El juego de los abalorios (45 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Sería probablemente interesante conocer el manuscrito del diligente Tegularius. Constaba sobre todo de material histórico, reunido para fines de pruebas o ilustración, pero difícilmente nos equivocamos al suponer que contenía además muchas palabras de crítica aguda y espiritualmente ejercida contra la jerarquía, como también contra el mundo y la historia universal. Mas aunque este manuscrito elaborado en varios meses de extraordinariamente dura laboriosidad existiera todavía, lo que es muy posible, y aunque lo tuviéramos a nuestra disposición, deberíamos renunciar a transcribirlo, porque nuestro libro no es el lugar adecuado para su publicación.

Para nosotros tiene importancia únicamente el empleo que el
Magister Ludi
hizo del trabajo del amigo. Cuando éste se lo entregó en forma solemne, Knecht lo tomó con cordiales palabras de agradecimiento y reconocimiento, y como sabía que debía complacerle, le pidió que le leyera lo escrito. A lo largo de varios días, pues, Tegularius se sentó al lado del
Magister
durante media hora en el jardín, porque era verano, y le leyó satisfecho las innúmeras páginas de que se componía su memorial, y a menudo la lectura fue interrumpida por la alegre y franca risa de ambos. Fueron días hermosos para Tegularius. Luego Knecht se retiró y redactó —utilizando muchas partes del manuscrito de su amigo— su pedido a las autoridades supremas, que transcribimos textualmente y que no necesita ningún comentario.

EL ESCRITO DEL «
MAGISTER LUDI
» A LAS

AUTORIDADES DE EDUCACIÓN

Diversas reflexiones me han determinado, como
Magister Ludi
, a presentar a la autoridad en este escrito separado y en cierto modo privado una petición de naturaleza especial, en lugar de incluirla en mis oficiosas justificaciones de cuentas. Agrego precisamente el escrito al informe normal del momento, pero lo considero más bien como una especie de circular colegiada para mis iguales en funciones.

Corresponde a los deberes de un
Magister
llamar la atención de la Autoridad, cuando surgen obstáculos o amenazan peligros para la fiel dirección normativa de su cargo. Mi dirección, aunque me esfuerzo en servir a mis funciones con todas mis energías, está (o me parece que debe estar) amenazada por un peligro que tiene asidero en mi persona, pero no origen únicamente en ella. Por lo menos considero el peligro moral de un debilitamiento de mi aptitud personal como
Magister Ludi
al mismo tiempo como peligro objetivamente existente fuera de mi persona. Para expresarme en forma muy concisa: comencé a dudar de mi capacidad para la plena dirección de mi cargo, porque lo debo considerar amenazado y con él también el juego de abalorios que se me ha confiado. La intención de este escrito es la de exponer a los ojos de la Autoridad que el aludido peligro existe y que justamente este peligro, desde que lo conocí, me llama con urgencia a otro lugar distinto de aquel en el cual me encuentro. Séame permitido explicar la situación mediante un apólogo: Está uno sentado en la buhardilla dedicado a un sutil trabajo de sabio, cuando nota que abajo en el edificio debe haber estallado un incendio. No reflexionará si esto es de su incumbencia o si debe copiar en limpio sus tablas, sino que correrá abajo y tratará de salvar la casa. Del mismo modo estoy yo sentado en uno de los pisos más altos de nuestro edificio castalio, ocupado en el juego de abalorios, trabajando con instrumentos verdaderamente delicados y sensibles, y el instinto (la nariz) llama mi atención: en alguna parte hay fuego, un fuego que amenaza y pone en peligro toda nuestra casa, y me dice que en este momento no debo analizar música o distinguir reglas de juego, sino correr en seguida hacia el lugar donde se advierte el humo.

La institución castalia, nuestra Orden, nuestra labor científica y escolar, juntamente con el juego de abalorios y todo lo demás, nos parecen a cada uno de los Hermanos de la Orden tan naturales como el aire que respira a cualquier ser humano; el terreno sobre el cual pisa, a cada uno de los demás. Apenas si alguna vez hay quien piensa que este aire y este suelo podrían no existir, que la luz podría faltarnos un día, el suelo huir bajo nuestros pies. Tenemos la dicha de vivir en un pequeño mundo limpio y alegre, bien protegido, y la gran mayoría de nosotros, aunque pueda parecer sorprendente, vivimos en la ficción de que este mundo ha existido siempre y nosotros somos innatos en él. Yo mismo pasé mis años juveniles en este delirio tan agradable, mientras conocía sin embargo, la realidad, es decir, que no nací en Castalia, sino que fui enviado y educado aquí por las autoridades y que Castalia, la Orden, los jefes, las casas de estudio, los archivos y el juego de abalorios no existieron siempre y no son obra de la naturaleza, sino creación tardía, noble y perecedera como todo lo realizado por la voluntad del hombre. Todo esto sabía yo, pero carecía de realidad para mí; no pensaba en eso, ponía los ojos más lejos, y sé que más de las tres cuartas partes de nosotros viven y morirán en esta maravillosa y agradable ilusión.

Pero como hubo siglos y milenios sin Orden y sin Castalia, los habrá también en el porvenir otra vez. Y si hoy recuerdo a mis colegas y a las venerables Autoridades este hecho, esta verdad evidente, y los invito a dirigir la mirada a los peligros que nos amenazan, si asumo, pues, el papel poco agradable y fácil blanco de burlas, del profeta, del admonitor, del misionero, aun sólo por un instante, estoy dispuesto al escarnio eventual, pero tengo la esperanza de que la mayoría de vosotros leerá mi escrito hasta el final y que algunos estarán de acuerdo conmigo en determinados puntos. Y ya sería mucho.

Una organización como nuestra Castalia, un pequeño Estado del Espíritu, está expuesto a peligros internos y externos. Los peligros internos, o muchos de ellos, los conocemos y los vigilamos y combatimos. Seguimos eliminando alumnos de las escuelas de selección porque descubrimos en ellos cualidades e instintos indomables, que los harían ineptos y peligrosos para nuestra comunidad. La mayoría de ellos, así lo esperamos, no son por eso hombres de menos valor, sino solamente inadecuados para la vida castalia, y pueden hallar, a su regreso en el mundo, condiciones de vida más convenientes y convertirse en hombres de pro. Nuestra experiencia al respecto se ha consagrado como buena y en conjunto se puede decir también de nuestra comunidad que defiende su dignidad, y su propia educación y basta a su tarea de representar y seguir elaborando una capa superior, una clase de nobleza del espíritu. Es de presumir que no viven entre nosotros más indignos y remisos de lo que es natural y tolerable. Ya menos inobjetable es nuestra situación por lo que se refiere a la presunción de la Orden, al orgullo de clase, tentación de toda aristocracia, de toda situación de privilegio, y que puede habitualmente reprocharse, con o sin razón, a toda nobleza. En la historia de la sociedad hay siempre el intento de la creación de la aristocracia, es su cumbre y corona, y alguna categoría de aristocracia, del dominio de los mejores, parece ser la meta, el ideal verdadero aunque no siempre admitido, en todas las tentativas de formación de sociedades humanas. El poder, monárquico o anónimo, estuvo siempre dispuesto a fomentar con protección y privilegios a la nobleza en cierne, ya fuera política o de otra naturaleza, por nacimiento o selección y educación. La nobleza favorecida se robusteció siempre bajo este sol, pero también el hallarse siempre en el sol y ser privilegiado se convirtió en tentación desde determinado grado de evolución o desarrollo, y llevó a la corrupción. Si consideramos, pues, a nuestra Orden como una aristocracia y tratamos de averiguar hasta dónde nuestra conducta justifica nuestra situación de preferencia frente al conjunto del pueblo y del mundo, hasta dónde quizá nos haya afectado y nos domine la enfermedad característica de la nobleza, el orgullo sacrílego, la presunción, la soberbia clasista, la suficiencia y el ingrato parasitismo, sentiríamos muchos remordimientos. No es que al castalio actual le falte disposición para la obediencia a las leyes de la Orden, a la diligencia, al espiritualismo cultivado; pero, ¿no le falta a menudo la clarividencia acerca de su inserción o encuadramiento en la organización del pueblo, en el mundo, en la historia universal? ¿Tiene conciencia de la base de su vida, se sabe hoja, flor, rama o raíz de un organismo vivo, intuye algo de los sacrificios que el pueblo hace por él, alimentándole, vistiéndole, facilitándole su educación y sus múltiples estudios? ¿Y se cuida mucho por el sentido de nuestra existencia y nuestra posición de privilegio, tiene una idea exacta del fin de nuestra Orden y de nuestra existencia? Admitiendo excepciones, muchas y nobles excepciones, me inclino a contestar «no» a todas estas preguntas. El promedio de los castalios considera al hombre del mundo, al no culto, tal vez sin desprecio, sin envidia, sin odio, pero no como hermano; no ve en él a la persona que le da el pan, tampoco se siente responsable en mínima parte de lo que ocurre afuera en el mundo. Fin de su vida le parece el culto de las ciencias por sí mismas o aun solamente el paseo gozoso en el jardín de una cultura que se cree universalista y no lo es del todo. En resumen, esta formación castalia, elevada y noble sin duda, a la que estoy profundamente agradecido, en la mayoría de sus poseedores y representantes no es órgano e instrumento, no es activa y tendida a una meta, ni conscientemente puesta al servicio de algo más grande o más profundo, sino que tiende un poco al goce y a la gloria personal, a la elaboración y atención de especialidades anímicas. Sé que hay un gran número de castalios integérrimos y sumamente valiosos, que en realidad nada quieren sino servir; hay los maestros preparados entre nosotros, sobre todo aquellos que afuera en el país, lejos del clima agradable y los mimos espirituales de nuestra provincia, prestan en las escuelas del mundo un servicio lleno de renuncias, pero inapreciablemente precioso. Estos valientes maestros allá afuera, en sentido estricto, son realmente los únicos de nosotros que cumplen de verdad el fin de Castalia y con cuyo trabajo pagamos al país y al pueblo todo lo que nos dan. Que nuestra suprema y más santa tarea reside en mantener los cimientos espirituales del país y del mundo, aquello que se ha demostrado también como elemento moral de suma eficacia, es decir, el sentido de la verdad, sobre el cual entre otras cosas se funda también el derecho, esto lo sabe perfectamente por cierto cada uno de nosotros, los Hermanos de la Orden, pero con un ligero examen de conciencia la mayoría debemos confesar que para ellos el bien del mundo, la conservación de la honestidad y pureza espirituales aun fuera de nuestra provincia conservada tan bellamente limpia, no es absolutamente lo más importante, ni es importante siquiera, y que dejamos a estos valientes maestros allá afuera el pago de nuestra deuda con el mundo mediante su generosa labor y la justificación en cierto modo del goce de nuestros privilegios, para nosotros los jugadores de abalorios, los astrónomos, los músicos o los matemáticos. Al orgullo considerable y al espíritu de casta se debe que no tratemos seriamente de merecer nuestros privilegios, justamente por nuestra obra, porque no pocos de nosotros, al cumplir la reglamentaria abstinencia de nuestra vida material, creemos que es una virtud y la practicamos meramente por ella misma, mientras es el mínimo de retribución por el hecho de que el país nos hace posible la existencia castalia.

Me limito a señalar estos perjuicios y peligros internos; no son tan insignificantes, aunque en tiempos de paz no puedan amenazar seriamente nuestra existencia. Pero los castalios no dependemos solamente de nuestra moral y nuestra razón, sino muy especialmente también de la situación del país y la voluntad del pueblo. Comemos nuestro pan, utilizamos nuestras bibliotecas, perfeccionamos nuestras escuelas y nuestros archivos, pero si el pueblo no lo quisiera seguir consintiendo, o si el país, por empobrecimiento, guerras, etc., fuera imposibilitado de hacerlo, en el mismo instante nuestra existencia y nuestros estudios acabarían. Los peligros que nos amenazan desde fuera son que nuestro país no pueda mantener un día a Castalia y nuestra cultura, que nuestro pueblo considere un día a Castalia como un lujo que no puede ya permitirse, y que, en lugar de ser generosamente orgulloso de nosotros, un día nos considere como parásitos y seres dañinos y aun como maestros de error y enemigos.

Si quisiera exponer a los ojos de un castalio medio estos peligros, debería hacerlo ante todo con ejemplos de la historia, y chocaría al hacerlo con cierta resistencia pasiva, con cierta ignorancia y antipatía que podría llamar infantiles. El interés por la historia universal, bien lo sabéis, es entre nosotros los castalios sumamente débil; más aún, no sólo falta a la mayoría de nosotros interés, sino aun justicia por la historia, respeto por ella. Esta desviación del culto de la historia universal, mezcla de indiferencia y falsa superioridad, me incitó a menudo a indagar, y he encontrado que tiene dos causas. En primer lugar, el contenido (o aun los contenidos) de la historia —me refiero naturalmente a la historia del espíritu y de la cultura, que tanto cuidamos— nos parece un poco inferior en valía; la historia universal consiste, según la idea que tenemos de ella, en brutales luchas por el poder, por bienes, tierras, materias primas, dinero, en fin, por lo material y cuantitativo, por cosas que consideramos no espirituales y más bien despreciables. Para nosotros, el siglo XVII es la época de Descartes, Pascal, Froberger, Schuetz, no la de Cromwell o de Luis XIV. El segundo motivo básico de nuestro miedo a la historia universal reside en nuestra desconfianza heredada y en gran parte, según opino, justificada, por una determinada suerte de consideración y redacción de la historia, muy en boga en la época de la decadencia, antes de la fundación de nuestra Orden, y en la que de antemano no tenemos la menor confianza: la llamada filosofía de la historia, cuyo florecimiento más espiritual y al mismo tiempo cuyo efecto más peligroso encontramos en Hegel, pero que en el siglo que le siguió, desembocó en la más antipática falsificación histórica y en la desmoralización del sentido de la verdad. La preferencia por la llamada filosofía de la historia constituye para nosotros una de las características capitales de aquella época de marasmo espiritual y luchas políticas por el poder de vasto alcance, que a veces denominamos el «siglo guerrero», pero más a menudo «época folletinista». De la lucha contra su espíritu —o ausencia de espíritu—, y la victoria sobre el mismo, sobre las ruinas de aquella época, nació nuestra actual cultura, nació la Orden y nació Castalia. Pero es propio de nuestra soberbia moral enfrentar a la historia universal, especialmente a la moderna, casi en la misma forma en que lo hacia el asceta o el ermitaño del primitivo cristianismo con el escenario del mundo. La historia nos parece un campo alborotado de instintos y modas, ambiciones y codicias, anhelo del poder y los bienes, el deseo de matar, la violencia, las destrucciones y las guerras, los ministros orgullosos y ambiciosos, los generales vendidos, las ciudades bombardeadas, y olvidamos demasiado fácilmente, demasiado ligeramente, que éste es sólo uno de sus aspectos. Y olvidamos sobre todo que nosotros también somos un trozo de historia, algo devenido, algo condenado a morir, si perdemos la facultad de nuevo devenir y transformarse. Nosotros mismos somos historia y tenemos nuestra responsabilidad en la historia del mundo y en nuestra situación. Nos falta firme conciencia de esta responsabilidad.

Si echamos una mirada sobre nuestra propia historia, en la época del nacimiento de nuestra actual provincia pedagógica, si observamos en nuestro país y en muchos otros el surgimiento de las varias Órdenes y jerarquías, una de las cuales es la nuestra, vemos enseguida que esta jerarquía y esta patria, esta querida Castalia, no han sido por cierto fundadas por gente que mirara la historia del mundo con tanto renunciamiento y orgullo. Nuestros predecesores y fundadores comenzaron su obra al final de la época guerrera, en un mundo destruido. Estamos acostumbrados a explicar unilateralmente las situaciones mundiales de entonces (que comenzaron tal vez con la primera guerra llamada mundial) con el hecho de que el espíritu nada importaba en esos días precisamente y que fue apenas para los violentos conductores de pueblos un recurso empleado en ocasiones y siempre subordinado, para la lucha empeñada, en lo cual vemos una corrupción que fue consecuente del «folletinismo». Si, es muy fácil establecer la falta de espiritualidad y la brutalidad con que se llevaron a cabo esas guerras por el poder. Si lo denomino no espirituales, no lo hago porque no vea sus poderosas conquistas en el terreno de la inteligencia y la metódica, sino porque estamos habituados y cuidamos mucho de considerar al espíritu en primer término como voluntad de verdad, y lo que se consumió en espíritu en aquellas luchas, parece haber tenido muy poco en común con la verdad. Fue desdicha de esa época el hecho de que a un aumento enormemente rápido de la población humana que provocó la inquietud y el movimiento, no se opuso un orden moral relativamente firme; los residuos existentes de ese orden moral fueron empujados al último plano por lemas del momento; en el curso de aquellas luchas chocamos con sucesos asombrosos y terribles. A exacta semejanza con el cisma eclesiástico de Lutero, cuatro siglos antes, el mundo entero de pronto se llenó de inquietud enorme, en todas partes se establecieron frentes bélicos, en todas partes hubo de repente encarnizada y mortal enemistad entre jóvenes y viejos, entre patria y humanidad, entre rojo y blanco, y los que vivimos hoy no podemos siquiera reconstruir ya (menos, pues, comprender y sentir) el poder y el dinamismo interior de aquel «rojo» y de aquel «blanco», la verdadera esencia, el verdadero sentido de todos esos lemas y gritos de guerra. Exactamente como en los tiempos de Lutero, vemos en toda Europa, y aun en la mitad del mundo, batirse mutuamente entusiasmados o desesperados, creyentes y ateos, jóvenes y viejos, campeones del ayer y profetas del mañana; a menudo los frentes bélicos cruzaron oblicuamente por mapas, pueblos y familias; y no podemos dudar de que para la mayoría misma de los combatientes o por lo menos de sus jefes, esto tenía un supremo sentido, del mismo modo que no podemos negar a muchos de los paladines y adalides de aquellas guerras cierta sólida buena fe, cierto idealismo, como se le llamaba entonces. En todas partes se combatía, se mataba y se destruía, y en todas partes, en ambos bandos, se creía luchar por Dios contra el demonio.

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