dijo: «Ordene usted».
«Ojalá se halle bien entre nosotros, pues sé que más feliz estaría de hábito», le agradecí.
«Estoy donde debo estar», replicó y con gesto huraño, pero gentil, se perdió entre las sombras del patio.
Oí a Dolores siguiéndolo para trancar la puerta que da a sus habitaciones y, antes de que se apagara el ruido de los cerrojos, tomé la copa donde había bebido y puse los labios donde los suyos habían tocado el cristal. También yo probé el vino…
Cuando regresó Dolores le pregunté: «¿Será prudente desprendernos de las cosas de don Julián?».
«Nadie puede poner peros a la caridad —me hizo ver—. Podría mandarlas a Altagracia, que siempre andan escasos de ropa para los pobres». Después me advirtió: «Ya volqué la chicha que encontré por ahí; a la tierra le gusta la chicha casi tanto como la sangre».
«¡Cuán traidores son los vicios con sus esclavos!», pensé, pues todo el vino de mi padre no alcanzó para apagar las llamas que consumieron a don Julián.
Me retiré a dormir con una rara inquietud. El compartir mi secreto con Aquino —ahora él sabía que en algún momento yo había ido a la bodega— me la encendió.
En cuanto al entierro de don Julián, se siguieron los ritos exigidos y también los innecesarios. Ante la fosa cavada en el piso de las Teresas, de la que ascendía un olor a podredumbre que nos obligó a taparnos la nariz con los pañuelos, vi bajar el cuerpo de mi marido envuelto en un lienzo para que la descomposición lo integrara rápidamente a la tierra.
Volvimos a casa y me recluí en mi dormitorio pues no deseaba recibir más pésames. Ya habría tiempo para seguir rezando por su alma, que era lo único que le debía.
Rafaela fue a llevarme acíbar para aliviar el dolor de las quemaduras y a mí me tomó un sofoco de risa. Temiendo que me escucharan las criadas, me cubrí el rostro con la falda mientras ella, a mi lado, se reía en espasmos silenciosos, hacia adentro.
Cuando conseguí contenerme, me sequé los ojos y dije: «Ella decía que él hedía como jabalí. Lo despreciaba de todas las formas posibles… ¡y yo he conseguido que descansen cabeza a cabeza, tobillo a tobillo, como amantes, como recién casados! La más soberbia de las hidalgas está tendida al lado de ese corrompido de uñas sucias, de aliento carnicero, de criadillas peladas y trasero velludo».
A Rafaela le hicieron gracia mis palabras: «¡Buen susto se llevarán el Día del Juicio, cuando resuciten acostalados uno del otro!».
Echándome en la cama, pensé: «Estoy a salvo, estoy a salvo, estoy a salvo» y respiré profundamente.
Cuando regresé a Santa Olalla supe que algunos me achacaban la desaparición de Eleuteria y sus hijos, pero no me importó. Sólo me preocupaba el padre Thomas, pues me di cuenta de que tenía dudas (aún hoy ignoro el porqué) sobre la muerte de mi madre y de mi marido.
Más adelante me visitó en Santa Olalla; me confesé diciéndole la verdad: que no lo había dejado entrar en mi pieza porque le temía cuando estaba ebrio.
Luego dimos un paseo y, sabiendo que había notado las matas de sardonia, me dirigí al lugar como por casualidad e hice el gesto, tan común en las mujeres, de llevarme unas flores a la boca. Se afligió, me ordenó escupirlas, me dio consejos… pero se guardó de decirme la capacidad de matar que tiene aquella planta. Para mi gobierno entendí que, si borré algunas dudas, él tenía aún las suficientes para preferir que yo no supiera demasiado sobre el tema, así que entendí que de ninguna manera debía enterarse de los libros que me dedicaba a estudiar.
Por aquel tiempo, a veces, de noche, sacaba la tabla donde había anotado el nombre de mis ofensores, pasaba el dedo sobre la tinta empastada con que había tachado los dos primeros y luego observaba el siguiente. Era el más temible y mientras el rencor me aguijoneaba a hacer algo contra él, mi instinto me advertía los peligros que podía correr en cuerpo y alma: envenenar a una mujer concupiscente o dejar morir a un depravado de malos instintos no es lo mismo que matar a un hombre dedicado a Dios…
«Cierto es que desde principios del siglo XVII hasta fines del siglo XVIII fue la Universidad cordobesa el foco más poderoso de la ciencia y el propulsor más eficaz de las más nobles disciplinas intelectuales. Fue, además, la obra más prolífica llevada a cabo por los Padres de la Compañía de Jesús en el Nuevo Mundo».