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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (46 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Entre nosotros, aquella época salvaje, de ardientes entusiasmos y odios bárbaros y dolor indecible, ha caído en una suerte de olvido, que casi no se concibe, porque ella se vincula muy estrechamente con el nacimiento de todas nuestras instituciones y es la causa de su continuación, de su existencia. Un satírico podría compararlo con el olvido de su nacimiento y de sus padres que distingue a los aventureros ennoblecidos y triunfantes. Tengamos presente un poco más aquella época. He leído muchos de sus documentos y al hacerlo me interesé menos por los pueblos sometidos y las ciudades destrozadas que por la conducta de los intelectuales de esos días. Les fue difícil la vida y muchos no resistieron; la mayoría, seguramente. Hubo mártires tanto entre los sabios como entre los religiosos, y su martirio y su ejemplo no se perdieron ni en aquellos años acostumbrados al horror. Pero la mayoría de los representantes del espíritu no soportaron la presión de esa época violenta. Algunos se rindieron y se pusieron a disposición de los poderosos con sus dotes, conocimientos y métodos; todos ustedes conocen la sentencia de un profesor universitario en la República de los Masagetas: «Lo que son dos y dos, no debe establecerlo la Facultad, sino nuestro señor General». Otros en cambio se opusieron hasta que pudieron hacerlo desde un lugar relativamente seguro, y protestaron. Un famoso escritor —lo leemos en las obras de Ziegenhals— parece haber firmado en algunos años más de doscientas de esas proclamas o protestas o advertencias, un número mayor tal vez de las que realmente leyó. Pero la mayoría aprendió a callar, aprendió también a sufrir hambre y frío, a mendigar y ocultarse de la policía; murió prematuramente y cada muerto fue envidiado por su fin por el sobreviviente. Incontables, son los que se dieron muerte con sus propias manos. No era ya realmente un placer ni un honor ser sabio o literato: aquel que se colocaba a las órdenes de los poderosos y del lema (falsamente llamado ideal) tenía, sí, cargos y pan, pero también el desprecio de los mejores entre sus colegas y seguramente también sus remordimientos tenaces; aquel que se negaba a servir, debía padecer hambre, vivir a salto de mata y morir en la miseria o en el destierro. Se realizó una selección cruel, indeciblemente cruel. No sólo decayó rápidamente la investigación, en cuanto no fuera necesaria o útil para fines de dominio y de guerra, sino también toda la instrucción común. Ante todo se simplificó y se alteró por completo la historia universal, en lo que se refería exclusivamente a cada una de las naciones por momentos triunfantes; la filosofía de la historia y el folletín dominaron hasta en las escuelas primarias…

Pero basta de pormenores. Fueron tiempos violentos y bárbaros, épocas caóticas y babilónicas, en las que ni pueblos ni partidos, ni viejos ni jóvenes, ni rojos ni blancos podían comprenderse mutuamente. El final de todo esto fue que, después de haberse desangrado bastante y caer en la miseria, en todos se despertó una nostalgia cada vez más potente por la reflexión, por el hallazgo de una lengua común, por el orden, la moral, las medidas valederas y justas, por un alfabeto y una tabla de multiplicar qué no fuera dictada y a cada instante alterada por los
intereses
del poder. Nació una enorme necesidad de verdad y derecho, de razón, de superación del caos. Fue este vacío, al final de una época violenta y completamente extravertida, esta nostalgia de todos por un nuevo comienzo y un orden nuevo, indeciblemente impulsiva y vuelta suplicante, lo que determinó la creación de Castalia y de nuestra existencia. El pequeñísimo grupo valiente, casi hambriento, pero no doblegado, de los verdaderos intelectuales comenzó a tener conciencia de sus posibilidades, comenzó a darse una organización y una Constitución para una autoeducación ascética y heroica, comenzó a trabajar en todas partes en pequeños y pequeñísimos núcleos, a barrer los lemas falsos y a construir, completamente desde abajo, una espiritualidad, una enseñanza, una investigación, una cultura. Se logró erigir el edificio, éste creció desde sus míseros y heroicos comienzos, lentamente, hasta ser una construcción magnífica, creó en una serie de generaciones la Orden, las Autoridades de educación, las escuelas de selección, los archivos y colecciones, las escuelas especializadas y los seminarios, el juego de abalorios, y nosotros vivimos hoy como herederos y favorecidos en el edificio casi demasiado suntuoso. Y, digámoslo otra vez, vivimos en él como huéspedes bastante ingenuos y acomodaticios; no queremos saber más nada de los enormes sacrificios humanos sobre los cuales están edificados nuestros cimientos, nada de las dolorosas experiencias que hemos heredado y nada de la historia universal que ha construido nuestra mansión o la ha permitido, que nos sostiene y tolera y seguirá sosteniendo y tolerando a muchos castalios y maestros, después de nosotros, pero que un día derribará y devorará nuestro edificio, como derriba y devora continuamente lo que ella dejó crecer.

Vuelvo de regreso de la historia, y el resultado útil por hoy y para nosotros es éste: Nuestro sistema, nuestra Orden, ha superado ya el apogeo del florecimiento y la felicidad que a veces el enigmático juego del devenir del mundo concede a lo bello y deseable. Estamos en decadencia, en una decadencia que puede prolongarse tal vez por mucho tiempo aún, pero en todo caso ya no podemos tener en suerte nada más bello, elevado y digno de anhelarse, de lo que hemos poseído; el camino va descendiendo. Históricamente, creo yo, estamos maduros para la destrucción y ésta vendrá sin remedio, no hoy, no mañana, pero sí pasado mañana. No lo deduzco solamente de un juicio demasiado moral de nuestros servicios y capacidades, lo infiero más bien en conclusión de los movimientos que veo prepararse en el mundo exterior. Se acercan tiempos de crisis, en todas partes se sienten los signos premonitorios de que el mundo quiere trasladar una vez más su centro de gravedad. Se preparan desplazamientos de poder, que no se realizarán sin guerras o violencias; una amenaza de la paz y también de la vida y de la libertad se levanta en el lejano Oriente. Nuestro país y su política podrán permanecer neutrales, todo nuestro pueblo podrá insistir unánime (lo que no hace, sin embargo) en lo actual, y nosotros podremos permanecer fíeles a los ideales castalios; será inútil. En estos mismos momentos, algunos de nuestros parlamentarios manifiestan, en oportunidades muy claramente, que Castalia es un lujo un poco caro para el país. Apenas se sienta la necesidad de serios armamentos bélicos, aunque sean para la defensa, y esto puede ocurrir muy pronto, se tomarán grandes medidas económicas y, a pesar de toda la buena intención del gobierno a favor nuestro, una parte de ellas caerá sobre nosotros. Estamos orgullosos porque nuestra Orden y la seguridad de la cultura intelectual y espiritual que la misma garantiza, exigen al país sacrificios modestos, relativamente. En comparación con otras épocas, sobre todo con el primer tiempo del folletinismo con sus Universidades suntuosamente dotadas, sus innúmeros consejos secretos y sus lujosas instituciones, estos sacrificios no son realmente grandes y casi insignificantes aparecen si se comparan con los que absorbió la guerra con sus armamentos y sus ruinas durante el siglo guerrero. Mas justamente ese armamento volverá a ser, pronto tal vez, la suprema ley; en el parlamento volverán a dominar los generales, y cuando el pueblo sea colocado en la alternativa de sacrificar a Castalia o exponerse al peligro de la guerra y del derrumbe, sabemos ya cómo elegirá. Luego tomará vuelo sin duda enseguida una ideología guerrera y envolverá sobre todo a la juventud, una concepción del mundo en lemas (no en ideales), según la cual sabios y sabidurías, latín y matemáticas, cultura y atención del espíritu tendrán derecho de vida solamente en cuanto puedan servir a fines bélicos.

El oleaje está en movimiento, un día nos arrollará. Tal vez esto sea justo y necesario. Pero antes nos corresponde, muy venerables colegas, en la medida de nuestra comprensión de los hechos, de nuestra inteligencia y nuestro valor, aquella limitada libertad de decisión y acción, que está concedida a los seres humanos y que convierte la historia del mundo en historia de los hombres. Si lo preferimos, podemos cerrar los ojos porque el peligro está aún lejano; probablemente, cada
Magister
de hoy podrá seguir tranquilo en sus funciones y morir también tranquilo, antes de que el peligro esté cerca y sea visible para todos. Pero para mí, y ciertamente no para mí sólo, esta tranquilidad estaría llena de remordimientos. No quisiera solamente administrar en paz mi cargo y jugar con abalorios, satisfecho porque lo que vendrá no me hallará más con vida. No, sino que me parece necesario recordarme a mí mismo que también nosotros los apolíticos pertenecemos a la historia universal y colaboramos para hacerla. Por eso dije al comienzo de mi escrito que mi actividad oficial está disminuida o por lo menos amenazada, porque no puedo impedir que una gran parte de mis pensamientos y preocupaciones caigan bajo las garras del futuro peligro. Prohibo a mi fantasía que juegue con las formas que podría tomar para nosotros o para mí la desgracia. Pero no puedo evitar la pregunta: ¿Qué tenemos que hacer, qué tengo que hacer para oponerme al peligro? Y acerca de esto séame permitida una palabra más.

No podría sostener la petición platónica de que el sabio, el hombre culto, debe dominar en el Estado. El mundo era más joven entonces. Y Platón, aunque fundara una suerte de Castalia, no fue en ningún momento un castalio, sino un aristócrata de nacimiento, de cuna regia. Nosotros también somos por cierto aristócratas y constituimos una nobleza, pero del espíritu, no de la sangre. No creo que los hombres lograrán algún día educar o criar una nobleza de la sangre al mismo tiempo que una intelectual; sería la aristocracia ideal, y ella es un sueño. Nosotros los castalios, aunque somos gente de buenas costumbres y gran inteligencia, no servimos para gobernar; si tuviéramos que hacerlo, no lo haríamos con la energía y la ingenuidad que necesita el que gobierna realmente, genuinamente; y en esa función, nuestro campo verdadero, nuestra preocupación más propia, el cuidado de una vida espiritual ejemplar, serían muy pronto descuidados. Para gobernar no es necesario por cierto ser tonto y brutal, como a veces opinan vanidosos intelectuales, pero sí se necesita de una total alegría por una actividad extravertida, por una pasión por identificarse con metas y fines y también seguramente de rapidez y despreocupación en elegir los caminos hacia el éxito feliz. Todas facultades éstas que un hombre culto —porque no hemos de llamarnos sabios— no puede poseer y no posee, porque para nosotros la observación es más importante que la acción, y en la elección de los medios y los métodos para llegar a nuestra meta hemos aprendido a ser escrupulosos y desconfiados como apenas es posible ser. Por lo tanto, no debemos gobernar ni hacer política. Somos especialistas del investigar, descomponer y medir, somos los mantenedores y los constantes examinadores de todos los alfabetos, las tablas de multiplicar y los sistemas, somos los maestros calibradores de las medidas y las pesas del espíritu. Sí, somos muchas cosas más, aun podemos ser en determinadas circunstancias innovadores, descubridores, aventureros, conquistadores e intérpretes, pero nuestra primera y más importante función, por la que el pueblo nos necesita y sustenta, es la de mantener inmaculadas todas las fuentes del saber. En el comercio, en la política y donde en ocasiones tal vez esto signifique un servicio o una genialidad, se puede hacer de una U una X; entre nosotros nunca.

En épocas anteriores, en épocas agitadas, llamadas «grandes», durante guerras o revoluciones, se exigió a los intelectuales que se adhirieran políticamente. Este proceder fue corriente sobre todo al final de la época folletinista. Correspondía a sus exigencias también la de militarizar o encuadrar políticamente el espíritu. Como se empleaban las campanas de las iglesias para fundir cañones, como se utilizaba la juventud inmatura de las escuelas para llenar los claros de las tropas diezmadas, así debía decretarse la requisición del espíritu como recurso de guerra o gastarse como tal.

Naturalmente, no podemos reconocer semejantes exigencias. Que un hombre culto, en caso de necesidad, sea alejado de la cátedra o de la mesa de estudio y convertido en soldado, y que en ciertas ocasiones él mismo se ofrezca voluntariamente para ello; que luego en un país agotado por la guerra el hombre culto se conforme en lo material hasta con lo mínimo, hasta con el hambre, no es necesario decirlo con más palabras. Cuanto más elevada es la cultura de un hombre, cuanto mayores los privilegios de que goza, tanto más grandes deben ser en caso de necesidad los sacrificios que ha de hacer, esperemos que esto sea algún día cosa lógica y natural para cualquier castalio. Pero si estamos prontos a sacrificar nuestro bienestar, nuestra comodidad, nuestra vida por el pueblo, cuando se halla en peligro, no se sigue necesariamente que estemos preparados para sacrificar el espíritu mismo, la tradición y la moral de nuestra intelectualidad, a los intereses del día, del pueblo o de los generales. Es un cobarde aquel que se sustrae a los servicios, y los peligros que de que enfrentar su pueblo. Pero no es menos cobarde y traidor quien traiciona los principios de la vida espiritual por intereses materiales, quien por ejemplo está dispuesto a dejar a los poderosos, a los gobernantes, la decisión de cuánto son dos y dos. Sacrificar el sentido de la verdad, la honestidad intelectual, la fidelidad a leyes y métodos del espíritu a cualquier otro interés, aun el de la patria, es traición. Si en la lucha de los intereses y las teorías partidistas la verdad corre peligro de ser tan desvalorizada, falsificada y violentada como el individuo, la lengua, las artes, todo lo orgánico y lo artificialmente elevado, nuestro único deber es oponernos y salvar la verdad, es decir, la aspiración hacia la verdad como nuestro supremo dogma de fe. El hombre culto que como orador, escritor o maestro dice a sabiendas una falsedad, no sólo obra contra leyes orgánicas fundamentales, sino que además, a pesar de toda apariencia del momento, no hace ningún bien a su pueblo, sino un grave daño, le corrompe el aire y la tierra, el alimento y la bebida, le envenena el pensar, le conculca el derecho, y ayuda a todo lo malo y hostil que amenaza con la destrucción del pueblo.

El castalio, pues, no debe convertirse en político; debe, sí, en caso de emergencia sacrificar su persona, pero nunca la fidelidad al espíritu. El espíritu es bienhechor y noble solamente en la obediencia a la verdad; si la traiciona, si pierde el respeto, se torna condescendiente o se vende, es lo diabólico en potencia, mucho peor que la bestialidad animal de los instintos, que conserva siempre, a pesar de todo, un residuo de la inocencia natural.

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