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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (51 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—¿Necesitáis un escribiente? —se interesó Soto.

—Muy así, estimado señor, muy así…

—¿Y el hijo de los López, no…?

—Si se refiere a Salvador, no es López; ese joven es Villalba, y su madre era una Espejo —lo interrumpió Baracaldo—; los López lo han criado… además de darle una esmerada educación, lo que los enaltece.

Los apellidos no decían nada a Soto, pero entendió que en aquel rompecabezas estaba la clave de por qué el muchacho había despreciado su oferta.

—Necesito a alguien de toda confianza… de toda confianza…

Y como él había parado las orejas, hizo el señorón unos aspavientos con las brazos para acomodarse la capa, como pajarraco que intenta levantar vuelo después de hartarse de comida, «… restaurar… importantes…», siseó, torciendo el cuello. Se agachó brevemente, más inclinado hacia el hombro que hacia el pecho, se embozó en el manto y se fue. Lope de Soto siguió hacia el palacio del obispo, preguntándose a qué vendría tanta reserva.

Su Ilustrísima estaba en la sala de respeto entibiada por enormes braseros de cobre. Lo acompañaba su sobrino, Novillo Mercadillo, cuyos apellidos habían servido para más de una rima burlona.

Don Manuel hizo una seña a Soto para que se sentara mientras terminaban la mano de tresillo, y luego que el joven se dejara ganar con desgano, el tío empujó hacia él las cartas, recogió las monedas y las guardó con gran contento en su bolsa.

Con irreverencia de soldado, Soto recordó una de las coplas que, desde Semana Santa, rodaban por la ciudad en forma de anónimos:

«¿Quién con falso testimonio

adultera testamentos

para engordar su sustento

con la ayuda del demonio?

¿Quién ensaya en el armonio

los dedos para el tresillo?

Mercadillo».

Se conversó, casi sin remedio, de la actitud de la familia de doña Sebastiana y del aval que le habían dado el gobernador Barahona, los franciscanos y los jesuitas. Ambas órdenes, en sus sermones, habían hablado, una, elogiosamente de las viudas que vivían en el recato, cuidando de los suyos con devoción; la otra, de que no podía justificarse el accionar de los violentos, que traían malos ratos y rencores que no resultaban fáciles de olvidar en una sociedad pequeña y cerrada, donde ofendido y ofensor se cruzaban inevitablemente en toda esquina. Era demasiado pedir a los primeros que evitaran los lugares comunes, y no existía, al parecer, en los segundos, la sensatez para soslayar nuevas injurias con la provocación de sus presencias. Aquello hizo reír al prelado.

—Que hablen cuanto quieran, que con esto me basta para dominar a los soberbios impertinentes —señaló el cordón que llevaba a la cintura—, pues esta cuerda muestra en sí las dignidades de mi orden y las modalidades de su fundador.

Y después de besarlo, concluyó:

—¡Bienaventurado cordón, que sirve para estrangular a los enemigos de Nuestro Señor! —Eran casi las mismas palabras que el cardenal Ximénez de Cisneros, Gran Inquisidor de Castilla y León, había empleado durante su regencia, en tiempos de Juana la Loca.

Según estaban las cosas, muchos partidarios de Mercadillo —y otros que preferían no tener problemas con él— se presentaron en el palacio episcopal con algún obsequio, respaldando con su presencia la actitud asumida por el prelado en la reyerta.

Los más cautos, conviniendo en que los obispos no duraban mucho en estas tierras, pues solían morir de males incógnitos a poco de llegar, decidieron presentarse también en las casas de las familias en rebeldía.

Mientras tío y sobrino separaban la paja del trigo entre leales, embozados y enemigos, aparecieron dos mulatas jóvenes, muy acicaladas, a servirles chocolate con leche y tortas fritas con arrope de Tulumba.

Soto aceptó el jarro humeante y notó que, a pesar del escándalo desatado en la ciudad, el obispo se mostraba tan ufano como si hubiera derribado cien moros y quemado otros tantos herejes.

En un momento dado Su Ilustrísima le preguntó cómo capeaba las querellas.

—Pues han quedado detenidas, al menos por ahora. Nos han multado por igual a don Germán Bustamante, a don Bernardo Osorio y a mí por comportamiento díscolo y escandaloso. Pero como nadie ha presentado denuncia, ni siquiera la familia de don Esteban, las cosas no tienen mucho aliento. En cuanto a lo otro… tampoco don Gualterio de Zúñiga se ha molestado en…

—Evitad, hasta que se tranquilicen las cosas, cruzaros en el camino de esa gente.

—Doña Sebastiana me ha advertido hoy que si muere don Esteban se negará a casarse conmigo, y que si no halla eco en vos para que la dispenséis de su juramento, acudirá a Charcas, al rey y hasta al Papa para conseguir que se declare nulo el compromiso.

Se borró la sonrisa de la cara del obispo, y su sobrino se apresuró a decirle que tomara con calma lo que todavía no se sabía si iría a suceder.

Él levantó la voz y con gesto exasperado le hizo ver que raras veces se molestaba cuando lo atacaban.

Novillo murmuró una recomendación a la mesura, pues tenía sus dudas con respecto al apoyo que les daría el rey contra gente que pagaba lucidamente sus tributos.

—Sin contar —le hizo ver el joven— que en general, entre las acusaciones de los jesuitas y nuestra defensa, y entre nuestras acusaciones y sus defensas, la balanza de Su Majestad se ha venido inclinando hacia los hijos de Loyola…

—¿Qué tienes que llamar a cuento a esos teatinos en este embrollo? —se enfureció el prelado de sólo que le nombrara a la Compañía de Jesús.

—A modo de advertencia: no siempre el rey se pone de vuestra parte; eso sólo quería recordarle. Además, diz que los Zúñiga descienden de un rey godo y que la sangre de su hija está coloreada con sangre de viejas y soberanas estirpes de Navarra.

Don Manuel se recuperó con dos tragos de agua que le alcanzó la mulata que había quedado fuera de la puerta, en espera de que la llamasen.

Encendido el rostro, respirando con pesadez, Su Ilustrísima le hizo señas de que se retirara, y acercándose al maestre de campo, que aguardaba su dictamen, le dijo:

—No debe usted molestarse por eso. Pronto poseeré algo que llamará a sumisión a esa fémina. Mientras tanto, y hasta que se aquieten las aguas, ande con juicio: mujeres, naipes, bebida y aceros que sean bajo vuestro propio techo, donde sólo amigos os rodearán.

Se puso de pie y lo despidió con gesto llano, en los ojos una expresión de satisfactoria malicia.

Cuando el maestre de campo salió al corredor, se encontró con la morena que, sentada en el suelo, mostraba las piernas mientras jugaba con sus faldas. Las malas lenguas aseguraban que una u otra de las esclavas de la casa dormía en la puerta del aposento del prelado para atender sus necesidades aun de noche.

Estuvo por tirarle un pellizco, pero se contuvo, no fuera a ser aquélla la que decían era su predilecta. Al dejarla atrás, la muchacha, de un manotón, le apretó las nalgas. Desconcertado, se volvió. Ella, ágil, se alejaba por el corredor aguantando una risa gutural, de pícara, mientras saltaba como una corza.

Se marchó directo a su casa —siguiendo los consejos del obispo— y al llegar se enteró de que don Esteban había reaccionado, manteniéndose despierto y lúcido por unas horas, para dormirse nuevamente, pero ya sin calentura.

De las confesiones

…ya escribí antes sobre el carácter y la naturaleza de Lope de Soto, y creo que agregué que despertaba el instinto y la justificación de matar. Fue esa alternativa la que me permitió aceptar aquel casamiento que me repugnaba, pues yo ya no era la joven inexperta y dócil que habían casado a la fuerza con don Julián.

Pero lo que realmente me llevó a acceder fue el temor de que asesinase a Esteban. ¿Qué sentía yo por Esteban? Creo que hasta entonces no lo tenía claro, pero en cuanto me enteré del asalto en vísperas de Ceniza, comprendí que ese hombre violento, que no hacía ascos a infamias y villanías, podía matar a Esteban; supe entonces que éste no me era indiferente, que no podía sentarme a esperar que el destino decidiera por él.

A pesar de todo, no puse en claro este sentimiento, tan ajeno me era el hecho de amar como había amado una vez, como pensé que nunca más volvería a amar.

Durante el primer tiempo de viudez me atraía Aquino; era un amor distinto del que conoce la gente, un amor hecho de privaciones, de silencios, sacralizado en la abstinencia, feliz mientras pudiera mantenerse en el campo de los sentimientos que no necesitan de la carne para nutrirse.

Pero algo me sucedió que cambió la alquimia de mi disposición. Creo que fue ver la casa de Esteban en Anisacate, pues comprendí que había sido hecha para mí, con ilusión y al mismo tiempo diríase que sin esperanzas. Me enojó porque sentí que estaba tratando de comprar mi perdón, recuperar el afecto que le tenía desde niña, y rechacé con brusquedad sus atenciones. Mas luego, con el paso de los días, llegué a entenderlo y a sentirme, si no llena de cariño por él, al menos sin rencor.

Pero a partir de mi enfrentamiento con Maderos, cuando él tradujo en palabras los hechos, cuando vi mis acciones con sus ojos, con su imaginación; al oírlas de su boca, al comprender el alcance de sus sospechas, desperté de un sueño y analicé mis actos.

Fue como una revelación, y hubiera preferido no tener que matar de nuevo, pero sus acciones me obligaron. No porque pusieran mi existencia en peligro: ponían mi honra y mi dignidad al alcance de su antojo, y no entendí además por qué debía resignar yo la vida cuando mi padre aún me necesitaba: si él ya no habitara este mundo, creo que gustosa hubiera subido a la horca con tal de no ceder a las exigencias de Maderos. Tan sin nadie a quien amar estaba en esta tierra de amarguras.

Entregarme a la justicia me hubiese permitido el alivio de la confesión: pude hacerlo en Santa Olalla porque entonces me sentía inocente, porque jugué con las palabras y los hechos de tal manera que, diciendo la verdad, mentí y el padre Temple me absolvió sin dudarlo.

Quizá porque había renacido tibiamente en mí un brote de sentimientos, comencé a prestar atención a mi tío. Vi las marcas del sufrimiento que le había traído la culpa, del arrepentimiento que trataba de subsanar con mil detalles.

Vi a un hombre que, si no era apuesto, me era grato de mirar. Me gustaba su humor franco y a veces perverso, como cuando escribe esas letrillas zahiriendo al obispo y que muy pocos —mucho menos la familia— saben que son de su autoría. Me gustaba que se enfrentara al obispo, que no le rindiera pleitesía, que tuviera el valor de pasar excomulgado meses enteros, que se comportara igual con todos: con los que se creen superiores a él, y con los pobres y los criados, a los que trata con bondad, a los que ayuda más allá de lo que las costumbres indican.

Y sobre todo, me enternecía el amor que mostraba por mi padre.

Entonces comencé a desligarme de Aquino. No por pobre —que no lo es, puesto que tiene tanta tierra como la mía, aunque sin trabajar—, no por su condición de bastardo reconocido —mucha gente hay en esta ciudad casada con hijos reconocidos y no se hace menosprecio de ellos—, sino porque comprendí que mientras yo iba cambiando nuevamente, él no podría cambiar nunca: sería siempre un hombre enajenado en la lucha por dominar la pasión y mantener la castidad, un hombre marcado por dolores que se habían enquistado en él. Si ambos hubiéramos permanecido tal cual éramos cuando nos conocimos…

38. De la ausencia de pruebas

«(El gobernador). Barahona aludía… a una mujer de poca edad, depositada por escandalosa y amancebamientos públicos, que hizo fuga de la casa en que estaba, abrigándose en la del Obispo, a pretexto de malos tratamientos recibidos».

Padre Cayetano Bruno

Historia de la Iglesia en la Argentina

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Invierno de 1703

El padre Thomas Temple, ocupado como había estado con Becerra y el brote de cólicos sangrientos en la ranchería de la Compañía, se había olvidado de Dídima. Cuando tuvo un respiro, preguntó a su discípulo sobre el tema; el joven, tan atareado como él, no había hecho nada al respecto.

El hermano Joseph no era de mostrar impaciencia, pero hubo algo de énfasis en la forma en que se lavó las manos, las sacudió y las enjugó con un lienzo, para salir en busca de la mujer. Volvió tarde, manchada de polvo la túnica y seguido por Dídima, sumergida en una bendición alcohólica.

Como el padre Thomas no quería que el joven supiera de sus sospechas, le encargó buscar algo en la biblioteca del aula que lo entretuviera lejos.

Una vez a solas con la mujer, hizo que se sentara en la silla, que supuso la mantendría más firme, y él ocupó un banco.

—Bien, Dídima. No voy a demorarte mucho —la apaciguó porque ella protestaba diciendo que debía llevar un mensaje importante… ya no recordaba muy bien a quién ni adónde—. Solamente quiero que hablemos de las velas que le llevabas a Maderos, el bachiller.

—Sí, sí, el bachiller.

—¿De dónde las retirabas?

—De las Descalzas… Si las madrecitas no tenían, del cerero del Alto.

El interrogatorio continuó como empantanado. Dídima no entendía del todo y sólo repetía las mismas respuestas. El padre Thomas decidió cambiar las preguntas.

—¿El estudiante te encargó las velas?

—Mismo.

—¿Y cómo te las encargó?

—Un día me paró y me dijo que todos los viernes le llevara velas de las Teresas, que ya estaban pagadas.

—¿Alguna vez te entregó dinero?

Ella pareció desconcertada, y al fin farfulló:

—Él me daba vino cuando se las llevaba.

«Robado a su amo», pensó el médico, e insistió:

—¿Quién te mandó a lo de Isaías?

—Nadie, pues. Yo iba nomás. Tengo una comadre por ahí.

—¿Y cómo se las pagabas?

De nuevo el desconcierto en la cara amasada con los años, la bebida y la pobreza.

—El capitán las pagaba —se le encendió la comprensión.

Ella así podía creerlo, pero el maestre de campo había sido terminante: él adquiría sus velas en la tienda del obispo.

—Piensa bien en lo que voy a preguntarte: ¿alguna vez le llevaste velas azules?

—Azules, azules… —revoleó ella los ojos, tratando de recordar—. No, nunca le llevé. Nunca vi, tampoco.

—¿Alguna vez alguien te entregó un paquete, algo envuelto para que le llevaras a Maderos?

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