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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (9 page)

BOOK: El jinete del silencio
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—No te inquietes, no pasará nada. Te lo prometo.

Laura le recordó quién había rubricado la pragmática que prohibía la saca de caballos y le preguntó si no estaba traicionando así la confianza que tenía por parte del Emperador.

—Entenderás mi postura, ya verás… —Descabalgaron para contemplar desde una roca el hermoso panorama que se extendía a los pies de aquella loma. Después de darle alguno de los detalles más significativos de la nueva finca siguió explicándose—. Es gracias a la venta de esos caballos, que él mismo prohíbe, como consigo financiar su propia Guardia Real. Sé que no eres consciente de ello, pero este es el tercer año que no cobramos los enormes gastos que esta actividad nos genera. Al verlo agobiado con tantas deudas, que según se rumorea en la corte son exorbitantes, no insisto en lo que nos debe a nosotros. Pero la realidad es que estamos cubriendo las deudas del Rey con nuestro propio dinero.

A Laura el argumento no le pareció convincente, pero al menos descartaba que tuviera como única intención el lucro, o peor aún, que actuara movido sin ningún escrúpulo.

—¿Cuándo tienes que volver a ver al Emperador?

—En un mes.

—Se me ocurre que si le pidieras una dispensa personal para esos negocios, quizá no te la negaría… De ese modo nos evitaríamos complicaciones y tú seguirías vendiendo caballos en las Indias.

La idea no era mala, pero Luis sabía que era inviable.

—Así lo haré. Me gusta tu propuesta. Te lo prometo —mintió. Solo él sabía que las actividades que le unían con Martín Dávalos comprendían muchos otros negocios que no serían nada fáciles de explicar ni al Rey ni a nadie.

La nueva dehesa se descolgaba en suave pendiente desde aquel alto y se mostraba hermosa, salpicada por centenares de alcornoques cuyas viejas sombras regalaban a la pradera frescor y vida. Luis le señaló las lindes y por dónde la atravesaban dos buenos arroyos. Cuando hablaba de campo, de viñas o de caballos, se le iluminaba la cara y parecía otro. A Laura le encantaba verlo así, pero no quería terminar la conversación sin resolver otra duda.

—Un día me aseguraste que nuestras yeguas y sementales eran únicos, los mejores que se podían encontrar hoy en Jerez. Desde que empezamos su cría, ahora hace ya seis años, hemos invertido mucho dinero, y sin embargo tengo la impresión de que su calidad no está siendo lo suficientemente apreciada. ¿No merecería más la pena que criásemos otros más normales para las Indias, y dejáramos los mejores para nosotros? ¿Acaso valoran allí su calidad?

Su marido reconoció haber pensado lo mismo, y en ese sentido le adelantó los objetivos de una nueva pragmática recién rubricada por el César que podía ser beneficiosa para ellos.

—A su celo por mantener el censo equino, ahora le suma la pretensión de hacer perdurable las bondades de la raza de los caballos que se han venido criando al sur del río Tajo desde tiempos inmemoriales. Y para conseguir ese objetivo ordenará que en todos los concejos se nombre a un veedor con el encargo de controlar la monta de las yeguas. Bajo su autoridad solo se podrán usar machos de buena casta para mantener la raza. Y eso nos conviene. Como se ha descuidado esa selección, hoy no hay demasiados animales de calidad, por tanto, los que desde ahora se requieran para cumplir con ese cometido van a valer mucho. La particular novedad que recoge la pragmática ha sido el motivo principal que me ha llevado a que compremos esta dehesa. Sus tierras y excelentes pastos nos permitirán tener más yeguas, como también futuros sementales. Aquellos que nazcan de menor clase en cualquiera de nuestras yeguadas los mandaremos a las Indias, y los mejores para quien los sepa valorar.

Doña Laura empezó a abandonar su anterior mar de dudas. A pesar de no agradarle en absoluto el hecho de tener tratos con un turbio comerciante de animales, en aquella ocasión la idea de su marido le pareció atractiva y además viable.

—Evítame, por favor, otra escena como la de esta mañana con el guarda. No quiero que tenga el más mínimo motivo para visitarnos de nuevo.

—Tranquila, me cuidaré de ello.

Detrás de esa afirmación don Luis ocultaba planes muy concretos, los que había acordado con Martín Dávalos antes de despedirse.

Estaba seguro de que ese guarda dejaría de molestarlos.

XII

La institución que llamaban
del Pósito
se dedicaba a acumular grano en época de grandes cosechas para luego, cuando escaseaba, venderlo a particulares y a otras villas y ciudades para la fabricación del pan, eso sí, con un pequeño recargo de intereses.

En realidad, desde su concepción como mero almacén había pasado a ser un excelente negocio para las arcas de las alcaldías, pues sus gestores pagaban barata la compra y esperaban el tiempo que fuera necesario para sacarla al mercado a un precio muy superior, en proporción a su escasez.

Todo eso lo conocía muy bien Fabián, y además, las investigaciones en torno a la nao Fortuna terminaban dirigiéndole sin remedio hasta aquella lonja. Había intentado hablar con los miembros más importantes de su junta, con su regidor, con el diputado de la villa y con el propio corregidor que la presidía, pero de momento sin éxito. Solo le quedaba intentarlo con su depositario, a quien había pedido audiencia esa mañana. Ahora aguardaba a ser recibido.

—¿Fabián Mandrago? —Un joven se asomó desde un despacho.

—Servidor. —El guarda se levantó y entró en una luminosa estancia con vistas al Guadalquivir.

Un hombre enjuto y de mediana edad lo observó, se empujó unos lentes demasiado grandes para su rostro y lo reconoció de inmediato.

—Ya me diréis qué os trae por aquí. —Indicó dónde debía sentarse.

—¿Sabéis quién soy? —Fabián tomó asiento y se sacó del refajo dos bolsas que depositó sobre la mesa. Su anfitrión las miró sin poner demasiado interés.

—Lo sé, y también a qué os dedicáis. Pero no en qué puedo ayudaros.

Fabián abrió la primera bolsa y desparramó unos granos de trigo por la mesa sin hacer ningún comentario. La sorpresa del funcionario aumentó cuando vio que la segunda bolsa estaba llena de monedas de oro.

—Tengo poco tiempo para andar con adivinanzas, ¿me entendéis? —El hombre se rascó la cabeza aburrido.

—Os ofrezco un gran negocio… —Fabián revolvió las monedas entre el trigo y empujó el montón hasta sus manos—. Un trato que nunca os habrán propuesto antes.

El hombre, bastante desconcertado, le rogó un poco más de concreción.

—He oído que este año vuestros almacenes andan escasos de trigo y sin embargo su precio es altísimo. ¿Estoy en lo cierto?

Desde el otro lado de la mesa el áspero personaje confirmó su parecer.

Fabián se levantó, y de espaldas a él, con la hermosa vista que ofrecía el ventanal, expuso su propuesta:

—Estoy dispuesto a llenaros de cereal vuestros almacenes sin cobraros ni un solo maravedí...

—No entiendo el trato, la verdad. Algo querréis a cambio, digo yo.

Fabián tenía dos barcos de trigo disponibles de anteriores confiscaciones. Le servirían de pago para conseguir la información que necesitaba.

—Seré claro. Sospecho que estáis al tanto de lo sucedido con la nao Fortuna. ¿No es así?

—Algo he oído, sí.

—Y siendo así, ¿no creéis que se trata, una vez más, de una saca irregular? —Lo miró a los ojos—. ¿No habéis pensado que el propietario del barco, don Martín Dávalos, tal vez sea también el responsable último de esos sucios negocios? Yo sí.

El hombre carraspeó inquieto, pero respondió de inmediato.

—¿Estáis poniendo en duda la honorabilidad de un veinticuatro de esta ciudad?

—No solo de él, podéis añadir a otro que se dedica a la cría de caballos de casta… Y me refiero a Luis Espinosa.

El hombrecillo, de nombre Tarsicio, se retiró los manguitos que adornaban sus muñecas y sintió un repentino escalofrío en la nuca. La conversación no le convenía en absoluto. El simple hecho de relacionar aquellos dos nombres, uno de ellos el mayor criador de ganado de Andalucía, y el otro capitán de la Guardia Real, con una trama ilegal hacía peligrar su trabajo, cuando no algo peor.

—Ni aunque me llenarais los depósitos al completo metería mi nariz en asuntos tan delicados como los que me referís. —Se levantó de la silla y con un explícito gesto invitó a Fabián a abandonar su despacho.

El guarda había calculado de antemano su respuesta y no se movió de su asiento.

—No conseguiréis que me vaya sin que me deis la información que necesito. Y lo haréis, porque de no ser así os voy a denunciar.

—¿Y se puede saber de qué me vais a acusar?

—De complicidad en la saca de bienes vedados… Si consigo confirmar mis sospechas, os aseguro que disfrutaréis de una larga estancia en prisión.

Tarsicio imaginó lo que el guarda podía saber. Desde hacía unos años se había visto forzado por aquellos dos hombres a evadir de los libros de registro bastantes cantidades de cereal que luego sabía enviaban a las Indias. A él le vendían trigo para dejar constancia legal, pero en realidad el cereal nunca llegaba a los almacenes. Fabián le aseguró que estaba al corriente de su forma de actuar y lo acusó de incrementar las cantidades de grano que depositaban otros para ocultar las que no entregaban los veinticuatros. Con tal procedimiento los libros manipulados se ajustaban a las cantidades exactas que se movían desde los almacenes del Pósito, cuadraba así las entradas con las salidas, un engaño a cambio de unas sustanciosas compensaciones que cobraba él.

Fabián no podía probar lo que acababa de decir, pero la seguridad que imprimía era tanta que hizo pensar lo contrario al hombre.

—Vuestro delito es gravísimo.

—¿Pero cómo podéis pensar eso de mí?

El hombre trató de defenderse apelando a su honor como mejor salida. No terminaba de entender cómo había llegado a descubrir sus tapujos, aunque llevaba un tiempo dudando de alguno de sus colaboradores. Fuera por una razón u otra, se dio cuenta de que el guarda estaba demasiado cerca de la verdad y se sintió acorralado.

Le temblaban las manos.

—Bajad la voz, por Dios os lo pido. —Estaba desencajado—. No sé, esto es... ¡Esto es terrible! Si esos hombres se enteran, será mi ruina. Nunca debí aceptar lo que me propusieron. Les dije que no quería hacerlo.

—¿De quién habláis? —Fabián quería escuchar de su boca nombres, y a la vez era consciente de que la clave, en esos momentos, estaba en ganarse su confianza y solo la conseguiría si le garantizaba protección.

—No, no puedo… contaros... —Tarsicio se levantó agobiado y tiró del brazo de Fabián, casi lo arrastró, hasta la puerta de su despacho—. ¡Aquí no debo! Hay quien puede escucharnos. —Agitó las manos muy nervioso—. No puedo contaros más; deberíamos vernos en otro sitio, quizá más tarde, luego.

Fabián temió verse fuera sin haber concretado dónde podían hablar con más tranquilidad. Le propuso un lugar discreto; las atarazanas del puerto.

—Allí estaré, al anochecer.

XIII

En aquellas enormes naves donde se construían galeones, naos y carracas, el olor a roble y álamo se mezclaba con el de la brea utilizada para calafatear las juntas.

A Fabián Mandrago le encantaba dejarse caer por aquel lugar de vez en cuando, donde todo le evocaba el mar. La religión proscrita de su padre había provocado que tuviera que abandonar muy pronto el gran sueño de su infancia: surcar los océanos en aquellos enormes templos construidos por el hombre que luego el mar lamía o a veces quebraba.

Como judío converso, su padre había pasado más tiempo en la cárcel que fuera de ella. Cada vez que Fabián hacía balance de aquellos difíciles años, siempre llegaba a la misma conclusión: los judíos compartían con los demás ciudadanos todos los deberes pero muy pocos derechos. Y fuera la causa o el efecto, en su casa siempre había escaseado el dinero.

Sin embargo, había aprendido una trascendente lección de su padre. Nunca lo había visto rendido ante las muchas arbitrariedades que por desgracia le persiguieron; muy al contrario, vio cómo las superaba una y otra vez. Y así, sirviéndose de ese ejemplo, se acostumbró a buscar solución a toda injusticia de la que tuviese conocimiento.

Movido por ese espíritu, intentó estudiar para justicia, pero pronto se dio cuenta de que no tenía ni suficiente dinero ni la limpieza de sangre que le era exigida.

Y un buen día, en el puerto, alguien le contó qué tipo de misión desempeñaban los guardas de la Saca y de las Cosas Vedadas, y la idea le sedujo. La institución tenía como objetivo combatir el lucrativo negocio de ciertos personajes sin escrúpulos que vivían de aprovecharse de los menos favorecidos. En realidad su trampa consistía en comerciar con artículos cuya venta estaba prohibida. Primero los compraban a bajos precios a sus productores, quienes no tenían donde caerse muertos, y después especulaban con ellos.

Pasados muchos años de todo aquello, las atarazanas le recibieron como a un viejo amigo haciéndole evocar tiempos pasados, sueños rotos y gratas sensaciones.

Estaba anocheciendo cuando el eco de sus pasos le devolvió a la realidad. Mientras esperaba a su hombre, recorrió las embarcaciones que había en construcción.

En otras ocasiones se fijaba más en los barcos, pero no lo hizo esta vez. La entrevista que iba a tener concentraba toda su atención. Si conseguía el testimonio de Tarsicio contra aquellos dos personajes de tan influyente perfil público, se apuntaría un éxito sin precedentes y prestigiaría una vez más a la Alcaldía de la Saca. Deseaba sacar a la luz un fraude que, además de lucrar a los de siempre, a esos dos poderosos hombres, seguramente comprometería también a ciertas autoridades. La relevancia de los sospechosos levantaría un escándalo descomunal, supondría su ascenso seguro, pero sobre todo le haría vivir con satisfacción su desempeño, cobrándose los excesos que ese tipo de gente había tenido con su padre. Siempre había creído que la justicia podía combatir los escudos que con dinero y títulos algunos utilizaban contra ella. Por eso, cada vez que escuchaba una sentencia condenatoria, su corazón se alegraba. Pero para alcanzar ese éxito, antes tenía que probar el delito. En el caso de la nao Fortuna, aunque de momento estaba satisfecho con sus pesquisas, era consciente de que la declaración del responsable del Pósito podía ser determinante.

—¡Acercaos! —alguien le habló en voz baja.

Fabián se volvió, pero no vio a nadie debido a la poca luz que había. Supuso que se trataba de Tarsicio.

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