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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (10 page)

BOOK: El juego de Sade
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—¿Le ha gustado la representación,
monsieur
?

—Sí, no ha estado mal.

—Me alegra saberlo. De hecho, nos halaga que los invitados especiales disfruten de nuestro juego. El juego de Sade es una forma de revivir el espíritu del divino marqués y, a la vez, algo más: liberarnos de la esclavitud moral de la conciencia.

No tienes ninguna intención de mantener con él una discusión filosófica.

—Gracias por todo, pero, ¿podría devolverme la Black? Es tarde y mañana me espera un día muy duro.

El tipo ha esbozado una de las sonrisas más odiosas que recuerdas. Con la Blackberry en la mano, has dudado de comentárselo, soltarle que atesora una de las sonrisas más asquerosas que hayas visto en toda tu vida. Entonces, no sabes cómo, resuena en tu interior la enojosa sonrisa de tu difunto padre…

Solo tenías ocho años cuando falleció, víctima de un cáncer de hígado, pero podrías dibujar con total precisión la imagen de su lecho de muerte. Fue un padre muy estricto en lo referente a la moral y las costumbres, impregnadas de sal bíblica. Su empecinamiento religioso obedecía a una educación paterna similar a la que él te inculcó durante los primeros ocho años de vida. También él tenía un nombre bíblico: Abel.

Siempre te has preguntado por la obstinada resignación con que encajó su destino trágico. En medio del sufrimiento, bendecía a Dios y exclamaba piadosamente: «Es voluntad de Nuestro Señor otorgarme una muerte de sufrimiento como la suya», explicaba a las escasas visitas que recibía. Te leía la Biblia todas las noches y te explicaba, emocionado, la fuerza de las trompetas de Dios derrocando las murallas de Jericó, pasaje que lo entusiasmaba y causa de tu desgraciado nombre. Porque Abel tiene un pase, pero Jericó…, ¡Jericó es una putada! ¡Imagínate que le hubiera gustado la historia de Matusalén! ¡Ahora te llamarían Matusalén!

¡La imagen de su lecho de muerte, en casa, era tan triste! Él se extinguía sosteniendo entre las manos una agonía dorada que había pertenecido a su padre. Tenía los rasgos afilados de los muertos, los ojos hundidos en las cuencas, totalmente ausentes. Tu madre, Montserrat, lo miraba dolorida. Y el padre Jacint Verdú la animaba, alternando las frases hechas para tales ocasiones con algunas inéditas, de cosecha propia.

Cuando finalmente expiró, le diste un beso. Se le había quedado dibujada una sonrisa en los labios, una sonrisa que te molestaba desde hacía un tiempo, desde que tuviste uso de razón. La sonrisa de tu padre disimulaba su severidad. Era una expresión postiza y mesurada. Una estrategia para que las palabras duras, las sentencias religiosas contundentes, fueran mejor recibidas. Pero tú descubriste su treta, Jericó, procuraste escuchar a tu padre sin mirarlo, aunque fingías hacerlo, y su aleccionamiento exhibía crueldad. A pesar de todo, era un buen hombre, un buen padre a quien habían adiestrado para que no lo pareciera…

Jurarías haber visto una sonrisa muy similar a la de tu padre mientras bajas las empinadas escaleras, envuelto por una oscuridad inquietante.

¿Crees que se siente orgulloso de ti si ha visto lo que has estado haciendo en este piso de mala muerte? Te sacudes la pregunta y tratas de pensar en algo más reconfortante. No te queda mucho más que Isaura.

Pisas la calle con la imagen de tu hija sentada en un escalón del Palazzo Vecchio. Te observa con tristeza. Quisieras decirle algo, pero no puedes, no tienes el valor suficiente después de lo que has hecho.

«¿Y si fingieras una sonrisa?» ¡No te molestes, Jericó! Tú no necesitas camuflarte detrás de una sonrisa para hablarle. La has aleccionado muy poco y has procurado que fuera ella quien se acercara a ti cuando tuviera algún problema. Eso nadie puede quitártelo. Tú no has sido un padre asceta, ni tan solo un padre tutor. Entonces, ¿por qué razón te sientes incómodo, esta noche estrafalaria, pensando en ella?

 

¿Me aceptas un consejo? Deja tranquila a Isaura en el sueño florentino y vuelve a la realidad, Jericó. ¿Te das cuenta de lo que acabas de vivir? ¿Eres consciente de ello?

«Claro, quería hacer algo diferente y el destino me ha conducido hasta Sade.» ¡No, no me refiero a eso, capullo! Voy a refrescarte la memoria: has sodomizado a una desconocida, una chica que te ha provocado desde que has llegado al Donatien y…

«¿Y qué? Tú mismo lo has dicho, ha estado provocándome desde el primer momento, ella se lo ha buscado…» ¡Calla, por favor, y escúchame! Lo que quiero explicarte, Jericó, no tiene nada que ver con la moral, ¿por quién me has tomado? Lo que quiero que entiendas es que podrías estar metido en un gran lío. ¿Cómo te la has follado? ¡Lo has hecho a pelo!

Te sobreviene una sensación de ahogo, a pesar del aire marino que te renueva los pulmones. «¿Cómo he sido tan imbécil de mantener una relación sexual con una desconocida sin preservativo?» ¡Efectivamente! ¿Te das cuenta de lo que podría significar? En el peor de los casos, el sida.

Esta palabra te provoca escalofríos. Intentas serenarte. La chica parecía saludable y limpia. No has distinguido ningún resto de sangre cuando te has limpiado el pene con el pañuelo.

¡No te agobies, Jericó! Quizá no sea nada. Pero: ¿y si lo es? ¿Y si de la forma más idiota has pasado a ser portador del virus del sida?

Tu mente es un completo enredo. Pensamientos alborotados la cruzan y no consigues calmarte. ¡No es para menos! Podrías haberlo mandado todo al diablo por culpa de un descuido inexplicable. Quizás hacía demasiado tiempo que no estabas con una mujer que no fuera Shaina…

¡Detente! ¿Shaina, dices? Ella se acuesta con el guaperas que actuaba de criado. ¿Y si él se la monta a pelo? Sabes que Shaina tiene alergia a los preservativos. ¿Lo ves? ¿Te das cuenta, Jericó? ¡No es tan grave! Tú estás aquí, angustiándote, y podría ser perfectamente factible que ya estuvieras infectado del sida por obra y gracia de tu esposa adúltera.

«¿Y si por ventura el amante de Shaina está limpio?» ¡Jericó, Jericó, Jericó! Recuerda el piropo que Anna ha dedicado a Josep: «La polla de este tío es una verdadera obra de arte.» ¿Lo captas ahora? ¿No? Pues, sigamos la lógica: si la rubia lo ha manifestado, es porque también ha catado la obra de arte, y si así ha sido es muy probable que no le haya exigido un preservativo, como ha ocurrido hoy contigo. Para rematarlo: propiedad transitiva, Jericó, si A = B y B = C entonces A = C, es decir, que todos pueden estar en el mismo saco. ¡Ya ves en qué jaleo te has metido!

Has pisado la Rambla sin darte cuenta del trayecto recorrido. Te sientes obsoleto. No se trata únicamente del asunto del preservativo o el pánico al sida. Es una especie de náusea depresiva. No te faltan motivos. Lo has perdido casi todo en la vida, todo aquello que habías conseguido a base de trabajo y esfuerzo. Visitas un antro con unos extraños inquilinos que rinden culto a Sade, te tiras por detrás —sin tomar precauciones— a una chica más ordinaria que una moneda de euro y acabas deambulando como un sonámbulo, desorientado, a las tres y media de la mañana.

Te miras de arriba abajo y no te reconoces. No te importaría nada morir aquí mismo, en este preciso instante, encajando la hoja afilada de la guadaña de la muerte. Incluso lo deseas, ruegas que la maldita muerte te escuche y detenga un instante su trasiego para complacerte. Cierras los ojos y te das cuenta de que has llorado. Lágrimas saladas y amargas. Lágrimas que se secan en el asfalto…

—¡Qué casualidad! ¿Qué haces aquí, Jericó?

La voz suena a tus espaldas. El tono te resulta muy familiar. Es un timbre joven que has escuchado hace muy poco. Tardas unos instantes en volverte, los necesarios para limpiarte el rostro surcado de lágrimas con el mismo pañuelo con que te habías limpiado el pene, pero no consigues disimular el estado en que te encuentras.

Es Alfred, el compañero escritor de Magda, que te tiende la mano para estrechártela y enseguida te pregunta:

—¿Te pasa algo, Jericó? ¡No tienes buen aspecto!

La vida es una paradoja. Tú le has dicho lo mismo en vuestro encuentro en el bar de tapas. En ese momento, él se escudó en su fracaso editorial. Ahora, horas después, él te devuelve la misma observación. Y tú, ¿qué vas a inventarte, Jericó?

—Nada grave, es que después de la reunión de negocios hemos salido a tomar unas copas y he bebido un poco más de la cuenta. No se lo dirás a mi esposa, ¿verdad?

¡Bravo, Jericó! No has perdido la habilidad para mentir.

—No, no, claro, lo prometo. No te preocupes por eso, apenas conozco a tu esposa.

El chico ha cruzado los dedos de las dos manos dibujando un gesto que te parece ridículo.

—¡Gracias, Alfred! ¿Y tú, qué?

—Estoy esperando a Magda. Hemos quedado aquí, en la Rambla, esquina con la calle Nou, entre las tres y media y las cuatro. Actúa por aquí cerca, ¿sabes?

Le contestas que no con la cabeza. ¡Vaya si lo sabes! Has sido espectador privilegiado de cómo la sodomizaban en público. La has admirado completamente desnuda y has descubierto su tatuaje en la nalga derecha. Has visto lo suficiente para comprender que es una zorra y él un moscón, pero debes admitir que no te habría molestado nada estar con ella. Con una mezcla de malicia y compasión, le sueltas:

—Deberías pedirle que algún día te dejara verla actuar.

—Ya me gustaría, pero no es posible. Como te he dicho, son representaciones privadas y selectas a las que solo pueden acudir los invitados. En fin, lo que cuenta es que ella está contenta porque le pagan muy bien.

Te contienes de preguntarle si no se le ha ocurrido pensar que las actuaciones privadas pueden ser una especie de prostitución, porque no te ves con valor para romperle el corazón y porque su resignación no te ha acabado de resultar convincente.

—Mira, Jericó, justo por allá viene Magda con un compañero suyo, Josep. Actúan juntos y se han hecho muy amigos.

Te vuelves y distingues a cierta distancia la silueta de ambos que suben la Rambla poco a poco. «¿De dónde vendrán?», te cuestionas. Te ha extrañado su precipitada marcha del Donatien.

¡Será mejor que te esfumes, Jericó! Sería muy comprometido que te descubrieran con Alfred, y más aún después de haberles proporcionado un nombre falso. Por unos instantes, imaginas que podría ser interesante este
ménage
a cuatro, pero renuncias. Te afanas por librarte de Alfred con la coartada de la presencia de un taxi libre en la otra acera.

—Bueno, nos vemos, Alfred. Aprovecharé ese taxi para volver a casa. Saluda a tu compañera de mi parte. ¡También a tus padres, y mucha suerte!

El chico se despide perplejo por la urgencia con que te has librado de él.

Desde el interior del taxi, presencias el encuentro entre los tres. Es imposible que Magda y Josep se hayan dado cuenta de que eras tú quien hablaba con Alfred, porque te has largado cuando estaban a una distancia prudencial. Te asombra el tímido beso con que se saluda la pareja y no menos la actitud amistosa del guaperas que se tira a Shaina.

¡No entiendo a qué viene tanta extrañeza, Jericó! ¡Así es la vida! Un rompecabezas caprichoso y absurdo.

 

Te complace el silencio del edificio donde vives, sobre todo de noche. Cruzas la zona ajardinada y aprecias, fatigado, el ramaje de los cedros del Líbano ocultos en los claroscuros. Las escasas farolas proyectan sombras inestables al amparo del cielo, legañoso de nubes apenas perceptibles en la oscuridad. La luna juega a esconderse, pero sabes que ella no se mueve. Son las telarañas de nubes, viajeras hacia el norte, las que le otorgan una imagen juguetona. Te detienes en el paseo de piedra, conmovido por la escena, y afilas los sentidos, afinas el recuerdo…

Cuando vivía
Parker
, tu gato, salíais al jardín comunitario y mirabas cómo se acurrucaba en el césped, exhibiendo su instinto felino de cazador, persiguiendo a cualquier insecto. ¡Añoras a tu gato! Lo echas mucho de menos.
Parker
atendía tus lamentos mientras le acariciabas el lomo y te correspondía con roces de complicidad, como si lo comprendiera todo.

¿Recuerdas, Jericó, el primer día que Shaina aterrizó en casa con
Marilyn
, la perra caniche? Aquello fue una respuesta conyugal a la molesta complicidad entre
Parker
y tú. La recién llegada lo rondó, lo increpó, y
Parker
, inmutable, se erizó tan solo una vez con un bufido de advertencia que hizo retroceder a la hembra insoportable. Él tampoco la soportaba, pero optó por ignorarla. ¿Y qué me dices de
Parker
y Shaina? El gato no permitía que tu esposa lo rozara siquiera. Por eso ella siempre se quejaba de los pelos que ensuciaban los sofás.
Parker
la odiaba. Y eso mismo hacía que tú lo amaras aún más, lo sentías más cómplice, un alma gemela…

Abres la puerta y te asalta el efluvio del ambientador de limón. Enfilas el corredor hasta el ascensor y saludas a David y Laocoonte, las dos réplicas en mármol de dos esculturas míticas, la primera de Miguel Ángel y la segunda de tres escultores de Rodas. Te detienes unos segundos delante de la segunda y te quedas embobado. El espasmo de dolor y el grito ahogado del sacerdote, Laocoonte, te atrapa. «¡Qué belleza más sutil para representar el dolor!»

¿No te imaginas, Jericó, un par de urinarios de R. Mutt colgados aquí, en lugar de las dos esculturas? ¿Por qué? ¿No es adecuado? Claro, lo olvidaba, la mayoría de los vecinos son personas respetables. Comparten un cierto aire de clan. Y no se trata únicamente de la ropa de marca que visten, procedente de las mismas tiendas, sino también de su forma de hablar y la gestualidad. Casi todos ocupan cargos importantes y algunos, incluso, emanan cierto tufo a incienso religioso.

¡Ay, atontado! ¡Las apariencias engañan! ¿Las apariencias engañan? ¿Y acaso crees que ellos no piensan lo mismo de ti? ¡Cuando tú, sin ir más lejos, hace solo unas horas se la has metido por el recto a una depravada, y además sin goma! Sí, sí, Jericó, el vecino del ático segunda, el elegante y atildado promotor inmobiliario que todas las mañanas lleva a su encantadora hija a ese prestigioso colegio del paseo de la Bonanova.

Al recordar el asunto del preservativo te quedas hecho polvo. Ya dentro del ascensor, te miras al espejo, que te vuelve la imagen de un desconocido. Ni siquiera te das cuenta de que se ha abierto la puerta automática. Si no fuera por el
dring
de aviso, continuarías tratando de descubrir quién es el tipo del espejo. ¿Quién será este imbécil que puede haberlo echado todo a rodar en una noche loca? Porque te lo has pasado muy bien tirándote a aquella furcia, pero, ¿qué me dices de la posibilidad de un contagio? El placer y el dolor, Jericó, ya lo irás descubriendo, no se mezclan.

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