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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (6 page)

BOOK: El juego de Sade
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Los compañeros de sofá son más extravagantes de lo que presagiabas amparados por el velo de la penumbra.

Le dedicas una señal de extrañeza a Magda, un «¿De qué va todo esto?», gestual.

Te devuelve un gesto de guardar silencio y te murmura:

—No seas impaciente.

No te consideras impaciente. Lo que ocurre es que no entiendes nada de nada. Entonces, un hecho te llama la atención. El tipo de la peluca blanca de la entrada ha aparecido para situarse justo debajo del urinario. Te das cuenta de que todo el mundo lo mira.

—Buenas noches,
messieurs et dames
, sean bienvenidos al Donatien. —La voz del hombre es más grave de lo que habías percibido en el vestíbulo—. Hoy reviviremos el encuentro del divino marqués con Jeanne Testard. Estos hechos que describiré a continuación están extraídos de la declaración de la ciudadana Jeanne Testard el 19 de octubre de 1763, en presencia del abogado y comisario del Châtelet de París,
monsieur
Hubert Mutel, y del auxiliar del inspector de policía de
monsieur
Louis Marais,
monsieur
Jean Baptiste Zullot. El juego del marqués tuvo lugar el día anterior a la mencionada declaración, el 18 de octubre, en el arrabal de Saint-Marceau de París.

«¿Divino marqués? ¿Jeanne Testard? ¿No se referirá a Sade, el marqués de Sade?» ¡
Touché
, Jericó! ¿No te acuerdas de
Justine
? «¡Claro!»

Leíste la novela
Justine
del marqués de Sade con casi veinte años. De golpe, se te aclara todo.
Justine o los infortunios de la virtud
. Este era el título completo. ¡He aquí la contraseña! Y Donatien…, ¡se trata del nombre de pila del marqués, Donatien de Sade!

El individuo de la peluca de época se sirve de una especie de libreta de notas encuadernada en piel negra para declamar. Ha pedido la presencia de Magda y del tipo que se lo hace con Shaina, Josep, mientras tú rememoras algunas cosas de Sade.

«¡Excitante!» ¿Lo ves, Jericó? ¿Lo ves? ¡Ya te había dicho que valía la pena enfrentarte al reto!

Las luces se atenúan y una especie de cañón ilumina la escena con el hombre de la peluca, Magda y Josep amparados por el prominente urinario. Entonces —no puedes asegurar de dónde ha aparecido, pero lo hace entrando por la derecha—, la figura de un hombre de mediana estatura, torso atlético, vestido de época impecablemente, como si hubiera salido hace un rato de Menkes, la famosa tienda de disfraces, se planta delante del reducido auditorio y saluda con una reverencia cortesana. Una máscara le oculta el rostro bajo una peluca similar a la del narrador.

El maestro de ceremonias extiende la mano y lo presenta: «¡
Messieurs et dames
: el divino marqués, Donatien de Sade!» Y a continuación, sin escatimar el énfasis empleado, presenta a Magda como Jeanne Testard, quien le corresponde con una reverencia similar, y después al guaperas como «La Grange, el criado del divino marqués». No puedes restar méritos a la reverencia de saludo de ese hijo de mala madre.

¿Dónde te has metido, Jericó? No podías imaginarte que te reencontrarías con Sade veintitantos años después de haber leído
Justine
. Pero no te disgusta. Pinta bien.

Comienza el espectáculo. El tipo de la peluca inicia la lectura de la libreta de notas y los actores empiezan su actuación…

París, 18 de octubre de 1763

Jeanne Testard tiene el cabello castaño liso y se lo recoge con una cola de caballo sujeta por un lazo rojo. Su rostro es ovalado. Tan solo el flequillo le oculta media frente rosada. Los ojos, de un azul pálido, reflejan más aflicción que desvergüenza. Las manos —y este es un detalle que nunca escapa a Donatien de Sade— son ásperas, manos de una mujer del pueblo, de trabajadora; condición de clase que la calidad del vestido que le ciñe el cuerpo bien esculpido pone en evidencia.

El marqués de Sade se felicita en silencio por este magnífico cordero pascual que Du Rameau —una prostituta y alcahueta de la calle Montmartre de París— le ha proporcionado. Él necesita víctimas virtuosas y, para él, el trabajo proporciona virtud, un infortunio destinado a la clase baja del cual la aristocracia, a la que él pertenece, queda exenta por linaje.

Jeanne, bajo la mirada del criado La Grange, saluda al marqués con una reverencia, después de que aquel anuncie a su amo en tono ceremonial. El marqués de Sade es un hombre elegante, de porte distinguido, con el cabello castaño claro más bien tirando a rubio y los ojos azules. La mujer se fija en la distinguida levita de tela azul, las bocamangas rojas, los botones de plata y el espadín reluciente en la cintura. Está de pie justo delante de la puerta abierta del carruaje verde y le devuelve con una sonrisa —que ella no sabe si interpretar como maliciosa o bondadosa— su reverencia. Acto seguido, monta en el carruaje invitándola a hacer lo propio. Por unos instantes, Jeanne vacila. No sabe si subir, conminada por la mirada azul del elegante señor y su maliciosa sonrisa. Entonces, como si hubiera leído el pensamiento de la mujer, La Grange le muestra dos monedas de oro: dos luises. «No vas a dejar que se te escapen, ¿verdad?» Jeanne sabe que tendría que trabajar muchos días en el taller de abanicos para ganar dos luises de oro. Y como el hambre acucia —últimamente ha comido muy poco porque las vicisitudes han hecho mella en sus ya sus escasos ingresos—, acaba subiendo al carruaje seguida por el criado, que cierra la puerta.

A pesar de no haber elementos físicos de la narración en la escena, los actores llevan a cabo una representación gestual de los hechos. No dialogan ni abren la boca, pero actúan en silencio, moviéndose con elegancia y actitud. La descripción del atuendo del marqués en el relato coincide plenamente con el vestuario del actor.

Jericó, ¡reconoce que los tres han actuado muy bien! ¡También el amante de Shaina!

 

La representación sigue su curso mientras apuras el cóctel. No te gusta, pero tienes sed…

Los asientos están forrados de terciopelo de un rojo agresivo que la intimidan tanto como la mirada ausente y preocupada del marqués. Entonces se da cuenta de que el anfitrión tiene unas marcas en el rostro, unas cicatrices probablemente causadas por la viruela, y recuerda con melancolía a su compañera de trabajo en el taller de abanicos, Anne Blanchart, recientemente fallecida a causa de esta enfermedad. Muy pronto, vencido aquel instante de ensoñación, se da cuenta de que los caballos han emprendido la marcha.

—¿Adónde vamos? —pregunta Jeanne con voz temblorosa.

—Al arrabal de Saint-Marceau —le responde el criado La Grange.

El señor marqués no dice nada, la está observando, la examina. Así lo presagia Jeanne. Es como si él no estuviera dentro del carruaje, como si maquinara algo. Para romper la incómoda atmósfera, Jeanne toma la palabra
:

—Du Rameau me dijo que sois todo un señor.

—¿Y tú te fías de una puta?

La pregunta del marqués la deja atónita. El tono ha sido reprobatorio y disciplinario.

—Debo admitir, señor marqués, que Du Rameau me ha proporcionado otras citas, pero nunca había estado con un señor como vos.

Incluso se ha ruborizado y ha esbozado un gesto de timidez después de la confesión. Una confesión que tan solo pretende dulcificar la actitud desagradable del marqués.

Muy lejos de conseguirlo, Donatien de Sade se felicita nuevamente por la personalidad de su víctima. Una desdichada mujer que, a pesar de alternar la prostitución con el trabajo, conserva la inocencia de la virtud. Parece que La Grange lo haya entendido, que haya leído el pensamiento de su amo, porque las miradas de ambos se encuentran con complicidad.

—Muy pronto sabrás qué clase de señor soy —suelta el marqués, aún sonriente—. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Jeanne, Jeanne Testard.

—¡Jeanne! —El marqués finge captar el aroma que deja la palabra en el aire—. ¡Como la heroína de Arc! Es magnífico tanto cúmulo de virtud en todo.

Por completo ajena el cinismo y engañadamente satisfecha, Jeanne se relaja y afloja su cuerpo en el asiento. Para ser fieles a la realidad, a Jeanne le sigue inquietando la mirada extraviada el señor marqués, pero se anima al pensar que ganará dos luises de oro por compartir cama con un aristócrata que, además, es joven y bien parecido.

Has dirigido fugazmente la mirada hacia tus compañeros de los sofás. Intuyes fascinación en sus rostros sumidos en la penumbra. ¡Ni se mueven! Están absortos.

La tarde llena de luces violáceas el interior del carruaje. Una tarde templada de mediados de octubre, de paisajes ataviados de tonos ocres y cobrizos.

Jeanne se mira el vestido y se arrepiente de su elección. Es un vestido de dos piezas con un estampado de flores ocres que casa con la tonalidad otoñal, pero que delata a voces la humildad de su condición. Tampoco ayuda demasiado, en este sentido, la chaqueta negra de lana corta, raída en el cuello. Incluso el criado del marqués viste con más elegancia que ella y este detalle la hace sentir incómoda.

—¿A qué te dedicas, Jeanne?

La voz aguda del marqués la rescata.

—Trabajo en el taller de abanicos de
monsieur
Fléury.

—¿Abanicos? Seguro que deben de ser preciosos —observa el marqués, adoptando una pose falsamente afectuosa y amable—. Mi esposa, Pélagie, siempre lleva un abanico cuando salimos a pasear en los meses de verano. Tiene toda una colección.

—Yo los adorno con esmaltes. Es un trabajo precioso, señor marqués. Requiere mucha habilidad —al llegar a este punto se mira las manos levantadas—, aunque los disolventes estropean la piel…

—No te preocupes, Jeanne, de haber deseado sentir la tersura de las manos de una señora no habría hablado con Du Rameau.

La joven no sabe qué responder al comentario del marqués. No sabe si tomárselo como un cumplido o como un agravio. Duda sobre si el señor ha querido transmitirle que tan solo busca una mujer de clase baja, como ella, para someterla, o si más bien ha pretendido decirle que las manos son una cuestión insignificante para sus motivaciones.

—¿Desde cuánto conoces a Du Rameau? —le pregunta el marqués.

—Desde hace un par de años, señor. Es una mujer legal por lo que respecta a los negocios.

El marqués no puede reprimir una carcajada.

—¿Legal? ¿Legal esa alcahueta de Montmartre? Permíteme que te diga, Jeanne, que eres una verdadera ingenua, lo cual me satisface.

En aquel preciso instante el carruaje se detiene, afortunadamente para Jeanne, para quien la ambigua actitud de su anfitrión, el mutismo complaciente del criado y la agresividad roja del forro han supuesto motivos de creciente incomodidad.

El marqués asoma la cabeza por la ventanilla y esboza un gesto de felicidad, que esta vez parece sincero.

—Parece que ya estamos —afirma, estirando los brazos.

Primero se apea La Grange, el criado, que ofrece su brazo robusto a Jeanne para ayudarla a bajar, y después lo hace el marqués con una agilidad sorprendente, casi de un salto.

Te sobrevuela el pensamiento de la figura del compañero de Magda, Alfred, el escritor de infortunios, y te alegras de que no esté presente, viendo los movimientos gráciles y sensuales de su compañera. A continuación, piensas en Shaina… ¡Qué poco sospecha tu esposa que estás compartiendo una noche de emociones con su amante!

¡Si ese guaperas folla igual que actúa, Jericó, estás perdido! La maldices. También a él. Porque para más inri, tú eres quien les sufraga los polvos. ¿O acaso crees que este muerto de hambre puede pagarse una noche en el Clarís o en el Arts? ¡Además de cornudo, apaleado, Jericó!

 

El cabreo ha sido efímero, porque la voz timbrada del narrador, con el adecuado intervalo para la representación de los actores, te reclama de nuevo.

Están en el arrabal de Saint-Marceau, un lugar desconocido para Jeanne. Sigue a su anfitrión hacia una casita de puerta cochera pintada de amarillo con unos remates de hierro en el tejado. Piensa, al instante, que no es una vivienda digna de la categoría del noble, pero después se reprocha el ser tan estúpida como para imaginar que la llevaría a su casona y la haría yacer sobre las amorosas colchas de encaje de su alcoba. Claro que no. El señor marqués le ha comentado hace un rato que tiene esposa, Pélagie, y por tanto no se atrevería a presentarse con una prostituta en ningún sitio que no sea precisamente un lugar como aquel, una casita disimulada en un arrabal alejado de los dominios y de su familia.

Es La Grange quien abre la puerta, quien gira la llave en la cerradura. Se aparta a un costado y el marqués entra con paso decidido. Parece que tiene mucha prisa. Se lo ve impaciente por llevar a término lo que ha planeado.

En cuanto entra, Jeanne echa un rápido vistazo al interior para ubicarse: una casa sencilla y austera, pero limpia. El marqués se desabrocha el cinto del que cuelga el espadín y deja caer la levita azul sobre una silla.

—¿Te gusta? —le pregunta mientras La Grange va abriendo los ventanales de un pequeño comedor, dejando que penetre la luz legañosa del atardecer.

Jeanne, decepcionada, aún procura asimilar el hecho de que no la hayan conducido a una mansión, pero reconoce que a pesar de su modestia, la casa es mucho mejor que la suya.

—Es muy acogedora —le responde con un suspiro.

—Mi sirviente te acompañará a la habitación del primer piso, donde podrás disponerte para recibirme.

La Grange le indica que lo siga. Las escaleras son estrechas, de baldosines, con el pasamanos de madera. Jeanne se da ánimos, se alienta pensando en los dos luises de oro que le permitirán comer bien durante unas semanas y lo sigue, escaleras arriba, descubriendo que las paredes de cal blanca han sido restauradas recientemente.

El reducido distribuidor del primer piso es rectangular. Tres puertas cerradas de madera oscura mantienen ajena la atmósfera de cada una de las habitaciones. El sirviente acciona el pomo de la cerradura de la habitación de la izquierda y la deja abierta de par en par. Una luz tenue se filtra por una claraboya traslúcida y permite tener una visión algo velada del interior. Una cama con un cabezal de barrotes de hierro y una silla con cojines rojos son los únicos muebles de la estancia. Las paredes, también de cal blanca, retienen la escasa luz que se filtra por la claraboya y tan solo una cruz de madera luce sobre el cabezal.

Jeanne suspira. Dedica un gesto de desorientación al sirviente, pero este, inmutable, se limita a ordenarle
:

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