El juego de los abalorios (7 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Mas durante la segunda o tercera hora de clase lo esperado ocurrió; llamaron a la puerta, entró el bedel, saludó al maestro y anunció que el alumno Josef Knecht debía presentarse un cuarto de hora más tarde ante el
Magister Musicae
, cuidando de peinarse convenientemente y limpiarse las manos y las uñas. Knecht palideció de miedo, salió del aula tambaleando, corrió hasta el internado, dejó sus libros, se lavó y se peinó, tomó temblando el estuche con su violín y su cuaderno de ejercicios, y fue, con la garganta apretada, hasta la sala de música en el anexo de la escuela. Un compañero, excitado, lo recibió en la escalera, le indicó una sala de estudio y le dijo:

—Tienes que esperar aquí hasta que te llamen.

No pasó mucho tiempo hasta que fuera liberado de su espera, pero le pareció una eternidad. Alguien le llamó, y entró un hombre, un anciano, como le pareció al principio, no muy alto, canoso, con agraciado rostro luminoso y ojos de color azul claro, de mirar penetrante, que no asustaba, porque no sólo era penetrante sino también alegre, de una alegría no tiente o sonriente, sino suave, brillante y tranquila. El anciano tendió la mano al niño y le hizo una seña con la cabeza, se sentó pensativo en el taburete, delante del viejo piano para ejercicios y dijo:

—¿Eres Josef Knecht? Tu maestro parece estar contento de ti; creo que te quiere. Ven, vamos a hacer un poco de música juntos.

Knecht había sacado ya antes su violín del estuche, el anciano tocó el
la
, el niño afinó su instrumento y luego miró al maestro inquisitivamente y angustiosamente.

—¿Qué prefieres tocar? —preguntó el maestro.

El alumno no pudo contestar, estaba turbado por respeto hacia el anciano: nunca había visto un hombre así. Vacilando tomó su libro de notas y lo tendió al maestro.

—No, no —dijo éste—; quisiera que tocaras de memoria y no una pieza de ejercicio, sino algo sencillo que tú sepas de memoria, quizá un
lied
que te guste.

Knecht estaba confundido y hechizado por aquel rostro y aquellos ojos; no lograba responder; se avergonzaba mucho de su confusión, pero no podía decir nada. El maestro no le apremiaba. Con un dedo tocó los primeros compases de una melodía, miró al niño como preguntando, éste asintió y ejecutó en seguida la melodía con verdadero gozo: era una de las viejas canciones que se cantaban a menudo en la escuela.

—¡Repítela! —dijo el maestro.

Knecht repitió la melodía y el anciano no acompañó en el piano esta vez. La vieja canción resonó a dos voces en la reducida aula de ejercicios.

—¡Otra vez!

Knecht tocó y el maestro acompañó con una segunda y tercera voz. A tres voces resonó la bella canción antigua en la habitación.

—¡Una vez más! —y el maestro la acompañó con tres voces.

—¡Hermosa canción! —murmuró quedamente el maestro—. ¡Tócala ahora a la manera antigua!

Knecht obedeció y tocó; el maestro le había dado la primera nota y lo acompañaba a tres voces. Y el anciano seguía repitiendo: «¡Otra vez!» y cada vez su voz estaba más alegre. Knecht tocó la melodía en registro de tenor, siempre acompañado por dos y aun por tres voces. Muchas veces tocaron ambos la canción y ya no era necesaria indicación alguna; a cada repetición, la melodía se enriquecía por sí misma con adornos y agregados. El pequeño cuarto desnudo en la alegre luz mañanera resonaba festivamente, reflejando las tonalidades.

Después de un rato, el anciano dejó de tocar.

—¿Es suficiente? —preguntó.

Knecht meneó la cabeza y comenzó de nuevo, el otro irrumpió con sus tres voces de acompañamiento y las cuatro trazaron sus claras y sutiles líneas, conversaron entre sí, se apoyaron mutuamente, se entrecortaron y envolvieron una y otra en gozosos arcos y figuras, y el niño y el anciano no pensaron en otra cosa ya, se entregaron a las bellas líneas tan emparentadas y a las figuras que formaban en sus encuentros, hicieron música presos en su red, se acunaron levemente y obedecieron a un invisible director de orquesta. Hasta que el maestro, cuando la melodía acabó una de las tantas veces, volvió la cabeza y preguntó:

—¿Te gustó, Josef?

Agradecido y resplandeciente, Knecht lo miró. Estaba entusiasmado y lo demostraba en el rostro, pero no podía decir una sola palabra.

—¿Sabes tú ya —preguntó ahora el maestro— qué es una fuga?

Knecht hizo un gesto de duda. Había oído fugas, pero no había llegado a ellas en la instrucción.

—No importa —dijo el maestro—, te lo demostraré yo. Lo comprenderán más rápidamente, si nosotros mismos ejecutamos una fuga. Bien, pues: a la fuga corresponde ante todo un tema, y el tema no lo buscaremos mucho, lo tomaremos de nuestra canción.

Tocó un breve grupo de compases, un trocito de la melodía de la canción; el fragmento resonó maravillosamente, entresacado de esa manera, sin cabeza ni cola. Tocó el tema otra vez, y ya siguió; vino el primer movimiento; el segundo trasformó el paso de quinta en uno de cuarta; el tercer movimiento repitió el primero una octava más alto; el cuarto reflejó el segundo; la exposición se cerró con una cláusula en el tono de
la
dominante. La segunda ejecución pasó a modular más libremente en otros tonos, la tercera terminó con una cláusula en el tono fundamental, con una tendencia hacia la subdominante. El niño contemplaba los sabios y blancos dedos del ejecutante, vio quedamente reflejado en su concentrado rostro el curso del desarrollo, mientras los ojos descansaban tras los párpados semicerrados. El corazón del niño oscilaba entre la admiración y el amor por el maestro, y su oído percibió la fuga, le pareció que oía por primera vez música, intuyó detrás de la armonía que brotaba ante él el espíritu, la dichosa armonía de ley y libertad, de servir y dominar, se entregó y consagró a este espíritu y a este maestro, se vio a sí mismo y a su vida y al mundo entero en estos minutos, guiados por el espíritu de la música, regulados y aun interpretados, y cuando el ejercicio llegó a su fin, vio al admirado, al mago, al rey, inclinado todavía por breve, rato sobre las teclas, ligeramente, con los ojos cerrados a medias, la cara levemente iluminada desde dentro, y no supo si debía reír jubilosamente por la beatitud de esos instantes o llorar porque habían pasado. Entonces el anciano se levantó lentamente del taburete, lo miró hondo con los alborozados ojos azules y dijo:

—De ninguna otra manera pueden llegar a ser más fácilmente amigos dos hombres que haciendo música. Esto es hermoso. Cabe esperar que seguiremos siendo amigos, tú y yo. Quizá tú también aprenderás, Josef, a componer fugas.

Diciendo esto le tendió la mano y se fue, y desde la puerta se volvió y saludó, para despedirse con una mirada y una breve y cortés inclinación de la cabeza.

Muchos años más tarde, Knecht contó a su alumno que cuando salió de la escuela, encontró a la ciudad y al mundo mucho más cambiados y hechizados que si hubieran estado adornados con banderas y guirnaldas y cintas y fuegos artificiales. Había experimentado el proceso de la vocación, que muy bien puede llamarse sacramento; el tornarse visible y el abrirse incitante del mundo ideal, que la joven conciencia hasta entonces sólo había conocido en parte de oídas, en parte por sueños ardientes. Este mundo no existía solamente en algún lugar de la lejanía, en lo pasado o en lo porvenir, estaba allí y era activo, irradiaba luz, enviaba mensajeros, apóstoles, embajadores, hombres como este anciano
Magister
, que sin embargo, como más tarde pareció a Josef, no era en realidad tan anciano. ¡Y de ese mundo, por conducto de este digno mensajero, le había llegado a él también, pequeño alumno de latín, la advertencia y el llamado! La aventura tenía para él este significado, y pasaron necesariamente semanas hasta que él supo realmente y estuvo convencido de que al mágico sucedido de esa hora sagrada correspondía también un exacto proceso en el mundo real, de que la vocación no era solamente una gracia y una advertencia para su propia alma y en su propia conciencia, sino también un don y una admonición de los poderes terrenos para él. Porque a la larga, no pudo permanecer oculto que la visita del
Magister Musicae
no había sido ni una casualidad ni una verdadera inspección escolar: el nombre de Knecht había figurado ya desde mucho antes, a raíz de los informes de los maestros, en las listas de los alumnos; que perecían dignos de ser educados en las escuelas de selección o que han sido recomendados para eso a las autoridades supremas. Como este niño Josef Knecht no era alabado solamente por su conocimiento de latín y su agradable carácter, sino que además había sido recomendado especialmente y celebrado por su profesor de música, el
Magister Musicae
se había encargado de destinar un par de horas para llegar hasta Berolfingen y ver a este alumno, en ocasión de un viaje oficial. No le había importado mucho el conocimiento del latín ni la habilidad de los dedos (en esto se confiaba a los testimonios de los maestros, a cuyo estudio siempre concedía algún tiempo), sino la circunstancia de que el niño tenía en su esencia materia de músico en el sentido más noble, vale decir, capacidad para el entusiasmo, la disciplina, el respeto, el servicio del culto. En general, por buenas razones, los maestros de las escuelas públicas superiores eran bastante generosos con las recomendaciones de alumnos para la «selección»; a menudo llegaban notas favorables con intenciones no siempre claras, y muchas veces también algún maestro por falta de visión recomendaba obstinadamente a algún alumno favorito que fuera de su diligencia, su ambición y un astuto proceder para con el maestro, carecía de méritos. Justamente esta clase merecía la especial aversión del
Magister Musicae
; éste poseía el don de ver con una sola mirada si el candidato tenía conciencia de que en ese instante estaba en juego su futuro, su carrera, y ¡ay del alumno que le pareciera demasiado hábil, demasiado consciente o inteligente o que tratara de adularle! Era rechazado en muchos casos antes de comenzar el examen.

Y bien, el alumno Knecht le había gustado al anciano
Magister Musicae
, le había gustado mucho, y todavía durante el resto de su viaje el viejo maestro pensó con placer en él; no había anotado datos en su cuaderno acerca de él, pero llevó consigo el recuerdo del niño modesto y rozagante; y a su regreso, de su puño y letra inscribió su nombre en la lista de los alumnos que, examinados por un miembro de la autoridad suprema, habían sido considerados dignos de aceptación.

De esta lista —los estudiantes de latín la llamaban «el libro de oro», aunque también ocasionalmente le daban la irrespetuosa denominación de «catálogo de aspirantes»— Josef había oído hablar en la escuela y en las más diversas formas. Cuando un maestro la citaba sólo para inculcar a un alumno que un niño como él naturalmente nunca podía pensar en alcanzar su inscripción en ella, había cierta solemnidad, cierto respeto y hasta presunción en su tono. Pero si los alumnos hablaban alguna vez del «catálogo de aspirantes», lo hacían generalmente con impertinencia e indiferencia exagerada. Una vez, Josef oyó decir a un condiscípulo:

—¡Bah! Me río de ese necio catálogo de candidatos… Un tipo como es debido no llega a figurar en él, podemos estar seguros. Allá los profesores envían a los tontos más grandes y a los rastreros.

Un período notable y raro siguió al hermoso acontecimiento. Josef no sabía que ahora pertenecía a los
electi
, a la
flos juventutis
[8]
, como llamaban en la Orden a los discípulos de selección; al principio no pensaba, en absoluto, en consecuencias prácticas y en resultados sensibles de la aventura para su destino cotidiano, y mientras para sus maestros era ya un distinguido, alguien que se aleja, él experimentaba la sensación de su vocación solamente como un proceso anímico íntimo. Pero también aquello representaba una incidencia aguda en tu vida. Aunque la hora pasada con el hombre encantador realizaba en su corazón algo ya intuido o lo acercaba a su realización, esa hora también separaba netamente el ayer del hoy, el pasado del presente y del futuro, del mismo modo que aquel que se despierta de un sueño no puede dudar de estar despierto aún hallándose en el mismo ambiente de sus sueños. Hay muchas clases y formas de la vocación, pero el germen nuclear y el sentido son siempre idénticos: por la vocación el alma es despertada, transformada o sublimizada de tal manera que en lugar de los ensueños y las intuiciones de dentro surge de repente un llamado de fuera, un trozo de realidad, y se apodera del espíritu. Y aquí el trozo de realidad había sido la figura del
Magister
: el
Magister Musicae
conocido sólo como lejana y venerable personalidad de semidiós, como arcángel del más alto de los cielos, había aparecido corporalmente, había ostentado ojos azules omniscientes, se había sentado en el taburete ante el piano de estudio, le había enseñado casi sin palabras lo que es la verdadera música, lo había bendecido y, luego, había vuelto a desaparecer. Knecht no estaba capacitado de antemano para saber todo lo que quizá podía seguir y resultar de eso, porque se sentía demasiado colmado y preocupado por el eco inmediato e íntimo del acontecimiento. Como una planta joven, que hasta ese momento se desarrollara tranquilamente y titubeante, de pronto comienza a respirar con más violencia y a crecer, como si en un hora de milagro hubiera tenido de repente conciencia de la ley de su ser y aspira fervorosamente a cumplirla, el niño, tocado por la mano del hechicero, comenzó rápida y anhelosamente a reunir y tender sus fuerzas, se sintió cambiado, se sintió crecer, experimentó nuevas reacciones, nuevas armonías entre el mundo y él mismo, pudo dominar en muchas clases de música, de latín, de matemáticas, temas superiores todavía para su edad y para sus carneradas, sintiéndose capaz de cualquier tarea, y pudo en otras horas olvidarlo todo y soñar con una suavidad y un abandono nuevos para él, escuchar el viento o la lluvia, admirar perplejo una flor o el agua fluyente del río, sin comprender nada, sólo intuyendo, transportado por la simpatía, la curiosidad, el deseo de comprender, arrastrado de un Yo propio a otro, al mundo, al misterio y al sacramento; al juego dolorosamente bello de los fenómenos.

Y así, comenzando y creciendo desde dentro hacia el encuentro y la confirmación interior y exterior, se verificó la vocación de Josef Knecht con perfecta pureza; recorrió todos sus grados saboreó todas sus dichas y todas sus angustias. El noble proceso, la típica historia juvenil y preparatoria de todo noble espíritu se cumplió sin que repentinos descubrimientos ni súbitas indiscreciones lo importunaran; lo íntimo y lo externo trabajaron armoniosa y uniformemente, creciendo al enfrentarse recíprocamente. Cuando, al final de esta evolución, el alumno tuvo conciencia de su situación y de su destino extrínseco, cuando se vio tratado por los maestros como un colega, más aún, como un huésped de honor, cuyo alejamiento se aguarda a cada instante, y casi admirado o envidiado, casi evitado y aun Sospechado por los condiscípulos, ridiculizado y odiado por algunos adversarios, cada vez más solo y abandonado por los antiguos amigos, un idéntico proceso de separación y aislamiento se había cumplido ya hacía mucho dentro de él; los maestros, por un sentimiento propio interior, se habían trasformado cada vez más de superiores en cantaradas, los amigos de antes en compañeros rezagados de un trecho del camino; en su ciudad y en su escuela ya no se sintió, pues, entre iguales y en su justo lugar: todo eso estaba ahora impregnado de una oculta muerte, de un fluido de irrealidad, de un «haber pasado»; se había convertido en algo provisional, en un traje fuera de moda que ya no sentaría bien, Y este alejarse creciendo de una patria hasta entonces armoniosa y amada, este desprenderse de una forma vital que ya no le correspondía ni le pertenecía más, esta existencia de uno que se va porque es llamado a otro lugar, interrumpida por horas de altísima felicidad y radiante conciencia de sí mismo, se tornó al final para él un gran tormento, una opresión y una pena casi insoportables, porque todo le abandonaba, sin que estuviera seguro de que realmente no fuera él quien todo lo dejaba, sin que supiera si de este morir y volverse extraño para su querido mundo habitual no tuviera él mismo la culpa, por orgullo, por arrogancia, por ambición, por infidelidad y falta de amor. Entre los sufrimientos que trae consigo una genuina vocación, éstos son los más amargos. Aquel que recibe la vocación, no acepta solamente un don y una orden con ella, sino también casi una culpa, como el soldado que, sacado de las filas de los cantaradas, es promovido a oficial, resulta tanto más digno de esta promoción cuanto más la paga con una sensación de culpa y con remordimiento frente a sus camaradas.

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