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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (28 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Guillermo Furlong, S. J.

Los Jesuitas y la Cultura Rioplatense

Córdoba del Tucumán

Octava de San Juán Evangelista

4 de enero. Verano de 1703

Doña Saturnina vivía para ver a sus sobrinas bien casadas o profesando en uno de los dos monasterios; estaba decidida a dejar bien colocados —ya fuera protegidos por el matrimonio o por el hábito— a sus parientes más cercanos antes de que la muerte la alcanzara.

Como temía que alguna mujer no conveniente sedujera a su sobrino Esteban al punto de arrastrarlo a un matrimonio inadecuado, se dio en proyectar la boda entre él y Sebastiana. Como Esteban no era indiferente a la idea, comenzó a hacerle bromas, a darle consejos y a empujarlo a que adelantara sus decisiones.

Con Sebastiana era más disimulada, aunque no perdía oportunidad de hablar de lo apuesto que era el mozo, cuán educado, qué sanas costumbres tenía, sin contar su capacidad para gobernar las posesiones familiares…

—… Averigua, Tianita, si hay mejor administrador en esta provincia. Deberías consultarlo sobre Santa Olalla.

—Aquino es excelente; la Merced me lo recomendó y no tengo queja —respondía Sebastiana suavemente.

—Y además, no le duele meter la mano en la faltriquera. No le hará faltar nada a su mujer…

—Suponiendo que su mujer no tenga a qué echar mano —replicaba, risueña, la joven.

—Sus campos son muy buenos, bien lo sabes.

—Sí; tan buenos como los míos.

—… así que no necesita casarse para tener tierra o fortuna. Dime, don Jerónimo Ordóñez ¿dejó finalmente algo de tierra a ese Aquino?

Aquino surgía indefectiblemente en la conversación porque, si bien a Becerra no se le había ocurrido —muchos hombres creían que a las mujeres de clase les repugnaban los individuos que no fueran de su estrato social—, doña Saturnina había visto demasiadas viudas enterradas en sus fincas que se casaban con el mayordomo de estancia o avergonzaban a los suyos dejándoles a éstos rentas y tierras en documentos que olían más a sábanas que a negocios.

—Supongo que al haber desaparecido los hijos de don Julián, todo irá a sus manos.

—Y a las tuyas, Tianita —se sulfuró la señora—, que vale más un pedacito de pedregal que cien doblones en tus arcas. Los doblones llegan y se van, pero la tierra mantiene los blasones.

La conversación fue interrumpida por Porita anunciando que varias esclavas de Santa Catalina habían llegado con un encargo de las monjas.

Salieron, y en la galería, cuatro negras bruñidas vestidas con lienzo basto desataron unos hatos de tela y desplegaron ante la dueña de casa vestiduras de culto religioso «injuriadas por el tiempo o el estrago de las polillas».

Las señoras desesperaban por recibir tales encargos; además de considerárselos un honor, se dispensaban indulgencias por el trabajo.

—Podríamos venir con las niñas a ayudarte —propuso doña Saturnina—. ¿Sabías que Marcio tiene mucha mano para el hilo de oro?

Y cuando regresaron al frescor de la sala, la señora volvió a sentarse con los pies sobre el escabel.

—¿Anduvo el maestre de campo por aquí?

—Ayer mismo —contestó Sebastiana mientras comenzaba a restaurar con un poco de yeso las manos de la Virgen Niña.

—¿Y qué tenía que hablar con tu padre?

—Nada. Supongo que venía por mí.

Aquella sinceridad dio ánimo a la señora.

—Mira, el ejército tiene su propio prestigio, pero yo prefiero un buen pedazo de campo, limpieza de sangre y moral conocida.

—Yo también —concedió Sebastiana.

—¿No has pensado en casarte con él?

—Por todos los santos, no.

—Bien haces; sería un marido inconveniente. No tiene derecho a usar el «don» y se me ocurre que en España no debe poseer ni un chiquero.

—Sea como fuere, tía, espero que ese hombre se mantenga lejos de mi casa. —Y soplando sobre las uñitas de la Virgen, dijo llena de seguridad—: No hay quien me obligue a aceptarlo: soy viuda y dueña de mis actos, tengo dinero propio, voy a ser más rica aún y no necesito protección.

—Bueno, no hay que extremar. Un buen marido…

—¿Y si tomáramos una copita de anís, tía?

—Con algún platito dulce, capaz me apetezca…

Al comprender que Sebastiana no deseaba seguir hablando de eso, pero tranquilizada con respecto al maestre de campo, la señora se avino a comentar sobre el matrimonio con Antonio Rodríguez de su sobrina Elvira, que se había hecho cargo de los cinco hijos del viudo.

—No me ha dolido dotarla. Elvirita es cabeza dura y no quería entrar en las monjas y yo no podía morirme y dejarla sin destino. Mi hermano, que está en el Cielo, me lo reclamaría. Los Rodríguez de Zárate andan escasos de dinero, pero tienen tierras en Nabosacate.

Sin poder contenerse, agregó:

—¿Te has enterado de que Estebanito está construyendo en Anisacate? Me gustaría echarle una mirada a la casa, pero como no tenemos coche…

Entonces, cuando no lo esperaba, Sebastiana la complació al decirle que en el momento que quisiera podían subir a su carroza e ir hasta las tierras de San Esteban del Alto.

Había en la ciudad varias tiendas con entradas en ochava y adentro, en estanterías y mostradores, se despachaban artículos de todo tipo, donde los ultramarinos contrastaban con las artesanías del país.

Estos locales tenían un aspecto acogedor, con sus pesadas cortinas rojas o amarillas que llegaban hasta el suelo, con esteras cubriendo el piso de ladrillo, con sillas y sillones para las señoras que se tomaban su tiempo para elegir lo que deseaban comprar; donde se les ofrecían bebidas frescas o calientes según la época del año.

Pocos libros se vendían allí: algún catecismo, los divulgados Ejercicios de San Ignacio, otros de estampas religiosas; y bajo el mostrador, se despachaban el Estebanillo González, la Angélica o las Historias Prodigiosas. Pero desde que el obispo Mercadillo se había tomado a pecho el terminar con los libros prohibidos, se tenía más cuidado en ofertar y en demandar estas obras aunque, discretamente, todavía se vendían.

El estudiante tenía hambre de saber. Al llegar con Lope de Soto a Santiago de Chile, oyó alabar los establecimientos educativos de los jesuitas de Córdoba, y una especie de fiebre intelectual —siempre limitada por la realidad de las circunstancias en que vivía— volvió a inflamarse en él.

Ya en Córdoba, subyugado por la excelencia de la Casa de Estudios, esperaba con impaciencia que el obispo Mercadillo se aviniera a acatar las órdenes reales y dejara en paz a la Universidad jesuítica, a sus rectores y a los estudiantes.

Por lo pronto, había tomado contacto con varios estudiantes. Entre ellos se destacaba Salvador Villalba, sobrino de Felicidad Espejo y Bienvenido López, aquel andaluz que se dedicaba, entre otras cosas, a los auxilios mortuorios de las familias con recursos.

Por él Maderos supo que los jesuitas importaban grandes partidas de libros, entre los que se destacaban textos escolares y de consulta.

—También traen obras mundanas para vender a los vecinos —le comentó Salvador, para luego bajar la voz—: Es práctica establecida que el inquisidor general nombre revisor al principal de la Compañía para que pueda expurgar las bibliotecas de los conventos y controlar lo que dicen los curas en los sermones, mal que les pese a dominicos y franciscanos. Por suerte, los de Loyola tienen más sensatez que prejuicio, pues a los señores inquisidores, ya casi sin judíos a quienes prohibir que ejerzan la medicina, se les ha dado por estrujar la oratoria sagrada para sacar el quinto extracto de la quintaesencia de la herejía.

—Que no te oiga don Dalmacio, que tiene orejas hasta en los árboles —le aconsejó Maderos, a tiempo que se imaginaba paseando por las calles con la vestimenta de los estudiantes y algún libro en la mano. Su sueño más preciado era conseguir el bonete de doctor, de cuatro picos y borla blanca.

—Si acudes al colegio podrás comprar los libros de estudios, pues los dan al costo —le hizo saber su amigo.

De esta manera el ayudante del maestre de campo dio con la tienda de los jesuitas, y tomó por costumbre visitarla en sus momentos de libertad, para escarbar entre volúmenes y hurtar el que pudiera, un poco por falta de dinero, otro por sed de leer, y un mucho porque había decidido que, para alguien de su condición, era más fácil robar que ganar buenamente lo que deseaba.

Con dos cajones que había sacado del Cabildo estaba armando una biblioteca, y cada vez que adjuntaba algún libro, acariciaba los otros con el mismo respeto con que Lope de Soto trataba las credenciales de su profesión.

Había traído unos pocos tomos de España: el infaltable Guzmán de Alfarache, el Cid Díaz y las Obras de Quevedo. A ellos llevaba agregados, a fuerza de raterías, algunos que ni el Diablo sabía para qué podían servirle, como el Tratado de la Gineta y un Manual de Navegación. Pero estaba contento con la Defensio Fidei del padre Suárez, las Obras de San Ignacio y de San Jerónimo y las Confesiones de San Agustín. Si hacía carrera en Córdoba, aquellos autores conformaban el ideario de la intelectualidad de la ciudad.

A veces, su patrón olvidaba algo de calderilla en los bolsillos o, pasado de vinos, no medía el dinero que le daba para reponer lo bebido; otras, Maderos le sustraía una moneda del cambio, que Soto raras veces controlaba, o le mentía sobre el precio de un artículo. Y con esos dineros compraba velas y pagaba un libro que otro para que el hermano lego no sospechara de sus incursiones a la tienda de libros.

Había sido suerte que la mañana en que don Esteban fue a hablar con el padre Thomas él lo viera entrar y se decidiera a seguirlo.

La antepuerta que separaba el local de la trastienda daba a los del otro lado la ilusión de privacidad, pero cuando él se acercó a un gabinete donde se exhibían varios volúmenes bellamente encuadernados, pudo escuchar, a través de la cortina, lo que hablaban.

Siempre cerca de aquella entrada, merodeó por la sala, lleno de curiosidad, tratando de no llamar la atención del hermano librero, pero la conversación entre el padre Thomas y Becerra feneció casi de repente y se tropezó con el último no bien apartó éste el cortinado para salir.

Rápido en reaccionar, lo saludó con gesto teatral, ocultó un librito en su casaca y lo retó con los ojos a que lo denunciara. Se retiró sabiendo que era improbable que el otro lo siguiera.

Al entrar en la casa que ocupaba con maese Lope y sus oficiales, todavía rumiando lo que había oído, comprendió que todos sus sueños podían irse al albañal si doña Sebastiana se casaba con don Esteban y no con su amo.

Arrojó el libro sobre la mesa y se sentó en el camastro, los codos sobre las rodillas, cubriéndose las orejas con las manos. Era llegado el día en que debía calzarse en la punta de los dedos los hilos que sostenían el destino de doña Sebastiana para obligarla a bailar la zarabanda que él tocara.

Pero antes —no lo olvidó ni por un instante— tenía que tomar ciertos recaudos, pues ella y su padre eran tan importantes que podían enterrarlo en los sótanos del Cabildo con sólo chasquear los dedos.

Lleno de entusiasmo porque al fin había llegado su hora, se desembarazó de la casaca, despejó la mesa y preparó lo necesario para escribir una carta.

Lo hizo rápidamente —a pesar de que era extensa— y luego de sellarla con cera, volvió a su cuarto y se dispuso, esta vez, a redactar un billete con unas pocas frases concisas pero ambiguas, que siendo ingenuas, eran amenazadoras: las palabras que atraerían a doña Sebastiana al lugar que él quisiese, el día que él señalara, a la hora que él eligiera.

Mientras tomaba un baño de tina, don Esteban se preguntó cómo se sentiría Sebastiana con respecto al padre Cándido, que fue quien había buscado, por encargo de Alda, a Julián como prometido; quien había hecho de intermediario entre la angurria de Ordóñez y la necesidad de las circunstancias; quien, con su ceguera, había determinado el destino de su hijito.

A veces le desconcertaba el esmero que ella ponía en atender al mercedario: nunca olvidaba agregar nata a su arroz con leche o endulzarle el chocolate con miel.

Una vez que pasaron frente al Palacio, encontraron al mismísimo obispo hostigando al maestro mayor de obras, un hombre hosco, talentoso y, al parecer, sordo.

El doctor Mercadillo los vio, aceptó sus saludos y su atención se fijó en la joven, que se mantenía distante y fue la última en besar el anillo que les tendió.

—Es la hija de doña Alda Becerra —dijo don Dalmacio de Baracaldo, oficioso.

El doctor Mercadillo, con los ojos de pájaro agudos y alerta fijos en ella, le recordó:

—Hay unas tierras y la fundación de ciertas capellanías que se me adeudan.

Sebastiana dijo cortésmente:

—Ni mi padre ni yo tenemos noticias de tales términos —para agregar después de una pausa, al notar que fray Manuel se iba violentando rápidamente—: Por lo que sabemos, no existen, al menos sobre papel.

Don Dalmacio destacó, risueñamente, lo que pesaba la palabra del dignatario.

—De parte de vuestra merced —dijo—, no será por falta de bienes, pues dicen que ha heredado hartas tierras del esposo que la Iglesia le recomendó.

Sebastiana mantuvo un pensativo silencio, para responder finalmente:

—¡Ah, sí! Hartos bienes me llegaron de ese matrimonio que Vuesa Señoría tuvo a bien recomendar. Empero, habrá que esperar que hablen los jueces, pues don Julián contaba con otros herederos, aunque por el momento no aparezcan. —Luego propuso con amabilidad—: Lo conversaremos cuando Su Ilustrísima esté desembarazado de tantos juicios como lleva y pueda concederme audiencia.

Don Gualterio permaneció callado y Becerra no atinó a intervenir hasta que se despidieron. La propuesta de la joven aplacó al obispo, que se quedó mirándola, entre furioso y divertido, mientras se alejaban.

Recordando la tranquilidad con que había contestado, don Esteban se preguntó si era posible que hubiera perdonado a su confesor y al obispo que había fallado a favor de la madre, pasando por alto su deseo de recluirse en el convento.

«Si conserva la fe, es debido al padre Thomas, al padre Pío, a la superiora de las Catalinas y a esa monja que la tomó de discípula, la prima de Marcio que murió el año pasado». A ella Sebastiana le debía el gusto por el estudio, a pesar de que doña Saturnina lo desaprobaba.

—Con que sean decentes y trabajadores ellos, y devotas y sumisas ellas, ¿para qué necesitan de esos librotes que les desquician la cabeza? —argüía la señora.

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