El juego de los abalorios (61 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Esa noche miraban como siempre, sólo que más claras y como netamente recortadas en el aire inmóvil y sutil, pero Knecht no encontró en sí la paz para entregarse a ellas; desde espacios desconocidos le llegaba una fuerza extraña, le dolía en los poros, sorbía en sus ojos, actuaba queda y continua como una corriente, como un temblor que alarma. Además, en la choza, la cálida y débil luz de las brasas del hogar resplandecía en un color rojo sombrío, fluía caliente la vida mínima, resonaba un llamado, una risa, un bostezo, respiraba olor humano, calor de piel, maternidad, sueño de niños, y parecía prestar aún mayor hondura a la noche sorprendida por su vecindad inocente, y empujar las estrellas más lejos todavía, atrás, en una lejanía, en una altura inconcebible.

Y de pronto, mientras Knecht oía zumbar y murmurar en la choza la voz de Ada profundamente melodiosa, acunando a un niño, comenzó en el cielo la catástrofe que el villorrio recordará por muchos años aún. Surgió allí y allá en la calma y blanca red de las estrellas un llamear y relampaguear, como si temblaran en llamas los hilos de la red generalmente invisibles; cayeron como piedras despedidas, incendiándose y apagándose en seguida, muchas estrellas precipitadas por el espacio, una aquí allá dos, más allá muchas, y aún no había perdido el ojo la visión de la primera que caía, aún no había recomenzado a latir el corazón alelado por la visión, y se persiguieron oblicuamente, trazando una ligera curva, en grupos de docenas y centenares, los astros lanzados desde el cielo; se precipitaron en series infinitas como llevados por muda tempestad gigantesca, cruzando oblicuamente en la noche silenciosa, como si un otoño de los mundos hubiese arrancado todas las estrellas como hojas marchitas del árbol del cielo y las lanzara sin ruido en la nada. Como hojas secas, como aleteantes copos de nieve, volaron por millares en una calma horrorosa, desapareciendo detrás de los montes del sur y del oeste cubiertos de selva, en lo infinito, donde nunca, a memoria de humanos, había caído una estrella.

Con el corazón detenido y los ojos alucinados, Knecht estuvo mirando el cielo revuelto y encantado, con la cabeza apretada en la nuca, los ojos llenos de horror pero no saciados; desconfiaba de su vista y, sin embargo, estaba más que seguro de lo terrible y tremendo. Como todos aquellos que pudieron observar este fenómeno nocturno, creyó ver vacilar hasta las estrellas más familiares, estremecerse y precipitarse, y esperó contemplar negra y vacía muy pronto la bóveda celeste, si antes no le tragara la tierra. Por cierto, después de un rato, advirtió lo que otros no verían, es decir, que las estrellas conocidas seguían estando aquí y allá y en todas partes, que la muerte no alcanzaba con su horror a las estrellas antiguas y familiares, sino que pasaba por una zona intermedia entre el cielo y la tierra, y que las que caía no eran arrojadas, estas nuevas que aparecían tan de repente y tan de pronto desaparecían, brillaban con una luz de otro color que las antiguas y verdaderas. Esto le reconfortó y le ayudó a recobrarse, pero aunque podían ser otras estrellas, nuevas y perecederas las que llenaban el aire de polvo, eso era cruel y malo, desdicha y desorden. Profundos suspiros escaparon de la garganta reseca de Knecht. Bajó su mirada a la tierra y escuchó para saber si el fenómeno espectral le había aparecido a él solo o si otros más lo habían visto. Pronto oyó llegar de otras chozas gemidos, chillidos y exclamaciones de terror; otros también acababan de ver, de gritar, alarmando a los desprevenidos y a los durmientes. En un segundo, la angustia y el terror pánico invadieron la aldea. Profundamente trastornado, Knecht se hizo cargo de la situación. Esta desgracia caía ante todo sobre él, sobre el hacedor del tiempo; sobre él que en cierta manera era responsable del orden en el cielo y en el aire. Knecht supo reconocer o sentir siempre anticipadamente las grandes catástrofes: inundaciones, granizo, fuertes tormentas; siempre supo preparar a las madres y a los más ancianos y ponerlos en guardia; siempre supo evitar lo peor, interponiendo su saber, su valor y su confianza entre las fuerzas supremas y el pueblo y la desesperación. ¿Por qué no lo supo y nada dispuso esta vez con antelación? ¿Por qué no dijo una palabra a nadie del oscuro y alarmante presentimiento que siempre tuvo?

Levantó la estera que servía de puerta a su choza y llamó por su nombre a su mujer, en voz baja. Ella acudió, con el hijo más pequeño en brazos; él le quitó el niño y lo colocó sobre la paja, tomó la mano de Ada, puso un dedo en sus labios imponiéndole silencio, la llevó un poco lejos de la choza y observó que su cara tranquila y paciente se desfiguró de pronto angustiada y horrorizada.

—Los niños seguirán durmiendo, no deben ver esto, ¿entiendes? —le dijo con violencia en un susurro—. No debes dejar salir a ninguno de ellos, ni a Turu. Tú misma te quedarás adentro.

Titubeó, incierto de lo que debía decir, de cuánta parte de sus pensamientos debía revelar, y luego agregó con firmeza:

—Nada te pasará a ti, nada a los niños.

Ella le creyó en seguida, aunque su cara y su ánimo no se hubiesen recobrado del miedo que sentía.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, mirando el cielo fijamente, mientras se retiraba—. ¿Algo muy malo?

—Muy malo —dijo él suavemente—. Creo que algo muy malo. Pero no para ti ni para los pequeños. Permaneced en la choza. Cuida que la estera lo oculte todo. Tengo que ir al pueblo, hablar a la gente. Entra, Ada.

La empujó por la entrada de la choza, estiró cuidadosamente la estera, estuvo mirando unos segundos más la lluvia constante de estrellas, luego bajó la cabeza, suspiró una vez más con el corazón oprimido y luego se alejó de prisa por el pueblo, por la noche, hacia la cabaña de la gran abuela.

Allí estaba reunida ya la mitad de la gente, con rumor apagado, en la vacilación entre el terror y la desesperación suscitada por la angustia, y a medias reprimida por respeto a la anciana. Había mujeres y hombres que se entregaban a la sensación de horror y ruina inminente con una suerte de furia y de gozo, que estaban rígidos como hechizados y se movían sin poder dominar sus miembros; una mujer tenía espuma en los labios, bailaba para sí misma una danza desesperada y al mismo tiempo obscena y, bailando, se arrancaba los largos cabellos a mechones. Knecht comprendió: la locura se había desatado, todos estaban como perdidos por una borrachera, embrujados por la caída de las estrellas, enloquecidos. Sería tal vez una orgía de demencia, furia y placer de autodestrucción. Era urgente reunir a los pocos valientes y reflexivos y darles ánimo. La viejísima gran abuela estaba tranquila; creía que había llegado el fin de todas las cosas, pero no se defendía siquiera y mostraba al destino una cara adusta, firme, burlona casi en sus agrias muecas. La convenció para que lo escuchara. Trató de explicarle que las viejas estrellas, las de siempre, seguían estando en su lugar, pero ella no podía admitirlo, ya porque sus ojos no tenían más la fuerza necesaria para verlas, ya porque su idea de las estrellas y su propia relación con ellas eran cosa demasiado diferente de las del hacedor de la lluvia, para que ambos pudieran entenderse. Meneó la cabeza y conservó su valerosa mueca, y cuando Knecht la conjuró a no abandonar a su gente a sí misma y a los demonios, en su embriaguez de angustia, ella estuvo completamente conforme. Alrededor de ella y del hacedor del tiempo se formó un pequeño grupo de hombres ansiosos pero no enloquecidos, prontos a dejarse guiar.

Todavía en el instante de su llegada, Knecht esperó poder dominar el pánico con su ejemplo, la razón, la palabra, la explicación y la persuasión. Pero ya el breve coloquio con la gran abuela le demostró que era demasiado tarde. Creyó que podía hacer compartir a los demás su propia vivencia, ofrecérsela en regalo y trasladarla a ellos; creyó que con su arte de persuasión ellos comprenderían que no caían las estrellas, por lo menos no todas, y que no se las llevaba esa tempestad universal; creyó que pasando del miedo desamparado y del asombro a la observación activa, resistirían su estremecimiento. Pero vio muy pronto que en todo el pueblo había muy pocos individuos accesibles a esa influencia y que mientras se los ganaba a la calma, los demás estarían totalmente enloquecidos. No, en este caso, como otras veces, nada se lograría con la razón y las palabras de la sabiduría. Si era imposible disipar la mortal angustia venciéndola con la razón, era dable, sin embargo, guiarla, organizaría, darle forma y rostro y hacer del desesperado desorden de los dementes una firme unidad, de las voces individuales indomeñables y salvajes, un coro. Knecht puso en seguida manos a la obra, en seguida halló los medios. Se adelantó hacia la gente, gritó las conocidas palabras del rezo con que se iniciaban los públicos ejercicios de piedad y expiación, el llanto por una gran abuela o la fiesta de sacrificio y penitencia en caso de peligros públicos, como la peste y la inundación. Gritó las palabras en compás y reforzó ese compás golpeando las manos, y a ese ritmo, aullando
y
palmoteando, se inclinó casi hasta el suelo, volvió a levantarse, siguió inclinándose y levantándose, y ya diez y veinte le acompañaron en esos movimientos, mientras la anciana madre del pueblo permanecía erguida, murmurando rítmicamente y dando la señal de los ademanes del rito con leves inclinaciones. Todos aquellos que acudían desde las chozas se encuadraban en seguida en el compás y el espíritu de la ceremonia; los pocos posesos cayeron pronto al suelo agotados y se quedaron inmóviles o fueron dominados y arrastrados por el murmullo del coro y el ritmo de las reverencias del acto religioso. El procedimiento no falló. En lugar de una horda de locos desesperados estaba allí un pueblo de devotos prontos al sacrificio y a la expiación, en quienes eso calmaba y robustecía el corazón, para aplacar su miedo a la muerte y su horror, en un coro ordenado de todos, en un ritmo, en una ceremonia de conjuro, en lugar de encerrar ese horror en sí mismos o expresarlo individualmente en rugidos. Muchas fuerzas ocultan actúan en esos ejercicios; su mayor confortación estriba en la uniformidad que redobla el sentimiento de comunidad, y su medicina más segura son la medida, el orden, el ritmo, la música.

Mientras todo el cielo de la noche se cubría aún con el abundoso caer de esas chispas estelares como por una catarata silenciosa de gotas de luz, que siguió dos largas horas más dilapidando sus grandes rezumos de fuego rojizo, el horror del pueblo se convirtió en rendida devoción, en invocación y sentimiento expiatorio, y a los cielos caídos fuera de su orden se opuso la angustia y la debilidad de los hombres como orden y armonía de un culto. Antes aún que la lluvia de estrellas comenzara a cansarse y a fluir menos densa, el milagro estaba realizado e irradiaba salud espiritual, y cuando el cielo pareció lentamente tranquilizarse y sanar, todos esos penitentes casi agotados por el cansancio tuvieron la redentora sensación de haber calmado con su ejercicio a las potencias y devuelto la normalidad al cielo.

La noche de terror no fue olvidada; se habló de ella durante todo el otoño y el invierno, pero pronto ya no se hizo murmurando y conjurando, sino en tono ordinario y con la satisfacción que subsiste después de una desgracia superada valerosamente, de un peligro vencido con buen resultado. Cada uno gozó en dar detalles, cada uno había sido sorprendido a su manera por lo increíble, cada uno quería haber sido el primero en descubrirlo; se atrevieron a reírse de algunos más temerosos y asustados, y por mucho tiempo perduró en el pueblo cierta excitación. ¡Algo se había vivido, algo grande había ocurrido y pasado!

En este estado de ánimo y en el lento olvido del gran acontecimiento, Knecht no tuvo parte. Para él, ese fatal fenómeno fue una advertencia inolvidable, una espuela nunca eliminada; para él no quedaba ni borrado ni desviado aquello por el hecho de que cesara y hubiera sido aplacado con la procesión, el rezo y los ejercicios expiatorios. Cuanto más tiempo pasó, tanta mayor importancia fue cobrando para él, porque le fue buscando el sentido y se dedicó a él totalmente, cavilando e interpretando. Para Knecht ya el acontecimiento en sí, el maravilloso espectáculo de la naturaleza, fue un problema difícil e infinitamente grande con muchas perspectivas; quien lo hubiera visto, podía muy bien meditar sobre él toda la vida. Una sola persona en el pueblo hubiera observado la lluvia de estrellas con las mismas disposiciones y ojos idénticos, su propio hijo y discípulo Turu; solamente las confirmaciones o las correcciones de este único testigo hubieran tenido valor para Knecht. Pero él había dejado dormir a su hijo y cuanto más reflexionaba al respecto, preguntándose por qué en realidad había procedido así, por qué había renunciado en tan inefable sucedido al único testigo y observador serio, Unto más se robustecía en él la opinión de que había obrado bien y correctamente y obedecido a una sabia intuición. Quiso proteger a los suyos de esa visión, también a su aprendiz y colega, y a éste sobre todo, porque a nadie quería tanto como a Turu. Por eso le había ocultado y escamoteado la caída de las estrellas, porque además creía en los buenos espíritus del sueño, sobre todo en los de los jóvenes, y además, si la memoria no lo engañaba, en ese instante, en realidad, en seguida después del comienzo del fenómeno celeste, había pensando menos en un inmediato peligro de vida para todos que en una señal profética y una desgracia anunciada para el futuro, y precisamente en algo que a nadie se referiría más que a él, el hacedor del tiempo. Algo estaba madurando, un peligro y una amenaza de aquella esfera con la que se vinculaba su cargo, y le atañía a él, ante todo y expresamente, cualquiera fuese su forma. Oponerse a ese peligro despierto y decidido, prepararse para, el mismo en el alma, aceptarlo, pero sin empequeñecerse ni perder la dignidad: tal fue la admonición y la resolución que él dedujo del gran signo premonitorio. Este futuro destino exigía un hombre maduro y valiente, por eso no hubiera sido conveniente, incluir al hijo, tenerlo como compañero de sufrimiento o aun sólo de conocimiento, porque, aunque le apreciaba tanto, no sabía a ciencia cierta si un hombre joven y no fogueado tendría fuerza para ello.

Su hijo Turu, naturalmente, no estaba nada satisfecho por haber perdido el gran espectáculo y dormido tranquilamente. De cualquier manera que se lo interpretara, fue en todo caso algo grande, y tal va nunca ya ocurriría algo parecido en toda su vida; se le habían escapado una vivencia y un milagro universal; por mucho tiempo, pues, estuvo enfurruñado con el padre. Luego, el murmullo de la queja te perdió, porque el anciano le compensó con más delicadas atenciones y lo empleó cada vez más en todas las funciones de su cargo y, visiblemente, en previsión de lo futuro, trató con más esfuerzo de educar plenamente a Turu como el sucesor más perfecto posible, el mejor iniciado. Aunque le habló muy rara vez acerca de aquella lluvia de estrellas, cada vez con menos reserva lo inició en sus secretos, sus prácticas, su saber y su indagar, y aun se hizo acompañar por él en salidas, intentos e investigaciones de la naturaleza, que hasta entonces no había compartido con nadie.

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