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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (66 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Fabián ensalzó el resultado de su búsqueda, sin dejar de valorar el doble esfuerzo que esta le suponía por tratarse del fruto de una infidelidad de Luis.

—Mandé un correo al virreinato para saber más, en concreto dónde se le puede encontrar.

—Perfecto, esperaremos a que nos contesten. Pero pienso que si somos capaces de arreglar primero lo del oro, ese joven podría ayudarnos a localizar a Luis.

—No sé en qué pensáis, pero he de reconocer que me encantaría…

* * *

Camilo sacudió el polvo de sus sandalias, se volvió y miró por última vez la portada de la cartuja de Padula, su hogar en aquel último año que acababa de finalizar y con él su penitencia. Se sentía en general raro, y más sin el hábito que había vestido durante los últimos veinte años.

Se estudió sin gustarse demasiado, pero le hizo gracia verse las piernas después de tanto tiempo de estar escondidas bajo un faldón.

Inspiró una larga bocanada de aire, miró al cielo con los ojos casi entrecerrados por efecto del intenso sol que brillaba en esa mañana, dio gracias a su Señor por disponer de una nueva oportunidad de servirle, sonrió, y se arrancó a caminar a buen paso con intención de llegar pronto a Nápoles.

Era todavía demasiado temprano para encontrarse con algún carromato que pudiera llevarlo, no importaba. Una gélida brisa le recordó que era pleno invierno, pero a pesar de la baja temperatura se propuso disfrutar de todo lo bueno que el camino le ofreciera. Sus ojos veían cosas nuevas, hermosas, apasionantes.

Consiguió poco después una carreta que lo llevó durante medio día hasta un cruce de caminos donde sus samaritanos se desviaban. Pasó la noche debajo de un poderoso roble, al abrigo de una recia manta, y se despertó con el trino de los pájaros.

Un par de meses antes había hecho el mismo camino para dar a conocer al virrey sus composiciones, tal y como le había recomendado Volker. En presencia de don Pedro Álvarez de Toledo le había examinado su músico de corte, Diego Ortiz, y el resultado no pudo ser mejor. De inmediato lo quisieron para Castel Nuovo como organista y compositor, contrato que tuvieron que aceptar en su demora, hasta ver cumplida su promesa.

Aquel fue el último día que había visto a Yago, cada vez más maduro e independiente. Ahora, por fin libre, deseaba recuperar sus conversaciones y compartir su evolución personal. Durante su fugaz estancia en Nápoles lo encontró mejor que nunca y se sintió orgulloso por el trabajo que realizaba, al saberle útil y valorado.

Al mediodía de su segunda jornada de viaje entró en Nápoles, una hermosa ciudad casi desconocida para él. Supo dirigirse hacia su destino siguiendo la línea del mar y luego el puerto, asombrado por la enorme cantidad de sensaciones que le ofrecía el paseo. Cualquier detalle lo disfrutaba ahora sin recato, con una curiosa sensación de libertad; unos comerciantes avisaban a gritos al público sobre las maravillas de su producto entre las callejuelas vecinas al muelle; el sonido de las pisadas femeninas con tacones de madera que calzaban las nobles mujeres con las que se había cruzado, algunas muy hermosas, o el olor a pimiento rojo seco colgado de los puestos, a albahaca, a tomillo o a ajos; niños que jugaban con tabas en el suelo con la cara sucia, riéndose a carcajadas. Le parecía asistir a un espectáculo grandioso, para la mayoría cotidiano, pero para él un escenario nuevo: el de la vida.

—¿Por quién preguntáis? —El soldado de la puerta principal de Castel Nuovo miró al hombre de arriba abajo con cierta prevención. A pesar de ir vestido sin hábito, le pareció que se trataba de un cura.

—Por Yago, o Volker, o por don Diego Ortiz…, por quien primero de ellos encontréis. —Su gesto era risueño, exageradamente feliz—. ¡Vengo a vivir aquí!

El primero que apareció fue Yago, y casi a la vez Volker. Se abrazaron en un reencuentro tan deseado como emotivo. Camilo se sentía bien pero también extraño. Para él empezaba una nueva vida, algo que le inquietaba a pesar de hacerlo cerca de gente a la que apreciaba y de saber que su decisión era la correcta. Aunque estaba alegre no sabía qué hacer, ni qué decir. Se veía como aquel invitado desconocido que entra por primera vez en una casa y no conoce ni las costumbres, ni a sus dueños, ni casi la propia casa.

Volker se dio cuenta de ello y animó a Yago a enseñarle el edificio, planta por planta, y también a la gente con quien se cruzara, para que fuera conociendo sus nuevos aposentos, y sobre todo el instrumento al que le dedicaría una buena parte de su tiempo a partir de entonces, un clave de doble teclado donde componer. Lo acababan de instalar para él en una pequeña salita empleada para las celebraciones privadas y el entrenamiento musical de la familia del virrey.

—Yago, por fin volvemos a estar juntos… No me lo termino de creer.

—Ahí —le señaló una ventana que se abría desde la capilla al picadero— entreno yo… y los caballos...

—Perfecto, entonces podré verte siempre que quiera —contestó Camilo jugueteando por primera vez con el teclado. Probó el profundo sonido de los graves y el delicado timbre de sus agudos. La matrícula daba fe de haber sido fabricado en Piacenza, seguramente por uno de los más famosos artesanos, los hijos de Pascalli. Le arrancó un arpegio.

—Hubo un hombre… —Yago habló despacio, dando a sus palabras un tono de gravedad, pero intentando no dejarse ninguna—, que hace pocos días… me… dijo —se miró las manos y recordó la preciosa capilla de Roma y su techo— para qué sirvo.

Camilo descubrió que sus ojos se iluminaban con una emoción desconocida.

—¿Recuerdas que hablamos sobre ello antes de dejarte en Humeruelos? Entonces no sabía qué te podría deparar la vida, ni qué haría yo.

Yago sintió un ligero temblor en los brazos.

—Todavía no lo controlo, ¿ves? —Se sujetó los brazos—. Yago falta entender mucho… y sentir.

Camilo empezó a tocar una pieza y observó su respuesta. Le vio cerrar los ojos y levantar las manos tratando de capturar las notas que salían del clave, como recordaba que lo hacía.

—Es curioso… —Tocó una doble melodía cruzada—; ahora soy yo el que no sé para qué valgo ni qué he de hacer, y todavía no sé qué quiere el Señor de mí. Tengo más preguntas que respuestas, y además me siento un tanto perdido. ¿Me ayudarás a saber quién soy? Yago, ahora te necesito.

—Yago ayudará…, pero ¿cómo?

Camilo abandonó las teclas y le contestó.

—Sin pensarlo. sin hacer nada especial. En realidad ya lo haces al estar cerca…

XII

Carmen besaba a Volker con tanto ardor como deseo.

No estaban en el lugar adecuado, ni en el momento más prudente, pero él no había podido reprimir por más tiempo sus deseos ni ella detener los suyos, porque en cuanto sintió sus labios sobre la boca se despertó una pasión dormida.

Carmen había llegado a creer que nunca más se iba a sentir amada tras su matrimonio fallido y después de haber sido vejada por Blasco, pero con Volker todo era diferente, siempre lo había sido.

Rodaron abrazados por el suelo del dormitorio, en el palacio de los Bartelli, aquella mañana que él fue a verla después de dos días sin saber el uno del otro.

Se amaron con torpeza.

El la desnudó con prisa, necesitaba conocer su cuerpo después de saber que su alma se había despojado de toda prevención. Carmen se dio por entera a quien había sido primero protector, luego amigo, y ahora amante.

Y así, enlazados sus cuerpos, en un ahogo de sensaciones donde se compartía hasta el propio aliento, piel contra piel, fue como los encontraron Domenico y su mujer al entrar en el dormitorio sin saber que su hija tenía una visita tan íntima.

—¿Cómo os atrevéis? —Los ojos del padre de Carmen, clavados sobre Volker, desprendían una rabia casi infinita—. ¿Acaso no os dimos como encargo proteger el honor de nuestra hija en Jamaica? Qué pronto se os ha olvidado, ¿no?

Carmen recogió su vestido del suelo y se tapó avergonzada.

Volker, como no pudo encontrar con facilidad su ropa, se ocultó detrás de ella en una humillante postura.

—Debéis perdonarme —contestó el alemán—. No os faltan razones para sentiros así, pero debéis saber que la única razón que me mueve a ello es que la amo.

—Tonterías, si eso fuera verdad, no os aprovecharíais de ella. —Resopló furioso—. Os juro, capitán Wortmann, que vuestro atrevimiento no quedará impune y que pagaréis por ello —sentenció el padre.

La madre corrió en ayuda de su hija para vestirla.

—¡Cómo se te ocurre hacernos esto en nuestra propia casa! —se quejó amargamente.

—Se trata de mi felicidad, madre… A nadie hago daño —Carmen se defendió convencida de lo que quería y después de la larga travesía emocional que había pasado desde su huida de Jamaica, un camino plagado de incertidumbres.

Domenico no pudo resistir más tiempo y su ira estalló contra Volker.

—¡Idos de esta casa de inmediato! —chilló histérico—. Hoy mismo pediré a don Pedro Álvarez de Toledo que os castigue como merecéis. ¡Habrase visto! —Se llevó las manos a la cabeza.

Volker sintió un arrebato de contrición, debido más a las consecuencias que podría acarrearle que al arrepentimiento.

—Os ruego que consideréis el daño que podríais hacerle a vuestra hija de saberse algo que a nadie más importa que a nosotros, sin hablar del perjuicio a vuestro honor en una ciudad que conocéis mejor que yo, tan dada a los chismes y a acrecentar los rumores. Por eso, sin menoscabo de mi detestable comportamiento, si es así como lo entendéis, os suplico que me permitáis actuar con ella como de verdad se merece, pidiéndoosla en matrimonio.

Carmen se volvió hacia él y sin necesidad de otras palabras le contestó con un beso, aceptó su propuesta y se lanzó a sus brazos ignorando la presencia de sus padres. Miró de reojo a su madre para pedirle apoyo e intercesión. La mujer dudó qué hacer. Conocía bien a su marido, y si tomaba partido por la hija nunca se lo perdonaría. Domenico, fuera de sí, no le dio oportunidad de hablar, todavía levantó más la voz y le exigió abandonar la casa de inmediato.

Volker se vistió corriendo y salió de la habitación con una amarga sensación. Era consciente de que acababa de comprometer su carrera en la casa virreinal. Domenico tenía una fama irregular, se decían cosas sobre él y no siempre elogiosas, pero era indudable la influencia que tenía sobre don Pedro. Con toda seguridad lo expulsarían de la guardia y quizá hasta se vería desterrado de Nápoles. Lo había visto hacer con otros en situaciones parecidas, e incluso había ayudado él mismo a que esas sentencias se cumplieran.

Le costaba pensar con rapidez. Seguía embriagado por el amor a Carmen, emocionado ante su respuesta a darse en matrimonio. Pero si el virrey actuaba en su contra, tal vez se viera todo truncado.

Una vez se quedó la familia a solas, todavía en el dormitorio de Carmen, Domenico le recriminaba con extrema dureza su comportamiento, anunciándole las consecuencias que iba a sufrir.

—No saldrás de este palacio en dos meses.

—No os obedeceré. —Ella no estaba dispuesta a dejar perder su amor.

—¡Lo harás! —La sujetó por los brazos con tanta fuerza que le hizo daño—. Ya verás como sí lo harás… —En ese momento Domenico recordó el concierto que tendría lugar al día siguiente y su compromiso de asistencia como familia anfitriona—. La única excepción será el madrigal de mañana. Somos una de las seis familias promotoras y se nos tiene que ver juntos. Pero fuera de eso, permanecerás en esta casa sin otra excepción.

Horas después, el matrimonio seguía discutiendo sobre la actuación de Carmen y su futuro, hasta que la mujer de Domenico tuvo una idea.

—No apruebo en absoluto lo que han hecho —se justificó—, lo sabes. Como también que odiaría ver mezclado nuestro linaje con el de un plebeyo como ese capitán, pero piénsalo mejor. Quizá no nos convenga ahora un escándalo cuando apenas acabas de recuperar la confianza del virrey por culpa de esos extraños negocios tuyos.

El hombre apretó los puños y trató de serenarse. Era cierto que su relación con don Pedro Álvarez de Toledo se había visto comprometida y no le convenía estropearla ahora.

—No te falta razón, mujer, pero ¿qué sugieres, que los dejemos seguir?

—Tal vez podamos estudiar una solución alternativa… —El buen efecto sobre su marido le animó a seguir explicándose—. Hagamos que Carmen cumpla el castigo que le has impuesto, de ese modo conseguiremos separarla de momento de Volker, pero mientras, ¿por qué no intentamos poner en escena a un tercero?

Domenico sonrió ante la idea y miró a su mujer orgulloso.

—¿Recuerdas a ese noble y joven veneciano que a Carmen le gustó tanto solo dos años antes de que se fuera a Jamaica? Pues no hará más de una semana que me lo encontré, y sé que todavía vive en Nápoles, sigue soltero, y además preguntó por ella. Nadie entiende por qué con la fortuna que posee y su inmejorable presencia, todavía no ha encontrado a la mujer ideal, pero quizá si le facilitáramos un poco el camino podrían recuperar la atracción que se tuvieron... Deberíamos invitarlo al concierto de mañana.

Domenico recordó al hombre y le agradó la idea. Si conseguía convencer al virrey de que el destierro sería la única solución al injustificable acto que Volker había cometido con su hija, lo que no veía demasiado complicado, nada impediría que el veneciano actuara a partir de entonces hasta recuperar el interés de Carmen.

Agradeció a su mujer el plan con un sentido y largo beso.

—Mañana disfrutaremos de las nuevas composiciones del maestro Arcadelt, pero también de presentar a nuestra Carmen a quien quiera Dios que llegue a convertirse en su nuevo esposo…

Poco antes del anochecer, cuando sus padres acababan de abandonar el palacio para asistir a una cena, Carmen consiguió convencer a su dama de compañía de que le dejara la puerta abierta. Le costó unos ducados y su compromiso de regresar antes de que lo hicieran los señores para no comprometerla.

Escapó de su dormitorio y corrió escaleras abajo para buscar la calle e ir sin demora hacia Castel Nuovo. Necesitaba poner al corriente a Volker de lo que había sucedido, pedirle que acudiera a ese concierto para poder verse, y sobre todo decidir qué iban a hacer a partir de ahora con sus vidas.

Una vez llegó a la fortaleza, Carmen recorrió sus largos pasillos buscando a Volker, pero no lo encontró. Le explicaron que había salido en escolta del virrey y además que no se le esperaba hasta bastante tarde.

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