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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (78 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Días después fue vendido como esclavo a un desalmado en la isla de Bodrum, antiguo bastión de los caballeros de San Juan de Jerusalén, también llamada Rodas, que por entonces estaba en poder turco. Su amo, un rico agricultor, se propuso sustituir las mulas por esclavos, y de ese modo le tocó arrastrar un arado y arañar la tierra día tras día, en una extensión que se medía por centenares de aranzadas. Tuvo también que podar olivos hasta dolerle las manos, y trillar el grano con unos cepillos especiales de púas con los que se tardaba el triple.

Nunca había trabajado tanto y comido tan poco.

Los cuatro años en esa isla fueron peor que morir en vida. Hubo de pasar por continuas vejaciones, no supo qué significaba la palabra descanso, llegó a pensar que un perro tenía más derechos que él, y ni tan siquiera recibía la comida necesaria para sobrevivir. Incluso fue violado por uno de los encargados, y no hubo un solo día que no sufriera su continuado y salvaje desprecio.

Por entonces, recordaba con penosa nostalgia sus años de lujos y poder; cuando todavía era alguien admirado en muchas cortes europeas. Pero hasta los recuerdos se le fueron borrando mientras se abrasaba al sol cada día, uno tras otro. En su completa degradación como ser humano solo le quedaba un pensamiento al que aferrarse: el deseo de escapar y vengar el mal que le habían hecho. Con ese sentimiento conseguía mantener su alma viva; centraba todas las culpas en Fabián, a quien juró matar, y en su locura llegaba a verse de vuelta a su anterior realidad, recuperando su nombre y el respeto de todos.

Solo cuando pensaba de esa manera sentía la sangre por sus venas y recibía las fuerzas necesarias para soportar un día más.

Fijó su mirada sobre la espalda de quien tenía delante, otro desgraciado como él sujeto a su remo, cuando un brutal estruendo quebró el ambiente. Después de superar un primer momento de desconcierto, comprobó que a su izquierda se había abierto un enorme agujero en las traviesas por donde se adivinaba la presencia a escasa distancia de tres galeones con los cañones humeantes. También vio los restos esparcidos de cinco remeros, todos los que se habían cruzado en la trayectoria de la bala de cañón, que había atravesado el barco de lado a lado.

El cómitre del látigo había perdido una pierna y lloriqueaba en el suelo mientras los cautivos gritaban asustados tratando de soltarse de sus cadenas. Luis observó lo cerca que tenía el llavero que las abría. Estaba en el suelo, al lado del hombre retorcido de dolor. Estiró la mano para hacerse con las llaves, pero las cadenas que ataban sus pies estaban unidas a una argolla y no le permitían estirarse más para alcanzarlas. De tanto forzar, se hirió las pantorrillas pero no le importó. Hizo un último esfuerzo con todas sus ganas hasta que tocó con la punta de los dedos el metal, pero la mano de su portador le aferró la muñeca. Sus miradas se cruzaron.

—Maldito seas; ¡déjalas o te juro que mato! —le escupió.

Luis concentró las pocas energías que tenía en soltarse a tiempo, abrió el cerrojo por encima de sus tobillos y pasó la llave al preso que estaba a su lado. Uno tras otro fueron liberándose de sus hierros ante la expresión de terror de su supervisor, quien vio cómo se le abalanzaban para golpearlo con furia.

Luis fue de los primeros en decidirse a salir por el agujero que había producido la bala. Se lanzó al agua en busca de algo a lo que sujetarse. Si hubiera subido a cubierta lo habrían matado en segundos, por lo que vio su única oportunidad en el agua, donde tal vez los atacantes pudieran recogerlo.

Presenció la feroz batalla entre los galeones de la armada y la galera corsaria, hasta que esta fue hundida. El mar quedó salpicado de trozos de madera, velas, cadáveres, y no más de una docena de hombres que como él habían conseguido hacerse con algo para mantenerse a flote y que peleaban a muerte por su vida.

Pocas horas después, Luis Espinosa se encontraba en la cubierta de la Esmeralda, un galeón imperial, y explicaba a un grupo de oficiales la tremenda historia de su cautiverio, sin dar cuenta en ningún momento de su verdadera identidad.

—Me llamo Carlos Partida —se inventó—, y hará ocho años que fui capturado por unos corsarios en las inmediaciones de la isla de Mallorca.

El capitán que lo escuchaba, ante su lamentable estado, le ofreció un pedazo de queso de oveja, una buena pieza de pan negro y una frasquita de vino tinto.

—Habéis tenido suerte de dar con nosotros, y de haber abandonado a tiempo la galera antes de su hundimiento.

Luis probó con verdadero placer el queso y miró al horizonte poco antes de que el sol desapareciera.

—¿Y a dónde decís que vais ahora? —preguntó.

—Nuestro destino es Nápoles, amigo mío, navegamos hacia Nápoles.

* * *

Pignatelli creyó que había llegado el momento.

Sus cuadras por fin contaban con una raza de caballos dispuesta a darle significado al arte de la equitación; disponía de un jinete que desde su mundo de silencios conseguía de ellos lo que ningún otro, y tenía a Camilo, quien a pesar de su enfermedad y cuando las fuerzas se lo permitían, añadía su sensibilidad a un espectáculo que en Nápoles nadie había presenciado todavía.

Por eso, Pignatelli decidió convocar a la ciudad entera para que conociera al nuevo caballo que había creado entre las cuatro paredes de sus cuadras, y presenciaran el nacimiento de un nuevo arte: el ecuestre.

—Quiero convertir ese momento en la más sonada inauguración. —Pignatelli no paraba de moverse alrededor de la cama donde reposaba Camilo—. Cuando abrí las puertas de esta escuela, nadie creyó en mi visión, pero ahora, después de haber trabajado tanto, he de darlo a conocer a todo el mundo

El que fuera cartujo no solo le había expresado su más honda satisfacción, también le prometió que tocaría, a pesar de no encontrarse en las mejores condiciones de salud.

—Imagino que la estrella de tan magno acontecimiento será, cómo no, la nueva raza creada gracias a vuestro empeño. Pero además, hoy y aquí, os pediría un gran favor…

—Vos diréis, mi querido amigo.

—Debéis hacer que Yago también lo sea. Como bien sabéis, lo ha dado todo para ver cumplido vuestro sueño, y creo que se merece vuestro reconocimiento y el del público que acuda. Le ayudaría mucho en su proceso de maduración. Quizá peque por adelantarme a algo que podíais tener previsto, pero no puedo dejar pasar una oportunidad como esta…

Pignatelli, preso de los nervios, había estado jugando con los botones de su casaca desde que había entrado en el dormitorio, pero dejó de hacerlo al escuchar a Camilo. Le confirmó la intención que tenía de homenajear a Yago, por supuesto antes de escuchar su solicitud, dado el agradecimiento que sentía hacia quien había levantado el nuevo edificio de esa raza, y además era el mejor jinete de su escuela.

—Yago ha puesto no solo pasión, sino también excelencia en cada encargo que se le ha hecho. Con sus manos, con su intuición, y gracias a la capacidad que posee de penetrar en la mente de cada uno de los caballos que pasan por su mirada, consiguió primero entender qué necesitábamos, y después diseñar cómo debía ser el animal capaz de conseguir emocionar a todo aquel que lo viera, como lo consigue un cuadro, un edificio o una pieza musical. Cuando no ha estado de viaje, siempre se le ha visto dedicado al entrenamiento de los caballos, sin descanso. Ha asumido mis sueños como si fueran suyos y gracias a su talento hoy los vemos cumplidos a pesar de que eran muchos más los que dudaban de nuestro éxito que los que creían en él. Pero además, como sucede con los grandes artistas, Yago se ha crecido durante este tiempo y ha logrado adiestramientos y un estilo personalísimo y parece ser que nos quiere sorprender durante el evento que os acabo de comentar.

Camilo desvió la mirada hacia la ventana y deseó absorber toda la luz que se regalaba en aquellos últimos días de mayo. Sin tener puesta su atención en ningún punto en concreto, quiso agradecer a Pignatelli lo mucho que había influido en la mejoría de Yago.

—Le habéis hecho un gran favor al darle tan altas responsabilidades.

A lo largo de su estancia en la escuela, Camilo había constatado un llamativo cambio en el estado de Yago. No tenía nada que ver con el muchacho que había llegado por primera vez, y era evidente que había empezado a saber cómo superar sus dificultades emocionales.

—No creáis que he sido yo, la mayor influencia la han tenido los propios caballos, de eso estoy seguro… —Pignatelli descorrió los cortinones para que entrara más luz y permitiera a Camilo ver la ciudad desde su cama. El enfermo tosió con debilidad, se aclaró la garganta y compartió su parecer.

—Estoy en parte de acuerdo. Pienso que se han ayudado mutuamente. Yago les ha enseñado a expresar emociones que corrían por sus venas sin ellos saberlo, y los caballos, a cambio, le han ayudado a madurar como persona y como hombre. Se han compartido durante todo este tiempo, y ahora se deben mucho.

En cuanto Camilo recibió el sol en su cara, Pignatelli constató el mal color que tenían sus mejillas y la falta de vitalidad en su mirada. Temió por su estado, quizá mucho más que en anteriores ocasiones.

—Haré venir al médico. Con toda confianza y entre nosotros, no os veo nada bien. ¿Cómo os encontráis?

Camilo cerró los ojos y recordó las palabras del último médico que le había reconocido, apenas dos semanas atrás.

—No os molestéis. Ya no es necesario.

—Pero ¿por qué decís eso? Nunca se pierde la esperanza.

—Vivo de prestado —afirmó con serena frialdad—. Según los médicos debería haber muerto ya… Eso significa que cada día es un regalo de Dios y así me lo tomo.

Pignatelli sintió cómo se le encogía el corazón con la noticia, y de inmediato pensó en Yago.

—¿Lo sabe él?

—Supongo que se lo imagina, pero no lo hemos hablado de forma abierta. Quiero verlo recoger los frutos de su carrera antes, ese es mi deseo. Ya lo hablaremos después…

Mientras conversaban, Yago no podía imaginar quién lo estaba esperando en la entrada de la escuela, cuando le vinieron a decir que tenía una visita.

Bajó las escaleras de dos en dos emocionado. Casi nunca preguntaban por él. Pensó que se trataría de Carmen, a quien veía menos desde que había tenido su primer hijo con Volker. Dudó también si no sería algún fraile de la cartuja de Jerez, dados los pocos conocidos que tenía, pero lo encontró demasiado raro. Dobló el pasillo que terminaba en el recibidor principal de la escuela, y casi se chocó con un hombre de aspecto dejado, barba mal cuidada, cabellera anudada en una coleta y ropa de poca calidad. Al mirarlo a los ojos se percató de que le faltaba uno. No le gustó nada y se quedó parado, sin entender quién era o qué querría de él.

—¿Quién sois? —Su persona le producía una extraña inquietud.

—Me llamo Luis Espinosa y hace mucho tiempo que te buscaba…

Luis observó a su hijo con decidida curiosidad. Estaba viviendo uno de los momentos más trascendentes de su vida, y no quería perderse el menor detalle. Le extrañó su forma de mirar.

—¿Y se puede saber para qué me buscáis?

—Por una razón muy importante… —Carraspeó y una sombra de gravedad cruzó su expresión—. He venido hasta aquí después de pasar un sinfín de calamidades, no las imaginarías, para hacerte saber una sola cosa. —Provocó una pausa para dar más contundencia a sus palabras—. Aunque no te lo parezca en una primera impresión, para ti soy mucho más que un nombre, mucho más que un extraño visitante que un buen día aparece preguntando por ti… —Le clavó la mirada, y sus ojos reflejaron un alto grado de ternura—. Yo soy tu padre…

Yago se quedó pasmado.

Lo observó de arriba abajo, incrédulo. Lo que acababa de escuchar era algo para lo que no estaba preparado. Empezaron a temblarle los labios cuando intentó hablar. No era posible, pensó. Su padre… Nunca había sabido quién era. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Quién era de verdad ese hombre?, se preguntaba, sintiendo como se le aceleraba la respiración.

Luis suavizó su mirada a la espera de recibir de parte de su hijo algún gesto quizá esperanzador, o cuando menos un cierto interés. Pero Yago todavía no era capaz de articular ni dos palabras seguidas. Después de un tartamudeo inicial intentó preguntar, pero confundió la forma de hacerlo.

—¿Soy tu padre? —Yago trasladó su pregunta con las mismas palabras que el hombre había empleado. Cuando sufría una tensión tan alta como esa, a veces le sucedía.

—No, no, ¿pero qué dices? Ese soy yo. ¡Tranquilo, muchacho! Entiendo que la noticia te haya alterado, es normal. Puede que no me creas, pero yo sé que es verdad. Además nos parecemos…

Yago se apoyó sobre una pared conmocionado, y se tapó la cara con las manos, sin saber cómo reaccionar. ¿Podía ser verdad que fuera su padre? No sabía cómo confirmarlo, y tampoco se había imaginado nunca en un trance tan difícil. Una tormenta de pensamientos le asaltó, era una mezcla de dudas, de preguntas, de no entender a qué venía ahora una trascendental declaración como esa cuando acababa de cumplir veintiocho años. De ser su padre, ¿qué había hecho los anteriores veintisiete? ¿Dónde había estado todo ese tiempo?

—No me parezco a vos…

—Te contaré cosas que nadie ha podido explicarte antes. Conocí a tu madre en la hacienda que tenía mi primera mujer en Jerez de la Frontera. Te aseguro que era muy hermosa, sí. Se llamaba Isabel y...

—¡Callad! —gritó Yago mientras hacía resbalar su espalda por la pared hasta quedar sentado en el suelo, con los oídos tapados.

—Tu madre me ocultó su embarazo, tuve que emprender un viaje que me mantuvo fuera de Jerez nueve meses, lo que duró la gestación. Y cuando a mi regreso supe que habías nacido no conseguí verte porque te ocultó, te escondieron de mí, y poco después ella también desapareció…

Yago empezó a hablar en voz alta para no escucharlo.

No quería saber nada, y además presentía que no iba a hacerle ningún bien.

—No, no os creo, no es verdad —repetía sin cesar.

Luis recordó que los Espinosa venían al mundo con una pequeña señal de nacimiento en la oreja, un diminuto agujero. Al acercarse hasta Yago buscó el signo, y en efecto allí estaba. Una evidencia más de su paternidad.

—Te costará entenderlo, es lógico, pero deberías asumirlo. Comprendo tu confusión, como también que me sientas como a un extraño, pero me propongo que eso cambie desde hoy. He pasado por mejores períodos en mi vida, pero ahora, por extrañas circunstancias, me encuentro en un momento en el que todo puede empezar de nuevo. Y me gustaría compartirlo contigo, que emprendiéramos ese camino juntos. He de recuperar muchas cosas perdidas, y sobre todo a un hijo con el que nunca pude estar, pero dispongo de tiempo y mucho tesón. —Le sonrió con un gesto de dulzura nada común en un hombre que había demostrado tener pocos escrúpulos a lo largo de su vida.

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