El juego de Sade (31 page)

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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

BOOK: El juego de Sade
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—¿Eres tú?

—Sí, duerme, es muy temprano.

Se vuelve en el lecho, dándote la espalda, y se cubre la cabeza con la almohada.

¡Perfecto! No te ha preguntado qué hora era, ni qué has estado haciendo hasta estas horas de la madrugada. Menos mal. Te echas en la cama procurando no tocarla, también de espaldas a ella, y notas que el sueño te reclama…

Cuando te despiertas al día siguiente, estás solo en la cama. Puedes estirarte sin temor a tropezar con ella. La luz se filtra con lujuria por donde puede, como si quisiera ocupar el dormitorio y adueñarse de él. Presagio de otro día radiante y soleado. El reloj digital de la mesilla de noche anuncia la una y media.

Te diriges a la cocina con la intención de beber agua. Tienes la boca seca. Después, un café para despejarte. Descubres una nota —con letra de Shaina— en la puerta del frigorífico, sostenida por un imán en forma de manzana, regalo de la frutería de la que tu esposa es clienta habitual. Es una de sus aficiones predilectas, jugar a escribir ridículas notas y pegarlas en el frigorífico. «¿Y no puede coger el móvil?», te preguntas. ¡Cómo eres, Jericó! ¿Ahora resulta que cuando intenta ahorrar, siendo como es la viva imagen del dispendio, te enfadas con ella?

Admites que al menos así no gasta con el móvil y lees la nota: «No vendré a comer. He quedado con Berta. Nos vemos por la tarde.»

«Muy bien —le respondes en voz baja—, que te vaya bien la jodienda.» Jurarías que Berta es, en realidad, el atractivo dependiente de ropa, aunque a estas alturas eso te trae sin cuidado. Lo único que te continúa incomodando de este adulterio es tener que sufragarles los hoteles y los restaurantes. Amén de los regalos que ella debe de hacerle, como cinturones, corbatas y demás.

Resoplas mientras abres el frigorífico. Confías en que todo acabe muy pronto y puedas olvidarla para siempre jamás. ¡Será fácil, Jericó! Te lo digo yo.

La frescura del agua te reconforta. Cargas la Nespresso y conectas la radio mientras pones en marcha tu disco duro.

Ayer noche, Jericó, se te ocurrió la idea de tener una charla con Paula. A la luz del día lo ves aún más claro: tienes que hablar con ella. Se impone comprobar si realmente Eduard es como parece. Debes pasar de las simples suposiciones basadas en testimonios a los hechos demostrables. «¡Espera! Paula no deja de ser otro testigo, ¿no?» Es su esposa, Jericó, la madre de un hijo del cual abusó o la cornuda estoica, lo mismo da. Su testimonio es el más contundente de todos. ¿Y quién te dice, además, que no te aportará alguna prueba irrefutable de la depravación de su esposo?

Tomas el café decidido a visitar a Paula hoy mismo, aprovechando que es domingo y nada te lo impide, aunque sabes que quizá será una misión imposible y tendrás que volver de las tierras del sur con las manos vacías.

Conoces Capçanes por su reputación enológica, por la pertenencia a una denominación de origen vitícola de la cual eres seguidor y cliente reincidente: los Montsant. Para llegar allí, sabes que debes pasar por Falset. Desde la capital del Priorat a la pequeña población de Capçanes es un paseo.

En tu despacho, buscas por Internet la ubicación exacta y el itinerario para llegar al pueblo. Como intuías, es muy fácil. Es una población muy próxima a carreteras importantes.

Te duchas y vistes con diligencia, decidido a emprender el viaje hacia las tierras vinícolas. Pero antes, Jericó, ¿no deberías asegurarte de que Paula continúa allí? ¿No deberías, por prudencia, comprobar que Eduard no está con ella, pasando el domingo? Recuerda, Jericó, que tu amigo ha apuntado que la visitaba semanalmente.

Coges la Black, resuelto. Buscas el móvil de Eduard y lo llamas.

—¿Eduard? Soy Jericó.

—¡Hola, Jericó! ¿Cómo estás?

—Bastante bien, me he levantado tarde, pero muy descansado.

—¡Eres un dormilón! Aprende de un viejo deportista. Hace dos horas que estoy en el club de tenis y he terminado hace muy poco. Ahora una ducha, una sauna y comeré algo aquí mismo, en el restaurante del club. Después iré al despacho, tengo que repasar algunos informes de unos pacientes. En fin, ya lo ves, la actividad me mantiene en forma.

—Y que lo digas —asientes satisfecho, porque no te ha hecho falta mentir ni simular para sonsacarle si estaba con su esposa.

—¿Quieres algo?

—Sí. Una pequeña consulta —le mientes ahora—: las píldoras que tomo para dormir, el Datolan, me producen algunas molestias de estómago y ahora mismo tengo irritadas las hemorroides, ¿no será también por las pastillas?

—¿No habías dejado ya el Datolan?

«¡Mierda!» No caíste en que ya le habías consultado la conveniencia de dejar los somníferos.

—Sí, pero hace unos días estaba nervioso y volví a tomarlo.

—¡Mal hecho! Ya sabes que estoy en contra de la automedicación. En cuanto a las molestias, en efecto, es posible que se deban a ellas. En cualquier caso, no las tomes. Trata de relajarte, practica algún deporte… Prepárate una infusión antes de ir a dormir. Y no te preocupes por el asunto de los análisis. Ya te comenté que la probabilidad de contagio era muy baja. En cuanto tenga los resultados, espero que mañana mismo, te llamaré, y entonces dormirás tranquilo.

—Gracias, amigo.

—Y la próxima vez que la metas: con sombrero, ¿entendido vaquero?

—Sí. Por cierto, ¿cómo está Paula?

Un breve silencio.

—Mal, amigo mío, pero muy animada. La admiro. No sé de dónde saca las fuerzas. Esta mañana la he llamado para decirle que no podría ir, que me esperaban unos expedientes atrasados de la consulta, y me ha explicado que había salido a pasear por las viñas con su hermana.

—Mejor así, ¿no?

—Sí. En fin, te dejo. Te llamaré en cuanto sepa los resultados, ¿de acuerdo?

—Muy bien, adiós.

¡Genial! Vía libre para zarpar en dirección a Capçanes, cuanto antes mejor. Miras el reloj. La una y cuarto. ¡No has comido nada! «Ya comeré algo por el camino.» Te sientes excitado. Intuyes que, en medio de las viñas, la confesión de una moribunda ejemplar te proporcionará todo aquello que necesitas para descubrir la verdad. Además, Jericó, recuerda: «El vino es honesto, nunca miente. No puede disimular los aromas ni el sabor.»

 

Hace más de una hora y media que conduces. Estás llegando a Falset. El paisaje te seduce. Alternancias entre la rocalla de pizarra y el verde cansado del pinar mediterráneo. Recónditos márgenes de piedra, testimonios de antiguos bancales de cultivos en alturas insospechadas con algún aladierno aferrado o los avellanos salvajes. El follaje verde plateado de solitarios olivos atempera los bancales encapotados…

Todo te hace recordar con añoranza aquella estancia de la época universitaria en la casa solariega de un amigo de facultad, Robert, de quien has perdido la pista, en el pueblo de Darmós, muy cerca de estos parajes. Era agosto, hacía un calor de narices y tu amigo, hijo de viticultores, os abrió las puertas de su casa durante una semana y se ofreció a mostraros lo que años después sería la zona geográfica de los Montsant. Erais cuatro amigos, de los cuales tan solo te has visto de vez en cuando con uno de ellos. Bajasteis a bodegas insospechadas envueltas en telarañas, catasteis caldos tan viejos y sabios como la misma tierra, homenajeasteis a Dioniso y a las
thiasas
… Una excursión magnífica durante la cual enseguida conectaste con el aroma dulzón de la uva y la belleza de los pámpanos.

No obstante, Jericó, cuando alcanzaste la riqueza, cuando sucumbiste al narcótico de los oropeles, te olvidaste de todo lo que te había hecho sentir bien, como el influjo de las viñas. Te resguardaste al abrigo de los mingitorios elevados a obra de arte, entregado a la extravagancia vanguardista. Invertiste en Dubái, entre otros lugares extraños, te casaste con una estudiante de modelo
top fashion
, etc., etc., etc. Ni rastro de las lecturas humanísticas y teosóficas. Ni rastro de Blanca o el ambiente del pub Zona, ni señal de las viñas… La soberbia que dormitaba en tu interior despertó como una fiera salvaje. De hecho, Jericó, te compraron el alma y no te diste cuenta hasta que te encontraste con la mierda al cuello, a punto de perderlo todo.

Te llaman al móvil. Conectas el manos libres.

—¿Sí?

—¡Hola, semental!

—¿Anna? ¿Eres tú?

—La misma.

—¿Qué quieres?

—Pues estoy solita en casa, aburrida, y me he preguntado si tú también estarías solito y aburrido.

Ha fingido una ridícula voz infantil.

—Estoy de viaje. Me he escapado de Barcelona. Necesitaba respirar aire puro.

—Claro. Comprendo que después de la noche en el Donatien, después de leer los hechos de Marsella, la testosterona te persiga y te escabullas de mí, ¿eh?

—¡No digas tonterías! Ahora mismo, estúpida ignorante, estoy rodeado de un paisaje maravilloso y tus chorradas quedan fuera de lugar.

—¡Caramba, «estúpida ignorante»! ¡Este piropo me lo pagarás, semental! Disfruta del aire puro y coge fuerzas para el martes que viene. La orgía de la Rue Aubagne nos espera.

—¿Dónde será el encuentro?

—No lo sé, tendrás que llamar al móvil de la tarjeta un par de horas antes.

—Venga, Anna, no me vengas con esas. No me trago que no sepas dónde es. ¡Seguro que has ayudado a Jota y a los demás a montar el escenario!

—¿De qué me hablas?

—Que seguramente habréis repetido el truco del Donatien. Habéis montado un decorado en cualquier antro vuestro y después lo desmontaréis a toda pastilla.

—Deduzco que has estado otra vez en el Donatien, ¿no?

—Querrás decir en el piso de Jota.

Imaginas su reacción de estupor. Lo interpretas así por la demora en responderte.

—¡Ya veo que has estado ocupado, semental! Resérvate las fuerzas, créeme, el martes las necesitarás. Y ya que ahora no puedes venir, tendré que buscarme un sustituto.

—Seguro que no te costará encontrar uno.

—Feliz descanso.

—¡Adiós, tarada!

Rodeado por la campiña, te sientes lejos de tu mundo, incluso del juego de Sade. No das la menor importancia a llamada de Anna. No te inquieta en absoluto pensar que, tal vez, lo que pretendía era tenerte localizado. Te envuelve una especie de paz después de muchos días de angustia.

Pasas de largo Falset y sigues por la carretera principal que conduce a Móra la Nova. Aminoras la velocidad, pues sabes que pronto encontrarás el desvío para dirigirte a Capçanes.

Lo distingues a veinte metros y pico. Pones el intermitente y enfilas una carretera estrecha, preludio de un destino respetado por los vaivenes de la modernidad.

Ya estás. Capçanes. Callejuelas estrechas. Viejas techumbres de teja cocida. Balcones de hierro forjado. Algunas paredes muestran con desvergüenza los despojos de piedra y argamasa. Un pueblo pequeño resistiendo el envite de los nuevos tiempos rodeado por las viñas.

Detienes el coche justo delante de una portalada grande en cuyo interior una pareja de abuelos está pelando unas almendras secas con unos cuchillos. Bajas del vehículo y te plantas en el umbral, sin atreverte a entrar, por prudencia.

—¡Buenos días, señores!

Te han respondido sin detener su frenética actividad.

—Estoy buscando a la señora Paula, casada con Eduard, un médico de Barcelona. Está en casa de su familia, reposando de una enfermedad. ¿Saben dónde puedo encontrarla?

La anciana mira a su esposo.

—Debe de referirse a la muchacha de los Magrinyà, ¿no?

Él, con cara de pocos amigos, le responde:

—¡Y yo qué sé! No sé cómo coño se llama la muchacha de los Magrinyà. ¡Nunca me he tratado con fascistas!

La anciana detiene las manos y lo interpela:

—Podrías mostrarte un poco más amable, ¿no? Estoy harta de tu mala leche revolucionaria.

Él blasfema en voz baja y escupe de lado.

La anciana te observa.

—¿Le importa esperar un momento? Enseguida vendrá Quimet, nuestro nieto, y lo acompañará hasta allí.

—No quisiera molestar.

—No es molestia. Es que, si no es así, no la encontrará. El camino que lleva a la casa de campo de los Magrinyà está del otro lado del pueblo y hay que cruzar la carretera.

—¡Gracias! Espero en el coche.

Te acomodas en el vehículo y, desde allí, sigues con curiosidad la operación de limpieza de almendras de la pareja de ancianos. El hombre se ha mostrado huraño. Las arrugas del rostro y las cejas subrayan su actitud. La llamada de la Black te reclama. En la pantalla, lees «Niubó».

—¿Sí?

—Buenos días, Jericó, soy Jaume Niubó. ¿Te molesto?

—No, ni mucho menos, Jaume. ¿Qué hay de nuevo?

—Buenas noticias, Jericó, por fin, buenas nuevas. Acabo de hablar con el señor Wilhelm Krause y ya te adelanto su interés en firme por adquirir Jericó Builts.

¡El cielo se ha abierto y un ángel con una trompeta dorada está tocando!

—¿Cómo dices? —le preguntas, agitado.

—Lo que oyes, Jericó, hemos avanzado mucho en las negociaciones y nos ahorraremos la liquidación de tu empresa. El grupo alemán Krause quiere comprártela haciéndose cargo de los activos y los pasivos. Por lo que parece, y esto lo sé por mis contactos en Baviera, además del maquillaje contable, Wilhelm ha cerrado un acuerdo de remodelación y restauración de patrimonios históricos en la Península y quiere aprovechar tu infraestructura legal.

Te quedas mudo. ¡Reacciona, Jericó! Es lo mejor que te podía suceder. Evitarás la lenta y dramática liquidación, los procesos de embargo, etc.

—¡Eh, Jericó! ¿Sigues ahí? —te pregunta Niubó.

—Sí, estoy aquí, con las piernas temblando de emoción.

—Pero seamos prudentes, aún hay que concretar detalles importantes, pero cuando
Herr
Wilhelm Krause se pone al teléfono es que la operación puede considerarse prácticamente cerrada. Si te parece bien, mañana pasas por el despacho a las diez y media y hablamos.

—¡De acuerdo!

—¡Buen domingo!

—¡Gracias, Jaume!

Bajas del coche y sueltas un grito de entusiasmo que ha llegado a los dos ancianos que pelan almendras. El hombre te ha mirado con desdén. La anciana, en cambio, ha sonreído.

—¿Es usted feliz, joven? —te grita desde lejos.

—¡Sí, señora, empiezo a serlo!

El grupo Krause, si todo va bien, acabará con tu angustia. Te sientes pletórico. Respiras hondo. El aire es limpio, embriagado de los perfumes de la naturaleza. Tu vida ha dado un vuelco. Bien, lo hará definitivamente en cuanto firmes el contrato de venta de las acciones de Jericó Builts. Es el primer paso hacia la segunda oportunidad que pedías a la vida. A la liberación de las deudas, seguirá el divorcio de Shaina, y entonces estarás limpio, Jericó, limpio para comenzar de cero, pero esta vez con una riqueza impagable: la experiencia.

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