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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (23 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Se sirvió chocolate y luego, mientras el religioso más anciano confesaba a los domésticos y a los peones y el hermano Eladio se preocupaba de atenderlos por alguna dolencia, el médico y doña Sebastiana —seguidos por Carmela— recorrieron los terrenos cercanos, dirigiéndose al tajamar. Al reparo del vado cercano, volvió el médico a sobresaltarse a la vista de la hierba mortífera y sus pies se detuvieron para contemplarla.

Doña Sebastiana bordeó la tierra anegadiza entre las flores amarillas de la sardonia y él se preguntó si ella era consciente del peligro que la administración de aquella planta suponía. La vio acariciar las corolas con la palma de la mano antes de que se volviera a decirle:

—¡Qué bonitas!, ¿verdad, padre? Este rincón es un jardín agreste —y formando un ramito, se lo llevó a la boca.

El sacerdote ordenó de inmediato:

—¡Escupa eso, doña Sebastiana, y no vuelva a hacerlo!

Y ante la sorpresa de ella, le pasó con rapidez el pañuelo sobre los labios y el mentón, retirando las que habían quedado adheridas.

—¿Está segura de no haber tragado alguna? —preguntó con preocupación, aunque sabía que de aquella forma no serían necesariamente mortales.

—Estoy segura —dijo ella mientras arrojaba las que le quedaban entre las manos—; pero ¿por qué…?

—No debe llevarse a la boca flores y hierbas; algunas pueden ser muy tóxicas.

—¿Éstas? —rió ella—. Por Dios, si son como el espíritu de los campos.

—La muerte puede llegar en hermosas presencias.

La joven quedó pensativa y, reaccionando con un estremecimiento, propuso:

—Regresemos, se está enfriando el aire.

Pidió confesarse con él. La suya fue la confesión de una mujer en estado de castidad y de buenos sentimientos: se había enojado con una criada, levantándole la voz; había hecho trabajar —y ella a la par— a su gente un domingo que amenazaba una fuerte helada, poniendo a resguardo animales pequeños y cubriendo las parcelas de hortalizas. Lamentaba no poder cuidar más de su padre, que se negaba a trasladarse al campo, pero pensaba que ahora sus obligaciones corrían con los empleados de la casa, que podían caer en la indiferencia moral y religiosa si ella los desatendía. Y el peor de los pecados: su esposo intentó, antes del incendio, entrar en su pieza. «No se lo permití, pues le temía demasiado cuando estaba ebrio —reconoció, angustiada—; quizá pude salvarlo, pero lo dejé a merced de su suerte». A pesar de espantarse por la muerte del marido, gozaba de una paz que la hacía dichosa. El estado de viudez le parecía casi tan bueno como el de novicia.

—… aunque jamás me consolaré de no haber podido quedarme en el monasterio. Muchos males, para mí y para otros, se hubieran evitado. Más adelante, cuando consiga desprenderme de las cosas del mundo, tal vez pueda descansar mi madurez en un convento. Además, ¡y ojalá no me lo demanden desde el Cielo!, necesito todavía estar cerca de mi hijo…

El oratorio había sido preparado para la misa por las mujeres de la casa; Aquino haría de sacristán y Rosendo de monaguillo.

En el atardecer tristísimo del invierno en las sierras, si alguien hubiera llegado desde el desolado sur o desde el arbolado Camino del Alto, hubiese visto un escenario de Evangelio: la capilla iluminada, las voces que coreaban las plegarias haciéndose oír por el campo, y más allá aún, el silencio que transmitía la paz entre hombres, bestias y naturaleza.

Durante varios días, hacendados, desposeídos, indios y criollos se presentaron en Santa Olalla para asistir a la prédica de los religiosos, que impartirían sacramentos, atendiendo al mismo tiempo la salud de sus cuerpos y de sus almas.

Poco después los jesuitas, satisfechos con la prédica, continuaron hacia el sur con su altar de viaje, sus maletas de remedios, los cofres con las vestiduras sacramentales, los chifles de agua y las alforjas de comida.

Estos actos misionales se repetirían, jornada tras jornada, en sucesivas estancias o en ranchos aislados, cuyos dueños proveerían, según el alcance de sus medios, de comida para todos.

Reunidos así, se repartirían limosnas con liberalidad, se apadrinarían niños, dotándolos de una promesa de estudios o capacitación, se cederían o venderían tierras —para la Compañía o al vecino—, y en dos miradas se pactarían noviazgos o infidelidades.

Ya en el camino, el padre Thomas se sintió liberado de la inquietud que durante meses lo había molestado.

«Pero ¿qué he estado pensando? Es indudable que ignora lo pernicioso de la sardonia», se decía, avergonzado. ¡Ah, si no fuera por el malhadado tránsito de Capricornio en el cielo de su nacimiento!

Pero a pesar de que por días creía enterrar la preocupación, otros muchos se encontraba pensando en el zodíaco natal que le había leído el hermano Alban. Consciente de la agotadora preocupación —de hombre maduro, descarnado de pasiones— que sentía por la joven, se repetía a sí mismo que su aprensión era irracional.

La peregrinación, en tanto, continuaba y llevó a los hombres de Loyola por las apartadas regiones del valle de Paravachasca y de las sierras que lo contenían; a veces empleaban días de recorrido sólo por visitar un rancho donde vivían cuatro personas, para así llevarles los auxilios de la religión y la medicina y proporcionarles medicamentos, ropas y las esenciales sal, yerba y harina para casos de indigencia.

A finales de invierno, el padre Lauro Núñez reclamó al médico desde Córdoba.

De vuelta en Alta Gracia, y cuando se disponía a subir al carretón para emprender el viaje de regreso a la ciudad, oyó a uno de los peones inquirir si se sabía algo de Eleuteria y los huérfanos de don Julián. «Nada sé —repuso el interrogado—; tendrías que preguntarle a la gente de Santa Olalla. Hay quien dice que la señora…» y codeado por el otro, echó una fugaz mirada hacia él y bruscamente se llamaron a silencio.

Para complicar todo, el día anterior, en el recreo que mediaba entre las oraciones y la comida, el padre Pío le había expresado:

—Si doña Sebastiana piensa quedarse a vivir en Santa Olalla, debería casarse. No me tranquiliza la presencia de Aquino en la casa.

—La casa se cierra como una fortaleza, y él duerme afuera —le hizo ver el médico.

—La tentación se despierta según la ocasión, que aun siendo calva, nos tienta con su desmedrada cabellera —le advirtió el anciano, y le hizo ver—: Aquino es hombre probo, pero he notado que se impone martirios y creo que no porque disfrute del recurso, sino porque la pasión lo consume. Ella es joven y está sola, él es un hombre sano, religioso, de buen aspecto, mayor que ella y protector por naturaleza. Deberían casarse. Después de todo, fue reconocido y con esto de la muerte del hermano, algún día heredará buena parte de la tierra.

«Si doña Sebastiana pensara en volver a casarse —recapacitó el padre Thomas—, y estuviera en mí aconsejarla, le señalaría a don Esteban. Aquino tiene una fiebre religiosa que combina peligrosamente con la de ella. Y si le sumamos los disturbios del espíritu, por ser hijo ilegítimo en una tierra que privilegia la sangre… No, prefiero a Becerra. Es hombre de buen corazón, sencillo aunque inteligente, culto sin ser pedante. Puede procurarle seguridad y protección social por la solidez de su ánimo y la jerarquía de su familia».

Él no estaba en contra de matrimonios de diferentes orígenes por aquello de la persistencia del linaje, sino porque en la práctica hacía falta mucho más amor del que creían tener los contrayentes para sobrellevar el disimulado menosprecio y a veces el vacío que solía hacerles la sociedad. También debía tenerse en cuenta que se perdonaba más al hombre elegir una mujer algo fuera de su merecimiento, que a una mujer elegir un compañero por debajo de su nobleza. Aplacadas las pasiones, la mayor parte de las veces los cónyuges se encontraban unidos para siempre con un casi desconocido y deseando las compañías que se les mezquinaban. «¿Para qué pierdo tiempo en disquisiciones? Algo en ella me dice que no desea casarse nuevamente», se tranquilizó.

De todos modos, lo advertido por el padre Pío y lo oído a los peones pusieron nuevamente en marcha sus dudas y varios días después, en la botica de Córdoba, su memoria despertó —mientras preparaba sinapismos para los sabañones del hermano campanero— con un comentario que había quedado suspendido en su recuerdo por meses: si la partida de bautismo de doña Sebastiana decía que había nacido a fin de julio —bajo el León de San Marcos—, ¿por qué Rafaela dijo, en el entierro del niño, que éste vio la luz y murió en San Sebastián, «el mismo día que su madre»? ¿Equivocación? Lo dudaba; la joven llevaba el nombre de Sebastiana. Seguramente Rafaela estaba más en lo cierto que los papeles, que muchas veces contenían errores… o mentían. Quizá la joven fue concebida fuera del matrimonio, habiendo nacido antes del tiempo que marcaban las bendiciones. Por lo tanto, el Círculo de Copérnico no respondía a la realidad, sobre eso podía estar tranquilo.

Fuera como fuese, consultaría de nuevo al padre astrónomo. Si la joven fue anotada a fines de julio, posiblemente hubiera nacido en el mismo año y en enero —calculando la fecha del nacimiento malogrado—, pues raras veces se agregaban meses a un niño: generalmente, lo que se hacía era registrarlos como nacidos después para que parecieran concebidos en legitimidad.

De las confesiones

… Por entonces, yo había reflexionado que por dejar mi destino en manos de otros —de mi primo, de mi madre, de mi padre, del obispo, de don Julián y se me ocurría que hasta de don Esteban—, había por ello permitido, no únicamente mis sufrimientos, sino que se le quitara la vida a mi hijo.

Y por el sendero de aquel pensamiento, me pareció razonable librarme de quien había asesinado al hijo que amaba para seguramente imponerme luego el que no deseaba. Sólo me faltaba decidir cómo y cuándo deshacerme del hombre al que temía sobre todas las cosas, odiaba desde el fondo de mi corazón y despreciaba en cuerpo y espíritu.

Para tenerlo preocupado, hice que Carmela dijera en la población que muy pronto llegaría el enviado del obispo, quien había dado una fuerte advertencia a los que se mantenían amancebados, pues algunos vecinos se habían quejado del mal ejemplo que daba don Julián.

El dicho llegó a sus oídos, no como salido de su propia casa, sino como traído por viajeros; eso lo mantuvo alejado, y sólo entraba furtivamente a Santa Olalla a buscar algo, generalmente comida y bebida, o a hacer como los perros, que orinan el lugar con la intención de que, aun ausentes, se sepa que les pertenece.

Yo me cuidaba de él. No siendo inteligente, era avisado y tenía la voluntad del perverso; si pasaban las semanas y el enviado no llegaba, comprendería que había sido una noticia falsa y entonces nada lo detendría. Quería lo mío, más enfurecido que nunca por no poder someterme y porque yo había decidido no darle ni un céntimo mientras pudiera evitarlo, pues entre el beberaje y el juego, ya había perdido, de lo que mi madre le había cedido, tierras de pan llevar.

Consciente de que mi voluntad podía ser barrida por un acto de violencia de él, me pasaba las noches con el Libro de los Venenos, estudiando cómo matarlo sin que resultara sospechoso. No deseaba usar nuevamente la sardonia, pero parte de las plantas, de las materias y de los animales que nombraba Kratevas en su Tratado de los Simples no existían aquí, o eran más inocuos que en Europa. Además, todo se dificultaba porque don Julián no pasaba en casa mucho tiempo, así que era casi imposible, y hasta peligroso, montar una trampa, como en el caso de doña Alda.

Desesperaba de matarlo, acicateada por una horrible injuria que hizo a la sepultura de mi hijo, cuando una tarde se presentó temprano y tuve que correr a encerrarme en mi dormitorio. Para mayor contrariedad, llegó el maestre de campo con sus hombres, de paso hacia el sur, y don Julián les ofreció mesa y techo.

Durante la comida del anochecer pasé un muy mal rato, pues a través de la puerta me llegaban los aullidos de mis perros, que fueron atacados por el dogo de Eleuteria.

Horas después, mientras yo todavía lloraba por mi desgraciada existencia y los demás se habían acostado, don Julián se presentó en el corredor superior más violento que nunca. Sabía yo que no tenía modo de doblegar los refuerzos de hierro; sabía que cuando estaba ebrio podía golpearme, pero no levantar una de las pesadas hachas de trabajo para voltear la puerta. Sin embargo, ¡miserable de mí!, me encogí de miedo y me envolví en las cortinas del lecho, cubriéndome íntegramente. Se fue por un rato, pero como regresó, me deslicé bajo la cama repitiendo el conjuro contra la cólera: «Con dos te miro, con tres te ato, la sangre te bebo y el corazón te parto. ¡Señor Jesús, ven por mí; ven por mí, Señor Jesús!».

Así permanecí, avergonzada de que el maestre de campo y los suyos oyeran a aquel hombre aullando como un lobo en celo (ellos ignoraban que no era lujuria, sino encono lo que don Julián sentía por mí), hasta que la invocación surtió efecto y la casa quedó en silencio. Creo que volví en mis cabales horas después, enfurecida por temerle, detestándolo por imponerme tantos padecimientos. ¿Estaría todavía en la casa o se habría vuelto a sus campos? Discurría esto cuando oí voces apagadas y al entreabrir la ventana, comprendí que el maestre de campo y sus hombres aprestaban los caballos para marchar.

Esperé hasta oír que la tropa se alejaba y cuando los imaginé lo bastante lejos como para no regresar, tomé el machete que me había mandado Aquino, me recogí la bata para que no me estorbara si tenía que correr y salí con sigilo: no había nadie en el corredor, pero al asomarme al final de la escalera, vi un resplandor mortecino en la bodega. No tuve miedo del dogo, pues Aquino me hizo saber, más temprano, que lo había matado, así que bajé y por una hendidura de la madera, vi a don Julián sentado en el suelo con el pote de chicha entre las piernas; lloraba como un niño y llamaba a Eleuteria y a sus hijos, a quienes no volvería a ver, ya me había cuidado yo de eso.

Extraña cosa es el ser humano: el hombre que me había golpeado hasta casi matarme, que había apagado la vida de mi niño, estaba allí, clamando por los que amaba con un dolor tan sincero que no podía menospreciarse.

Comprendí que era un momento de santidad para su alma y aunque yo lo odiaba, don Julián era, en ese instante, un hombre mejor, casi redimido.

Al apoyarme en la cerradura toqué la llave, que él había olvidado afuera. Recordé a Aquino, que siempre recomienda que no se dejen velas allí, pues don Julián podía incendiarnos, y por instinto busqué la candela con los ojos; el bruto la había plantado (sin cuidarse de ponerla dentro del cuenco con agua) sobre el asiento de una silla. Contra el respaldar se apoyaban varios sacos de chala seca. Supe que aquel momento no volvería a repetirse, que era entonces o nunca. Mi mano, sin que se lo ordenara, dio vuelta a la llave y trabó el pestillo; sin detenerme a pensarlo, la lancé por una de las ranuras hacia la bodega, pero rebotó en el umbral y cayó a mis pies. Temiendo que don Julián oyera el tintín si volvía a lanzarla, la empujé adentro con el machete. En aquel momento algo, no supe qué era, me asustó y volví corriendo a encerrarme en el dormitorio.

Respiré hondo. Esperaría. Si nada pasaba, dejaría vivir a mi marido, porque seria una señal de Dios advirtiéndome que no debía tocarlo.

Una ley más poderosa que la mía determinó su suerte. Cuando se hizo evidente el incendio, ya no había remedio; las hachas y los machetes estaban dentro de la bodega, pero don Julián no atinó a usarlos por más que Aquino le gritó que lo hiciera. Murió en una agonía de alaridos. Tuve que verlo después, y era como un tronco calcinado. Pensé que había tenido más suerte que mi madre, siendo que había fenecido en un momento de humanidad y no en uno de sus raptos de bestia maligna. Y el fuego… El fuego purifica; debió librarlo en parte de sus pecados, así que si no en el Cielo, al menos estaría en el Purgatorio… por breve tiempo, rogué, porque las almas pueden salir del Purgatorio a molestar a los vivos. Sabido es que cuando van al Cielo, ya se han olvidado de las cosas terrenas, y del Infierno no regresan.

Con el tiempo hice limpiar las muestras del desastre, derribar las paredes que quedaban en pie, remover los pisos de la bodega y plantar en el sitio un salutífero laurel de cocina, del que, a pesar de ser especie tan usada, puede también sacarse, por maceración y condensación, un veneno robusto que mata casi de inmediato.

En los fogones volvió a encenderse el fuego, servidor indócil que espera con paciencia su hora de verdugo. Sonaron de nuevo los cacharros, hasta ese día usados con sigilo de duelo, y el sonido de la plata y la cristalería revivió los quehaceres de la casa.

De vez en cuando se hablaba de don Julián en Santa Olalla, aunque su recuerdo se volvía cada vez más soportable para mí.

Pensé que, si en malhora debía matar nuevamente, no quería oír gritos y lamentos.

Sólo el veneno mata en silencio, pues avanza como pisada de seda, y si así lo prescribes, hace su trabajo cuando estás ausente. Ves su obra, pero no cómo obra

El veneno, comprendí, era una elección sensata, aunque mucho debiera uno cuidarse para que no le siguieran el rastro…

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