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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (76 page)

BOOK: El jinete del silencio
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El cambio en su suerte había sido tan fulminante que todavía no terminaba de entender qué había sucedido o fallado. Después de ver quebrados sus sueños en Barcelona cuando le había sido presentado el nuevo secretario del Emperador, y de saber que el robo del oro había resultado un fiasco, para sumarle más desgracias, ahora se encontraba en manos de unos bárbaros sin alma sedientos de venganza. A pesar de sentir su final próximo, Luis Espinosa seguía experimentando los efectos del pánico hasta en la más recóndita de sus entrañas.

—Me tacháis de traidor, pero no lo soy. Lo juro —se excusó con un suspiro contenido.

Hassan se incorporó de su silla indignado y desenvainó una daga turca. Sin hacer el menor comentario se encaminó hacia él y le extrajo un ojo de su órbita cortándole el nervio de un tajo. El ojo rodó por el suelo ante los gritos de dolor del condenado.

—No lo mates aún. —Dragut, el más inteligente y templado, frenó la mano de Hassan cuando dirigía la daga al cuello.

—Después de habernos mandado a un emisario a la isla de Tabarca y de indicarnos que redujéramos la flota prevista para el asalto al convoy del oro, ahora viene diciendo que él no ha sido… No he podido resistirme —Hassan justificó su reacción con su peculiar voz aflautada, la propia de un castrato.

Luis era incapaz de mover las manos al tenerlas encadenadas a la espalda y sentía cómo la sangre brotaba de su cuenca vacía con sensación de impotencia. Sabía que su tormento no había hecho más que empezar, y además no entendía de qué emisario le hablaban.

—No os envié a nadie.

—¡Mentís! —respondió el judío—. Una y otra vez mentís. Estamos hartos de vos, de haber confiado en un puerco cristiano, y a solo un paso de veros colgado de un árbol.

—Matadme entonces. Hacedlo, por Alá o por quien queráis. Os lo suplico…

Dragut tomó la palabra.

—Sería fácil, sí, demasiado sencillo… Vuestra muerte ahogaría la ira que ahora sentimos, pero visto de otro modo, aún podríamos disfrutar más si nuestra venganza fuera un poco más lenta. —Su mirada destilaba crueldad.

—Quiero preguntaros una cosa —continuó Dragut, quien no terminaba de entender sus motivos—. ¿Por qué? —Lo miró fijamente—. ¿Qué habéis ganado con el engaño? Creí por completo en vos, y después de muchos esfuerzos, conseguí que los demás lo hicieran también y sin ninguna fisura… —Se colocó a su lado, lo agarró por la cabellera y tiró de ella atrás dejando que la cuenca vacía del ojo se encharcara con su propia sangre—. Por eso mi decepción es aún mayor. Vais a contestarme ahora mismo y sin darle más vueltas, porque como sigáis insistiendo en vuestra inocencia, imaginaos la peor de las agonías, o la muerte más tortuosa que pueda sufrir un hombre, que será poco para lo que os esperará.

Luis entendió que debía medir su respuesta. Le palpitaba la cabeza, sentía un insoportable dolor en el ojo y en otras muchas otras partes de su cuerpo, pues durante su encierro hubo quien se encargó de hacerle saber hasta dónde le podían doler, pero contestó.

—La carta que os hice llegar con el lugar donde iba a fondear la flota con el oro de las Indias no me produjo sospecha alguna, ni en su contenido ni en la autoría de la misma. Provenía de una fuente de total confianza… —mientras hablaba, el nombre de Fabián Mandrago no dejaba de rondarle por la cabeza. Lo hacía responsable de sus problemas, pero como no tenía prueba alguna de ello, decidió no mencionarlo—. Insisto, no os mandé a nadie ni recomendé ningún cambio. Por tanto, quien fue a entrevistarse con vos ha de ser el que preparó la trampa.

Aydin pidió permiso a Dragut para quitarle el otro ojo, harto del cinismo que demostraba Luis, pero este se lo impidió. Decidieron dejarle ese trabajo a los cuervos en lo más alto de la torre donde estaban.

—Después de que sintáis los desgarradores rayos del sol de esta tierra, y la insaciable hambre que tienen sus pájaros, seréis vendido en un mercado. Os garantizamos que trabajaréis como nunca pudisteis imaginar, pasaréis hambre, sentiréis cómo duele cada uno de vuestros huesos y músculos, y os tendremos siempre vigilado. Desearéis morir desde hoy, cada minuto que os reste de vida; rogaréis que todo termine, pero no lo tendréis fácil… —Dragut le lanzó la mirada más cruel que Luis hubiese visto en un hombre—, porque un corsario nunca olvida.

* * *

A muchas millas de distancia y también en otra fortaleza, ésta propiedad del conde de Cardona, el emperador Carlos recibía en audiencia al hombre que había resuelto la autoría del robo de oro de las Indias y la compleja trama de hombres notables que estaban detrás de él. Le había hecho acudir para procurar un justo reconocimiento a su acción, para ponerlo al corriente de las últimas detenciones, pero también para resolver una curiosidad.

Fabián Mandrago entró cojeando en el salón principal de la torre vestido con un jubón de buen corte y calzón negro, una grata sensación interior y una amplia sonrisa. Junto al Rey estaba la más alta nobleza de la Corona de Aragón, dos cardenales, decenas de militares, una representación de la burguesía, y algunos de los hombres de mayor poder económico de Barcelona.

Se hizo el silencio a su paso hasta que llegó a la presencia del Emperador.

Fabián se inclinó con una reverencia y fue presentado. De repente, entre el auditorio se levantó un espontáneo aplauso que conmovió al recién llegado.

—Ya ves, tu buen hacer nos tiene a todos asombrados. —El Emperador se mostró contento.

—Os agradezco la gentileza. —Fabián agachó la cabeza anonadado por la inesperada respuesta de aprecio.

A una señal, dos pajes se acercaron al Rey portando dos almohadones con algo brillante sobre ellos.

El maestro de ceremonias desplegó un pergamino y empezó a leer la semblanza de Fabián Mandrago. La personalidad de su familia encabezaba la lista de acontecimientos de su vida, lo que llenó de orgullo su corazón al escuchar el nombre de su padre. A la vez que se enumeraban unos y otros hechos en boca de aquel hombre, Fabián hizo su propio balance. El hecho de haber sido fiel a los consejos paternos, recordándolos en los momentos en que había sufrido una mayor tribulación, le habían servido para estar allí y recibir el reconocimiento del mismo Emperador. Revivió sus peores días en Cudillero y en Jamaica, cuando la sed de venganza hacia Luis Espinosa le absorbía por completo, y cómo fue superando sus propias obsesiones al recordar las encomiendas de su padre, hasta llegar a decidir que fuera la justicia la que hiciera pagar a Luis todo el daño que había hecho.

Entre el público se encontraba doña Laura Espinosa, feliz de poder presenciar el homenaje a un hombre con el que había compartido el anhelado sueño de ver a su anterior marido en manos de la justicia. A lo largo de tres años habían buscado su pista por lugares tan distantes como Génova, Jamaica o la isla de Tabarca; habían descubierto el horrendo crimen de su dama de compañía, y con las averiguaciones llevadas a cabo por Fabián pudieron urdir la trampa que tuvo como resultado probar su autoría sobre el robo del oro. Para ella, de todos modos, la felicidad del momento no estaba siendo completa, pues todavía faltaba saberle detenido y eso no había sucedido aún.

El público escuchaba con atención al maestro de ceremonias que narraba cómo Fabián había sufrido toda suerte de penalidades, hasta casi perder la vida, por culpa de un hombre que había sido la mano derecha del propio Emperador. La sucesión de hechos se fue cerrando hasta desvelar cómo había perfilado la habilísima trampa que supuso la derrota de una parte de la flota corsaria, su humillación, la salvaguarda del mayor envío de oro de la última década, y el bien tramado engaño para su principal cabecilla, don Luis Espinosa.

—Mi buen Fabián, además de recibir mi agradecimiento y la insignia que os convertirá en un nuevo miembro de la Orden del Toisón de Oro, quiero informar a todos los presentes que desde hoy seréis nombrado gran alcalde mayor de la Saca de las Cosas Vedadas para el Reino de España, por el probado celo que habéis puesto en el trabajo, junto a vuestra excepcional inteligencia y habilidad. Esta es mi decisión, que en cuanto esté escrita firmaré con gusto.

El público estalló en un cerrado aplauso que Fabián agradeció inclinándose ante ellos.

El Emperador volvió a tomar la palabra para pedirle ayuda con un deseo todavía incumplido.

—Durante estos días se ha detenido a un importante banquero genovés, don Enrico Masso, y a un noble napolitano muy bien relacionado con mi virrey. Además de ellos, también han sido apresados más de un centenar de hombres que colaboraban de una manera u otra con Luis Espinosa, y también el que fuera su socio en Jerez, don Martín Dávalos, por indicaciones tuyas. Y me dicen que hasta puede ser posible la recuperación de una parte del oro robado. Solo hay una cosa que empaña mi alegría, y es ver caer en mis manos al cabeza de la trama, porque entonces… —Su expresión se tiñó de ira y dejó de hablar, imaginándose tan dulce momento, aunque en tan solo unos segundos volvió a la conversación—. Fabián, desde que soy conocedor del mal que ese hombre ha llevado a tu vida, tengo una pregunta que me gustaría ver resuelta antes de dejarte ir.

—Vos diréis, majestad.

—Cuando consigamos detenerlo y sea juzgado, es evidente cuál va a ser su pena. ¿Desearías ejecutarla con tus propias manos…? Créeme que lo entendería…

Fabián imaginó la cabeza de Luis Espinosa bajo el filo de su acero y sintió un escalofrío de placer. La posibilidad de disponer de su vida le seducía de tal manera que nunca había imaginado que pudiera convertirse en una sensación tan intensa.

Buscó a Laura entre el público, la miró a los ojos y después cerró los suyos suponiendo la respuesta de su padre a una pregunta como esa. Y lo vio claro. Buscó en su bolsillo un puñado de arena de una playa de Jamaica que guardaba desde hacía muchos años, lo apretó con fuerza y solo entonces respondió.

—Majestad, lo deseo, pero no voy a hacerlo. Prefiero que sea la justicia quien se cobre el pago de sus numerosos delitos. ¡Así quiero que sea!

SÉPTIMO ESCENARIO

Entornos de emoción

Nápoles

Año 1550

I

Durante los siguientes ocho años, Yago y Volker viajaron por una buena parte de Europa buscando los ejemplares mejores con los que construir esa nueva obra viva que Pignatelli les había encomendado.

Conocieron los estados del norte de Italia, donde la tradición en la cría y mejora de los caballos se había convertido en una de las mayores aficiones de la nobleza local, como era el caso del ducado de Mantua o el de Ferrara. En Trieste encontraron caballos hermosísimos fruto de cruzamientos entre yeguas autóctonas y caballos turcos, en Siena disfrutaron asistiendo a sus carreras en la piazza del Campo, y en la Toscana les fueron presentados los mejores criadores de su raza, inmortalizada por el pintor Boticelli.

Los patrones de belleza que deseaban fijar en el nuevo caballo, en algunos casos estaban ya presentes en las obras de los más grandes maestros, como era el caso de la escultura ecuestre de Bartolomeo Colleoni en Venecia, o la de Leonardo da Vinci en la piazza del Duomo de Milán, una monumental obra del duque Francesco Sforza sobre un formidable y hermosísimo caballo de proporciones nunca vistas, casi cuatro veces más alto que una persona.

Entre unos y otros destinos fueron eligiendo los mejores sementales que bajo el criterio de Volker podrían estructurar las formas de la deseada raza; los toscanos eran caballos de movimientos rápidos y gran agilidad, de cabeza fina y alargada y hombros anchos, aunque de cuello demasiado corto. En muchas de las castas que fueron conociendo, como era el caso de la calabresa y la salernitana, había sangre árabe y también española; o el de la casta camarguesa, del sureste de Francia, que había visto ennoblecer su clase con sementales andaluces.

En sus viajes por Flandes y Borgoña eligieron para su propósito a un enorme caballo de raza ardenesa buscando que diera corpulencia a los nuevos machos que nacieran en la escuela, y un bávaro al poseer entre sus características una notable musculatura, combinada con un equilibrio de movimientos muy interesante.

Yago exploraba sus cualidades interiores, que fueran calmos, flexibles, confiados y despiertos, vivaces y sumisos, pero Volker se fijaba más en su físico.

El viaje más lejano lo hicieron recorriendo Hungría para adentrarse después en territorio persa atravesando los montes Cárpatos, donde los azeríes poseían una de las razas más elogiadas en Europa, considerada como una de las mejores, la que llamaban
karabakh
.

Cada primavera se desplazaban a uno u otro destino y no volvían hasta bien entrado el verano. De todos los viajes, el que más frutos produjo sin duda fue el que les tuvo por las dehesas de Córdoba, Baza y Jerez. En esas tierras que habían formado parte de su vida, Yago encontró la base principal y la esencia con la que construir la nueva casta.

De los dos centenares de animales selectos que llenaron las cuadras de la escuela durante esos años, dos de cada tres fueron comprados en el sur de España, y uno en la cartuja de la Defensión. Los monjes habían conseguido criar un semental de cabeza grande, ojos expresivos y distanciados, cañas cortas, cuello musculoso y crestado, cuerpo compacto y grupa redondeada y ancha. Con esa estructura exterior, pero sobre todo con la nobleza de espíritu, inteligencia y disciplina, empezaron a trabajar para formar el eje de un gran caballo de sangre española, toscana y algo calabresa, persa y ardenesa; un caballo al que también se le añadió la esencia de los mejores Guzmanes.

Desde el cuarto año, coincidiendo con la edad mínima para el adiestramiento y monta de los potros, Yago y Francesca comenzaron su doma. En esos ejercicios valoraban qué cruces conseguían desarrollar las cualidades perseguidas.

Carmen, desde su vuelta a Nápoles y una vez que su padre fue encarcelado en la isla de Cerdeña, tomó parte activa en aquel sueño colectivo, a veces acompañándolos en sus viajes, otras ayudando en el cuidado de los pequeños potros que empezaron a multiplicarse dentro de las cuadras, y sobre todo estando siempre pendiente de Yago, de su mejora, de que sintiera en ella uno de sus más firmes apoyos.

Recién estrenado el año de mil quinientos cincuenta, Yago empezó a preocuparse por el notable deterioro de su aspecto físico. En poco tiempo pesó la mitad que antes, y aparecieron unos inquietantes temblores y escalofríos que le dejaban agotado. Pero lo peor vino cuando en su vientre se evidenció una fea protuberancia a la altura del hígado, y su piel tomó un extraño tono amarillento. Desde ese momento, Camilo perdió toda su vitalidad.

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