El
Magister
Alexander se había puesto más serio y casi sombrío. Pero no interrumpió a Knecht.
—No ocurrió —continuó este último— que al enviar mi petición esperara seriamente una respuesta favorable y me alegrara por ello, pero tampoco ocurrió que estuviera dispuesto a aceptar una contestación desfavorable como suprema resolución y a obedecerla.
—«… No dispuesto a aceptar la contestación de vuestros superiores como suprema resolución…» ¿He oído bien,
Magister
? —le interrumpió el presidente, recalcando gravemente cada palabra. Evidentemente, acababa de reconocer toda la seriedad de la situación.
Knecht se inclinó apenas.
—A buen seguro, habéis oído bien. Sucedió que apenas pude creer en una perspectiva de triunfo de mi escrito, pero juzgué necesario presentarlo, para cumplir con el reglamento y la forma. Con ello concedía yo a la venerable Autoridad, en cierta manera, la posibilidad de resolver mansamente el asunto. Si no era posible esta solución, estaba yo entonces decidido a no someterme ni a dejarme sosegar, sino a obrar.
—¿Y a obrar
cómo
? —preguntó Alexander en voz baja.
—Como me mandan el corazón y la razón. Estaba decidido a deponer mi cargo y a buscar una actividad fuera de Castalia, aun sin encargo o permiso de la Autoridad.
El Director de la Orden cero los ojos y pareció no escuchar más. Knecht comprendió que estaba realizando aquel ejercicio de apremio, con cuya ayuda la gente de la Orden trata de fortalecerse y asegurarse en caso de peligro o amenaza repentinos, para tener el dominio de sí y la paz interior, ejercicio que se une con dos muy largas retenciones del aliento a pulmón vacío. Vio la cara del hombre, de cuya incómoda situación era responsable, palidecer ligeramente, luego recobrar su color en el lento inspirar comenzado por los músculos del vientre; vio los ojos del hombre tan apreciado y aun amado volver a abrirse y mirar por un segundo, rígidos y perdidos, luego despertar y tomar vigor; vio con ligero temor esos ojos claros, disciplinados y refrenados constantemente de un hombre grande en la obediencia y en el mando, posarse ahora sobre él y contemplarle con consciente y deliberada frialdad, estudiarle, juzgarle. Y tuvo que soportar largo rato esa mirada en silencio.
—Creo haberos comprendido ahora —dijo finalmente Alexander con vos tranquila—. Hacía tiempo ya que estabais cansado del cargo o de Castalia o torturado por el deseo de la vida mundana. Habéis resuelto obedecer más a este estado de ánimo que a las leyes y a vuestros deberes; no habéis sentido la necesidad tampoco de confiar en nosotros y buscar consejo y asistencia en la Orden. Para cumplir una formalidad y acallar vuestra conciencia, nos habéis dirigido luego ese escrito, una petición que sabíais nos desagradaría, a la que os podíais referir cuando se llegara a una explicación. Admitamos que habéis tenido motivos para vuestro proceder tan insólito y que vuestras intenciones son honestas y respetables, porque no puedo pensar diversamente. Mas, ¿cómo fue posible que vos con tales ideas, deseos y resoluciones en el corazón, desertor ya íntimamente, pudieseis quedar tanto tiempo callado en vuestro puesto y ocuparlo aparentemente sin la menor falta?
—Estoy aquí —contestó el
Magister Ludi
con inalterada amabilidad— para discutir todo eso con vos, para contestaros cada pregunta, y como de una vez entré en el camino de la terquedad, me propuse no abandonar a Hirsland y vuestra casa, antes de saberme comprendido en alguna medida por vos en mi situación y en mis actos.
El
Magister
Alexander reflexionó.
—¿Quiere decir esto que esperáis que alguna vez aprobaré vuestro proceder y vuestros proyectos? —preguntó luego titubeando.
—¡Ay, ni pienso siquiera en una aprobación! Espero y aguardo ser comprendido por vos y conservar un poco de vuestro aprecio, cuando me aleje de aquí. Es la única despedida que me queda por cumplir en la provincia. Hoy abandoné para siempre a Waldzell y al
Vicus Lusorum
.
Alexander volvió a cerrar por unos segundos los ojos. Las comunicaciones de este ser inconcebible eran aniquiladoras.
—¿Para siempre? —dijo—. ¿No pensáis, pues, volver más a vuestro puesto? Debo confesarlo: sois maestro en sorpresas. Una pregunta, si me permitís: ¿Os consideráis todavía
Magister Ludi
, en realidad, o no?
Josef Knecht tomó el cofrecillo que había traído consigo.
—Lo fui hasta ayer —contestó— y pienso que hoy seré relevado, al depositar en vuestras manos los sellos y las llaves. Están intactos, y también en el
Vicus Lusorum
todo está en orden, si os gusta comprobarlo.
El presidente de la Orden se levantó lentamente del asiento; tenia aspecto de gran cansancio; parecía envejecido de repente.
—Dejaremos vuestro cofre aquí por hoy —dijo secamente—. Si la recepción dé los sellos ha de representar al mismo tiempo el cumplimiento de vuestro relevo del cargo, no me hallo facultado; debe asistir al acto por lo menos un tercio de las Autoridades generales. Antes, teníais el sentido de las antiguas costumbres y formalidades; no me puedo adaptar muy rápidamente a esta nueva modalidad. ¿Quizás tenéis la amabilidad de dejarme tranquilo hasta mañana, antes de que sigamos hablando?
—Estoy enteramente a vuestra disposición, Venerable. Me conocéis y conocéis mi respeto por vos desde hace algunos años ya; creédmelo, nada ha cambiado. Sois la única persona de la que me despido antes de abandonar la provincia y esto no en razón de vuestro cargo como presidente de la Dirección de la Orden. Del mismo modo que he puesto en vuestras manos sellos y llaves, espero de vos,
Domine
, que cuando nos hayamos explicado completamente, me dispensaréis también de mi voto como miembro de la Orden.
Alexander le miró en los ojos tristemente, inquisitivo, y reprimió un suspiro:
—Dejadme solo ahora, Venerable; me habéis traído preocupaciones y materia de reflexión para todo un día… Por hoy ha de ser suficiente. Mañana seguiremos hablando; volved alrededor de una hora antes del mediodía.
Despidió al
Magister
con un ademán gentil y este ademán —lleno de resignación y de estudiada cortesía, ya no dirigida a un colega sino a un extraño— hizo más daño al
Magister Ludi
que todas sus palabras.
El
famulus
, que un rato más tarde fue a buscar a Knecht para la comida, lo llevó hasta una mesa de huéspedes y le anunció que el
Magister
Alexander se había retirado para un ejercicio mayor, y que el señor
Magister
tampoco desearía estar acompañado; ya estaba preparada una habitación de huéspedes.
Alexander había sido sorprendido completamente por la visita y las confidencias del
Magister Ludi
. Ciertamente, desde que redactara la contestación de la autoridad al escrito de éste, contó también con su ocasional aparición y pensó en la explicación necesaria con una leve inquietud. Pero que el
Magister
Knecht se le presentaría sin anunciarse un día cualquiera con su ejemplar sumisión, sus maneras tan cuidadas, su modestia y su tacto cordial; que renunciaría a su cargo espontáneamente y sin previo consejo de la Autoridad general y que rompería en tan asombrosa forma con toda costumbre y toda tradición, lo había considerado absolutamente absurdo e imposible. Sí, cabía reconocerlo, el porte, el tono y las expresiones de su discurso, su cortesía franca y nada antipática eran las de siempre, mas ¡qué terribles y humillante, qué novedosos y sorprendentes, qué netamente anticastalios eran el espíritu y el sentido de sus confidencias! Nadie hubiera podido sospechar al ver y oír al
Magister Ludi
que podía estar tal vez enfermo, agotado, nervioso y no completamente dueño de sí mismo; tampoco las exactas observaciones, realizadas recientemente en Waldzell por la Autoridad general, habían revelado el menor signo de trastorno, desorden o inercia en la vida y las tareas del
Vicus Lusorum
. Y a pesar de todo, aquí estaba ahora este individuo tremendo, hasta ayer el más querido entre sus colegas; entregaba el cofre con las insignias de su cargo como si fuera una cartera de viaje; declaraba que había dejado de ser
Magister
, miembro de la Autoridad general, hermano de la Orden y castalio, y que había venido aprisa solamente para despedirse. Era la situación más terrible, más difícil y odiosa en la que se viera colocado en su cargo como jefe del poder de la Orden; y había debido hacer un gran esfuerzo para permanecer dueño de sí.
¿Y ahora qué? ¿Debía apelar a recursos violentos, como hacer arrestar bajo palabra de honor al
Magister Ludi
y convocar enseguida, esa misma noche, con un mensajero extraordinario, a todos los miembros del poder central? ¿Existía algún obstáculo legal, no era eso lo más urgente y lo más correcto? Sin embargo, había algún reparo que hacer. ¿Y qué se lograría con esas medidas? Para el
Magister
Knecht nada más que humillación, para Castalia nada, a lo sumo para él, el presidente, cierto descargo de conciencia, oponiéndose al rebelde y molesto como único responsable. Si en la fatal cuestión algo podía remediarse, si tal vez era posible un llamado al sentimiento de honor de Knecht y probablemente un cambio de opinión en él, esto podría lograrse solamente entre los dos. Ellos dos, Knecht y Alexander, debían combatir en esta amarga lucha, nadie más. Y pensando en esto, debió conceder a Knecht que en el fondo obraba correcta y noblemente, al sustraerse a la Autoridad que ya no reconocía, pero concediéndole a él, el presidente, la lucha final y la despedida. Este Josef Knecht, aunque cometía algo prohibido y odioso, era dueño, sin embargo, de su proceder y de su acto…
El maestro Alexander resolvió confiar en esta reflexión y dejar todo el aparato oficial fuera del juego. Y sólo ahora, que había tomado esta resolución, comenzó a pensar en los detalles del asunto y, ante todo, a preguntarse qué había de razón o sinrazón en la forma de obrar del
Magister
, que daba cabalmente la impresión de estar convencido de la integridad y justificación de su insólito paso; mientras trataba de formular el osado proceder del
Magister Ludi
y de examinarlo a la luz de las reglas de la Orden, que nadie conocía más a fondo que él, llegó a la asombrosa conclusión de que en realidad Josef Knecht no había roto ni pensado romper con las reglas en su letra, dado que según el texto, ciertamente nunca puesto a prueba en su vigor desde décadas atrás, cada miembro de la Orden era libre en cualquier momento de salir de la misma, siempre que renunciara al mismo tiempo a los derechos y a la comunidad existencial de Castalia. Si Knecht devolvía los sellos, anunciaba su retiro de la Orden y se pasaba al mundo, realizaba con ello algo nunca oído a memoria de hombre, algo inusitado, terrible y tal vez muy inconveniente, pero no cometía una falta a la letra de las reglas de la Orden. El hecho de que quisiera dar ese paso inconcebible, pero formalmente no ilegal en ninguna manera, no ya a espaldas de la Dirección de la Orden, sino francamente y comunicándolo con toda claridad, era más de lo que le imponía el texto del reglamento. Pero ¿cómo había llegado a ello el Venerable, una de las columnas de la jerarquía? ¿Cómo podía invocar la regla escrita para su propósito que a pesar de todo era deserción, cuando cien vínculos no escritos, no menos sagrados y lógicos debían prohibírselo?
Oyó tocar la una, se arrancó a la inútil reflexión, se dio un baño, hizo diez minutos de cuidadosos ejercicios de respiración y fue a su ermita para la meditación, para acumular en sí antes de acostarse una hora de fuerza y serenidad y no pensar más en al asunto hasta el día siguiente.
Al otro día, un joven
famulus
llevó al
Magister
Knecht de la casa de huéspedes de la Dirección de la Orden hasta las oficinas del presidente y vio cómo ambos se saludaban. Pero el joven, acostumbrado a ver a maestros de la meditación y del saber y a la vida entre ellos, se sorprendió notando en el aspecto, la conducta y el saludo de los Venerables algo especial y nuevo para él, un grado más alto y desusado de recogimiento e iluminación. No fue —así nos refirió— el usual saludo de dos altísimos dignatarios, que podía ser según el caso un ceremonial alegre y sencillamente cumplido, o un acto festivo solemnemente amable, eventualmente también cierta competición en cortesía, subordinación y marcada humildad. Fue algo así como si fuera recibido un extraño, un gran maestro yoghi venido de muy lejos, para rendir pleitesía al Director de la Orden y para medirse con él. Palabras y ademanes fueron muy discretos y sobrios, pero las miradas y los rostros de los dos grandes estuvieron colmados de tanta calma, compostura y recogimiento y aun de una oculta tensión, como si ambos hubieran estado casi impregnados por una luz o cargados con una corriente eléctrica. Nuestro informante no pudo ver más, y menos oír, de semejante encuentro. Los dos desaparecieron en el interior del edificio, probablemente en el gabinete privado del
Magister
Alexander, y allí quedaron reunidos varias horas, sin que nadie pudiera molestarlos. Lo que se sabe de su conversación proviene de ocasionales referencias del señor delegado Designori, a quien Josef Knecht informó de lo ocurrido.
—Ayer me habéis sorprendido —comenzó el Director— y casi sacado de mis casillas. Entretanto, he podido reflexionar un poco al respecto. Mi punto de vista no ha cambiado, naturalmente, soy miembro de la Autoridad general, y de la Dirección de la Orden. Tenéis el derecho de comunicar vuestra renuncia y deponer el cargo, de acuerdo con la letra del reglamento. Habéis llegado a considerar vuestro cargo como un peso molesto y a sentir la necesidad de intentar vivir fuera de la Orden. ¿Y si yo os propusiera intentar ese paso, pero no en el sentido de vuestra violenta resolución, sino en forma de un largo permiso o de un permiso indefinido? Vuestra petición, en realidad, se proponía algo semejante.
—No del todo —contestó Knecht—; si se hubiera aceptado mi pedido, hubiera permanecido en la Orden, pero no en el cargo. Lo que vos proponéis con tanta amabilidad, sería solamente una evasión. Además, poco servicio se prestaría a Waldzell y al juego de abalorios, con un
Magister
que estuviera ausente con permiso por un período dilatado o indefinido y del cual no se sabe si volverá o no. Y aunque regresara, después de un año o dos, por lo que se refiere a sus funciones, a su disciplina y al mismo juego, su saber estaría disminuido y no aumentado.