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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (47 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Y tampoco nos interesa averiguarlo —rubricó Bustamante.

—Cuidado, que no me he abierto camino pisando flores —les hizo notar el aludido, llevándose una silla por delante al maniobrar con el arma.

—Es usted el que supone que arrojo piedras que nunca tuve en la mano… —respondió Becerra, zumbón.

—El señor maestre de campo tiene amigos en esta ciudad —se interpuso Guerrero—. Es posible que se tropiecen con alguno en el camino…

—Mientras no sea en una iglesia, enmascarados, y por la espalda…

Guerrero ignoraba a qué se refería Becerra, pero notó que su jefe se ofuscaba.

—Si continúan hostigándolo, tendrán que vérselas con nosotros…

Osorio hizo bailar dos dedos:

—Si se bastan en pareja, yo me aparto, que mis primos pueden con la cuestión. Pero si hablan de una cuadrilla, mandaremos por nuestra gente.

En aquel momento se abrió la puerta y entró el capitán Francisco de Luján Medina, procurador de la ciudad, seguido por varios amigos.

Mientras aquél comentaba, con mirada alerta, lo destemplado de la noche, Lope de Soto, que seguía con la espada en la mano, envainó y le indicó a Guerrero que se retiraran. Cruzaban el umbral, cuando Becerra dijo como al acaso:

—Tengo una capa de su propiedad, señor maestre; la que se dejó en Santo Domingo, en vísperas de Cenizas. Mándeme decir con su ordenanza dónde quiere que se la entregue.

Lope de Soto mordió una interjección antes de replicar:

—Le haré saber.

La puerta se cerró y Luján Medina, mientras entregaba sombrero y capa a uno de los negros que prudentemente se había guarecido en un rincón, advirtió a Becerra:

—No sé ni quiero saber a qué viene esto, pero como amigo y como funcionario, aunque no me competa el tema, les prevengo que los duelos están prohibidos.

—¿Quién habló de duelos? —rió Bernardo Osorio dándole una palmada en la espalda.

Como un presagio, comenzó a sonar una campana.

Becerra dejó el taco, terminaron sus bebidas y decidieron dar las buenas noches.

—Haré que mis hombres los acompañen.

—No es necesario —sonrió Bustamante—. Al lobo no se le teme cuando aúlla, sino cuando calla.

—Mejor anden por el medio de la calle —les susurró el tabernero, nervioso.

Bajo el farol, vieron al peón del maestre de campo.

—En la noria de Baracaldo —cuchicheó.

Como Becerra había pronunciado las palabras del reto, Soto se había arrogado el derecho de elegir el arma:

—A puñal —agregó el muchachito, y desapareció corriendo en la oscuridad, dejando detrás de él un rastro polvoriento, como si despidiera humo por los talones.

Becerra miró el espacio solitario que se extendía ante ellos. De pronto, pensó en la muerte, y por no darse por asustado, se dirigió directamente hacia el palacio del obispo Mercadillo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Bustamante.

—No voy a morir sin darme un gusto.

—¿Y cuál es el capricho? —lo siguió Osorio.

—Dedicarle unas coplas al mitrado.

De pie, frente al famoso balcón, don Esteban comenzó a cantar destempladamente:

«Mercadillo, Mercadillo

obispillo de opereta,

rico en ardides y tretas,

en serrallos y en cuartillos.

Tu prestigio no mancillo

¡oh prelado de bragueta!

si escribo, con clara letra,

tus malas artes de pillo…».

Comenzaba con la siguiente: «Gran amigo de lo ajeno…», cuando Bustamante lo tomó de un brazo, pues se habían oído gritos e interpelaciones desde la casa episcopal. Algunas luces iluminaron tenuemente lo alto de las paredes del patio y se oyó, entre dos campanadas, la voz de Novillo Mercadillo, el sobrino del prelado, preguntando quién alborotaba en la calle.

—Vamos, Esteban, o Soto te acusará de cobarde si nos prenden y pasas la noche en la cárcel —lo instó Germán Bustamante.

Lo arrastraron mientras Becerra seguía cantando el resto de una cuarteta. En la noche helada, la campana seguía tañendo, seguramente por una misa a perpetuidad, mientras la voz del obispo zapateaba sobre los tejados amagando excomuniones.

Aunque desde lejos, la copla le contestaba:

«…Consolador de mulatas,

cazador de gente honrada,

de viudas adineradas,

de jesuitas y beatas…».

35. Del ama de la muerte

«Las celdas de la planta baja servían para alojar a los reos de la clase inferior: indios, mulatos, negros, etcétera; los aposentosde los pisos altos, a los hidalgos que habían delinquido».

Luis Roberto Altamira

El Cabildo de Córdoba

Córdoba del Tucumán

Tiempo después de Pentecostés

Invierno de 1703

Rosario, la madre de Eudora, oyó abrirse la puerta de calle y cierto barullo disimulado que la despejó del sueño. Cubriéndose con una manta, abandonó la cama y se atrevió a espiar por el postigo que daba al patio. Alcanzó a ver a Esteban que entraba con apuro en su pieza. Lo seguía Bernardo Osorio y oyó, viniendo del zaguán, la voz de su otro primo, Germán Bustamante.

Algo en los movimientos, en los susurros, en los aprestamientos, la inquietó. Sin encender ni una luz, salió a la galería y se asomó al dormitorio, donde lo que vio le heló la sangre: estaban sacando espadas y puñales del arcón de armas.

—¿Qué van a hacer? —preguntó con un susurro áspero, temiendo despertar a quienes dormían.

Los hombres se volvieron a mirarla, sobresaltados.

—No es cosa de mujeres —contestó Bernardo—. Vuelve a la cama.

—Pero ¿qué…?

Esteban no perdió tiempo y continuó buscando sus cosas: se cambió las botas, separó una capa y un poncho y luego, ante la advertencia de Bustamante: «Ponte guantes; se te endurecerán los dedos con el frío», comenzó a buscarlos arrojando el contenido del segundo arcón al suelo. Finalmente sacó de allí otra prenda, que tiró a un lado.

—¿Han tenido alguna pelea? —se alarmó Rosario. Y al ver que su hermano se colocaba una capa y cruzaba otra, que jamás le había visto, sobre el brazo, se interpuso, decidida a obtener una respuesta.

Sus primos la miraron con condescendencia, pero Esteban, impaciente, la hizo a un lado.

—¿Desde cuándo en esta casa alguien se atreve a cerrarme el paso? —gritó.

Y sin perder tiempo con ella, retiraron la llave y cerraron por fuera la puerta de calle.

Rosario corrió al zaguán y tironeó del picaporte, furiosa porque ahora tendría que buscar otra llave no sabía dónde. Abriendo el mirador, alcanzó a ver varias sombras: no iban solos. Algunos peones y varios negros los esperaban.

La esclava que dormía en la pieza con doña Saturnina se le apareció, sonámbula, con la palmatoria encendida en la mano.

—Dice doña Satita que qué le pasa —bostezó.

Antes de llegar a la cama de su tía, Rosario ya gritaba como loca:

—¡Ahí se ha ido Esteban, con Bernardo y Germán! ¡Vinieron a buscar las armas y nos han dejado encerradas! ¡Se van a batir con alguien!

—Llama a Natividad —encargó la anciana a su criada. La negra mayor de la casa sabría dónde estaban las llaves. Se sentó después con los pies colgando, la trenza que le hacían todas las noches escapando de su gorro de dormir.

—Hay que mandar por Marcio. Despierten a Goyo y a Casio.

Eran los negros encargados de transportarla en la silla de mano.

En unos minutos Natividad había encontrado otra llave, el resto de la casa se había despertado y Goyo, sin demora, partió a lo de Núñez del Prado.

—Que Casio vaya a advertir a la guardia.

Mandó también ir a la Compañía y pedir un médico.

—El padre Thomas; pidan por el padre Thomas, que tiene valimiento sobre Esteban; él sabrá cómo hablarle…

Belita y Eudora —que había decidido dormir en su casa— aparecieron en el umbral, restregándose los ojos y aturdidas.

Afuera, en la calle, era noche cerrada y hasta parecía que los serenos habían decidido enmudecer.

Sebastiana despertó al oír voces en el patio. Temerosa de Lope de Soto, prestó atención a través de la reja de su ventana mientras los perros, encerrados con ella, gemían arañando la puerta.

Rafaela apareció envuelta en un pañolón pidiendo que le abriera.

—Ha venido don Marcio a buscar a tu padre. Don Esteban ha salido con sus primos; parece que tienen un duelo.

—¡Madre de Dios! —gimió Sebastiana.

—La mala bestia de Soto lo ha retado. Nadie sabe dónde se van a encontrar, así que han mandado a los negros de doña Saturnina a caballo para que den una vuelta por las afueras hasta que salga la guardia.

La joven se dejó caer en una silla, temblando.

—Es capaz de matarlo… ¡lo matará —sollozó, cubriéndose los ojos— y será por mi culpa!

Rafaela la sacudió.

—Ven, pon la traba de calle, que voy por Isaías —le advirtió.

—¿Y mi padre; qué piensan que puede hacer mi padre? ¡Debieron dejarlo tranquilo, no tiene salud para salir con este frío! Y además, ¿por qué afligirlo, si sabemos que quiere a Esteban como si fuera su hijo?

Rechazó a Rafaela, que quería calzarle unos escarpines, y corrió al dormitorio de don Gualterio, donde encontró a don Marcio ayudando al criado a vestir a su padre.

—Él no puede salir —dijo Sebastiana—. Le hará mal el aire. No tiene salud.

A medida que hablaba, su voz se iba elevando. En el patio, los perros, inquietos, ladraban sostenidamente sin saber a qué o a quién. Don Marcio pretendió sosegarla.

—Sólo hay dos personas que pueden disuadir a Esteban de algo, y son el padre Thomas y Gualterio.

—Tengo que ir —dijo Zúñiga, sereno—. No voy a permitir que le pase algo a Esteban si puede evitarse. Y si Soto anda de por medio, no irá muy lejos. Bastante le he aguantado. Por esta cruz —y se besó el índice y el pulgar cruzados— que no se libra de que ponga una denuncia por sus desafueros y machaque hasta que lo castiguen.

Tembloroso pero decidido, el caballero se dejó cubrir el cuerpo con un manto y la cabeza con un gran sombrero, reservando las fuerzas para lo que debía hacer: imponer una autoridad moral más que de fuerza.

Sebastiana se abrazó a él, que la separó con más voluntad de la que cabía esperarse.

—Hija, durante años he dejado de hacer cosas que hubieran evitado perjuicios a pobres inocentes. Permíteme sentirme un hombre aunque sea por última vez en mi vida.

Y como ella, respetuosa, se apartó y le dio la espalda para que no le viera las lágrimas, él pidió sus guantes, puso la mano temblorosa sobre el puño de la espada y salió sin despedirse. El coche de los Núñez del Prado esperaba afuera.

En algún momento, sin que Sebastiana se diera cuenta, Rafaela se había ido.

La noria de Baracaldo se levantaba a unas leguas de la ciudad y don Dalmacio había arrendado el lugar a los franciscanos, que de ellos tomaba el nombre de La Chacarilla de San Francisco o, más comúnmente, El Puesto de San Francisco. Estaba ubicada del lado del río que iba hacia Saldán, de difícil acceso por la noche.

Era lugar de quintas, algunas semiabandonadas, y lugar sospechoso, pues por allí solían reunirse los marginales, esconderse los cuatreros y se disimulaba uno que otro rancho, con dueña de varias sobrinas, que cada tanto eran denunciadas por proxenetismo.

Propiciaba los duelos más que el Aguaducho y el Pucará, cercanas al centro de la ciudad y rápidas de alcanzar por la patrulla. El maestre de campo había visitado la noria en compañía de don Dalmacio, y eligió el lugar porque conocía el terreno.

Cuando Becerra y los suyos llegaron, Lope de Soto, Guerrero y varios de sus hombres los esperaban. Ambos grupos se miraron a distancia, preguntándose si no habría otros escondidos en el monte.

Todos llevaban teas encendidas, pero fuera del pequeño círculo que iluminaban, las sombras eran formidables y pesadas.

El río, bajo por la seca, se embalsaba y era fácil de cruzar, pero la falta de fuerza en la corriente hacía que cualquier sonido que viniera de allí se amplificara.

Becerra se adelantó, quitándose las prendas que le estorbaban. Ya con el cuchillo en la mano, arrojó la capa del maestre de campo entre ellos y dijo, altanero:

—Ahí tiene lo que perdió en Cenizas.

Soto, furioso, dio un paso adelante.

—Empecemos, que tengo ganas de ir a holgar con una hembra antes del alba.

—Será como usted diga.

Mientras el resto de sus hombres se observaban con recelo, los duelistas buscaron el llano.

Becerra, muy a lo criollo, había envuelto uno de sus brazos en un poncho. Soto, en una capa corta.

En un silencio donde sólo se oía el bufar de los caballos y hasta el respirar de los hombres, ambos contendientes se echaron uno contra otro.

Durante unos minutos, enredados en combate, a veces lejos, a veces casi abrazados, dieron varias vueltas en círculo, Soto sorprendido del empuje, ya que no de la destreza, de su rival, que se le echaba encima casi sin tomar aliento. No era mejor que él con el arma, pero los diez años que los separaban, la vida ordenada, el haberse privado de vino aquella noche, volvían a Becerra peligroso.

De pronto, Soto comenzó a retroceder hasta que trastabilló. Don Esteban se tiró sobre él, una pierna flexionada, la otra extendida para así ganar distancia sobre su rival. La punta del puñal tocó la garganta del maestre de campo, que sonreía. El natural pacífico de Becerra se impuso y preguntó:

—¿Cómo quiere vuestra merced que acabemos esto?

—Así —dijo Lope de Soto, recogiendo con la izquierda un puñal que había disimulado en el lendel que rodeaba la noria, y sin más, lo clavó con pericia en el costado de don Esteban. Hubiera dado en su corazón, pero un movimiento inconsciente, quizás una advertencia visceral, hizo que Becerra se encogiera a tiempo que giraba sobre sí: el acero pasó alto, tocó el hueso y se desvió bajo el brazo.

Mientras éste se llevaba, atónito, la mano a la herida, Soto lo empujó con fuerza para liberar el arma, y se puso de pie, diciendo:

—Los combates no se ganan conversando.

Y mientras los hombres de Becerra, entre exclamaciones e insultos, se precipitaban a ayudarlo, él hizo una seña a Guerrero y a dos o tres soldados para que lo siguieran. El resto quedó atrás para detener a la gente de don Esteban.

Mientras galopaban, Lope de Soto limpió el arma sobre el costado de su pierna.

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