El jardín de los venenos (67 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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Pero se detuvo al ver aparecer a Esteban con el brazo sobre la cintura de Sebastiana.

Trató de reaccionar como mujer de experiencia que sabe a qué atenerse y no se deja sorprender, así que apartó un poco la luz, para que no se viera la sorpresa en su rostro, y dijo con algo de aspereza:

—¡Bueno, espero que de una vez por todas decidan arreglar sus vidas, que nos tienen pendientes de un hilo!

Pero emocionada por la sonrisa de Esteban, le pasó a éste el candelabro y se abrazó con Sebastiana.

Nadie, ni siquiera Elvira, que nunca había querido mucho a la hija de don Gualterio, se atrevió a poner un pero cuando ellos dos entraron en la habitación que él había armado para Sebastiana.

Aún abrazados, se acodaron en la ventana sintiendo el olor de la hierba húmeda que les llegaba con un perfume agreste y vivo. El agua de la fuente para pájaros fluía con un sonido suave, modesto, más ruidoso cuando rebotaba en la acequia.

Él no se atrevió a besarla, sintiendo que ella no estaba preparada para amarlo de otra forma que no fuera aquélla, casi de hermanos. No importaba; tenía ya la certeza de su afecto.

La noche había cerrado toda luz sobre el horizonte, y el río Anisacate corría, hinchado de agua, con una protesta enérgica que amenazaba el desborde.

Las estrellas comenzaron a mostrarse y creyeron sentir un aliento hecho de luz sobre la tierra.

Sebastiana parecía intranquila y él la interrogó en un murmullo.

«Mi padre…», murmuró ella. Esteban le recordó que lo quería como si fuera el de él.

«¿Y los niños?».

No tuvo que mentir para asegurarle que los amaría como propios. Y al recordar las advertencias del padre Thomas: «Es posible que no pueda concebir nuevamente», le besó la mano.

—Llevarán nuestro nombre. Heredarán como hijos —afirmó.

La oyó llorar; supo que no debía tocarla, así que la besó en la frente, la consoló en silencio. La sencilla estrategia del amor constante, además del tiempo y la convivencia, terminarían haciendo lo suyo para acercarlos. Le agradó aquel pensamiento: «La sencilla estrategia del amor».

En voz baja pero firme, le enumeró los planes que venía concibiendo desde hacía años: no era mala cosa empezar a ser feliz después de tantos dolores.

Volverían a Córdoba para la Cuaresma. Ocuparían sus lugares en el templo, él tomaría posesión de sus nuevos cargos. Vivirían con don Gualterio, se reunirían con Salvador, Eudora y sus niños; discutirían si la vocación religiosa de Belita era verdadera; si convenía o no gastar a cuenta de las vacas gordas en cortinas y alfombras, en libros nuevos y muebles alemanes. Y en una espineta-clavicordia para Sebastiana.

La trayectoria de la existencia, abriéndose cauce en el envés del tiempo, terminaría por convertir lo cotidiano en destino. Y en aquella ciudad que cada tanto se veía sacudida por batallas domésticas, por venganzas políticas, por prelados de mal carácter —Gabriel Ponce de León era apenas un poco más comedido que el obispo Mercadillo— y el enfrentamiento entre sus órdenes religiosas, las familias se empeñarían en la protección de los suyos, en la crianza de los niños y el cuidado de la paja o de la teja que tuvieran sobre sus cabezas.

Pero la sequía y la peste sobrevivirían, agazapadas, en el fondo de la memoria.

De la última confesión

… Y escuché a mi madre diciéndole a mi padre: «¿Qué obligación tengo con ella? No es mi hija, y bueno sería que recordara que por ella dejamos las comodidades y riquezas del reino, para escondernos en estas miserables Américas».

Y le echó en cara haberla comprado «como a una becerra», que así, dijo, como llevaba el apellido, así había sido vendida por su familia para tapar lo que pasaba entre él y Rafaela.

Supe entonces que por eso doña Alda y mi padre tenían cuartos separados y aunque ella habíase visto obligada a criarme, jamás le perdonó a él, y después se vio que tampoco a mí, por aquel viaje en barco, donde tuvo que hacer de criada mientras Rafaela tomaba su nombre y su condición para que, al nacer yo, el sacerdote de a bordo me anotara como hija de matrimonio.

«Pero si he de ser sincera, don Gualterio —siguió diciendo doña Alda—, no he de irme de este mundo sin hacerle saber a esa patilla consentida por vos y por todos cuál es su verdadero origen…». Y como mi padre la miró mansamente angustiado, continuó: «Porque no es sólo la semilla espuria habida en la matriz de una sierva. Usted sabe muy bien que Rafaela es su media hermana, hija del padre de usted habida ella también en el vientre de una ramera».

Aterrada, oí a mi padre llorar mientras decía: «¿No he pagado bastante? ¡Ella y yo nos amamos desde que nos vimos; tarde supimos del parentesco, ya nada era posible remediar! ¡Y desde que lo supimos, jamás hemos vuelto a caer en el pecado carnal, jamás hemos vuelto a mirarnos a los ojos, a estar, ni siquiera separados, en la misma habitación!».

¿Qué puedo decir? No encontré razonamientos para desmentir a aquella malvada, porque estaba yo tan trastornada que no entendía la mitad de lo que decían. Continué hecha un ovillo bajo los jazmines y observé a mi padre ponerse de pie, erguido como nunca lo había visto.

«Señora —la interpeló—, demasiadas leyes se han quebrantado en la oscuridad, soy consciente de ello. Pero concededme que, al menos, he purgado por ellas mis penitencias. Vos, señora, habéis pecado igualmente contra la caridad, negándonos el perdón y abusando del rigor. ¿Qué culpa tiene Sebastiana? ¿Es necesario que hagáis pagar a una inocente? ¿No os basta con martirizarme?».

«No —contestó doña Alda—, no me basta, pues a quien yo quiero herir es a la puerca vascona…».

«Pero no obráis contra ella… —se sorprendió mi padre, y de pronto, el rostro abierto por el entendimiento, se sonrió—: ¿Le tenéis miedo; teméis a Rafaela? ¿Os habéis creído todas esas tonterías de su poder sobre las tinieblas? ¡Ah, señora, no os hacía tan ignorante!».

Espié a doña Alda; la vi encogerse y retroceder un paso: fue una de las poquísimas veces que mi padre mostró superioridad sobre ella.

La conversación terminó cuando doña Alda salió fustigando el vestido, como era su costumbre, contra las puertas. Así supe de mi estigma, así comprendí muchas cosas y supe, además, que Rafaela era bruja, y era mi madre.

Desde entonces, mis sentimientos hacia ella, que eran afectuosos, mudaron y oscilaron, ya por siempre, entre un cariño contenido, una ciega confianza y un rechazo indomeñable. Nunca le dije que yo sabía quién era ella. Hasta de aquel afecto me despojó doña Alda.

Pero ese conocimiento me dio sabiduría para comprender por qué me odiaba esa mujer maligna, para entender por qué Rafaela nunca entraba en las habitaciones donde estaba mi padre, por qué doña Alda había prohibido que Rafaela me acompañara por la calle, o que se hiciera presente cuando había invitados. ¡Mi padre, ella y yo, con los mismos cabellos encendidos!

Ya muerta doña Alda, Rafaela no cambió aquella costumbre, y no fue por seguir obedeciendo a la odiosa difunta, sino porque había hecho promesa con mi padre.

Cuando se repartieron las cosas de mi presunta madre, ella me pidió un pequeño incensario de oro y plata, una pieza muy fina que, me dijo, doña Alda le había arrebatado. «Me lo dio el hombre que más he querido en el mundo, y ella me lo quitó, como me quitó tantas cosas, como te las quitó a ti cada vez que pudo», dijo, rencorosa. Se lo di, sabiendo que mi padre, en su biblioteca, tenía otro semejante: allí ponía él unos gramos de incienso y de mirra, sobre carboncillos encendidos, mientras leía romances como los del conde Olinos…

Romances que hablaban de amores que no se pueden nombrar.

Es así que no maté a mi madre, sino a mi verdugo, a la que hizo un suplicio de nuestras vidas, donde mi padre y Rafaela habían caído en el pecado por ignorancia y secretos de familia, porque ni ellos ni yo teníamos culpa, porque es difícil pensar que pecan los que se aman.

Y la matamos entre las dos, como si sacrificáramos cruentamente el pasado para nacer a un futuro más limpio, más puro… Sólo que todo se complicaba, pues parecía que se nos arrastrase a nuevos tormentos, a nuevos crímenes. Había que matar para sobrevivir.

Es así que doña Alda murió por su fiereza y sus vicios, no por mi mano, y aun después de muerta, siguió haciéndome daño: no sé cuándo, ni en qué momento de nuestras vidas, escribió una carta dirigida a nadie y a todos. En ella denunciaba los pecados de mis padres, la mancilla que ostentaba mi nacimiento. Y la mala suerte quiso que Marina, que no sabía leer, la hurtara.

Creo haber descubierto cómo fue que cayó en manos de fray Manuel: ella trabajaba para la portuguesa, y don Dalmacio era amante de ésta. ¿Fue intuición de él, fue sugerencia del obispo de que rastreara lo que aquella ladrona podía haber sacado de mi casa? ¿La esposa de Sá de Souza sospechó algo porque Marina dijo alguna tontería que le hizo pensar en improbables hallazgos? ¿Les habrá dicho don Manuel: «Papeles, busquen papeles», pensando en el testamento desaparecido, o simplemente dedujeron que cualquier documento de la familia podía convertirse en herramienta de sepulturero que desentierra cadáveres para acelerar su descomposición?

Sólo una cosa entiendo: que don Dalmacio no sabe nada, salvo que esas hojas contenían algo que podía servirle a su señor, y nuestro obispo, que no compartía secretos, debe de haber exigido que la misma Marina se los diera en la mano.

Muchas veces tuve el deseo de matar a Su Ilustrísima, como lo tuve de envenenar al padre Cándido, pero como en realidad sólo he matado para defenderme, y ellos no me hicieron mal mayor después de haberme entregado a don Julián, salvo el de molestarme de vez en cuando, los dejé vivir.

Porque de la muerte del señor obispo soy tan inocente, y tan culpable, como lo es un hijo que a disgustos, pero sin intención, provoca la de su padre. Una vez quemados los documentos aquellos, ¿qué mal podía hacerme?

Después que me mostró el escrito infamante, volví a casa. Mandé por papel a la Librería del Colegio y elegí, de las que me trajeron, dos plumas de distinto grosor, dos tintas de diferente matiz, dos barras de cera, una roja, la otra verde y, por fin, busqué una cinta nueva y una vieja. Porque mientras discurría en cómo apoderarme nuevamente de los documentos que me obligaba a entregarle, se me ocurrió la idea de usar un folio de los relegados por mi padre, que se vuelven amarillentos porque el humo de las esencias que acostumbra quemar marca una línea oscura en los bordes. Parecía lo bastante viejo para ser el testamento de mi madre, y eso, aderezado con ofrecimientos que volverían loca su codicia, es lo que me daría la oportunidad de recuperar los papeles que, a modo de reconocimiento, yo debía entregarle a cambio de los míos.

Así resultó. Lo dejé por demás colérico, pues lo había erizado describiendo sus dolencias y emparejándolas con la apoplejía, aunque sin intención de que muriera. Sólo quise aguijonearlo, porque he llegado a entender que no volveré a ser víctima de nadie.

Dicen que lo mató el decreto aquel de la Real Audiencia. Ha de ser así.

San Agustín dice: «Hay muchos actos, que parecen merecer la desaprobación de los hombres y que han recibido de ti un testimonio de aprobación, y muchos, alabados por los hombres, que son condenados por tu testimonio. Ya que, con frecuencia, una cosa es la apariencia del hecho y otra la intención del que lo hace y la coyuntura secreta de las circunstancias».

Siempre me inquietó pensar en las coyunturas secretas de las circunstancias.

Poco después supe que Marina había sido encontrada ahorcada; no me alegré pero el hecho me procuró cierta tranquilidad: la de saber que no aparecerían, quiero creerlo, otras confesiones de ese tipo.

…Pues yo y mi padre hemos pagado con creces, él, por un pecado cometido en la ignorancia; yo, por uno heredado. Rafaela sabrá cómo purgar el suyo, aunque creo que la elemental malicia de su alma ha encontrado la forma de olvidarlo. De todos modos, nos ha dejado. Vive con Isaías, y cada vez que él viene a aliviar a mi padre, me trae noticias de ella que me tranquilizan.

Hace poco, me envió aquel incensario que tanto quería, quizá resignada a la pérdida de nuestra compañía. Creo que es feliz. Los hados toleran más los pecados de los simples.

Devolví al padre Thomas los libros de los venenos, pero con el paso del tiempo, comencé a recibir de él lecciones que sustentan mi vocación de curar. Hasta me ha permitido acudir a Dioscórides Anazarbeo y Andrés de Laguna.

El recuerdo de mi hijo, como él me lo advirtió, es ahora dulce, lleno de una suave nostalgia que encauza mis sentimientos hacia estos niños que crío como propios, a los que he procurado un padre en Esteban y una familia en la mía.

Continúo leyendo las Confesiones: «¡Oh, Verdad, Luz de mi corazón; no me hablen mis tinieblas! Me deslicé hacia las cosas de acá abajo y me quedé a oscuras; pero desde allí, aun desde allí, te amé profundamente. Anduve errante, y me acordé de ti. Oí tu voz diciéndome que volviese… Y ahora, he aquí que vuelvo, abrasado y anhelante, hasta tu fuente».

Estos escritos, mis confesiones, duermen en el fondo de un arcón con una cruz sobre la tapa. De vez en cuando, estando sola, suelo leerlos para recordar que nadie volverá a atormentarme, pero también para no olvidar mis culpas.

Y aún conservo, en el fondo de ese cofre, los cuadernos que confeccioné con las notas de Kratevas.

Sé que debería desprenderme de ellos para siempre, no sea que nuevamente me hablen mis tinieblas. Pero aún no puedo hacerlo…

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