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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (74 page)

BOOK: El jinete del silencio
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A mediodía la puerta de la posada se abrió de golpe, y sus pensamientos se difuminaron coincidiendo con la salida de dos hombres dando tumbos, riéndose sin parar y hablando a voces. Iban tan bebidos que pasaron a su lado sin ni siquiera reparar en él.

Yago bajó de nuevo la cabeza y volvió a su mundo interior.

Él no había tenido padre ni madre. Había carecido de algo que todos definían como esencial. No sabía si estaban vivos o muertos, nunca había sentido su amor, nunca; ni a qué sabía la ternura de una madre, y menos aún su comprensión. Se preguntaba qué hubiera sido de él de haberlos tenido. Seguramente no habría padecido tantas desgracias, no se habría encogido de miedo y hambre recluido en oscuras bodegas u hospitales de locos; tampoco habría conocido el horror de la esclavitud, seguramente lo habrían ayudado a saber enfrentarse al dolor, a la vida, al amor, y también al desamor.

Entre los huecos sonidos que surgían de vez en cuando desde los edificios, le llegó la soledad de la noche y su propia tristeza. Decidió que su orfandad había sido la causa mayor de sus males. Y fue entonces cuando sintió tanta pena de sí mismo que se arrancó a llorar sin control, hasta notar que algo le estaba mordiendo en un pie. Al mirar, descubrió a una sucia rata. La pateó con tanta furia que vio cómo salía por los aires hasta chocarse contra una pared.

* * *

Camilo consiguió localizar a Volker en Caserta en cuanto supo que Yago había desaparecido. Acudió en persona a buscarlo, con un hondo sentimiento de preocupación y la sensación de que tanto unos como otros le habían fallado en los últimos tiempos.

Carmen escuchó con angustia lo sucedido en la escuela y se prestó a ayudar. Sin embargo, su participación quedó descartada, porque fue Volker quien, a pesar del serio compromiso que podía suponer su presencia en Nápoles, no dudó en encabezar la búsqueda.

En cuanto llegaron a la ciudad se separaron para repartir sus esfuerzos, pero por más horas y medios que emplearon, pasados dos días, no habían conseguido el menor avance.

—Tres días sin tener una sola noticia suya es demasiado duro para mí… —reconoció Camilo, quien junto a Pignatelli y Volker valoraban qué más podían hacer para dar con él, cabalgando por una de las calles más concurridas de Nápoles. La fina lluvia que no había dejado de caer en los últimos días era testigo de su conversación.

Pignatelli tomó la palabra.

—Todavía nos faltan dos tercios de la ciudad por recorrer, quizá recordéis algo que pueda orientarnos a buscar en un lugar antes que en otro.

Camilo miró al cielo fastidiado. Estaba calado y exhausto. Desde que había sido informado no había querido hacer ni un solo descanso, y el cansancio empezaba a vencerlo después de dos días seguidos de búsqueda.

—Ya he pensado en ello, pero no se me ha ocurrido nada que nos ayude. Seguro que le ha pasado algo.

—No te martirices —lo animó Volker—; aparecerá. Una vez supere lo del caballo, volverá, sin más.

—Yo creo que ese no ha sido el único motivo de su reacción… —Camilo pensaba en Francesca. Venía observando que Yago se comportaba en su presencia de forma diferente, y así lo hizo saber, como también que la mujer acababa de comprometerse con otro hombre desde hacía poco tiempo.

—Yo también creo que ha sentido algo especial por esa chica… —comentó Pignatelli—; de ahí el que tratase de impresionarla con el caballo.

—De ser cierto lo que decís, estaría escapando de una doble decepción —dedujo Volker.

—O quizá de algo más. No hace ni una semana que vino a mí para que le eximiera de dar más clases a los alumnos. Los chicos lo habían superado.

Por delante de ellos y a pocos pasos, llevaban un destacamento de ocho soldados de la guardia del virrey que Volker había conseguido reunir para encontrar a Yago. Su retorno a Nápoles había coincidido con una grave noticia que podía dar por terminado su destierro. El propio virrey le contó que solo dos días antes había tenido que detener al padre de Carmen, a Domenico Bartelli, junto con otros cinco hombres de la más alta relevancia social y económica de la ciudad. Explicó que las órdenes de apresamiento habían sido firmadas por el propio Emperador, y que al parecer también habían tenido lugar en otras muchas ciudades al norte de Roma. Ante las lógicas dudas de Volker, don Pedro aseguró no saber qué las habría motivado, pues incluso los interrogatorios iban a tener lugar en Barcelona, donde estaba asentada su corte. El suceso había levantado toda suerte de rumores y suposiciones, pero para Volker significaba ver eliminada la principal causa de su alejamiento de la ciudad y que las puertas del virrey se volvieran a abrir.

A media mañana, cuando habían barrido dos nuevos cuadrantes de los dieciséis en que dividieron la ciudad, obtuvieron la primera pista a partir de dos testigos que, por separado, juraron haber visto a alguien que coincidía con la descripción de Yago. Según les comentaron, el joven parecía ir deambulando, como si estuviera perdido, y lo ubicaron en dos lugares bastante próximos entre sí.

A partir de aquel primer rastro, preguntando a unos y a otros, pudieron ir reconstruyendo el recorrido que Yago había hecho dos días atrás. Pero sus esperanzas todavía crecieron más cuando un joven juró haberlo visto a las afueras de la ciudad, cerca de una posada de no muy buena fama.

Acudieron al lugar al galope, confiados en su éxito, pero por más que preguntaron y recorrieron una a una sus callejuelas, solares y alguna que otra casa abandonada, no encontraron ninguna señal de su presencia. Salvo el muchacho que los había llevado hasta allí, nadie lo había visto, tampoco en la posada les dieron una respuesta mejor. Desesperados y agotados, ya de noche, abandonaron el lugar para volver a la escuela, donde descansar unas horas. Sin embargo, dejaron un retén de soldados para que buscaran por los alrededores.

Yago se despertó al escuchar los primeros gruñidos.

Trató de abrir los ojos, pero la fuerza del sol de un nuevo amanecer se lo desaconsejó. Al percibir el asfixiante hedor que surgía a su alrededor estiró las manos para tocar qué había debajo de él y le pareció que se trataba de restos de basura. Un reflejo de peligro le hizo abrir los ojos de par en par. Recordaba haber estado deambulando la noche anterior horas y horas, hasta dejar las últimas casas a sus espaldas, cuando entró en una arboleda cerrada donde pensó que tal vez sería más fácil encontrar algo que comer, quizá frutos del bosque. La oscuridad de la masa forestal lo desorientó de tal manera que poco después se perdió. Harto de caminar, sin preocuparse por nada más que buscar dónde descansar, se tumbó sobre algo que le pareció blando, y aunque no olía demasiado bien, se terminó quedando dormido.

No entendía cómo había elegido tan mal, porque descubrió que se encontraba en un estercolero, encima de una montaña de basura y rodeado de unos pájaros negros que picoteaban de forma furiosa cualquier resto de comida disponible. Los gruñidos que lo habían despertado procedían de una jauría de perros medio salvajes disputándose entre ladridos los restos de una pieza de carne, en la parte más baja de aquella montaña de desperdicios.

Se sintió en peligro y pensó de inmediato cómo huir.

Los canes parecían ajenos a él, concentrados en su pelea, pero dedujo que si se levantaba podrían advertir su presencia y sería mucho peor.

Escuchó un trino lejano y el batir de las alas de dos pájaros que se sumaban a los que ya había; sus músculos estaban agarrotados por la tensión. Miró a sus espaldas y sintió un relativo alivio al localizar una casa en ruinas con un muro medio desvencijado que podría servirle de escondite.

Empezó a moverse muy despacio, conteniendo la respiración y sin dejar de mirar en la dirección de los perros por si le tocaba correr. Contó cinco; uno de ellos, el de aspecto más feroz, levantó la cabeza en ese momento, miró hacia donde él estaba olfateando el aire. Yago se quedó inmóvil, rígido y angustiado, sin desviar la mirada de él. Imaginó que entre tantos olores como allí había las dificultades para localizar el suyo le favorecían. El perro cambió de sitio, dio cuatro pasos en su dirección y bajó la cabeza husmeando de nuevo entre las inmundicias.

Esperó unos minutos más hasta sentirse relajado y volvió a moverse con extremada lentitud. Le picaba todo el cuerpo y además le entraron ganas de estornudar por efecto de un olor ácido y más repugnante todavía que le llegó de repente. Sin ver qué lo producía, solo se concentró en evitar hacer ruido. Cerró los ojos, se tapó la nariz y consiguió disimular un primer estornudo y otros dos después.

Estudió de nuevo cuánto le faltaba para llegar al muro y se sintió decepcionado por lo poco que había avanzado. Por lo menos le quedaban veinte cuerdas y los perros los tendría solo a diez. Comprobó con horror que se habían movido y que los tenía más cerca que antes.

No podía hacer otra cosa que acelerar su huida. Siguió arrastrándose de espaldas algo más rápido y con menos cuidado. Escuchó un ladrido y al mirar vio una encarnizada lucha entre dos perros que se desgarraban a mordiscos. Los vio babear, con los ojos encendidos de furia, lanzándose mortales dentelladas el uno al otro. Por un momento se imaginó atacado por ellos y sintió un miedo atroz. Volvió a ponerse en marcha aprovechando la confusión de la pelea en el resto de los animales, y consiguió acortar su distancia a la mitad.

Pero no se dio cuenta de la presencia de un tubo metálico. Nada más tocarlo rodó por su lado, y sin tiempo de frenarlo vio cómo se estampaba contra unos hierros provocando un sonido que atrajo de inmediato el interés de los perros.

Lo habían localizado.

VII

En la escuela de equitación nadie durmió esa noche.

Los tres hombres discutieron hasta bien entrada la madrugada qué más podían hacer para encontrar a Yago. Se sentían responsables de su desgracia y a la vez unidos en buscar el final. Sus vidas se habían cruzado por culpa del chico, pero cada uno, desde su relación, ahora necesitaba tranquilizar su conciencia.

—Le di más responsabilidad para quitarme trabajo —confesó Pignatelli.

—Y yo he sido insensible al daño que mi ausencia podía producirle —reconoció Camilo.

Volker, influido por las circunstancias que supuso su destierro, se culpó por no haberle dado ninguna muestra de compañía cuando no estaban viviendo tan lejos.

—Yo también le he dado de lado…

A ninguno de los tres se le escapaba el sufrimiento que tenía que estar padeciendo Yago, solo, desprotegido y sin apenas capacidad de reacción. Apenas escucharon los primeros gallos cantar, uno de los soldados que se había quedado cerca de la posada entró en la escuela con prisa.

—Hace una hora encontramos un nuevo rastro que nos ha llevado hasta un bosque, pero os necesitamos… El lugar es enorme y demasiado frondoso para recorrerlo solos; requerimos vuestra ayuda. ¡Seguidme!

Obedecieron de inmediato, y en tan solo unos minutos galopaban a toda velocidad detrás del soldado. Poco después de dejar atrás la famosa posada, tomaron un camino de tierra que serpenteaba a lo largo de una vaguada y que terminaba en un espeso pinar. Volker, que montaba al que ya era su mejor caballo, a Azul, algo más adelantado del resto, apretó los dientes, le clavó las rodillas en su costillar y rezó con la esperanza de haber llegado a tiempo mientras penetraba en la cerrada arboleda. Miró al cielo, y entre las copas de los árboles, descubrió una nube de cuervos y gaviotas.

Yago tragó saliva, vio cómo se le venían encima los perros ladrando, estimó cuánto le faltaba para encontrar resguardo en la casa derruida, y llegó a la fatal certeza de que no dispondría de suficiente tiempo si seguía a rastras. Se levantó y empezó a correr como nunca lo había hecho, sin volverse, con su mirada puesta en las piedras de la casa. Tropezó en dos ocasiones, se tambaleó en otras tres al pisar mal, pero lo peor fue escuchar el sonido de las pisadas de los perros y su agitada respiración.

No le quedaban más de tres o cuatro cuerdas para llegar cuando sintió a uno de ellos a poco de alcanzarlo, recogió un palo largo del suelo y se lo rompió en la cabeza. El animal protestó de dolor y rodó haciendo tropezar al resto.

Yago aprovechó el trance para acelerar su carrera. Le faltaba el aire, pero sus piernas parecían responderle mejor de lo que hubiera imaginado, y consiguió ganar un poco de ventaja.

En el bosque, Volker alcanzó al resto de los soldados que habían hallado la pista y le señalaron la dirección que tomaba a la salida del mismo. Al dejar los últimos árboles detrás, un fuerte hedor le hizo entender que se encontraba cerca de un estercolero. Las gaviotas sobrevolaban la colina por la que ascendía a pleno galope.

Yago volvía a mirar a los perros cuando uno se le abalanzó por la espalda y lo derribó. Pudo interponer el brazo entre las fauces del can y su cuello, y así salvó que lo mordiera cuando lo tenía encima, pero de reojo vio como llegaban otros dos más y el resto estaba a punto de hacerlo también.

Entendió que había llegado su final.

Miró al cielo, buscó al Dios de Camilo, le pidió que su final fuera lo más rápido posible y cerró los ojos ante de ver los del perro que tenía sobre él, ansiosos de carne, de sangre, de su vida.

—¡Dejadlo, malditos! ¡Largaos de ahí! ¡Fuera! —Nada más ver lo que estaba pasando, Volker lanzó su caballo contra los perros. Al verlo llegar, los canes se alejaron del muchacho salvo uno, el que le había dado caza. Le acababa de dar una dentellada en el brazo y tiraba de él con intención de arrastrarlo en su huida. El muchacho vio llegar a Volker, buscó algo con lo que golpear al perro, pero no consiguió nada con que evitar el intenso dolor que le producían sus colmillos.

Camilo apareció también a lomos de su caballo y se quedó espantado al comprobar la desesperada situación de Yago.

Volker desmontó y fue a por el perro, que no parecía estar dispuesto a soltar con facilidad a su presa. Le gruñó amenazante cuando vio que se le acercaba, pero no captó la intención de Yago, que acababa de encontrar una afilada piedra con la que le golpeó la cabeza. El perro acusó el impacto y Volker aprovechó el momento para agarrarle del cuello con ambas manos y hacerle rodar. Con las fauces del animal a escasos dedos de su garganta, intentó ahogarlo. Yago aplastó la piedra contra el cráneo del can con todas sus fuerzas, el perro aulló, se revolvió, pero terminó derrotado en las manos de Volker.

Camilo buscó a Yago para sacarlo de inmediato de aquel infierno de basura. Con la voz entrecortada y el pánico todavía presente, el muchacho se emocionó al tenerlos a todos a su lado. Durante los tres largos días había sentido miedo, hambre, pena, pero lo más duro de todo había sido la soledad.

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