El juego de los abalorios (59 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Knecht debió aprender más con los sentidos, el pie y la mano, los ojos, el tacto, el oído y el olfato que con la mente, y Turu le enseñó más con el ejemplo y la labor que con palabras y doctrinas. Muy rara vez el maestro hablaba siquiera razonando, y aun en ese caso las palabras eran un intento para explicar sus ademanes tan impresionantes. El saber de Knecht era muy poco diferente de aquel que adquiere un joven cazador o pescador con un buen maestro y le daba gran satisfacción porque aprendía solamente lo que ya había en él. Aprendió a espiar, a acechar, a acercarse arrastrando, a observar, a estar alerta, despierto, a oliscar y rastrear; pero los animales que acechaban él y su maestro, no eran solamente el zorro y el tejón, la nutria, y el sapo, el pájaro y el pez, tino también el espíritu, el todo, el sentido, la relación. Ellos se ocupaban en determinar el tiempo huidizo y caprichoso, en reconocerlo, adivinarlo y predecirlo; en conocer la muerte escondida en las bayas y en la mordedura de las serpientes, en sorprender el misterio por el cual nubes y tormentas dependían del estado de la luna y aun influían en la simiente y el crecimiento, cómo actuaban determinando la prosperidad y la ruina en la vida humana. En ello aspiraban exactamente a la misma meta a que tendió la ciencia o la técnica de milenios posteriores: a dominar la naturaleza y jugar con sus leyes, pero lo hacían marchando por caminos totalmente distintos. No se separaban de la naturaleza y no trataban de penetrar violentamente en sus secretos; nunca se oponían hostilmente al cosmos, eran siempre parte de él y se rendían respetuosos a su poder. Es muy posible que conociesen mejor la naturaleza y la trataran más inteligentemente. Pero algo era para ellos absolutamente imposible, aun en su pensamiento más atrevido: el adherir y someterse al mundo natural y de los espíritus sin miedo, el sentirse superiores. No podían imaginar siquiera esta tragedia, esta fatalidad, y consideraban imposible enfrentar las potencias de la naturaleza, la muerte, los demonios en otra relación que de angustia. La angustia dominaba la vida de los humanos; vencerla les parecía algo irrealizable y sacrílego. Pero para calmarla, desterrarla en otros seres, burlarla y disfrazarla, para encuadrarla en el conjunto- existencial, servían los diversos sistemas de sacrificios. La angustia era la opresión bajo la cual se hallaba la vida de estos humanos, y sin esta fuerte opresión, su existencia hubiera carecido de miedo, pero también de intensidad. Aquel que lograba trasformar una parte de la angustia en veneración, había ganado mucho; hombres de esta clase, hombres que convirtieran su angustia en piedad, eran los buenos, los avanzados de esa época. Se hacían muchos sacrificios y de muchas maneras, y una parte de ellos y sus ritos correspondían a las funciones oficiales del hacedor de la lluvia.

Junto con Knecht creció en la choza la pequeña Ada, una hermosa criatura, muy querida por el anciano. Cuando le pareció llegado el momento, el maestro la dio en esposa a su alumno. Knecht fue desde entonces reconocido como ayudante del hacedor de la lluvia; Turu lo presentó a la madre del pueblo como su yerno y sucesor y se hizo sustituir por él desde ese momento en muchas tareas y funciones del cargo. Poco a poco, con el pasar dé las estaciones y de los años, el anciano hacedor de la lluvia fue hundiéndose en la solitaria contemplación propia de los caducos y le traspasó al ayudante todos sus deberes, y cuando murió —lo encontraron muerto, acurrucado ante el hogar, inclinado sobre algunas vasijas con menjunjes mágicos, el cabello cano chamuscado por el fuego—, el pueblo ya conocía desde hacía mucho al joven, al alumno Knecht, como hacedor de la lluvia. Knecht pidió al Consejo del pueblo un honroso funeral para su maestro y quemó sobre su tumba como sacrificio toda una carga de hierbas y raíces nobles y valiosas para el arte de curar. Esto había ocurrido hacía mucho tiempo ya y entre los hijos de Knecht, cuyo número tornaba estrecha la choza de Ada, había uno con el nombre de Turu: en su persona, el anciano había vuelto de su viaje de muerto a la luna.

Le pasó a Knecht lo mismo que en otra época a su maestro. Una parte de su angustia se convirtió en piedad y espíritu. Una parte de sus aspiraciones juveniles y de su profunda nostalgia siguió subsistiendo, una parte murió y se perdió, mientras envejecía en el trabajo, el amor y el cuidado de Ada y de los hijos. Su mayor interés se dirigió siempre a la luna, junto con la oportuna observación, para distinguir la influencia de aquélla en las estaciones y los fenómenos meteorológicos; en esto alcanzó a su maestro Turu y aun lo superó al final. Y como el crecer y desaparecer de la luna se relacionaba tan estrechamente con el morir y el nacer de los hombres, y como entre todas las angustias de la vida humana la máxima y más profunda es aquella de la fatalidad de la muerte, el venerador y conocedor de la luna que era Knecht logró poseer una sacra e iluminada relación con la muerte, por su misma relación con el astro, tan vivo y cercano; en sus años maduros sintió menos que otros el miedo a la muerte. Podía hablar respetuosamente con la luna o aun implorándola o cortejándola, se sabía ligado a ella en delicadas relaciones espirituales, conocía muy exactamente la vida lunar y tomaba íntima participación en sus procesos y destinos, vivía su desaparecer y su reaparecer como un misterio en sí, y con ella sufría y se asustaba, cuando sucedía lo monstruoso y la luna parecía expuesta a enfermedades, peligros, mutaciones y daños, cuando perdía el brillo, cambiaba de color y se oscurecía casi apagándose. En esas ocasiones, ciertamente, todos se interesaban por la luna, temblaban por ella, reconocían una amenaza y una desgracia próxima en su oscurecimiento, y contemplaban ansiosamente su rostro viejo y enfermo. Mas, justamente entonces, se demostraba que el hacedor de la lluvia Knecht estaba más íntimamente ligado a la luna y más sabía de ella que otro cualquiera; sí, compartía su hado, se le apretaba de miedo el corazón, pero su recuerdo de vivencias parecidas era más agudo y docto, su confianza más fundada, su fe en la eternidad y el renacimiento, en la corrección y la superación de la muerte, más grande. Y más grande era también el grado de su entrega devota: sentíase vivir en esas horas el destino del astro, hasta perecer y volver a nacer; sentía a veces algo como atrevimiento, como temeraria resolución de afrontar la muerte y oponérsele por el espíritu, de robustecer su Yo con el abandono de sí mismo a destinos sobrehumanos. Algo de eso pasó en su ser y fue perceptible para los demás; los consideraron sabio y piadoso, un ser de noble calma y escaso miedo de la muerte, un ser que estaba en buenas relaciones con las ocultas potencias.

Tuvo que demostrar estos dones y estas virtudes en muchas duras pruebas. Una vez debió vencer un período de esterilidad y tiempo adverso que duró más de dos años; fue la prueba más grande de su vida. Las contrariedades y los signos malos habían comenzado ya con la siembra varias veces aplazada, luego todas las dificultades imaginables y todos los perjuicios posibles cayeron sobre los sembrados, para dejarlos al fin totalmente destruidos; la comunidad sufrió cruelmente el hambre y Knecht con ella, y había sido algo insólito que como hacedor de la lluvia no perdiera toda la confianza y la influencia, y pudo ayudar a la tribu a soportar la desgracia con humildad y fortaleza. Cuando luego al año siguiente, después de un invierno duro y abundante en fallecimientos, se repitió todo el mal, toda la miseria del anterior; cuando la tierra común durante el verano se secó y se resquebrajó por una persistente sequía, las ratas se multiplicaron horrorosamente, los conjuros y sacrificios solitarios del hacedor de la lluvia no produjeron ningún resultado lo mismo que las acciones públicas, los coros de tamboriles, las rogativas de todo el pueblo; cuando apareció tremendamente claro que el hacedor de la lluvia esta vez no podía hacer llover, la situación se tornó grave y se necesito algo más que un hombre común para cargar con la responsabilidad y mantenerse erguido delante del pueblo asustado y amotinado. Hubo entonces dos o tres semanas en las que Knecht se encontró totalmente solo y contra él estuvo todo el pueblo, el hambre y la desesperación, y se apeló a la vieja tradición popular según la cual solamente el sacrificio del hacedor de la lluvia podía reconciliar a los humanos con las potencias. Venció cediendo. No había opuesto resistencia a la idea de su sacrificio, se había ofrecido espontáneamente. Además colaboró con incansable esfuerzo y absoluta dedicación a mitigar la miseria, supo descubrir agua, encontrar una fuente, una acequia, impidió que en el momento de mayor apremio fuera destruido todo el ganado y sobre todo evitó con el ejemplo y la persuasión que la gran abuela de la villa, aplastada por una fatal desesperación y una extraña debilidad moral en esa época terrible, desfalleciera y lo echara todo a perder irracionalmente, a pesar de su resistencia, su consejo, las amenazas, los sortilegios y los rezos. En esa ocasión había resultado evidente que en momentos de intranquilidad y calamidad un hombre es tanto más útil cuanto más su vida y su pensamiento tienden a lo espiritual, a lo impersonal, cuanto más aprendió a respetar, observar, rezar, servir y sacrificar. Esos dos años terribles, que casi lo llevaron al sacrificio y lo aniquilaron, le dejaron un saldo final de mayor estimación y confianza, no ciertamente entre la multitud de irresponsables, pero sí entre los pocos que tenían responsabilidad y podían juzgar a un hombre de su categoría.

Su vida había pasado por ésta y muchas otras pruebas, cuando alcanzó la edad madura y se halló en la cumbre de la existencia. Había ayudado a sepultar a dos grandes abuelas de la tribu, perdido un hermoso hijo de seis años, víctima de un lobo, y superado una grave enfermedad sin ayuda ajena, siendo su propio médico. Padeció hambre y frío. Todo esto dejó señales en su rostro y, no menos, en su alma. Hizo la experiencia de que los hombres espirituales causan en los demás cierta extraña forma de resistencia y antipatía, se los aprecia de lejos y se los llama en caso de necesidad, pero no se les ama ni se los considera iguales, y hasta se los evita. Aprendió por experiencia también que las fórmulas mágicas tradicionales o libremente inventadas y los anatemas rituales son aceptados por los enfermos o los desdichados con más gusto que el consejo razonable; que el hombre soporta más fácilmente la incomodidad y la expiación exterior que la transformación interior o el examen de si mismo; que cree más en el sortilegio que en la razón, en las fórmulas que en la experiencia: cosas éstas que en dos milenios desde entonces, probablemente, no han variado gran cosa, como afirman muchos libros de historia. Aprendió también que un hombre escudriñador y espiritual no debe perder el amor; que puede aceptar los deseos y las tonterías de los hombres sin altanería, pero no debe dejarse dominar por ellos; que del sabio al charlatán, del sacerdote al milagrero, del hermano que ayuda al parásito aprovechado, no hay más que un paso, y que la gente en el fondo prefiere pagar a un bribón, dejarse explotar por un charlatán, que aceptar la ayuda desinteresada del generoso. No querían pagar con amor y confianza, sino con dinero o cosas. Se engañaban mutuamente y esperaban ser engañados a su vez. Había que aprender a considerar al hombre como un ser débil, egoísta, cobarde, a comprender cuánta parte le cabía a uno en todas estas malas cualidades, en todos estos malos instintos, pero creyendo y alimentando el alma con la creencia de que el hombre es también espíritu y amor, que algo vive o habita en él que resiste a los instintos y ambiciona su ennoblecimiento. Pero estas ideas son ya demasiado netas y formuladas, para que Knecht las acariciara. Digamos más bien que se hallaba en camino hacia ellas, que ese camino lo llevaría a ellas y a través de ellas, algún día.

Mientras caminaba con ese rumbo, anhelando ideas, pero viviendo mucho más en lo sensible, en el hechizo de la luna, en la maravilla del perfume de una hierba, de las sales de una raíz, en el gusto de una corteza, el cultivo de plantas curativas, la cocción de pomadas, la atención del tiempo y la atmósfera, fue elaborando par sí muchas facultades, algunas de las cuales nosotros, lejana posteridad, ya no poseemos y sólo entendemos a medias. La más importante de ellas era, naturalmente, hacer la lluvia. Aunque el cielo muchas veces permanecía sordo y parecía desdeñar cruelmente sus esfuerzos. Knecht hizo la lluvia, sin embargo, centenares de veces y cada vez casi en forma un poco diversa. Ciertamente, nunca se hubiera atrevido a alterar o a omitir algo en los sacrificios, en el rito de las rogativas, los conjuros, el sonar de los tamboriles. Pero ésta era solamente la parte oficial, pública, de su actividad, su lado visible, legal y sacerdotal; y era seguramente muy hermoso e infundía una magnífica sensación de grandeza, cuando a la tarde de un día iniciado con el sacrificio y la procesión, el cielo se rendía, el horizonte se nublaba, el aire comenzaba a oler a humedad y caían las primeras gotas. Sólo que también aquí el arte del hacedor de la lluvia tuvo que elegir bien el día, para no esperar ciegamente lo imposible; se podían implorar las potencias, hasta importunarlas, pero con sentido y medida, con resignación a su voluntad. Y más caras que esas bellas vivencias de triunfo y victoria eran para él otras determinadas, de las que nadie sabía fuera de él y él mismo conocía solamente con temor y más con los sentidos que con el intelecto. Había situaciones del tiempo, tensiones del aire y del calor, nubes y vientos, clases de olores del agua, de la tierra, del polvo, amenazas o promesas, estados de ánimos y caprichos de los demonios del tiempo, que Knecht presentía y seguía sintiendo en su piel, en su cabello, en todos sus sentidos, de modo que no podía ser sorprendido ni desilusionado por nada: sabía concentrar en sí el tiempo como si volara con él, y lo llevaba en sí de una manera que lo capacitaba para mandar a las nubes y a los vientos: no por cierto a capricho, a gusto, sino por el vínculo y la relación que eliminaban la diferencia entre él y el mundo, entre lo interior y lo exterior. Entonces podía estar arrobado y acechar, agacharse en éxtasis y tener todos los poros abiertos y no sólo sentir en su interior la vida de los aires y las nubes, sino dirigirla y crearla, algo así como nosotros despertamos íntimamente y reproducimos un movimiento musical que conocemos con exactitud. Entonces debía solamente contener la respiración, y el viento o el trueno callaban; bastaba que moviera la cabeza y el granizo caía o se disolvía; era suficiente que expresara para sí en una sonrisa el equilibrio de las fuerzas en lucha, y arriba en el cielo las cortinas de nubes se abrían y dejaban libre el claro azul sutil. En muchas épocas de especial pureza anímica y normalidad espiritual, sentía dentro de sí con exactitud, sin errores, el tiempo del día siguiente, como si en su sangre estuviera escrita toda la partitura que debía ser ejecutada fuera de él, en la naturaleza. Éstos eran sus días mejores, su recompensa, su deleite.

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