Josef Knecht, aunque muy sensible para todas estas corrientes y estados anímicos, al hallarse en vivo contacto mediante Tegularius con la «selección» y por ser un viejo jugador, no los dejó penetrar en sí, a pisar de todo, y ya al cuarto o quinto día prohibió al amigo Fritz que lo importunara con noticias de la enfermedad del
Magister
; sentía ciertamente en forma clara y comprendía el trágico ensombrecerse de la fiesta, recordaba al maestro con profunda preocupación, y con tristeza más honda y creciente malestar y compasión a Bertram, la «sombra» condenada a morir con aquél; pero rechazó constante y duramente todo influjo de noticias genuinas o legendarias, ejerció la más severa concentración, se entregó totalmente a los ejercicios y a los pasos del juego ya construido y vivió la fiesta con seria elevación, a pesar de todo lo desarmónico y sombrío que la rodeaba. La «sombra» —Bertram— se ahorró tener que recibir como de costumbre al final, en calidad de vicemaestro, a los congratulantes y a las autoridades; también el sucesivo día de holgorio de los estudiosos del juego de abalorios fue suspendido esta vez. Inmediatamente después del acto musical de clausura de la fiesta, la Autoridad suprema hizo conocer la noticia de la muerte del
Magister
y comenzaron los días de duelo en el
Vicus Lusorum
, que también Josef Knecht compartió por vivir en la casa de huéspedes. El sepelio del meritorio prohombre, que se conserva en gran veneración aún hoy, se realizó con la acostumbrada sencillez de Castalia. Bertram, la «sombra», que representó su papel durante la fiesta hasta el final, empeñando todas sus últimas energías, comprendió su situación. Pidió un permiso y partió para las montañas.
En el villorrio de los jugadores y en todo Waldzell reinaba el duelo.
Tal vez nadie tuvo con el fallecido
Magister
relaciones intimas, acentuadamente amistosas, pero la superioridad y claridad de su ser de excepción, juntamente con su inteligencia y su sentido por las formas delicadamente refinado, lo habían convertido en un rector y representante como casi nunca realmente producía Castalia por sus tendencias democráticas. Habían estado orgullosos de él. Si su persona parecía alejada de las zonas de la pasión, del amor, de la amistad, fue por eso mismo el objeto más adecuado para la necesidad de veneración de los renuevos, y esta dignidad y esta gracia de príncipe, que por lo demás le habían valido el apodo de «Excelencia» en un respetuoso sentido de broma, le habían otorgado —a pesar de duros obstáculos en el curso de su vida— una posición casi especial en el gran Consejo y en las sesiones y la labor en común de las autoridades de educación. El problema de la sucesión en su alto cargo fue naturalmente discutido ardorosamente, y más ardorosamente entre la «selección» de los jugadores de abalorios. Las funciones del cargo de Magister, después del retiro y la partida de la «sombra», cuya caída se había querido y logrado en ese circulo, fue repartida por la «selección» en tres representantes provisionales, por votación, es decir, se proveyó naturalmente por lo que se refería a las funciones internas del
Vicus Lusorum
, no a las oficiales en el consejo de educación. Según la tradición, este consejo no podía dejar vacante esa magistratura más de tres semanas. En casos en que el
Magister
moribundo o renunciante dejara un sucesor decidido y sin competidores, el cargo era cubierto inmediatamente, apenas después de una sesión plenaria. Esta vez tardaría seguramente un poco más.
Durante el período de duelo, Josef Knecht habló ocasionalmente con su amigo acerca de la fiesta reciente y su decurso tan extrañamente sombrío.
—Este sustituto Bertram —decía Knecht— no sólo representó hasta el final su papel, es decir, tratando de ser completamente un real
Magister
, sino que a mi juicio hizo aún mucho más, se ofreció en sacrificio a este
Ludus sollemnis
, como su último y suntuoso acto oficial. Ustedes fueron duros, no crueles con él, hubieran podido salvar la fiesta y salvarlo a él y no lo han hecho; no me atrevo a emitir un juicio al respecto, deben haber tenido sus motivos. Pero ahora que este pobre Bertram está eliminado y ustedes han logrado imponer su voluntad, deben ser magnánimos. Deben ir a su encuentro, cuando vuelva, y mostrarle que han entendido su sacrificio.
Tegularius meneó la cabeza.
—Lo hemos comprendido —contestó— y aceptado. Tú estabas tan contento de poder participar esta vez en el juego como huésped imparcialmente, que no has seguido ciertamente todo el proceso con exactitud. No, Josef, no tendremos ya oportunidad alguna para trocar en acción cualquier sentimiento hacia Bertram. Él sabe que su sacrificio era necesario, y no intentará volver sobre sus pasos.
Sólo ahora lo comprendió Knecht todo y enmudeció afligido. No había convivido realmente —lo veía— esos días de fiesta como un genuino residente de Waldzell ni como camarada, sino en verdad más como huésped, y comprendió también lo que había alrededor del sacrificio de Bertram. Hasta ese momento, el sustituto le había parecido un ambicioso, que sucumbió en una labor superior a sus facultades, y, en cambio, tratar de renunciar a nuevas metas de su ambición y olvidar que había sido alguna vez la «sombra» de un
Magister
y el director de un
Ludus anniversarius
. Apenas ahora, con las últimas palabras de su amigo había comprendido —y se había callado violentamente— que Bertram había sido juzgado terminantemente por sus jueces y no volvería. Se le había consentido llevar a cabo el festival y se había colaborado con él mucho para que no estallara un escándalo, pero eso no se había hecho por Bertram, sino solamente para no perjudicar a Waldzell.
La condición de «sombra» no necesitaba solamente de la plena confianza del
Magister
—a Bertram no le había faltado esta confianza—, sino también, y no menos, de la confianza de la «selección», que el desdichado no había podido lograr. Si cometía un error, no estaba detrás de él la jerarquía para defenderlo, como está detrás de su señor y modelo. Y si sus cantaradas de antes no lo reconocían plenamente, no le asistía autoridad alguna, y sus cantaradas, los repetidores, se convertían en sus jueces. Si ellos eran inexorables, la «sombra» estaba liquidada. Y en efecto, Bertram no regresó de su excursión y parece que murió precipitándose en un barranco. Y no se habló más de él.
Entre tanto, aparecían diariamente en el
Vicus Lusorum
altos y supremos funcionarios de la dirección de la Orden y de la autoridad de educación, y a cada instante eran convocados hombres de la «selección» y de la burocracia para interrogatorios, de cuyo contenido sólo se sabía esto o aquello entre los selectos. También Josef Knecht fue llamado e interrogado a menudo; una vez por dos señores de la jefatura de la Orden, otra por el
Magister
filológico, luego por el señor Dubois y una vez más por dos grandes maestros. Tegularius, que asimismo fue invitado a dar informaciones, se sentía agradablemente excitado y hacía bromas acerca del estado de ánimo del «conclave», como decía. Josef había advertido ya durante los actos de la fiesta, que poco subsistía de las relaciones un día tan estrechas con la «selección». Sintió, pues, más claramente aún esta situación durante el período del tal conclave. No era solamente el hecho de que residiera en la casa de huéspedes como un extraño y que los superiores trataran con él de igual a igual; la misma «selección», los repetidores, no lo recibían de nuevo con confianza y camaradería, sino con una irónica cortesanía o, por lo menos, con frialdad expectante; se habían retraído de él ya cuando recibió la misión en Mariafels, y esto era correcto y natural; aquel que alguna vez pasaba de la libertad al servicio, del alumnado o del mundo de los repetidores a la jerarquía, dejaba de ser cantarada, se encontraba en el camino para ser un superior o un bonzo, no pertenecía más a la «selección» y debía saber que ésta llegaría a oponérsele con su crítica, inicialmente. Les ocurría a todos lo mismo, cuando se hallaban en su situación. Sólo que ahora él sentía particularmente fuerte el distanciamiento, la frialdad, en primer lugar porque la «selección», huérfana y en víspera de recibir a un nuevo
Magister
, cerraba sus filas con duplicada energía defensiva, y luego, también porque su decisión y su inflexibilidad se habían revelado tan duramente entonces en la suerte de Bertram, la «sombra».
Una noche, Tegularius llegó corriendo y sumamente excitado a la casa de huéspedes, buscó a Josef, lo llevó a un cuarto vacío, cerró la puerta y como hirviendo exclamó:
—¡Josef, Josef! Dios mío, debía haberlo intuido, debía haberlo sabido, no era tan inverosímil… ¡Oh, estoy trastornado y verdaderamente no sé si debo alegrarme!
Y Tegularius, que conocía muy exactamente todas las fuentes noticiosas del
Vicus Lusorum
, le informó con calor: era más que verosímil, era casi seguro ya que Josef Knecht sería elegido
Magister Ludi
. El director del archivo, que muchos habían tenido como el sucesor predestinado del maestro Tomás, había sido eliminado ya claramente del pequeño número de candidatos y de los tres candidatos de la «selección», que hasta ese momento habían figurado primeros en las investigaciones, al parecer ninguno contaba con el favor especial o la recomendación de un
Magister o
de la dirección de la Orden, mientras que por Knecht se empeñaban dos miembros de la dirección, el señor Dubois y además había que agregar el voto importantísimo del ex
Magister Musicae
, que en esos días, como se sabía con seguridad, había sido visitado personalmente por varios grandes maestros.
—Josef, te nombran
Magister
—pudo gritar todavía, antes que el amigo le tapara la boca con la mano.
En el primer momento, Knecht no se sintió menos sorprendido y agitado que Fritz ante la suposición que le pareció absolutamente imposible, pero cuando ya aquél le comunicó las opiniones del
Vicus Lusorum
acerca de la situación y el curso del «conclave», comenzó a admitir que la presunción del amigo no estaba equivocada. Más aún sentía como un «sí» en su alma, algo como la sensación de que lo sabía y lo esperaba, y era justo y lógico. Colocó, pues, la mano sobre la boca del excitado cantarada, lo miró como a un extraño, como rechazándole, casi desde una distancia, una lejanía que surgiera de repente, y dijo:
—No hables tanto,
amice
; no quiero saber nada de todo este alboroto. Reúnete con tus cantaradas.
A pesar de lo mucho que hubiera querido decir todavía, Tegularius enmudeció enseguida ante esos ojos con que lo miraba un hombre nuevo, para él desconocido aún; palideció y se fue. Más tarde, contó que en el primer momento sintió la gran calma y la extraña frialdad de Knecht como un golpe, una ofensa, casi como una bofetada, una traición a su vieja amistad, a su antigua confianza, un inconcebible anticipo recalcado de su inminente situación de superior absoluto. Apenas al alejarse —y lo hizo realmente como un apaleado—, se le aclaró el sentido de esa inolvidable mirada, imperial y lejana, pero no menos sufriente, y comprendió que su amigo había aceptado su destino no ya orgullosamente, sino con humildad. Tuvo que recordar —contó— la pensativa mirada de Josef Knecht y el matiz de honda simpatía en su vos, con que le informara poco antes acerca de Bertram y su sacrificio. Del mismo modo que si él también estuviera por sacrificarse y extinguirse, al par de aquella «sombra», tan orgulloso y humilde al mismo tiempo, tan elevado y rendido, tan solitario y pronto a aceptar el destino, fue el rostro con que lo contempló su amigo, como si fuera el monumento de todos los grandes maestros de Castalia que hubiesen existido. «Reúnete con tus cantaradas», le había dicho. En el mismo instante, pues, en que supo por primera vez de su nueva dignidad, este ser nunca cognoscible estaba ya encuadrado y veía al mundo desde un nuevo centro; no era ya un cantarada, no lo sería más…
Knecht hubiera podido adivinar perfectamente por sí mismo su nombramiento, esta última y suprema vocación, o por lo menos, considerarla posible, tal vez probable, mas también esta vez el hecho lo sorprendió y aún lo asustó. Hubiera podido imaginárselo, se decía después, y se reía del celoso Tegularius quien, aún sin creer en la elección desde el principio, la había descontado y preanunciado varios días antes de que fuese resuelta y comunicada. En realidad, nada podía oponer la suprema Autoridad a la promoción de Josef, si se exceptúa tal vez su juventud; la mayoría de sus colegas se habían hecho cargo del elevado puesto a una edad mínima entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años, mientras que Knecht llegaba apenas a los cuarenta. Pero no existía ley que prohibiese aquella designación tan temprana.
Cuando Frite, pues, sorprendió a su amigo con el resultado de sus observaciones y combinaciones —observaciones de un experto jugador de selección, que conocía el complicado aparato de la pequeña comunidad de Waldzell en sus mínimos detalles—, Knecht comprendió enseguida que tenía razón; comprendió y aceptó también enseguida su elección, su destino; pero su primera reacción ante la noticia consistió en echar al amigo, indicándole que «no quería saber nada de ese alboroto». Apenas el otro se alejó, asombrado y casi ofendido, Josef buscó un lugar de meditación para ordenar sus pensamientos, y sus reflexiones partieron de un recuerdo casi físico que tuvo en esa hora con una fuerza extraordinaria. En esa visión se le aparecía una habitación desnuda con un piano; por la ventana penetraba una fresca y alegre luz matinal y en la puerta surgía un hombre hermoso y amable, un hombre de edad con cabellos ya grises, y un rostro luminoso lleno de bondad y dignidad; pero él mismo era un pequeño estudiante de latín que había esperado en la habitación angustiado y dichoso, al mismo tiempo, al
Magister Musicae
y veía ahora por primera vez al venerable, al maestro de la fabulosa provincia de las escuelas de selección, al
Magister
que había ido para mostrarle lo que era la música, que luego lo había introducido y aceptado paso a paso en su provincia, en su reino, en la selección y en la Orden, y cuyo colega y hermano había llegado a ser ahora, mientras el anciano había dejado su varita mágica o su cetro y se había convertido en un anciano amable y callado, siempre bondadoso, siempre venerable, siempre misterioso, cuya mirada y cuyo ejemplo dominaba la vida de Josef, y que le era superior siempre por edad y vida vivida, inmensamente superior en dignidad y al mismo tiempo en modestia, en maestría y en secretos, pero que, ejemplo y modelo, siempre le obligaría a seguirle mansamente, como el astro que surge y se pone arrastra tras de sí a sus hermanos. Mientras Knecht se entregaba inconscientemente a la corriente de las imágenes íntimas, que surgen en el estado de la primera tensión casi parecidas a los sueños, dos ideas sobre todo sobresalían de este fluir y duraban más tiempo, dos cuadros o dos símbolos, dos alegorías. En la primera, Knecht niño seguía por varios senderos al maestro que le precedía y que cada vez que se volvía y mostraba su cara, se tornaba más viejo, más sosegado y digno, acercándose evidentemente a una imagen ideal de eterna sabiduría y dignidad, mientras él, Josef Knecht, caminaba devota y obedientemente detrás del arquetipo, pero seguía siendo el mismo niño, de lo cual sentía alternativamente ora vergüenza, ora cierta alegría y hasta una obstinada satisfacción. En la segunda alegoría veía lo siguiente: la escena en la sala del piano, el acercamiento del anciano al niño se repetía constantemente, infinitas veces; el maestro y el escolar se seguían mutuamente, como arrastrados por el hilo de un mecanismo, de modo que pronto no era posible distinguir quién iba y quién venía, quién dirigía y quién obedecía, si el anciano o el jovencito. Ora le parecía ser el joven que demostraba veneración y obediencia al anciano, a la autoridad y a la dignidad; ora era el anciano a quien la figura de la juventud, del principio, de la alegría que le precedía ligera obligara a seguir servicial o en adoración. Y mientras él contemplaba este insensato y simbólico girar de ensueño, el soñador se identificaba con sus propios sentimientos ya con el anciano, ya con el niño, era quien veneraba y quien era venerado, quien dirigía y quien obedecía, y en el correr de este cambio oscilante llegó un instante en que él fue ambos, maestro y escolar al mismo tiempo, más aún, se halló por sobre los dos, organizador, ideador, guía y espectador de ese alternar, de la competición sin fin realizada en el círculo cerrado de lo viejo y de lo joven, que él regulaba con alterna percepción ora tornándola más lenta, ora apresurándola enérgicamente. Y de este estadio se desarrollaba una nueva representación, más símbolo ya que sueño, más conocimiento ya que imagen, es decir, la idea, más aún, el saber: este insensato y simbólico correr en redondo de maestro y alumno, este cortejar de la juventud por parte de la vejez, de la vejez por parte de la juventud, este juego alado e interminable era el símbolo de Castalia, el símbolo de la vida, sobre todo, que fluye sin fin dividida en lo viejo y lo joven, en día y noche, en Yang y Yin. Desde aquí el meditante encontró luego el camino para llegar del mundo de la imagen al de la paz, y volvió más fuerte y alegre de su largo ensimismamiento.