Aturdido por el fulgor diurno, has llegado al baño y aquí la atmósfera de vapor de agua y la fragancia de los geles de gama alta que emplea Shaina te devuelven a la realidad. Cuando estás a punto de cerrar la mampara, oyes que suena el móvil. Sales desnudo y te apresuras para cogerlo. Un número privado.
—¿Sí?
—¡Buenos días, semental! ¿Ya estás despierto?
—¿Otra vez tú? ¿Quieres dejarme en paz?
—No te alteres. Iré rápido.
—¿Qué quieres?
—¿Está Shaina en casa?
—Oye, imbécil, ¿y a ti qué te importa?
—Venga, no seas grosero. ¿Así me pagas el buen rato que te hice pasar? Dime, ¿está tu mujer en casa o no?
—Sí. ¿Por qué quieres saberlo?
—Josep ha desaparecido, no hemos podido localizarlo. No responde al móvil, no ha dormido en su casa, no ha acudido a la tienda… En definitiva, ¡no sabemos dónde está!
—¿Y qué tiene que ver Shaina con todo eso?
Anna suelta una risa insolente.
—Nada. Ayer pasaron la tarde juntos, jugando a médicos y enfermeras, y quería asegurarme de que no se hubiera escabullido a alguna parte con la guarra de tu mujer.
—¡Oye, tú, un poco más de respeto!
—Muy bien, semental, de ahora en adelante la llamaré santa Shaina.
¡No la soportas! Anna es grosera, impúdica, desagradable…
—Shaina llegó a las diez y media y no se ha movido de aquí.
—¡Gracias, semental! Es todo lo que quería saber. ¡Hasta el martes que viene en la Rue Aubagne de Marsella!
No te ha dado tiempo de decirle que la empacharías de bombones de cantárida hasta que reventara. A pesar del habitual tono insolente y sarcástico, dirías que el timbre de voz de Anna transmitía un deje de preocupación. De hecho, a ti qué te importa que el maldito dependiente de ropa haya desaparecido.
Te cruzas con Shaina en el pasillo. Se ha vestido y lleva a
Marilyn
entre los pies.
—¿Quién era? —te pregunta, esbozando un gesto de extrañeza al reparar en tu desnudez.
—Era Niubó.
—Ah. Bueno, me marcho. Ya me llamarás si quieres almorzar conmigo, ¿de acuerdo?
—¡De acuerdo!
Vuelves al baño y te pones bajo el chorro decidido a purificarte el cuerpo con el agua clorada de la ciudad. Por unos instantes, te detienes a pensar en el alcance de la llamada de Anna. Si ha telefoneado, es porque le ha resultado del todo extraña la ausencia del guaperas y quería confirmar que el motivo no fuera una prórroga adicional con Shaina. Un puñado de ideas absurdas te sobrevuelan fugazmente: «¿No lo habrán asesinado igual que a Magda? ¿Y si él es el asesino —aún mantienes viva la imagen de los dos subiendo por la Rambla— y se ha dado a la fuga?» Se te escapa la pastilla de jabón de las manos al pensar en ello y procuras quitarte de la cabeza estas tonterías. No obstante, te acecha un presentimiento confuso imposible de sofocar.
El sábado ha comenzado esperanzador con un espectáculo solar y un cielo pacífico de un azul fulgurante. Pero la ley de Murphy parece inapelable y, si algo puede salir mal, acaba saliendo mal. Primero, la llamada de Anna. Después, esta dichosa enfermera inepta…
Acabas de abandonar el laboratorio de análisis, irritado. De todos los laboratorios de la ciudad, de todas los análisis que se han efectuado en lo que va de día, la probabilidad de topar con una enfermera torpe debía de ser, pongamos por caso, de un diez por ciento. Pues tú, Jericó, has encontrado a esta incompetente. Ha tenido que pincharte cuatro veces para dar con la vena, pero eso no es lo peor. La muchacha ha extraviado las muestras de sangre, las ha dejado junto a otras que no estaban identificadas y han tenido que repetir la extracción. Por suerte, un enfermero veterano y diestro se ha ocupado de ello, y ni te has enterado del pinchazo.
Coges la Diagonal en dirección a la Illa con el brazo izquierdo dolorido y la mirada latente de la estúpida enfermera.
Ya dentro del centro comercial, decides bajar a la FNAC y comprar
La filosofía en el tocador
de Sade. Te dejas llevar por las escaleras mecánicas hasta el vientre del edificio y te encaminas directamente a uno de los puntos de atención de la librería. Debes esperar porque el empleado está atendiendo a una clienta. Como la cosa va para largo —la señora es de edad avanzada y solicita títulos seguramente descatalogados—, decides buscar alfabéticamente en los estantes de literatura extranjera. Comienzas por la S de Sade y te extraña no encontrar nada, ni un solo título del autor.
¿De qué te sorprendes, Jericó? ¿Crees que a la gente sensata le puede interesar este aristócrata descarriado?
Contrariado, miras a tu alrededor para recabar la ayuda de algún otro empleado, porque la vieja senil y gorda aún no ha zarpado del punto de atención al cliente. De pronto, debes detener la mirada estupefacta y preguntarte si no estarás soñando.
«¿Lo es? ¿Es ella?»
Una euforia inmensa te invade al oír otra vez su voz delicada después de veintitantos años.
Blanca, la chica a la que nunca te atreviste a confesar lo mucho que te gustaba, está a tres metros escasos, hablando con una empleada que lleva un carrito lleno de libros para reponer.
La observas un buen rato. Conserva su atractivo, a pesar de los años. Te felicitas porque mantiene la cabellera rizada larga, la misma que agitaba al bailar en el pub Zona. Te acercas disimuladamente, fingiendo que buscas en los estantes próximos y escuchas la conversación. Blanca está pidiendo una novela cuyo título no recuerda , pero le menciona la temática y la autora, Espido Freire. La empleada no cae y la dirige al punto de atención fijo.
La sigues hasta allí, emocionado como un adolescente. Destila una fragancia dulzona a Chloé, una colonia que te gusta mucho. Te sitúas detrás de ella y esperas a que se vuelva para sorprenderla. No lo hace. Blanca espera pacientemente su turno mientras tú te dejas llevar por la emotividad del encuentro. «Vuélvete —le ruegas mentalmente—. Vuélvete, Blanca, soy yo, Jericó», repites en silencio, jugando al mentalista ocasional.
Tus poderes extrasensoriales no están suficientemente desarrollados. Ella no se vuelve y al final no te queda más remedio que abordarla. Le tocas la espalda y le sueltas:
—Disculpe, señorita, ¿me permite que le sugiera una lectura?
Su inicial gesto de contrariedad cambia enseguida a una expresión de alegría.
—¡Jericó! ¡Cuántos años! ¿Cómo estás?
Ella se ha adelantado para darte dos besos y tú te has sentido invadido por la electricidad de su cuerpo.
—Muy bien. Estás igual, no has cambiado nada.
—¡No es cierto!
—¡Qué ilusión encontrarte! ¿Qué es de tu vida?
Justo en ese instante, la señora senil y gorda se retira y el empleado, con cara de alivio, os pregunta si buscáis algo.
—Venga, haz tu consulta. Después charlamos —le sugieres, visiblemente alterado.
Mientras Blanca explica al empleado lo mismo que a su compañera, te complaces admirándola. No tiene las caderas espectaculares de Shaina ni exhibe una belleza tan exuberante, pero es muy atractiva. Un encanto más discreto al que le sienta muy bien su estilo de vestir. Vaqueros ajustados, blusa blanca, mocasines blancos y un cinturón ancho de piel blanca. Prudente en joyas y maquillaje, Blanca se vuelve complacida con una sonrisa radiante. El empleado busca en el ordenador.
—Continúas teniendo la misma mirada incisiva.
—¿Incisiva? —le preguntas, sorprendido.
—Sí.
Esbozas un gesto de estupor y ella se da la vuelta de nuevo hacia el empleado, que ha reclamado su atención.
«¿Mi mirada es incisiva?», te cuestionas. Te lo tomas como un cumplido. Te sientes dichoso de tenerla cerca. Te felicitas por haberla encontrado.
Blanca ha tenido suerte y el chico ha identificado la novela. Comunica que le queda un ejemplar y sale a buscarlo.
—No sabes cuánto me alegro de verte de nuevo —le confiesas—. ¿Tienes tiempo para tomar un café y así charlamos un rato?
—Sí, claro, yo también tengo ganas de saber de ti.
Todo lo que hay de necesitado en ti, Jericó, desfallece bajo su influjo. Una sensación de felicidad te invade y expulsa con ímpetu el desasosiego de los últimos días.
Los mismos ojos, la misma boca, los mismos dientes… La besarías aquí mismo, ¿no es cierto? Fundirías tus labios con los suyos para resarcirte de la indecisión juvenil.
Pero hace tiempo que la suerte te ha dado la espalda, Jericó, y la ley de Murphy sigue tu sombra como una garrapata invisible.
¡Con la cantidad de centros comerciales que hay en la ciudad y los miles de tiendas, ella tenía que venir a comprar justamente aquí! ¡Shaina!
De reojo, instintivamente, te has dado cuenta de su presencia revolviendo entre las novedades editoriales. La maldices en voz baja y te sacude la inquietud de cómo poder evitarla.
—Blanca, tengo una urgencia. He de ir un momento al baño —le murmuras sonriente, sin perder de vista a Shaina—. Quedemos en la cafetería de delante del Andreu, ¿te parece bien?
—De acuerdo, Jericó.
—Hasta ahora.
Esquivas a Shaina dando un amplio rodeo y sales de la FNAC. Entras en los lavabos, te lavas las manos y te miras, consternado, al espejo. «¡Ayúdame un poco, joder! ¿Qué puedo hacer?»
Ahora me interpelas, ¿no? A mí me toca siempre el trabajo sucio. ¿Por qué no se lo pides al Jericó nenaza, al nostálgico? Me gustaría ver qué hace para ayudarte. Apostaría el brazo izquierdo a que te aconsejaría un café de hermandad y paz entre los tres. ¡Qué bonito! Pero tú, Jericó, no quieres eso. Tú deseas estar a solas con ella. Te gusta. Te cortarías un dedo por besarla.
«¡Sí, todo eso ya lo sé, no me pongas nervioso y ayúdame!»
Está bien, relájate y presta atención. ¿Qué hora es?
«La una menos cuarto.»
Llama desde aquí a Shaina y cítala en su restaurante japonés favorito dentro de veinte minutos, como ella quería. Así se dará prisa en salir del centro comercial y tendrás el campo libre.
«¡Debo admitir que eres un hijoputa muy ocurrente!»
¡No me halagues y apresúrate a llamarla! Cuanto antes lo hagas, antes se largará.
«Pero no tendré tiempo para acudir a almorzar con ella. De hecho, había pensado en invitar a Blanca.»
¡Ningún problema, capullo! En cuanto se haya marchado, esperas un tiempo prudencial y después la llamas de nuevo para excusar tu presencia con alguna otra mentira.
«¡Genial! ¡Bien pensado! Confieso que a veces me das miedo, con esta malvada lucidez tuya.»
¡Entonces, amigo mío, no me pidas consejo!
Una voz femenina te interrumpe. La divisas a través del espejo. Está detrás de ti. La propietaria de la voz es una empleada de la limpieza, uniformada con una bata blanca a rayas azules muy finas abrochada con botones. Arrastra un carro de la limpieza con las fregonas y las escobas hacia arriba.
—¿Se encuentra bien, señor? —te pregunta con gesto de perplejidad y un acento andaluz muy marcado—. Está hablando solo delante del espejo.
—Perfectamente, señora. Nunca he estado mejor.
Has llamado a Shaina desde allí mismo y la has citado en el restaurante japonés Shunka, su favorito. La empleada de la limpieza te observa con curiosidad y no te importa dedicarle una sonrisa dentífrica. A continuación, te has encerrado en uno de los cubículos y te has sentado en la taza haciendo tiempo para evitar cruzarte con ella.
El encuentro fortuito con Blanca te ha animado, te ha inyectado esperanza e ilusión. Fantaseas con ella. Te ves paseando por Florencia de su mano, deteniéndoos en cada rincón mágico. Os besáis a menudo y le repites constantemente que siempre ha estado en tu corazón, que no puede imaginarse la de veces que te has recriminado no haberle declarado lo mucho que te gustaba. El río Arno os murmura delicadas palabras y las esculturas de la Logia della Signoria se ponen en movimiento cuando pasáis por delante…
Alguien llama a la puerta golpeando con los nudillos. Se trata de la empleada de la limpieza.
—Disculpe, señor. ¿Está bien?
¡Será pesada! Ya es la segunda vez que te lo pregunta. ¿No tiene nada más que hacer?
—Sí, señora, estoy fantásticamente bien, pero estoy… ¡Enseguida salgo!
—Es que he de limpiar todos los cubículos, ¿sabe? De hecho, solo me queda este que usted ocupa desde hace media hora.
¿Es que tienes que toparte con todas las insolentes de la ciudad? Para disimular, tiras de la cadena para que la impaciente mujer de la limpieza oiga la descarga de agua.
Abres la puerta. Está de pie con el carro y con cara larga.
—¡Ya está, señora, todo suyo! —le has espetado, acompañándolo con una reverencia taurina.
Jurarías que te ha insultado en voz baja, pero te trae sin cuidado.
Vuelves a mirarte al espejo y sales en dirección a la cafetería de delante del Andreu. Escrutas la posible presencia de Shaina entre el gentío que pasea por el centro. Es difícil que coincidáis, Jericó. Te has encerrado en el váter veintitantos minutos, fantaseando con el viaje romántico a Florencia que siempre te has prometido, y Shaina debe de estar en un taxi camino del restaurante japonés.
Blanca te espera sentada con las piernas cruzadas. Te la comerías a besos. Está hojeando la novela de Espido Freire que acaba de adquirir.
—¡Aquí me tienes!
—Ya empezaba a creer que me habías plantado, como aquella tarde de San Juan, ¿te acuerdas?
¿Que si te acuerdas? Habíais quedado los dos solos, una especie de cita, en una terraza del paseo de Gràcia. Antes, tú tenías un partido de fútbol sala. Al acabar el encuentro, los amigos te llevaron a tomar una cerveza y te achisparon. Ella se que- dó esperando una hora y después se marchó a casa. Tú no acudiste…
—¡Ay, ojalá pudiera volver atrás en el tiempo, unas horas antes de aquella cita!
Te ha salido del alma y la has turbado al expresar tu deseo imposible en voz alta.
Los dos reís a la vez y repetís la misma frase:
—Sí, lo sé: ¡estuve esperando una hora! Eres un impresentable.
Os miráis con afecto mientras reís. Es extraño. Pese al tiempo transcurrido, se diría que la complicidad que hubo entre vosotros se mantiene intacta.
—¿Por qué no nos sentamos en el Andreu y nos comemos una tostada de ibérico con una copa de vino para recordarlo?
Le ha gustado la idea. Le brillan los ojos.
—De acuerdo, pero antes tengo que pagar el té.