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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (11 page)

BOOK: El juego de Sade
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La casa está absolutamente muda. El silencio reconfortante de las cinco y pico de la mañana. Procuras evitar cualquier ruido inculpatorio. Movimientos sigilosos. Te desnudas en el vestidor y te pones el pijama. Te haces el remolón en la cocina, sentado en un banco largo, con un vaso de leche fresca en la mano, para retrasar la entrada en el dormitorio donde sabes que encontrarás a Shaina y su perrita acurrucada. ¿Qué le contarás si, adormecida, te pregunta qué horas son estas de volver? Lo ensayas. Una de tus mentiras.

Sí, lo sé. Sé que te gustaría contárselo todo, sin rodeos, que has pasado la noche con el tipo que se la tira. Disfrutarías relatándoselo con toda clase de detalles, aceptando que no tiene mal gusto y preguntándole si es verdad la apreciación de Anna: ¿es su verga una verdadera obra de arte?

No lo harás. Voy a decirte lo que sucederá: te acabarás la leche, dejarás el vaso boca abajo en el fregadero, caminarás de puntillas hasta el dormitorio, abrirás la puerta con el mayor sigilo y te acostarás con más cuidado, si es preciso, sentándote primero en la cama, evitando hundirte y acomodando las piernas y después el tronco. Con un poco de suerte, solo
Marilyn
se dará cuenta de tu presencia y se acurrucará más contra Shaina, observando en la oscuridad con sus ojillos aburridos.

—¿Jericó? ¿Qué hora es? —Shaina enciende la luz de la mesilla de noche y mira el reloj despertador—. ¿Cómo llegas tan tarde?

«¿Un poco de suerte, decías? ¡La suerte me volvió la espalda hace tiempo!»

—Duerme —le murmuras—, mañana te lo cuento todo, ha sido una noche muy provechosa.

¿Provechosa? ¡Esa si que es buena, Jericó! ¡Te superas cada día! Provechosa, dice…

Shaina está adormilada. Con un bufido previo, se cubre la cabeza con la almohada al tiempo que, a tientas, apaga la luz de la lamparilla.

Mantienes los ojos abiertos en la oscuridad, rememorando la experiencia vivida en el Donatien, pasando diapositivas imaginarias. Te sientes como una momia egipcia en un sarcófago, rígido, evitando el contacto con una esposa con la que sigues conviviendo por meros motivos económicos.

Entonces, piensas en el proverbio que el gran Gabo te repetía a menudo: «Un sabio puede llegar a sentarse en un hormiguero, pero tan solo un necio es capaz de quedarse en él.»

 

¡Despierta, Jericó! Son más de las doce y media y Shaina ha salido. ¡Vía libre!

Abres los ojos lentamente. La luz del sol invade la habitación, una luz intensa y ofensiva. Transcurren algunos minutos antes de que te sitúes plenamente. Estiras la osamenta sobre las sábanas, hasta que te levantas enérgicamente y averiguas, con la pericia de un explorador, si estás realmente solo en casa. No se oye ningún ruido, aparte del centrifugado de la lavadora.

¡Ya te lo he dicho, estás solo! ¡Puedes bajar la guardia, Jericó!

Entre bostezos, vas hacia la cocina, coges una cápsula y la metes en la cafetera. El vaso que empleaste para beberte la leche ayer noche sigue en el fregadero, boca abajo, tal como lo dejaste, y así como un vaso de tubo con los regueros del batido de frutas que Shaina se prepara cada mañana. Sintonizas la radio esperando el café, pero no la escuchas, porque una obsesión ha comenzado a roerte. Una preocupación te inquieta sobremanera.

Mantener relaciones sin condón en estos tiempos de promiscuidad banal solo puede hacerlo un idiota. ¿Cómo no has caído en ello? Estabas tan excitado, la atmósfera sádica era tan embriagadora, que te dejaste guiar por el instinto. Tal vez, si no estuvieras pasando por esta mala racha, lo habrías previsto, pero se ve que estás harto de la vida. ¿O acaso no recuerdas, Jericó, cuántas veces, últimamente, has rogado a la dama negra de la guadaña que te siegue la vida? ¿Y ahora te angustia la posibilidad de haberte contagiado alguna enfermedad de transmisión sexual? ¡Menudo capullo estás hecho!

El primer sorbo de café te quema los labios resecos. Lo dejas reposar sobre la encimera y te sientas, contemplando la nubecilla de humo que se escapa de la taza esquivando objetos invisibles.

Piensas en la incoherencia que te embarga. Desearías morir y, cuando el destino te brinda la oportunidad de hacerlo con un contagio fatídico, te inquietas.

«¡Un análisis! ¡Necesito una visita urgente a un médico y un análisis! Pero ¿a quién recurrir?»

Tienes muchas opciones, pero hay una que parece la óptima: Eduard, tu amigo médico. Es el padre de Alfred, el escritor cornudo, el compañero de Magda. Lo meditas un rato. ¿No será morboso, por ventura, mezclar a Eduard en un asunto en el que, indirectamente, han intervenido su hijo y la compañera de este? Quizá sí, pero sabes que nadie mejor que él te recibirá y sabrá entender lo que ha sucedido. Tampoco es necesario que se lo cuentes todo con pelos y señales. Y mucho menos que le menciones la magnífica interpretación de su nuera en el Donatien.

Espoleado por la cafeína, vas a coger la Black —tropezando con el arcón de novia del siglo pasado que hay en el vestíbulo— y buscas en la agenda su número. Lo llamas…

—¿Sí?

—Eduard, soy Jericó. ¿Cómo estás?

—¡Jericó! ¡Qué sorpresa! ¡Hace tiempo que no nos vemos!

—Sí, desde la presentación de la novela de Alfred en Abacus.

—Efectivamente. ¿Cómo van las cosas?

—No muy bien.

Has agravado el tono.

—¿Y eso?

—Quisiera pasar por tu consulta lo antes posible y contártelo en persona.

—De acuerdo, ¿cómo te va a mediados de la semana que viene?

Carraspeas.

—¿Podría ser hoy mismo?

—¿Tan grave es?

—¡Podría serlo!

Eduard se detiene para organizarse.

—Pasa a primera hora de la tarde, hacia las dos y media. La primera visita concertada la tengo a las tres y media. ¿Te va bien?

—¡Perfecto! ¿Cómo está Paula?

Tarda en responderte.

—Esta tarde hablamos de todo, ¿de acuerdo?

Asientes, extrañado por su evasiva, y cuelgas después de despedirte.

Ya está, Jericó, ya has tomado cartas en el asunto del posible contagio. Eduard te visitará, te tomará unas muestras de sangre y muy pronto te comunicará los resultados.

Satisfecho, te encaminas al frigorífico para servirte una fruta. Puedes escoger entre kiwis, plátanos, melocotones, peras o sandía. Shaina se prepara cada mañana un batido con todas estas frutas y ya no come nada más hasta el mediodía. Te decides por un plátano.

La fruta fálica en la mano te sugiere algunas imágenes del Donatien. Intentas borrarlas, pero te atraviesa como un cohete la frase de Anna sobre el plátano del tipo que se tira a Shaina.

«¿Una verdadera obra de arte?» Encajas una dentellada rabiosa al plátano y sonríes como un adolescente. Lo miras, amputado, y sueltas un malicioso «ahora ya no eres una obra de arte». Pero no puedes continuar amputando tranquilamente el plátano, porque has percibido la entrada de Shaina en casa.

¡Vaya! Qué casualidad, ¿no te parece, Jericó? ¡Ahora que te desquitabas de la infidelidad haciendo vudú dentífrico aparece ella para estropearte el placer!

 

Te dispones a recibir a Shaina. ¡Qué feliz serías sin ella! ¿No es eso lo que piensas? Te comprendo, amigo mío, te comprendo. No es fácil convivir con alguien a quien odias, pero las circunstancias se imponen y, de momento, no puedes iniciar un proceso de divorcio que empeoraría tu precaria situación económica.

Te sientas ante la encimera y la esperas, contando las pisadas de sus tacones en el parqué flotante. Ha venido directamente a la cocina con una bolsa de la compra en cada mano y la perrita detrás de ella.

—¡Buenos días, Jericó! Anoche llegaste tarde, ¿no?

Viste unas mallas negras y una camiseta de Pepa Bonett por fuera, cortada a la altura de un dedo por debajo del ombligo, exhibiendo el contorno de la cadera.

—¡Buenos días, Shaina!

No te mueves del asiento. En la mano aún tienes el plátano pelado a medio acabar. Ella ni te mira, se dirige hacia la nevera para guardar la compra, mientras
Marilyn
bebe de su recipiente.

—¿Dónde estuviste?

Lo ha preguntado sin mirarte, mientras libera unos yogures con bífidus del cartón que envuelve el
pack
.

—Estuve cenando con unos inversores noruegos. Al acabar, querían conocer la Barcelona noctámbula. Los paseé de aquí para allá.

—¿Unos inversores noruegos?

—Sí, me los contactó Niubó —dices, refiriéndote al jefe del bufete de abogados que trabaja en la liquidación de tu empresa—. Existe la posibilidad de que estén interesados en adquirir la promotora.

Shaina te mira fugazmente y sigue la ordenación de productos.

—¿Y unos noruegos se interesan por una empresa en quiebra?

—Les interesa el trabajo de restauración monumental. Y Jericó Builts —el nombre comercial de tu empresa— ha sido de vanguardia en este campo.

—¡Y ruinosa! —añade con malignidad.

La ofensa te espolea a pegar otra dentellada poderosa al plátano. ¡Si ella supiera que amputas el pene de su amante! ¡Bravo, Jericó! ¡Un mordisco bien fuerte!

—¡Si al final se deciden a adquirir la sociedad, nos evitarán muchos problemas!

La mirada que sigue a tu comentario ya es perversa y reprobatoria.

—¿Nos evitarán? Querrás decir «te evitarán», ¿no?

Así es ella. Desde que el barco naufraga se ha lavado las manos de todo. Te ha abandonado a tu suerte y se ha buscado un amante con quien echar los polvos.

¿Y eso te extraña, Jericó? ¿No te acuerdas lo que te confesó aquella noche en el café de la Ópera de París, después de dos copas de champán —ella que no bebe nunca, porque afirma que las encimas del alcohol engordan— con los ojos encendidos? Ya te lo recuerdo yo: «Las mujeres buscan la seguridad en un hombre, pero esta no siempre comporta la satisfacción sexual.» Deberías haber visto la cara que se te quedó. ¡Tú, que pensabas que la hacías disfrutar como nadie en la cama! ¡Ay, capullo! Y no acabó aquí. Desinhibida y con la lengua suelta, añadió: «Siempre me han puesto los chicos con cabellera morena, musculosos y muy altos.»

¿Cómo ves, ella ya te lo advirtió? Pero tú eras un narcisista en la cresta de la ola y creías que el mundo se rendía a tus pies. No hiciste ni caso de su confesión ebria, menospreciando el
in vino veritas
. Al día siguiente ni te acordabas del asunto, cuando aquello era una forma de sincerarse e informarte, veladamente, de que suspiraba por acostarse con un tipo así. Si no lo hizo antes, Jericó, es porque la tenías bien sujeta con las Visas y la pasta. Pero cuando la cadena de oro se fundió, la palomita se afanó por oler el plátano de un moreno, alto y musculoso.

Tu último mordisco es directamente proporcional a la ira que te invade. Quizá sea una forma pueril de venganza, pero lo que cuenta es que te ha hecho sentir bien, ¿no?

—Jericó, necesito quinientos euros para esta tarde.

Para pedirte la pasta te ha mirado de forma distinta, se diría que más dulce.

—¿Quinientos euros? Sácalos de la caja fuerte.

—Solo hay trescientos.

Está apoyada en la nevera con los brazos cruzados.

Te extraña que quede tan poco. «¿Ya se ha pulido los dos mil que dejé hace tres días?», refunfuñas en voz baja. La maldices, pero, ¿vale la pena discutir a estas alturas? Claro que no. Dentro de poco todo se habrá acabado, la empresa estará liquidada y tu matrimonio también. Suerte que ignora el colchón en dinero negro que has estado reservando para cuando llegara el momento. Desconoce la caja de alquiler que contrataste, hace ya dos años, en un banco con el cual no has trabajado para evitarle posibles pistas. No sabe que tienes algo de pasta en previsión para el día después del juicio final, sobre todo para que Isaura no sufra las consecuencias de vuestro despilfarro.

—Te los dejo sobre la mesilla de noche. ¿Puedo preguntarte para qué son?

¡Qué pregunta más imbécil! Apostarías el brazo derecho a que tu pasta cubrirá los gastos de una salida con el guaperas. Tratas de reprimirte, porque estás a punto de espetarle que ya podría disfrutar del plátano del dependiente de ropa en el miserable apartamento que él tiene alquilado en el Ensanche y no en un hotel caro de la ciudad. Que si lo que necesita es sexo, podrían encerrarse en el tugurio de Josep y pedir comida china. Que es una maldita furcia, porque no solo te está poniendo los cuernos, sino que, encima, los adorna con el cinismo de sufragarle el placer.

Shaina balbucea; suele hacerlo cuando miente:

—Tengo que hacer un par de compras. Quiero regalarle algo a Berta por su aniversario y también quiero mirar algo para Isaura. La semana que viene cumple catorce.

«¡Catorce años, ya!» Te habías olvidado. El martes que viene es su cumpleaños. Tu hija ya es toda una mujercita. Y tú, Jericó, un pobre diablo…

 

Antes de acudir al consultorio de Eduard, decides pasarte por el pub cafetería donde acostumbras a tomarte una copa para visitar a Toni.

Has almorzado muy frugalmente, un sándwich vegetal, porque no te apetecía nada más ni te veías con ánimos para sentarte a la mesa con Shaina. Has comido de pie y luego has ido a ducharte. Has simulado que trabajabas en el despacho cuando lo único que has estado haciendo es buscar información sobre el marqués de Sade en la red. Algunos pasajes de
La filosofía en el tocador
te han impresionado. Decides que vas a comprarte el libro.

Cuando se ha hecho la hora de marcharte, has visto que Shaina estaba en el sofá mirando la tele, con
Marilyn
en el regazo. El seco adiós que os habéis dedicado ha precedido tu advertencia final: «Te he dejado la pasta encima de la mesilla de noche.»

La visita al bar que regenta Toni tiene como objetivo aclarar cómo conocía el Donatien. Tu camarero favorito no se inmuta cuando te ve entrar. Está preparando café para algunos clientes. Te sientas en la barra y esperas tu turno. Una vez que ha servido a los parroquianos, se encamina hacia ti, te da la áspera bienvenida de costumbre y te pregunta qué vas a tomar.

—¡Un Jeanne Testard! —le sueltas en tono malicioso.

Impasible, te responde:

—Deberá explicarme qué es, Jericó, porque no lo tengo en la carta.

—Venga, Toni, ¿cómo se te ocurrió enviarme a aquel antro?

Por primera vez, asegurarías haber descubierto un sutilísimo gesto de contrariedad en el rostro alciónico.

—Para serle sincero, nunca he estado en ese local.

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