Read El jardín de los venenos Online

Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (54 page)

BOOK: El jardín de los venenos
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Cómo podrás impedir…?

—Confío en Dios, que siempre me ha librado, de una manera u otra, de mis enemigos. Sólo le pido a usted que no se aflija por lo que yo haga, aunque le parezca descabellado. Guarde usted confianza en mí.

Alzó el devocionario que estaba caído al lado de la cama y, abriéndolo, comenzó: «Concede nos famulus tuos, quaesumus, Domine Deus, perpetua mentis et corporis sanitate gaudere…».

Al día siguiente, Lope de Soto no pudo levantarse, cansado como si, desenfrenado, hubiera cabalgado sobre cien huríes hasta vaciarse de pasión.

A nadie le llamó la atención que por varios días no se presentara en los lugares habituales, pues por fin se encontraba unido a la mujer que lo había llevado a cometer tantas locuras. Las bendiciones sacramentales, de alguna manera, habían borrado parte de sus faltas, atenuando otras.

Los vecinos, sin embargo, continuaban divididos entre «sebastianos y mercaderes», y más de uno sacó en conclusión que ella se había casado con él para evitar males mayores a su familia.

Parte del dramatismo se había diluido pues los ofendidos —los Becerra, los Celis de Burgos— estaban en Anisacate, festejando otra boda singular y en compañía del convaleciente don Esteban.

El tiempo, aunque agobiara la sequía, comenzó a entibiarse y algunas plantas brotaron mezquinamente, sin flores casi, lo cual condenaba a un verano sin frutos.

En casa de los Zúñiga, don Gualterio y Lope de Soto trataban, por diferentes razones, de no encontrarse.

El maestre de campo no salía del decaimiento y aunque sonara absurdo, no estaba seguro si había o no obtenido sus prebendas de esposo, confundido entre algo que no determinaba si eran sueños o realidades. Sólo recordaba a Sebastiana pisando las flores, o sentada a su lado haciéndole beber un reconstituyente, o susurrándole cosas al oído, después de lo cual, en el sueño —¿o en la realidad?— él tenía visiones sensuales, hasta lujuriosas, que lo dejaban agotado.

Con terrores imprecisos, intentó violentarla, pero ella se libró de sus brazos y él no pudo seguirla fuera del dormitorio. Sosteniéndose de la columna de la cama, resbaló al suelo y allí quedó hasta que su esposa regresó con dos criadas y entre ambas volvieron a colocarlo en el lecho. Al quedar a solas le dijo, farfullando y a medias extraviado:

—Una noche te mataré; te ahorcaré con tu propia cabellera mientras te poseo, o te pondré una almohada sobre el rostro, y cuando te sienta morir, beberé tu último aliento. Así estarás siempre conmigo.

—No podré defenderme —dijo ella con una sonrisa desvaída—; es usted mucho más fuerte que yo.

Él admitió, casi llorando:

—Desvarío. Llama a un médico. Llama al teatino que atiende a tu padre. Algo de lo que comí se me ha vuelto tósigo en las tripas…

—Si mañana no está mejor, lo haré —le aseguró Sebastiana—. Es sólo el pastel de cambray que mandaron del obispado. Bien que le advertí que despedía un olor agrio…

Luego de escuchar esas palabras, lo comieron las tinieblas.

Pero al día siguiente se sintió mejor, y Sebastiana lo alentó para que saliera a sentarse al sol, ayudado por Belarmina.

Preocupado por su debilidad, averiguó precavidamente:

—¿Y el mastín?

—Está encerrado —y le mostró una llave—; ni siquiera por descuido podrá escapar.

—Cuando me sienta mejor, lo mataré. Es un animal peligroso y me odia.

Sebastiana no respondió, pero al rato sugirió que, ya que él estaba mejor, fueran a Santa Olalla.

—Los aires del campo terminarán de curarlo. Cuando empiezan los calores la ciudad es malsana. En cuanto a sus funciones, don Marcio se ha encargado de hablar con el gobernador. Don Gaspar de Barahona piensa que puede prescindir de usted momentáneamente. Iriarte se hará cargo de todo…

—Siempre quiso mi puesto —dijo él con acritud.

Ella insistió:

—Entonces, ¿le parece a usted que podemos viajar a Santa Olalla?

Él recordó aquel vergel, donde seguramente aguas poco profundas ayudaban a los campos a mantenerse más o menos verdes; recordó el buen vino, la buena comida y la servidumbre indígena. Prefería las indias a las negras: guardaban más su lugar, traían menos problemas, eran más silenciosas.

Le dijo que sí, pensando además que sería placentero que lo vieran cruzar la ciudad, con Sebastiana a su lado, en la carroza pintada y tapizada de los Zúñiga.

Esa noche cenaron en el comedor, al que ella entibió con un brasero, pues él se quejaba de frío.

—Mañana saldrá Rafaela en la carreta llevando lo que pueda hacernos falta en Santa Olalla. Nosotros nos iremos pasado mañana bien temprano, para descansar un rato en el camino, de ser necesario.

—Ya me siento mejor —declaró él—. ¿Nos acompañará tu padre?

—No; Santa Olalla lo entristece. —Y después de un breve silencio—: Su único nieto está enterrado allí.

—¿Y para ti, siendo así, no tiene malos recuerdos?

—Santa Olalla es para mí la vida misma: imposible evadirla, salvo por muerte.

Él intentó una caricia torpe, deslizando la mano por el cuello del vestido hasta tocarle el seno, que parecía arder.

—Le daremos otros nietos —le aseguró con engreimiento.

Ella bajó los ojos y él pensó que parte de la locura que sentía por su esposa se debía a esa castidad acorazada que parecía no ceder a nada. ¿Cómo había quedado preñada? Conociendo a los hombres, y por propia experiencia, dedujo que había sido forzada más que seducida.

Nunca se había interesado por el responsable, pero ahora que estaban casados, quería saber quién había sido. Si andaba por la ciudad, tendría que matarlo sin mucho escándalo: no podía permitir que algún hombre se jactara, en un efluvio de alcohol, de haber gozado de su esposa.

Ella tomó un trago de vino y se puso de pie.

—Iré a ver a mi padre. Está con Isaías porque no se ha sentido bien.

Soto largó un exabrupto.

—Don Gualterio se comporta como si a despecho de su estado de casada, le importara un ardite los inconvenientes que me acarrea con tanta demanda —gruñó con el tono cortante que empleaba con Maderos para que no empezara con sus ingeniosidades.

—Es sólo un anciano que no se acomoda a que todo haya cambiado tan rápidamente —contestó ella, volviendo a sentarse—. ¿O acaso piensa que se inventa los trastornos?

—No; su padre es lo bastante respetable para no inventarlos, sino provocarlos.

—Es muy poco sensible de su parte decirme eso —dijo ella con frialdad.

—Defiendo mis derechos —repuso Soto con obcecación—, ya que él no parece entender sus deberes.

—No creo haberle faltado a usted en nada.

—Pues si me he casado, es para tener a mi mujer conmigo, y no a la hija al lado de mi suegro.

Ella permaneció muda, las manos sobre la falda, el rostro vuelto a un costado, como si no quisiera mirarlo.

Soto se sirvió más vino, volcando algo sobre el mantel pues la mano le temblaba desde hacía unos días. Las cosas no habían salido como él suponía. La frialdad de ella lo inhibía. Si continuaban así, él enfermo, ella esquiva, sentía que su estima no valdría ni un maravedí, debilitándose en la ímproba tarea de encontrar algún sentimiento en ella.

No pretendía pasión —la esposa fría, que para caliente, la amante—, pero había pensado que en algún momento ella aceptaría estar sometida a él, puesto que era su esposo. «La hembra que no tiene el sentido natural del sometimiento está enferma o es loca», pensó.

Temiendo haberse extralimitado en sus quejas, murmuró a modo de justificación:

—Si él fuera menos egoísta, quizá yo me sentiría más generoso con él.

Sebastiana permaneció en su lugar, la mirada fija en el plato. Rígido, él trató de salir airoso del trance diciéndole:

—Me preocupas tú porque eres de naturaleza generosa y tu padre se aprovecha de ello.

—No es así. Y como usted parece haber terminado su bebida, iré ahora a atenderlo. Haré que le manden a usted una tisana para su dolencia.

El maestre de campo aceptó de manos de Porita la taza humeante, y decidió tomársela allí mismo, para poder observar si el curandero permanecía con don Gualterio o se retiraba. La paciencia no era una de sus virtudes, así que se cansó de esperar y se retiró al dormitorio, desvistiéndose con la ayuda del negro que le mandó Sebastiana, el que atendía a don Gualterio.

Con el empecinamiento del deseo, hizo que le dejaran todos los candelabros encendidos para que no le diera modorra: esa noche estaba decidido a disfrutar de sus derechos de esposo.

A pesar de sus propósitos, cayó en un sueño súbito, de desmayo, sobre las mantas.

40. De los humores coléricos

«E, señor, non te di este enjemplo sinon que non creas a las mujeres que son malas, que dice el sabio que, aunque se tornase la tierra papel, e la mar tinta, e los peces della péndolas, que no podrían escrebir las maldades de las mujeres. E el rey mandóla quemar en una caldera en seco».

Infante don Juan Manuel

El conde Lucanor

Santa Olalla

Tiempo después de Pentecostés

Primavera de 1703

Desde el dormitorio de su padre, mientras ella le sostenía la mano para que Isaías curara las heridas causadas por el cilicio, Sebastiana pudo oír las botas de su marido al caer al suelo y el crujido del lecho bajo su cuerpo, aunque eso, pensándolo bien, podía ser mera imaginación, pues no estaban tan cerca las habitaciones.

Todo en ese hombre era agresivo; detestaba el olor a cuero que emanaba, a lustre de metal que ni el baño alcanzaba a quitar, el resabio en sus maneras que indicaban al soldado que nunca se desvinculaba totalmente de las armas y de la muerte.

Su barba le parecía áspera, irritante y le recordaba a don Julián, siendo tan distintas. Odiaba las arrugas de fatiga que se le marcaban alrededor de los ojos, a los costados de la boca; no eran arrugas de hombre sabio, ni de hacendado que pasa al sol buena parte de su vida, ni las del esclavo que, haciendo el obligado trabajo, queda inmerso en otro mundo donde nadie puede tocarlo. Tampoco eran las del artesano que, mientras crea una pieza, deja volar la mente hasta la próxima, la que todavía no tiene forma.

Eran las arrugas de un ser violento, no demasiado inteligente, aunque sí astuto. «Eso es algo que no debo olvidar», pensó mientras acercaba un vaso de vino a los labios de su padre para hacerlo volver del desfallecimiento.

En alguna tertulia, cuando vivía doña Alda, había oído a damas que hablaban alabanciosamente de Lope de Soto, de su hombría —ya que no se atrevían a hablar de virilidad—, de sus maneras atractivas, de la apostura de su cuerpo bien armado…

Para ella, sólo era otro hombre dominante, con pasiones demasiado torpes y carnales, otro invasor, otro saqueador que amenazaba no sólo su cuerpo, sino también el mundo que amaba: el de su padre, de su casa, de su familia, de la gente de Santa Olalla, de sus libros, de sus animales.

Ya iba perdiéndole el miedo, y se daba cuenta de que esa ausencia de temor anulaba algún instinto en él, como si el cuerpo de ella dejara de expeler el miasma que lo llevaba a la violencia.

—Ahora descansará —murmuró Isaías y, tomando al anciano en brazos, lo recostó buscando darle mayor comodidad al cuerpo dolorido.

Mientras él guardaba ordenadamente sus frascos y sus bolsas de yuyos, ella buscó el libro de Santa Teresa que estaba leyendo su padre por aquellos días: Camino de perfección. Buscó la página señalada con una cinta roja y comenzó a leer lo que le pareció que era también una pintura de sus sentimientos: «Esta casa es un Cielo, si le puede haber en la Tierra. Para quien se contenta sólo de contentar a Dios y no hace caso de contento suyo, tiénese muy buena vida; en queriendo algo más, se perderá todo, porque no lo puede tener; y alma descontenta es como quien tiene gran hastío…».

En un rincón oscuro, Isaías, las piernas recogidas, los brazos sobre las rodillas, la cabeza sobre los brazos, el cabello casi tocando el suelo, escuchaba o, a lo mejor, soñaba.

Ambos dormían cuando ella dejó de leer. Fue a las caballerizas, donde tenían al mastín, y lo soltó para que correteara; cada tanto, el perro volvía a tomar la carne que le ofrecía en la mano; lo hacía para que no se rompiera el vínculo afectuoso con que siempre lo habían tratado.

—Pronto volverás con mi padre —le dijo, palmeándole el lomo.

Brutus le lamía los dedos.

A la mañana siguiente, cuando Lope de Soto despertó, el sol estaba alto, la cama revuelta del lado de su esposa, y oyó la voz de Sebastiana dando las últimas órdenes a Rafaela, a punto de salir para Santa Olalla.

En un estado de agradable modorra, pensó que le vendría bien la soledad del campo, donde no tuviera que competir con don Gualterio por la atención de ella. Hablaba de su buena voluntad el hecho de que, aun estando el padre ñañoso, hubiese puesto en marcha la mudanza.

En cuanto llegaran a Santa Olalla, podría tomarse el tiempo necesario para amansarla y para organizar, con habilidad, su futuro. En primer lugar, debía ver de cumplir con el obispo.

Salía Cupertina con su criada de la casona de los Bustamante, cuando vio entrar, por un portillo entre medio del palacio del obispo y su tienda de mercancías, a la mujer del portugués, Sá de Souza, con una negra que le pareció conocida.

—¿Quién es la negra? —le preguntó a la chica.

—Es Marina, señora; la felona.

—¿La felona?

—Así mismito le llamaban en casa de doña Alda. Le iba con toditos los cuentos, de adentro, de afuera, de arriba y de abajo. Doña Sebastiana le dio la libertad y le puso una casa para que rece de por vida por la muerta, ya que tan bien se llevaban.

—¿Y qué hace en lo del obispo?

—Suele vender cosas… Dicen que se llevó unos papeles de doña Alda.

—¿Para qué le irán a servir?

La chica dudó, como a punto de decirle algo.

—Algún día se saberá… —respondió, cauta.

«Y la portuguesa, ¿qué tendrá que ver en esto?», pensó la señora.

Ya en su casa, le contó a don Marcio lo que había visto.

—Por ahí se distingue la cola de don Dalmacio —dijo con malicia su esposo—; le gusta meterse en las huertas ajenas.

El viaje fue bastante bueno para Lope de Soto, aunque debieron detenerse varias veces para que expulsara lo que tenía en el estómago, que siempre terminaba en arcadas y una bilis oscura.

Pero al entrar en el patio de Santa Olalla, se sintió renacer. Bajó con los ojos iluminados, mirando al cielo, dando vueltas sobre sí mismo, abarcando, con los brazos abiertos para respirar profundamente, los cuatro puntos cardinales.

BOOK: El jardín de los venenos
5.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Making a Comeback by Julie Blair
Cavanaugh Cold Case by Marie Ferrarella
Dangerous Games by Sally Spencer
Ghost Town by Annie Bryant
Bev: The Interview by Bobbi Ross
Swing, Swing Together by Peter Lovesey
A Forbidden Love by Alexandra Benedict