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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (15 page)

BOOK: El juego de Sade
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El marqués se sorprende de la pulcritud de la escalera. Después de ver el lamentable aspecto que ofrecían la calle y la fachada de la casa, supuso que el interior mantendría la atmósfera de fetidez. ¡Nada de eso! La escalera está limpia, la han barrido y regado.

Cuando están a punto de llegar al rellano, la puerta del piso se abre. Aparece una figura femenina de mediana edad que viste el delantal de las sirvientas de cocina, la señorita Lamaire, asistente de Mariette Borelly. Les da la bienvenida, dedicando una reverencia ensayada al marqués, y los invita a seguirla hasta el salón, una sala rectangular, amplia y ventilada por dos grandes ventanales.

Cuatro chicas se levantan al entrar los invitados, cuatro mujeres muy diferentes tanto en cuanto al aspecto físico como al atuendo, pero todas ellas —piensa Sade— con aire de prostitutas.

Tras una reverencia previa, se van presentando una a una. Mariette Borelly, la propietaria del piso; Marianette Laugier, la más atractiva físicamente; Rose Coste, la chica que miraba por el ventanal, y Marianne Laverne, la menos agraciada.

A Latour le corresponde hacer los honores de presentar a su amo, que se toca con el pomo dorado del bastón el ala ancha del sombrero, un saludo nada usual para las chicas. A Rose se le escapa una sonrisa.

Mariette ordena a la sirvienta Lamaire que abandone la habitación. El señor marqués se quita el sombrero y el espadín, y los deja sobre una mesa, juntamente con el bastón. Declina la invitación de Mariette para beber algo y pide a Latour que saque la bombonera del interior del baúl e invite a las chicas.

—Son dulces de anís, esmeradamente elaborados en la cocina de mi castillo de Lacoste. Disfrutad de ellos, por favor, seguro que nunca habéis probado nada tan delicioso.

Latour ha destapado la bombonera de cristal con el borde dorado y les va ofreciendo el contenido una por una. Después, vuelve a dejar la bombonera tapada dentro del baúl.

El marqués se anima poco a poco. Se pone la mano derecha en el bolsillo de la levita, coge unos cuantos escudos y con la palma abierta los muestra fugazmente a las chicas. A continuación cierra el puño para ocultarlos.

—A ver cuál de vosotras lo adivina: ¿cuántos escudos tengo en la mano?

Las chicas ríen. La más risueña, sin duda, es Rose Coste, que está chupando el dulce con aire infantil. La más adusta es Marianne Laverne.

El juego del marqués las entusiasma. Todas pronuncian una cifra en voz alta. Es Marianne quien la acierta, precisamente la menos agraciada de las cuatro. El marqués se felicita en silencio. La más fea comenzará el juego y a las más atractivas las reservará para los postres.

—¡Te ha tocado! Tú serás la primera en complacerme —le informa.

Marianne lo toma por el brazo y lo guía hacia un cuarto. Antes de entrar, el marqués reclama la presencia de Latour, que se ha demorado mirando con excitación a las otras chicas.

Los tres entran en el cuarto —austero, pero ventilado— y Sade solicita a la chica que se desnude antes de pedir a Latour que haga lo propio.

Marianne es ágil desvistiéndose. Sin ropa no es tan fea. Tiene los pechos prominentes y erectos, coronados por dos pezones amplios. Su sexo queda completamente oculto por una mata de vello castaño.

Cuando los dos están desnudos, Sade les pide que se acuesten. El criado está empalmado. Tiene el pene grueso, largo y venoso. El marqués rebusca en el baúl que el criado ha dejado en el suelo del cuarto y saca otra vez la bombonera de cristal. Ofrece algunos a la chica.

—Come unos cuantos dulces. Te estimularán el placer.

Marianne obedece y se traga dos confites mientras Latour le explora el vello púbico. El marqués se sienta en un extremo de la cama y pide a la chica que se ponga boca abajo. Entonces, el marqués le azota las nalgas, cada vez más fuerte. Hace un gesto de acercamiento a Latour y, con la mano libre, la izquierda, coge el duro miembro de su criado y lo masturba.

—¿Le gusta, señor marqués? ¿Le gusta que su sirviente Lafleur lo masturbe?

La actitud de Sade ha dejado petrificada a Marianne, que mira de reojo el movimiento de la muñeca del señor marqués mientras este masturba al criado. Latour asiente con la cabeza. Tiene los ojos encendidos. Mientras tanto, con la mano derecha, Sade continúa golpeando las nalgas de la chica, quien pese al incipiente dolor, procura no quejarse. La acción se prolonga unos minutos. Marianne está perpleja, pero aguanta, y Latour acompaña la masturbación de su amo con un movimiento de nalgas, sumido en el placer.

Detienes la lectura. ¿No te resulta impactante, Jericó? Las escenificaciones del marqués de Sade son de una perversidad apabullante. No es de extrañar que un aristócrata con estas desviadas aficiones acabara sus días en un manicomio.

«¿Qué juego era ese? ¿Qué pretendía Sade masturbando a su criado mientras lo llamaba «señor marqués»? ¿Por qué hacerse pasar por Lafleur, un criado imaginario? ¿A qué venía ese cambio de papeles en el lecho de una puta?»

No se te ocurre ninguna respuesta. Tal vez no estés preparado para entenderlo.

Entonces, ¿por qué te has resignado a continuar jugando este juego? ¿Por qué no te has negado? Yo no le veo la gracia a la actitud del marqués. Drogar a unas prostitutas, la bisexualidad… ¿No será que, en el fondo de tu inconsciente, hay algo en todo esto que te atrae?

Sade se detiene. Vuelve a coger la bombonera y ofrece más dulces a la chica, que permanece sentada en la cama, amedrentada por la lunática mirada del señor marqués y el pene a punto de explotar de su criado.

Marianne se come unos cuantos confites más, a instancias de Sade, hasta que finalmente rechaza más dulces, arguyendo que «ya tiene bastante».

—¿Quieres ganarte un luis de oro, Marianne?

Ella asiente en silencio.

—Deberás dejar que él te penetre por el culo. ¿O quizá prefieres que lo haga yo?

—Por detrás no, señor, no he admitido la sodomía a ningún cliente. ¡Otra cosa, pero por el culo no!

El tono ha sido bastante convincente y Sade no insiste.

—Entonces deberé castigar tu virtud —le advierte, a la vez que saca del baúl una disciplina de pergamino con finas agujas.

Marianne se espanta.

—Tranquila, no te alarmes. No es para ti. Quiero que cojas la disciplina y me castigues.

Sade extiende el brazo para ofrecerle el macabro instrumento. Ella duda.

—¡Si tú no me fustigas, lo haré yo!

Con mano temblorosa, Marianne coge la disciplina. Latour se está estimulando lentamente.

Sade se baja las calzas de seda y, agachado, ofrece el culo a la chica.

—¡Pégame!

El primer golpe es tímido.

—¡Más fuerte! —le conmina el marqués.

El segundo es más intenso, pero no lo suficiente para clavar las agujas dobladas en las nalgas del señor.

—¡Más!

El tercero pierde fuerza. Marianne grita un «no puedo» y deja caer el azote al suelo.

Sade se incorpora, visiblemente contrariado.

—¡Nunca entenderé vuestra moral! ¿Tan embriagadora te resulta la virtud que eres incapaz de vengar tu desdicha en el culo de un noble?

Marianne no ha entendido lo que le ha dicho. Se limita a repetir el «no puedo» apagado y tembloroso.

—Está bien, lo comprendo, seguramente se trata de las agujas de la disciplina. Lo arreglaremos. Llama a la sirvienta y pídele que nos traiga una escoba de brezo.

La chica obedece. La sirvienta no tarda ni un minuto en servirla.

El marqués la ayuda a coger la escoba del revés y la alecciona sobre cómo debe emplearla para golpearlo.

—¿Lo has comprendido, Marianne? ¡Ánimo, que es solo una escoba!

Sade se agacha otra vez con el culo en pompa y comienza a encajar los golpes de la chica. Siente que el dolor le endurece el pene y, excitado, la anima a pegarle más fuerte.

Llega un punto en que Marianne ya no puede más. Ya no puede soportar aquella salvajada. Sade tiene las nalgas al rojo vivo y los ojos embriagados de placer. Cuando ella le hace saber que está cansada, él asiente, le retira la escoba de las manos y la tranquiliza
:

—¡Lo has hecho muy bien! Puedes ir a beber agua, si lo deseas. Dile a una de tus compañeras que venga.

Es Mariette la que entra a regañadientes. Seguramente Marianne le ha hecho un resumen de todo lo ocurrido, así que la propietaria del lupanar se escabulle hacia un rincón de la habitación, al lado de la chimenea que la caldea en los duros inviernos. Sade le ofrece confites, pero la chica solo come uno, claramente intimidada.

Le indica que se desnude. Es mucho más atractiva que la primera, más esbelta y de piel más fina. Le ofrece la escoba y le explica, como ha hecho antes con Marianne, cómo debe emplearla.

Mariette obedece. Satisface al marqués, pero se alarma cuando ve que, con la escoba en las manos, él le pide con aire amenazador que sea ella la que se agache.

Sade, loco de placer y con los ojos desorbitados, le propina unos cuantos golpes.

La chica aguanta estoicamente, pero luego contempla horrorizada el cuchillo que el señor extrae del baúl. Se calma cuando comprueba que no le está destinado y sigue atónita los números que Sade graba en la escayola de la chimenea. Cuatro números de tres cifras. Más tarde este le explica, con una sonrisa que parece de otro mundo, que son los golpes que ha recibido.

Le ordena que se tumbe en el lecho y, sin la menor delicadeza, la penetra por delante al tiempo que con la mano derecha masturba a Latour, el espectador pasivo —pero excitado— de todo el juego. Mariette no da crédito a lo que tiene lugar a continuación. El señor solicita al criado que lo sodomice mientras está dentro de ella. «Hágame suyo, señor marqués. El culo de su sirviente Lafleur es para vos», grita.

Mariette no comprende nada de lo que pasa. Es la primera vez en su vida que se encuentra en semejante situación. Sin ánimos para mirar al marqués a los ojos ni para contemplar cómo el criado lo posee, solo ruega en silencio que todo eso acabe.

El gemido sordo de placer de Latour le indica que el criado ya ha eyaculado. El marqués tiene los ojos en blanco —se ha atrevido a mirarlo— y de pronto nota su corrida dentro del sexo, aturdida por el grito, casi más de dolor que de placer, que ha soltado.

Las gotas de sudor del rostro del señor le caen sobre los pechos. Sade tarda unos segundos en retirarse y cuando lo hace es con brusquedad. La misma que emplea para despedirla y exigirle que haga acudir a la tercera compañera.

El politono de la Black te reclama. Te levantas para atender la llamada y te das cuenta de que se trata de un número oculto. Respondes.

—Hola, semental, ¿has comenzado la lectura?

Es Anna.

—¿Qué quieres ahora?

—¿Lo has hecho alguna vez con más de una mujer?

—¡Estás enferma! ¡Este relato es una guarrada!

—¿Ah, sí? ¿Y qué dice tu verga? ¿También lo considera una guarrada?

Te miras el pene y compruebas, estupefacto, que estás empalmado.

—Se te ha puesto dura, ¿eh, semental?

—¡Déjame en paz! ¡No quiero saber nada más de ti ni de tu asqueroso marqués de Sade!

—¡No me lo creo! ¡Eres un cerdo, igual que tu mujer! ¡Si hubieras visto cómo disfrutaba cuando he entrado furtivamente en la habitación del hotel para dejarle las llaves en el bolso! En fin, te espero el martes. ¡Tenemos una grata sorpresa para ti!

Ha colgado. La loca ha colgado y tú te sientes desolado y sucio.

¿No deberías acabar con todo esto, Jericó? ¿No crees que estás llegando demasiado lejos?

 

Necesitas una copa. Vas hacia el mueble bar. «¡Hostia!» Acabas de pisar un cristal con el pie desnudo. Claro, ya ni te acordabas de la botella que se estrelló en el suelo. Cojeando, llegas al sofá, te arrancas el trozo de vidrio y lo dejas caer en un cenicero. «¡Joder, qué sangría!» Al menos el alcohol del whisky te desinfectará la herida, pero luego lo piensas mejor y renqueas hasta el baño para buscar el Betadine en el botiquín. Enseguida encuentras el botellín amarillo, lo coges y, con el pie dentro del bidé, procedes a desinfectarte. A continuación, das un zarpazo al rollo de papel higiénico, haciendo equilibrios, y te secas la herida. «¡Qué mala suerte!», te lamentas. Últimamente todo parece ir en tu contra, el universo entero conspira contra ti.

Justo en ese instante, llaman al teléfono fijo. «¡Como sea esa zorra de Anna!»

No, Jericó, no será ella. ¡Anna te ha llamado al móvil y el que está sonando es el fijo!

Te espabilas, saltando a la pata coja, para llegar a tiempo.

—¿Sí?

—Hola, papá, ¿cómo estás?

Es Isaura, tu hija. ¡Qué oportuna!

—¡Isaura! ¡Qué alegría! ¿Cómo va todo?

—Bien. Me lo estoy pasando de maravilla. ¡Tenías razón, Florencia es preciosa!

—Me alegra saberlo.

—Hemos visitado dos veces la galería de los Uffizi y un montón de cosas más, pero me encanta la plaza del Palazzo Vecchio.

—Lo sabía. Sabía que la Piazza della Signoria te gustaría mucho.

—Y vosotros, ¿cómo estáis?

Isaura ha cambiado el registro de voz en esta última pregunta. A pesar de su juventud, es plenamente consciente de que las cosas no marchan entre Shaina y tú. Sufre. La niña lo sufre en silencio. Lo sientes mucho, pero no puedes hacer mucho más de lo que ya haces: disimular.

—Muy bien. Mamá ha salido y yo estaba trabajando en el despacho.

—Llegaré el lunes a las ocho y media.

—¿Tengo que venir a buscarte al aeropuerto?

—Sí.

—De acuerdo, allí estaré.

—¡Adiós, papá! Dale un besito a mamá de mi parte.

—¡Lo haré, cariño, hasta el lunes!

Se te rompe el corazón cuando hablas con ella y ves que, con esa voz tan dulce, intenta remendar los descosidos de vuestro matrimonio. Es una niña muy inteligente y te ha pedido expresa y deliberadamente que des un besito a Shaina de su parte.

«Algún día, cuando seas mayor, cuando pueda hacerlo, te lo explicaré todo», le prometes para tus adentros.

De acuerdo, Jericó, ¡cuéntaselo todo con pelos y señales! No te olvides de nada, de ningún detalle, como que su padre se casó con su madre para presumir, que su vida ha sido una constante banalidad, que su padre juega al juego de Sade…

«¡Basta! He sido un buen padre. La quiero y lo sabes. Es lo único de este mundo que me mantiene lúcido y vivo. ¡O sea que no me mortifiques con reproches cínicos! ¡Déjala en paz!»

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