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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (22 page)

BOOK: El juego de Sade
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Ha movido la cabeza como aseverando «no tiene arreglo». Se levanta y mira hacia la ventana, dándote la espalda. Inmóvil, hipnotizado por la luz violácea que se filtra por la ventana, te pregunta:

—¿Nunca has oído hablar de los tabernáculos del infierno?

—Sí.

—¿Y de los súcubos que los regentan?

—Sí. —Aquí evitas añadir que lo consideras un servidor de Asmodeo, el demonio de la lujuria.

Hace una larga pausa que te permite rememorar las veces que últimamente te has recriminado haberle vendido el alma.

Finalmente, Gabo se vuelve hacia vosotros. En su rostro, bañado por la tonalidad violácea de la luz, aparece un rictus de perversidad hasta entonces inédito.

—El infierno existe, Jericó, y tú ya tienes un lugar privilegiado en él.

 

No le hacía ninguna falta escenificarlo con tanta teatralidad. Ya sabes que estabas condenado al infierno. De hecho, estás ardiendo en él desde hace años. Tu vida es una mierda y tan solo Isaura y el encuentro casual con Blanca mantienen vivo un pequeño poso de esperanza.

—Sí, lo sé, Gabo, tú hiciste de intermediario de mi alma con los demonios.

Sonríe.

—Ya te lo advertí cuando nos conocimos: «¡No se enamore nunca de una mujer así, joven, más vale que se aficione a coleccionar mingitorios!» Pero querías alardear, te consumía la soberbia, rezumabas presunción y Shaina te iba como anillo al dedo.

—Te he odiado cien veces, últimamente, Gabo. Ahora que lo he perdido todo… ¡Ve con cuidado!

Se sienta con la sonrisa fija en el rostro y te desafía:

—¿Es una amenaza, Jericó?

—¡No, es resentimiento!

El ambiente se tensa. Anna, observadora privilegiada y muda, enciende un cigarrillo.

—¡No fumes aquí! —sueltas con mala leche.

Ella mira a Gabo, buscando su complicidad, y contrariada apaga con los dedos el cigarrillo recién encendido mientras él se afloja el nudo de la corbata.

—Vamos al grano, Jericó, y olvidemos el pasado. Regresemos al juego de Sade. ¿Te parece?

Asientes con el resquemor del odio quemándote el esófago.

—Los nueve participantes del juego han sido escogidos minuciosamente. Siete de ellos representan los siete pecados capitales. El marqués lo deja bien claro en la carta: cada uno de ellos debe encarnar a uno de los siete pecados capitales que dan lugar a los siete tabernáculos. Siete pecados, siete demonios. ¿Me ayudas, Anna?

—Sí, claro, Gabriel: Lucifer, la soberbia; Mammón, la avaricia; Asmodeo, la lujuria; Satanás, la ira; Belcebú, la gula; Leviatán, la envidia, y Belfegor, la pereza.

—¡Muy bien! Gracias. Como puedes ver, Jericó, Anna es una chica muy lista, aunque supongo que a estas alturas ya lo sabes —deja caer con cinismo—. Ella representa la lujuria. ¡No te imaginas hasta qué extremos llega su voluptuosidad irrefrenable! Jota, el chico de los tatuajes en el cuello, es la ira. Se trata de un muchacho especial, colérico y tenso. Ojalá nunca tengas que comprobarlo…

¡Ya lo has hecho! Aún tienes dolorido el riñón izquierdo por su golpe seco mientras te amenazaba durante la mascarada de hace un rato.

—La desdichada Magda —continúa Gabo— encarnaba la avaricia. No es fácil hablar así de un difunto, pero se movía únicamente por la pasta. ¡En fin, que Belcebú la tenga en cuenta! Víctor es la gula personificada. No conozco a nadie que disfrute tanto de los placeres culinarios como él. ¡Allá él con su vicio! Llegamos a Josep, el amante de Shaina. Este chaval es la máxima expresión de la envidia.

El gesto de extrañeza que esbozas lo ha hecho detenerse. El tipo que se folla a tu esposa, ¿envidioso?

—Te sorprende, ¿verdad? ¡Pues, así es! Josep es un hombre celoso y envidioso. Crees que se tira a Shaina porque está muy buena, ¿no? Pues si pudiéramos diseccionarle los sentimientos, comprobarías que el físico de Shaina no es el único motivo. Es un dependiente de una tienda de ropa que a duras penas llega a fin de mes. Sabe que tú, el marido de su amante, eres un tipo acaudalado. Envidia tu estatus y disfruta afrentándote con la infidelidad de tu esposa. De hecho, y Anna me podrá corregir si me equivoco, todas sus presas tienen un marido rico y bien situado. Resumiendo, el placer de sus adulterios es doble: genital y moral. El segundo, casi más placentero que el primero. ¿Me equivoco, Anna?

—No, Gabriel.

—Y ahora le toca a la pereza. ¿Quién mejor que la encantadora Shaina para representarla? ¿Se te ocurre alguien más indolente y banal, Jericó?

Te ha ofendido, a pesar del bajo concepto que tienes de ella. Te ha herido escuchar en los labios de quien os presentó el deje de menosprecio con que la ha catalogado.

—¿Y yo, qué hago en el juego? ¿A quién represento?

—Vamos paso a paso, Jericó, tranquilízate y calcula. He mencionado seis de los siete pecados capitales. Falta uno. ¿Te atreves?

—No llevo la cuenta. ¡Dímelo tú!

—Me defraudas, Jericó. Sé que el juego te puede parecer inverosímil y extravagante, como los mingitorios, ¿no?

—Tú mismo lo dices.

—Pues, estate atento porque el juego se está jugando y tú, irremediablemente, ya formas parte de él.

Cruzas la mirada con Anna y te preguntas el porqué de toda esa esquizofrenia.

¡Abandona, Jericó! Échalos del despacho y vete deprisa a contárselo todo al inspector de los Mossos. ¡Acaba con esta inquietud!

«No puedo.»

¿Por qué? Claro que puedes, es tan sencillo como levantarte, despedirte y apresurarte a denunciar lo ocurrido.

«Ya lo sé, pero no puedo hacerlo. Deseo saber qué ocurre, qué hay detrás de esta perversión.»

—De acuerdo, ¿qué pecado me toca? —le preguntas con incredulidad.

—Muy fácil, amigo mío: eres el intendente de Lucifer, el súcubo de la soberbia.

 

¡Muy hábil, Gabo! Y no te falta razón en este punto. Soy soberbio y orgulloso. Estoy de mierda hasta el cuello y aún mantengo el ademán altivo. Por primera vez, desde nuestro encuentro, tengo que felicitarte.

Gabo parece satisfecho con tu comentario, que encaja con una risa mesurada.

—Ya te he mencionado que el marqués de Sade, en su carta, incluye a dos personajes más en el juego, un total de nueve. El noveno es su propia reencarnación, un libertino refinado, un preceptor inmoral de pedigrí y estatus acomodado.

—Supongo que este papel te va como anillo al dedo.

—¡Pues, has fallado, amigo mío! Te consideraba más perspicaz y observador. ¿No te diste cuenta en el Donatien de que el marqués era casi veinte centímetros más bajo que yo? No, Jericó, en esta partida del juego no soy el marqués.

No te cuesta recordar la escena en que el marqués apócrifo montaba por detrás a Magda y, en efecto, no coincide con la figura delgada y esbelta de Gabo.

—¿Y quién es?

—Por explícito designio del verdadero Sade, la identidad de su reencarnación será desconocida en el curso del juego.

—Pero ¿tú lo sabes?

—Aunque te pueda parecer kafkiano, ¡no!

—Venga, Gabo, eso no me lo trago.

Vuelve a levantarse. La sombra que proyecta su silueta sobre la mesa blanca de reuniones te estremece. Gabo regresa a la ventana y esta vez deja perder la mirada. Es como si saboreara el banquete inverosímil al que estás invitado. Sin volverse, explica:

—La carta de Sade circula desde hace mucho tiempo. Poco antes de que los revolucionarios franceses controlaran la Bastilla, prisión que era emblema del poder real francés, algunos prisioneros de cierto relieve fueron trasladados. Este es el caso de Sade, al que llevaron al manicomio de Charenton. Los quince volúmenes que el marqués había escrito durante el período de reclusión, así como el rollo de
Las 120 jornadas de Sodoma
, se vieron amenazados por la revuelta. De los quince volúmenes, se extraviaron tres cuartas partes, así como también el rollo. El marqués escribió que, al descubrir la pérdida de su obra, había vertido «lágrimas de sangre». Pero el caso es que el rollo no se perdió, alguien lo guardó en un agujero practicado en la pared de la celda. No se sabe si fue el mismo marqués o alguno de los primeros asaltantes, que tenía intención de rescatarlo en otro momento, o alguno de los guardias… Sea como fuere, el rollo se recuperó una vez acabada la efervescencia revolucionaria y fue a parar a manos de una familia aristocrática de París que durante tres generaciones lo custodió en secreto. Cuál no fue la sorpresa del primer noble que tuvo el rollo ante sus ojos cuando descubrió, al desplegarlo, que en el interior había una carta del marqués enrollada. La carta del «juego de Sade». El juego del divino marqués consiste en perpetuar la escenificación del libertinaje. Cuando alguien la adquiere, está obligado a seguir las instrucciones y organiza el juego, escogiendo a los participantes entre sus conocidos. Desde ese momento, él es el marqués, su reencarnación, y su misión es elegir a las ocho personas que lo acompañarán, iniciar el juego y después deshacerse de la carta con un imperativo: el escrito debe caer en manos de algún conocido de talante libertino y estatus acomodado.

—Por tanto, ¿no fuiste tú quien escogió nuestros papeles?

Se vuelve para responderte y lo hace chasqueando los dedos.

—¡Exacto! Lo ha ejecutado el actual marqués, el propietario anterior de la carta que, paradójicamente, ha querido que llegara hasta mí. Yo seré el marqués del juego que ha de seguir al que se está desarrollando ahora. Aunque en este caso, el actual marqués ha actuado de forma muy extraña, porque me ha otorgado un papel en el juego actual y me designa como su futuro sucesor.

—O sea, ¿que tú estás jugando actualmente?

—¡Claro! Soy el octavo personaje.

—¿Y quién eres?

—Los siete demonios de los siete tabernáculos son observados por otro súcubo, un demonio superior y mítico, Baphomet, que encarna a los siete pecados capitales simultáneamente. Y este, amigo mío, soy yo.

No dudabas de que era un chalado excéntrico hijo de mala madre. Pero te sorprende el refinamiento de la trama que ha urdido. No acabas de convencerte de la veracidad de la carta, del juego establecido por el verdadero Sade, aunque debes aceptar que, después de lo que has leído, una maquinación de este tipo sería propia de la mente delirante del divino marqués.

—Un invento estrafalario de los tuyos. ¡Bravo, Gabo! Me halaga saber que sigues siendo el maldito cabrón de siempre, que la monitora de gimnasio no te ha cambiado en absoluto.

—¡Te equivocas! Susanna es mi vínculo con la salvación y me he entregado a él en cuerpo y alma, pero la carta del juego de Sade lleva una maldición que recaerá sobre el propietario en caso de que no cumpla sus instrucciones. Y sabes que me tomo muy en serio este tipo de cosas.

Sientes el impulso de echarlos del despacho y enviar el maldito juego a hacer puñetas. Crispado y hundido, no puedes evitar una explosión de sinceridad:

—¡Basta! No lo soporto más. ¿Sabéis lo que os digo? ¡No me trago las maldiciones! Además, lo he perdido todo por mi soberbia. Desearía volver atrás para rectificar, pero sé que es imposible. Hay momentos en que llamo a la muerte y le ruego un golpe seco de su guadaña afilada, sin sufrimiento. Estoy acabado. ¡No puedo seguir jugando!

No te has dado cuenta, pero tienes los ojos arrasados en lágrimas.

—Ya es tarde, Jericó, estás metido en el juego desde que aceptaste la invitación al Donatien, desde que el marqués decidió que ibas a jugar. Y esto nada puede cambiarlo, ni siquiera tus lágrimas.

 

El reloj digital de mesa que compraste en Tokio emite un zumbido que señala el inicio de una nueva hora. Como está de cara al usuario de la mesa de despacho, no ves qué hora marca. Te miras la muñeca izquierda. Las seis. Has perdido la noción del tiempo. El juego de Sade ha interferido en tu reloj vital. La mirada severa de Gabo anunciándote la inexorabilidad del juego te ha espoleado. Estás dispuesto a enfrentarte al reto.

¿A qué ha venido eso de «estoy acabado», Jericó? Haz callar a esa nenaza que llevas dentro y encara la realidad…

—Recapitulemos, si te parece —propones a Gabo, mientras te levantas para estirar las piernas entumecidas—. Un tipo, al que denominaremos X, adquiere por voluntad ajena una carta escrita por el mismísimo marqués de Sade en la Bastilla. Una carta que describe un juego y lleva una maldición. Nueve personajes, siete de los cuales encarnan a los siete pecados capitales y a sus respectivos tabernáculos del infierno. En cuanto a los otros dos, uno de ellos, al que hemos llamado X, es la reencarnación espiritual del marqués, mientras que el otro, el intendente de los siete súcubos, los representa a todos simultáneamente. ¿Voy bien?

—Yo no lo habría resumido mejor —te manifiesta Gabo, que se ha sentado y le ha guiñado el ojo a Anna.

—El marqués apócrifo, el anterior propietario de la carta, ha estipulado que tú seas el siguiente amo. Por tanto, tú, Gabo, jugarás dos veces. En el juego actual, como Baphomet, y en el juego futuro, como marqués. ¿No es así?

—¡Efectivamente!

Te detienes a pensar. La trama no es fácil.

—Pero has revelado el contenido el juego a unos participantes, ¿no?

—Eso no contraviene las reglas. Lo esencial del juego es que los participantes ignoren en todo momento la identidad del marqués apócrifo y mantener la vigencia de su libertinaje. En esta versión concreta del juego, y dada mi doble condición de participante y futuro marqués, te lo he revelado, más que nada atendiendo al desgraciado incidente de Magda. De todas formas, Anna y tú conocéis los entresijos del juego y no seréis invitados a la próxima partida.

—Y tú, como próximo marqués, ¿cómo descubres a los futuros jugadores quién es quién y a quién representan?

Gabo aplaude con socarronería.

—¡Bravo, Jericó, muy ocurrente! El clásico recurso de reproducir en el futuro las dudas del presente, para resolverlas. A eso, Anna —la mira por encima de las gafas
retro
—, se le llama «proyectar».

—¿Contestas a mi pregunta? —añades con un ademán de cansancio.

—Claro, amigo mío. Jugaré esta partida con vosotros, pero paralelamente tengo que ir pensando en el próximo juego y también en mi sucesor o propietario de la carta. Lo haré en cuanto acabe el que se está desarrollando ahora. Por eso también estoy inmerso en el que ha de empezar a continuación. Escogeré entre mis conocidos a los personajes que más encajan con los siete pecados capitales y posiblemente les haré llegar una invitación

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