El jardinero fiel (17 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
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—Española, querida —puntualizó Elena.

—¡Qué tontería! —replicó Gloria—. Su madre era una condesa toscana, lo leí en el
Telegraph
.

—La
mantilla
, querida —corrigió Elena pacientemente—. Las mantillas son españolas, me temo, no italianas.

—Pues te aseguro que su
madre
era italiana —prorrumpió Gloria con virulencia, y cinco minutos más tarde volvió a telefonear para disculparse, achacando su mal genio a la tensión.

Para entonces los niños iban ya camino del colegio y el propio Woodrow se había marchado a la embajada, y Justin deambulaba por el comedor vestido con su traje y su corbata y necesitado de flores. No flores del jardín de Gloria, sino del suyo. Quería las fresias amarillas y fragantes que cultivaba para Tessa todo el año, dijo, y siempre tenía esperándola en el salón cuando regresaba de sus viajes de reconocimiento. Quería como mínimo dos docenas para el ataúd de Tessa. Las deliberaciones de Gloria sobre la mejor manera de conseguirlas se vieron interrumpidas por una equívoca llamada de un periódico de Nairobi, en teoría para comunicar el hallazgo del cadáver de Bluhm en el lecho de un río seco a ochenta kilómetros al este del lago Turkana, y de paso para saber si alguien deseaba hacer declaraciones al respecto.

—Sin comentarios —vociferó Gloria por el auricular, y lo colgó con furia. Pero se quedó de una pieza, y con la duda de si debía dar la noticia a Justin de inmediato o aguardar hasta después del funeral. Por tanto, se quitó un gran peso de encima cuando, transcurridos apenas cinco minutos, Mildren telefoneó para decir que Woodrow estaba reunido pero los rumores sobre el cadáver de Bluhm eran paparruchas: el cuerpo, por el cual una tribu de bandidos somalíes exigía diez mil dólares, llevaba muerto al menos cien años, mil más probablemente, ¿y era posible hablar un momento con Justin?

Gloria acompañó a Justin hasta el teléfono y permaneció oficiosamente a su lado mientras él contestaba que sí, que eso le venía bien, muy amable de tu parte, y que estaría preparado. Pero se quedó a oscuras en cuanto a cuál era el amable servicio prestado por Mildren y para qué se prepararía Justin. Y no, gracias —añadió Justin categóricamente en su diálogo con Mildren, aumentando el misterio—, no deseaba que fueran a recibirlo a su llegada, prefería organizarse él mismo. A continuación colgó y pidió a Gloria —con muy poca delicadeza, considerando todo lo que había hecho por él— que lo dejara solo en el comedor para telefonear a cobro revertido a su abogado de Londres, circunstancia que se había producido ya dos veces en los últimos días, excluyéndose a Gloria en ambos casos. Con gran alarde de discreción, se retiró, pues, a la cocina a fin de escuchar por la ventanilla…, y allí se encontró al afligido Mustafa, quien espontáneamente se había presentado ante la puerta trasera con una cesta de fresias amarillas que por propia iniciativa había cogido del jardín de Justin. Aprovechando esta excusa, Gloria se encaminó resueltamente hacia el comedor con la esperanza de oír el final de la conversación de Justin, pero éste ya colgaba cuando entró.

De pronto, sin que hubiera transcurrido más tiempo, todo iba con retraso. Gloria ya se había vestido pero le faltaba
retocarse
la cara; nadie había probado
bocado
y ya había pasado la hora del almuerzo; Woodrow esperaba fuera en la Volkswagen; Justin estaba en la entrada con sus fresias —ahora arregladas en un ramillete—; Juma ofrecía a todos sándwiches de queso en una bandeja, y Gloria intentaba decidir si se ataba la mantilla bajo el mentón o la dejaba caer sobre los hombros como su madre.

Sentada en el banco trasero de la furgoneta entre Justin y Woodrow, Gloria admitió en su fuero interno lo que Elena venía diciéndole a lo largo de esa última semana: que se había enamorado locamente de Justin, cosa que no le sucedía desde hacía años, y la atormentaba pensar que él se iría el día menos pensado. Por otra parte, como Elena había señalado, su marcha le permitiría al menos recuperar la cordura y reanudar sus servicios maritales de rutina. Y si descubría que con la ausencia crecía el cariño, bueno, como Elena había insinuado con descaro, siempre podía hacer algo al respecto en Londres.

Gloria tuvo la impresión de que en el recorrido por la ciudad el traqueteo era mayor que de costumbre y fue muy consciente de lo reconfortante que le resultaba el cálido contacto del muslo de Justin contra el suyo. Cuando la Volkswagen se detuvo frente a la funeraria, se le había formado un nudo en la garganta, tenía el pañuelo hecho un húmedo rebujo en la palma de la mano y ya no sabía si lloraba la pérdida de Tessa o la de Justin. Las puertas posteriores de la furgoneta se abrieron desde el exterior, y Justin y Woodrow se apearon de un salto, dejándola sola en el banco trasero, con Livingstone delante. No había periodistas, advirtió agradecida, esforzándose por recobrar la compostura. O al menos no los había de momento. Observó a sus dos hombres a través del parabrisas mientras ascendían por la escalinata de un edificio de granito de una sola planta con cierto toque Tudor en los aleros. Justin con su traje a medida y su impecable mata de pelo negro grisáceo que nunca se le veía cepillar ni peinar, sujetando con firmeza las fresias amarillas, y con aquel andar de oficial de caballería —común a toda la progenie de los Dudley, por lo que Gloria sabía—, el hombro derecho al frente. ¿Por qué siempre parecía que Justin encabezaba la marcha y Sandy lo seguía? ¿Y por qué Sandy adoptaba últimamente esa actitud tan
servil
, tan propia de un
mayordomo
?, se lamentó. Y ya va siendo hora de que se compre un traje nuevo; con ese pingo de sarga tiene pinta de detective privado.

Desaparecieron por el vestíbulo de entrada. «Hay que firmar unos papeles, cariño», había explicado Sandy con tono de superioridad. «La certificación de entrega del cadáver y esas estupideces». ¿Por qué me trata de repente como a su mujercita? ¿Acaso se ha olvidado de que yo me ocupé de todos los preparativos del condenado funeral? Ante la entrada lateral de la funeraria se congregó un grupo de auxiliares vestidos de negro, aparentemente los portadores del féretro. Se abrían las puertas y hacia ellas retrocedía un coche fúnebre con las palabras coche fúnebre superfluamente pintadas en letras blancas de treinta centímetros de altura en el costado. Gloria atisbo la madera barnizada de color miel y las fresias amarillas cuando el ataúd penetraba en la parte trasera del vehículo deslizándose entre chaquetas negras. Debían de haber sujetado el ramillete a la tapa con cinta adhesiva. ¿Cómo, si no, podían fijarse unas fresias a la tapa de un ataúd? Justin pensaba en todo. El coche fúnebre salió del patio, con los portadores del féretro a bordo. Gloria se sorbió ruidosamente la nariz y luego se sonó.

—Es una pena, señora —declamó Livingstone desde el asiento delantero—. Una verdadera pena.

—¡Y que lo diga, Livingstone! —asintió Gloria, agradeciendo la formalidad de aquel intercambio de palabras. Jovencita, enseguida estarás a la vista de todos, se dijo con firmeza a modo de advertencia. Ha llegado el momento de levantar el ánimo y dar ejemplo. Las puertas traseras de la furgoneta se abrieron de par en par.

—¿Estás bien, nena? —preguntó Woodrow alegremente, dejándose caer como un saco junto a ella—. Se han portado de maravilla, ¿eh que sí, Justin? Muy comprensivos, muy profesionales.

No te
atrevas
a llamarme «nena», repuso indignada… pero no en voz alta.

Al entrar en la iglesia de San Andrés, Woodrow pasó revista a la concurrencia. En una sola ojeada, divisó al pálido matrimonio Coleridge y, detrás de ellos, a Donohue y su chocante esposa Maud, que parecía una ex corista de capa caída, y junto a éstos a Mildren alias Mildred y una rubia anoréxica con la que, según rumores, compartía piso. La «banda de facinerosos» del club Muthaiga —expresión acuñada por Tessa— formaba militarmente en cuadrilongo. Al otro lado del pasillo central, distinguió un contingente del Programa Mundial de Alimentos y otro compuesto íntegramente de mujeres africanas, unas con sombrero, otras con vaqueros, pero todas con el resuelto ceño de combate que caracterizaba a las amigas radicales de Tessa. De pie detrás de ellas, se apiñaba un grupo de hombres y mujeres jóvenes de aspecto galo, confusos y ligeramente arrogantes, las mujeres con la cabeza cubierta, los hombres sin corbata y con insinuadas barbas de diseño. Tras un instante de desconcierto, Woodrow llegó a la conclusión de que pertenecían a la organización belga de Bluhm. Deben de estar preguntándose si volverán aquí la próxima semana por Arnold, pensó con crueldad. Los sirvientes ilegales de los Quayle se hallaban alineados junto a ellos: Mustafa el criado doméstico, Esmeralda del sur de Sudán y el ugandés manco de nombre desconocido. Y en primera fila, mucho más alta que su menudo y solapado esposo, estaba la figura de orondas formas y cabello de color zanahoria de Elena, querida, en persona, la bestia negra de Woodrow, engalanada con las joyas funerarias de azabache de su abuela.

—Y dime, querida, ¿me pongo los azabaches, o será un tanto extremado? —se había visto en la necesidad de consultar a Gloria a las ocho de esa mañana.

No sin cierta maldad, Gloria le había aconsejado atrevimiento.

—Francamente, El, en otras personas podría resultar un poco excesivo. Pero con
tu
color de pelo, querida, lánzate.

Y ningún policía, observó Woodrow con satisfacción, ni keniano ni británico. ¿Habrían surtido efecto las pociones de Bernard Pellegrin? A callar tocan.

Lanzó otro furtivo vistazo a Coleridge, a su cara de mártir, blanca como el papel. Recordó la absurda conversación en su residencia el sábado anterior y lo maldijo por sus vacilaciones de santurrón. Dirigió nuevamente la mirada hacia el ataúd de Tessa, de cuerpo presente ante el altar, las fresias amarillas de Justin sanas y salvas sobre la tapa. Los ojos se le rasaron en lágrimas, que de inmediato se volvieron por donde habían venido. El organista interpretaba el
Nunc Dimitis
, y Gloria entonaba la letra de carrerilla con voz potente. El consabido himno de vísperas en su internado, pensaba Woodrow. O en el mío. Aborrecía ambos establecimientos por igual. Sandy y Gloria, nacidos no libres. La diferencia está en que yo lo sé y ella no. «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz». Ojalá pudiera. Irme para no regresar nunca más. A veces lo deseo sinceramente. Pero ¿dónde encontraría la paz? Volvió a posar la mirada en el ataúd. Te quise. ¡Cuánto más fácil es decirlo ahora, en pretérito! Te quise. Era el obseso del control incapaz de controlarse a sí mismo, como tuviste la gentileza de decirme. Pues ya ves lo que te ha pasado. Y ya ves
por qué
te ha pasado.

Y no, nunca he oído hablar de Lorbeer. No conozco a ninguna belleza húngara de piernas largas llamada Kovacs, y no estoy
dispuesto
a seguir escuchando esas teorías no formuladas ni probadas que doblan como las campanas de una iglesia en mi cabeza, y no tengo el
menor
interés en los hombros tersos y aceitunados de Ghita Pearson en sari. Pero sí sé una cosa: después de ti, nadie más tiene por qué descubrir al niño timorato que habita en este cuerpo de soldado.

Buscando una distracción, Woodrow se abismó en un intensivo estudio de los vitrales de la iglesia. Santos varones, todos blancos, ningún Bluhm. Tessa hubiera montado en cólera. El vitral conmemorativo en recuerdo de un monísimo niño blanco vestido de marinero, rodeado simbólicamente de animales salvajes en actitud de veneración. «Una buena hiena huele la sangre a diez kilómetros de distancia». Amenazado de nuevo por las lágrimas, Woodrow se obligó a concentrar la atención en el bueno de san Andrés, vivo retrato de Macpherson, el guía que los acompañó a la pesca del salmón aquella vez que llevó a los niños al lago Awe. La intensa mirada escocesa, la rojiza barba escocesa. ¿Qué opinión tendrán de nosotros?, se preguntó con asombro, pasando los ojos empañados por los rostros del sector negro de la concurrencia. ¿A qué creíamos que nos dedicábamos, por aquel entonces, viniendo aquí a hacer propaganda de nuestro Dios blanco británico y nuestro santo blanco escocés y, al mismo tiempo, usando el país como parque de juego para los esnobs proscritos de la clase alta?

—Personalmente, intento reparar los daños de épocas anteriores —contestas cuando, de manera insinuante, te planteo esa misma pregunta en la pista de baile del club Muthaiga. Pero tú nunca respondes a una pregunta sin darle la vuelta y utilizarla como prueba en mi contra—. ¿Y qué hace
usted
aquí, señor Woodrow?

La banda toca con ruidoso entusiasmo, y tenemos que acercamos para oírnos. Sí, ésos son mis pechos, dicen tus ojos cuando me atrevo a bajar la vista. Sí, ésas son mis caderas, cimbreándose mientras me sujetas por la cintura. También puedes contemplarlas, regalarte los ojos en ellas. La mayoría de los hombres lo hace, y tú no tienes por qué esforzarte en ser la excepción.

—Lo que realmente hago, supongo, es ayudar a los
kenianos
a administrar todo aquello que les hemos dado —declaro ampulosamente a voz en grito por encima de la música y noto tu cuerpo tensarse y separarse de mí casi antes de haber acabado la frase.

—¡No les hemos
dado
maldita la cosa! ¡Lo han
cogido
ellos! ¡A punta de pistola! ¡No les hemos dado nada! ¡Nada!

Woodrow volvió de repente la cabeza. Gloria, junto a él, hizo lo mismo, como también los Coleridge al otro lado del pasillo. Fuera de la iglesia se había oído un grito, seguido del estruendo producido por algo voluminoso y de cristal al romperse. A través de la puerta abierta, Woodrow vio a dos asustados sacristanes en traje negro cerrar las verjas del patio mientras numerosos policías protegidos con cascos formaban un cordón a lo largo de la reja, blandiendo porras antidisturbios de punta metálica con ambas manos como jugadores de béisbol preparados para batear. En la calle donde se habían congregado los estudiantes, había un árbol en llamas y dos coches volcados, sus ocupantes incapaces de salir a causa del miedo. En medio del clamor de la muchedumbre, una resplandeciente limusina negra, una Volvo como la de Woodrow, se elevaba del suelo con movimientos vacilantes, sostenida por un enjambre de jóvenes de ambos sexos. Ascendió, se bamboleó e inició su breve vuelo, primero de lado y después patas arriba, para ir a caer junto a los otros automóviles con gran estrépito. La policía cargó. Lo que fuera que estuviesen esperando hasta ese momento, había ocurrido. Un segundo antes permanecían totalmente pasivos, y de pronto abrían una brecha roja entre la multitud en retirada, deteniéndose sólo para asestar una lluvia de golpes a los manifestantes caídos. Se acercó un furgón blindado, y a su interior lanzaron media docena de cuerpos ensangrentados.

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