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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (21 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Juan quiso separar el potrillo de Yago.

—Siempre que estés con uno como este, tan pequeño, tienes que vigilar que su madre lo apruebe… De no ser así, puedes tener problemas con ella.

Yago se aferró al cuello del animal y, para asombro de Juan, señaló con un dedo a una de las yeguas, solo a una. Entre balbuceos y extraños sonidos, consiguió pronunciar una palabra que primero no se escuchó, pero que a fuerza de repetirla la entendieron todos; dijo «madre».

—¿Cómo has dicho?

Sin saber por qué, Yago empezó a gritar. Todos los presentes, incluidos animales, lo observaron en actitud de alerta, algunos tomaron una cierta distancia y él siguió dirigiendo la atención a la misma yegua, hasta que de pronto miró nerviosa al potrillo y lo reclamó a su lado con un relincho.

—Pura casualidad… —Juan reflexionó en voz alta, pero fue a por otro potro, esta vez una potranca, y se la acercó a Yago diciéndole que localizara a su madre. Juan sabía cuál era, y tenía la seguridad de que Yago no podría deducirlo con la misma facilidad, entre otras cosas porque no coincidía el color de sus capas.

El chico observó con detalle a la potrilla, los frágiles movimientos de su cabeza, el brillo de sus ojos cuando dirigía su mirada en dirección a las madres, y luego buscó entre las yeguas. Descubrió una que, entre todas, le dirigía una especial atención, corcoveaba ligeramente y le temblaban los músculos del cuello. Sus dudas desaparecieron de repente, cuando las descubrió en un momento de comunicación visual, tan solo un instante, un gesto fugaz pero suficiente. La yegua alzó la cabeza entre otras dos de mayor tamaño, y Yago la señaló.

—¡Esa… madre…! —Soltó a la potrilla y esta corrió en busca de su leche.

Juan probó con un tercero y un cuarto, sin terminar de creerse lo que veía. En todos los casos el chico supo decir cuál era el vientre que los había criado sin cometer un solo error. Aquel yeguarizo llevaba trabajando con caballos toda la vida y sin embargo nunca había visto nada semejante… Lo miró asombrado y fue en ese instante cuando una repentina sombra de preocupación oscureció sus pensamientos. La presencia de Yago pasó de ser una contrariedad para todos a convertirse en una seria amenaza.

Temió que esas habilidades con los caballos un día llegaran a ser públicas. Quizá no es que fuese a peligrar su trabajo de momento, dado que el muchacho era demasiado joven, pero en cuanto se conocieran sus cualidades, alguien podría pensar que era mucho mejor que él, y tenía una gran familia que mantener. Desde su llegada a las cuadras era evidente que el chico poseía un gran talento con los caballos, y hoy lo había confirmado con aquella curiosa capacidad para identificar madres con hijos.

—No permitiré que los cartujos se den cuenta —musitó.

Desde entonces su rostro se nubló de desconfianza y sus facciones se endurecieron. Tenía que pensar cómo conseguir devolver al chico a sus anteriores actividades, fuera de su dehesa. Pero tenía que apoyarse en un argumento convincente para que fray Camilo lo aceptara. Necesitaba pensar…

A la sombra de unas encinas, Yago, encantado, observaba a las yeguas mientras pastaban. Sentía una grata sensación de paz y no pretendía en ningún caso ocultarla. Había cumplido trece años y los caballos empezaban a formar parte de él, de su corazón, de sus sueños, los vivía cada día y eran los seres de la creación a los que mejor entendía.

Se sentía atrapado por ellos.

XIV

Ser novicio de la cartuja de la Defensión suponía una menor carga personal que cumplir como hijo y sobrino de la familia Dávalos.

Eso pensaba Ricardo Dávalos.

No había entendido el objetivo último de aquel encargo que le acababa de hacer su tío Martín violando el silencio de clausura y sin demasiadas explicaciones. Aquella acción que la familia le requería era impropia para su vocación y un asunto que, de llegar a oídos de su prior, daría por finalizada su incipiente carrera eclesiástica. Pero no pudo negarse; Martín Dávalos sabía cómo conseguir su compromiso.

Desde muchas generaciones atrás, en su familia existía un pacto inviolable, superior a cualquier otra consideración personal; lo aprendían desde niños y ninguno lo olvidaba. Constituía la más sagrada promesa de sangre; una herencia que había atravesado muchos Dávalos sustentada en una suma de deberes y apoyos, compromisos y generosidad; en definitiva, una lealtad absoluta que marcaba de por vida a todos sus miembros. Lo llamaban «el gran deber familiar».

Y a ese espíritu había hecho referencia Martín, cuando le había pedido lo que ya era una obligación. En su cabeza repiqueteaba la primera regla familiar tantas veces escuchada: «Darse del todo, a quien de su clan se lo pidiera, fuera lo que fuese, implicase lo que implicase, supusiera lo que tuviera que suponer, y todo, además, sin preguntar».

Por ese motivo y hasta que estuviera todo preparado, tenía que ver cómo podía evitar que le relacionaran con el hecho.

Esa misma mañana, antes del mediodía, y después de haber trabajado en su taller a la espalda del claustrillo de los legos, había acudido a su confesor como cada lunes, en esa ocasión con bastante congoja.

—Ricardo, percibo en ti una gran inquietud que no he visto menguar tras escucharte en confesión… ¿Hay algo más que quieras decir?

Aquel comentario provocó un momento de pánico en el novicio. Bajó la cabeza sin saber qué decir. Claro que había algo… Se trataba de un grave pecado que pronto cometería. ¿Pero cómo debía actuar?

Confesarlo era absurdo, dado que no lo iba a dejar de hacer, pero ocultarlo en confesión constituía una falta gravísima.

—No es nada… —mintió—. Se trata de una mala noticia que he recibido antes de venir a veros; un serio asunto familiar que me tiene preocupado.

—Bien, bien. Rezaremos todos para que se solucione pronto.

Unió sus manos para empezar con la fórmula de la absolución.


Et ego te absolvo in nomine Patris, et filio

Aunque Ricardo parecía escuchar, su conciencia estaba siendo atacada por sus propios remordimientos.

Cuando estuvo de vuelta en el claustrillo de legos, decidió hablar con el prior. Le pediría trabajar durante una temporada en la hacienda de Lomopardo. La excusa: hacer una pausa en su vida conventual para asegurar la firmeza de su vocación. Muchos lo hacían influidos por la dureza de la regla y por tanto no extrañaría a su prior.

Una vez en la finca, empezaría todo.

* * *

Fray Camilo volvió de Córdoba con los caballos, muchos caballos y yeguas, en un sábado de aquel verano de mil quinientos treinta y cinco.

Se le oyó llegar desde todos los rincones de la hacienda por el ruido atronador de los centenares de cascos que rompían sobre las piedras.

A esa hora, la luz del mediodía iluminaba la fresca dehesa, que desprendía un brillo verde esmeralda.

Entre los álamos y los alcornocales, aparecieron sin aviso los preciados animales formando espontáneamente una larga fila, en la más hermosa caravana de corceles que nunca antes se habían visto por aquellas tierras. A su cabeza iba sonriendo fray Camilo con su colosal aspecto sobre un caballo blanco de larguísimas crines, casi azuladas, cuyas puntas acariciaban los corvejones.

Entre los diez hombres dirigían un hato de unos sesenta caballos. A su encuentro salían gañanes desde los campos con rastrillos al hombro, y también sus mujeres, que andaban retirando aquellos brotes tiernos que restaban vitalidad a las viejas viñas. Desde la almazara se asomaron algunos curiosos advertidos por el rumor que acompañaba a la comitiva.

Todos querían ver los nuevos ejemplares.

Desde hacía días habían terminado los arreglos necesarios para su recepción; una cerca de buen tamaño, apoyada en sólidos maderos de pino engarzados con alambre, varios pozales de agua y dos forrajeras al centro. El recinto se situaba a media legua de las caballerizas, atendiendo a las indicaciones del albéitar. Bajo su criterio, aquellos animales no deberían abandonar la cerca en cuarenta días para evitar que pudiesen contagiar a los presentes con las enfermedades que estos pudiesen traer.

Juan, el yeguarizo, fue avisado de los primeros. Antes de dar las órdenes oportunas a los suyos había hecho llamar al albéitar de la cartuja para que reconociera a los caballos en cuanto fueran encerrados.

Aquella aportación de sangre nueva tenía más importancia de la que se imaginaba. Juan lo sabía, todos lo sabían; la sangre cordobesa daría noble estirpe a la que Jerez ya tenía, y de su cruce esperaban superar las de ambas. Ensilló su caballo con rapidez y salió al encuentro de fray Camilo para hacerle los honores.

Desde un ventanuco de la caballeriza, Yago observaba.

—Ese caballo que montáis no es como los demás… —Tras saludar a Camilo, el yeguarizo observó en aquel ejemplar una clase excepcional, un aire regio, de nobleza y figura soberbias, muy superior a la que podía verse por las tierras de Jerez, o incluso en las mismas campiñas cordobesas.

Fray Camilo confirmó el buen ojo de aquel hombre porque, en efecto, el animal poseía una casta única; se trataba de un Guzmán.

—Sabes ver, sí, señor. Es cierto que este no es uno más… Como puedes comprobar, en su hierro luce un corazón y por su sangre corre la pureza de uno de los sementales más excepcionales que se hayan conocido. Uno venido de África, propiedad de un embajador que viajó para parlamentar con el emperador Carlos unas cuantas décadas atrás. Se dice que un cólico obligó al animal a quedarse en tierras cordobesas, donde más tarde fue cruzado con las mejores hembras de dos famosas castas, las de Guadix y Baza, hasta conseguir unos ejemplares únicos. Su actual propietario es don Gonzalo Fernández de Córdoba, duque de Sessa y nieto del que fuera el Gran Capitán.

Miró con inquietud a su alrededor sin ver a Yago.

—¿Y el chico?

—En los establos; no sale de ahí en todo el día. Parece que no quiere estar con nadie que no tenga forma de caballo. —Se hizo con la cabezada de aquel Guzmán para ayudar a Camilo a descabalgar.

El monje caminó con decisión pero cansado por las muchas horas que llevaba cabalgando sin descanso. Juan lo siguió y encontró la oportunidad para decirle lo que tantas veces había meditado.

—Os he de reconocer que estábamos deseando que volvierais para que devolváis a ese chico al hospicio, o a donde tuvierais pensado…

A Camilo no le gustó nada lo que acababa de escuchar.

—¿Os ha dado muchos problemas?

—¿Problemas, decís…? —El yeguarizo se llevó las manos a la cabeza en un gesto de desesperación—. Si solo fuera asistir a sus ataques y rabietas cada vez que algo le altera, o a su aislamiento permanente, se le podría aguantar. Pero hemos llegado a pensar que su compañía puede ser perjudicial para mis hijos. De alguna manera consigue sacar de ellos su lado cruel, lo hemos comprobado varias veces, y requiere más atención él solo que todos los míos juntos…

—Entiendo…

El comentario apenó a Camilo. Daba igual el lugar donde viviera Yago, terminaba siempre rechazado por todos. El hospicio, la cartuja, y ahora en aquella dehesa. Sintió una profunda lástima por él, pero también empezaba a superarle la poca voluntad que ponía para cambiar.

—¿Queréis verlo?

Fray Camilo comprobó antes que los animales recién llegados estaban tranquilos detrás de la cerca, y luego caminó preocupado hacia la caballeriza en compañía de Juan y de su mujer.

—Esta primavera han parido casi todas las madres, tenemos más potros que nunca —comentó ella para romper la tensión que se reflejaba en el rostro de Camilo.

—Hice llamar a vuestro albéitar de la cartuja para pedirle que haga una buena revisión de los caballos antes de meterlos con el resto —comentó Juan con idéntica intención.

Fray Camilo alabó el acierto de sus gestiones sin demasiada emoción, y pidió a Juan que ensillara uno de sus caballos para salir hacia la cartuja en cuanto terminase, nada más ver al chico.

—Dejadme unos días para organizar su siguiente destino. Vendré para llevármelo. Es lo que deseáis, ¿verdad?

Se lo confirmaron sin dudarlo. La caballeriza de la dehesa de Lomopardo disponía de un pasillo central al que se abrían las cuarenta y cinco cancelas donde se alojaban los correspondientes caballos, de diferentes edades y tamaños. Al fondo del mismo se ensanchaba a ambos lados. A la izquierda estaba el guadarnés, y a la derecha una fragua para herrar, con un potro de trabajo y las herramientas necesarias para el arreglo de los cascos. En ninguno de aquellos lugares localizó a Yago. Camilo iba preocupado.

Caminaron en un tenso silencio hasta un gran portón que comunicaba con el henil, y al atravesarlo se cruzaron con un caballo de elegante montura y crines trenzadas.

—Es de Blanca Dávalos… —La mujer miró a su marido frunciendo el ceño, extrañada de que la chica estuviera allí. Juan se imaginó lo peor y sintió pavor.

Al escuchar las voces, el hijo mayor del matrimonio, que andaba manoseando a la chica en el pajar, se escurrió por detrás de unas pacas a tiempo de no ser visto por sus padres. Pero ella, todavía absorta por el placer recibido y con la mitad del cuerpo al desnudo, dos rubias trenzas a medio despeinar y decenas de pajitas incrustadas por la cabeza, volvió su mirada hacia los recién llegados.

A la vez que aquello sucedía, Yago apareció por detrás de una montaña de grano a las espaldas de ella. Venía de estar con los potros desde el otro lado del henil. Sonrió cuando descubrió que Camilo había vuelto.

La niña, espantada, al verse en aquella situación miró a su alrededor sin encontrar a su compañero de revolcones, y ante la expresión de sorpresa que se sucedía en la mirada de sus espectadores señaló con un dedo a Yago y se puso a gritar como una loca.

—Ha sido él. Ha tratado de aprovecharse de mí. —Se tapó los pechos con lo que encontró a mano, un puñado de paja, y siguió acusándolo con todo descaro—. ¡No puedo verlo ni un segundo más! Ha sido horrible… —gimió en un coro de llantos e hipidos.

Juan y su mujer se miraron, pero no dijeron nada.

—¡Asqueroso! —gritó la mujer mientras corría a proteger la desnudez de la chica.

Camilo miró al muchacho incrédulo primero y después indignado, con un gesto de enfado desconocido en él. No terminaba de creerse lo que acababa de presenciar, pero qué otra explicación podía existir… No encontraba justificación alguna a su comportamiento, y desde luego, el hecho ganaba en gravedad a cualquiera de sus anteriores infortunios.

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