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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (32 page)

BOOK: El juego de Sade
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De golpe, te entristeces. No los tenías en cuenta, ¿verdad? Pues sí, Jericó, y este es un detalle tan importante o más que el anuncio de Niubó. ¡Los análisis! ¿De qué te sirve ganar el mundo si has contraído el sida?

A pesar de todos los avances en el tratamiento de esta enfermedad, sientes que te fallan las piernas. Maldices el Donatien, el juego de Sade, Anna y todo lo demás…

La voz de la anciana te devuelve a la realidad. En el umbral de la puerta donde el matrimonio pela almendras hay un chaval esmirriado, con el cabello rapado, montado en una bicicleta de montaña. Trece años, como máximo, y una mirada de hurón, escrutadora.

—Este es Quimet, nuestro nieto mayor. Él lo guiará hasta la casa de los Magrinyà. Sígalo.

—Muchas gracias por su amabilidad. ¿Cómo puedo compensarles las molestias?

—Por favor, no es ninguna molestia, ¿verdad, Quimet?

El chaval ha negado con la cabeza, pero te ha dedicado un guiño pícaro que no sabes cómo interpretar.

Quimet se ha puesto en marcha y tú lo sigues. El muchacho pedalea con fuerza. Recorréis el pueblo pasando por callejuelas todas ellas similares y vais hacia otra carretera, esta vez una vía secundaria. El chaval te indica con un gesto del brazo que te detengas y da marcha atrás hasta que se coloca a tu lado. Bajas la ventanilla del coche.

—¿Ve aquel camino de tierra?

—Sí.

—Vaya por ahí todo recto y en un par de kilómetros ya habrá llegado. La casa de los Magrinyà es muy grande y tiene la fachada blanca.

—¡Muchas gracias, Quimet!

El chico te sonríe astutamente. Te llevas la mano a la cartera, la abres y sacas un billete azul de veinte euros. A Quimet se le iluminan los ojos. Cuando está a punto de agarrarlo de tu mano, le sujetas el brazo con la izquierda.

—¡Un momento! Este billete requiere un servicio adicio- nal.

El chico arquea las cejas, molesto.

—Si quieres que los veinte euros sean tuyos, tienes que contarme una cosa, presta atención, ¿de acuerdo?

Asiente sin mediar palabra.

—¿Conoces a la señora Paula, la dueña de la casa?

—Sí.

—Es una buena mujer, ¿verdad?

—Sí, para mí, sí. Un día la ayudé a cargar unas cajas de vino de la bodega cooperativa a su coche y me dio diez euros. Otro día coincidimos cerca del bar y me compró un Calippo…

—¿Y tus padres qué dicen de ella? —lo interrumpes para evitar la enumeración de los gestos que habría tenido Paula con él.

—No lo sé, lo único que recuerdo haber oído en casa es que había tenido mala suerte.

—¿Mala suerte?

—Sí —afirma el chaval con la mirada perdida, intentando recordar—. Me parece que fue la abuela quien lo dijo, que había tenido mala suerte con su marido.

—¿Su marido?

—Sí, un tipo que no saluda a casi nadie en el pueblo. La abuela contaba que ella no quería casarse, pero que el señor Magrinyà, su padre, la había obligado.

—¿Nada más?

—No —te contesta el chiquillo en un tono convencido y moviendo la cabeza.

—Una última pregunta: ¿está sola en la casa?

—No. Allí vive todo el año su hermana, Isabel, que es soltera, y Mingo y su familia, los aparceros de las viñas.

Le sueltas el brazo y el chico coge los veinte euros con diligencia y se los mete en un bolsillo de atrás de los pantalones.

Te da las gracias y se aleja visiblemente satisfecho a golpe de pedal.

«Así que en el pueblo se rumorea que Paula no tuvo suerte con Eduard. Vaya, vaya.» Y que se casó porque su padre la obligó, Jericó. Sorprendente, ¿no? La primera persona a la que interrogas al respecto, tan solo un chaval de trece años, te lo deja caer como si tal cosa.

Miras el camino de tierra del otro lado de la carretera. No es demasiado amplio y está flanqueado por márgenes de piedra de más de un metro de altura. Algo te augura que si tomas este camino, nada volverá a ser igual. La premonición es tan poderosa que te demoras unos instantes. ¿De qué tienes miedo, Jericó? ¿No quieres conocer la verdad de esta rocambolesca historia ligada a un juego miserable? ¿No habrás conducido durante dos horas para nada? ¡Adelante!
Esto vir.

«¡Vaya! ¿Ahora me sales con uno de los latinajos bíblicos de mi padre? “¡Sé un hombre!”, la última instrucción del rey David moribundo a su hijo Salomón. ¿No querrás convertirme a estas alturas?» Ya sabes que no. Es una forma de provocarte. «¡Pues ya ves, lo has conseguido!»

Aceleras, cruzando la carretera y enfilando el angosto y misterioso camino que lleva a la casa de los Magrinyà.

El camino es un preludio de lo que vas a encontrar. Angosto y desigual, has podido recorrerlo gracias a la doble tracción del Cayenne. Más de un kilómetro enclaustrado por los márgenes de piedra a ambos lados hasta que llegas a una inmensa llanura de tierra cultivada de viñas. Entonces el camino se suaviza y serpentea entre las cepas hasta la era de una casa de fachada blanca, imponente, pero de aspecto lúgubre. Enseguida te ha venido a la cabeza el relato de Poe titulado
La caída de la casa Usher.

Detienes el coche delante mismo del portalón, bajo una parra frondosa sostenida por una enorme pérgola de madera. Al apagar el motor, oyes los ladridos de unos perros que persiguen el coche. Son dos pastores alemanes bien alimentados y de pelaje reluciente. No te atreves a bajar. Los colmillos de los animales te intimidan. Esperas a que alguien repare en tu presencia.

La puerta claveteada de la casa se abre. Paula y otra mujer más joven llaman a los perros. La saludas sin salir del coche, pero a juzgar por su expresión, no te reconoce.

¡Venga, Jericó, no seas cobarde y baja! ¿No ves que ellas dominan a los perros?

Te decides a salir. Los perros ladran de nuevo, pero la voz autoritaria de la mujer más joven los hace callar.

—¡Paula, soy yo, Jericó! —exclamas mientras te acercas.

Te escruta con la mano derecha haciendo de visera. La reverberación la deslumbra.

—¡Jericó! ¿Eres Jericó?

—Sí, Paula, soy yo. ¿Cómo estás?

Ya te encuentras delante de ella. No puedes reprimir la emoción al besarla. La ves muy demacrada. La enfermedad la está devorando.

—¡Jericó, qué sorpresa! ¿Tú por aquí, por Capçanes?

Su voz es firme, tal vez lo único que la metástasis le ha respetado, porque cuanto más la miras, más te das cuenta de su desgracia.

Estás a punto de mentirle. Una mentira piadosa marca de la casa. Algo como «he venido a Falset para visitar a unos clientes; Eduard, tu marido, me comentó que estabas aquí y he decidido pasar». Pero no lo haces. Su figura te impresiona.

«¿Qué se ha hecho de aquella mujer atractiva, de anchas caderas y sonrisa de cuarto creciente?», te preguntas.

—Esta es mi hermana: Isabel.

La ha abrazado afectuosamente mientras te la presentaba. Isabel te tiende la mano y te saluda. No se parece a Paula. Es menos atractiva y más corpulenta.

Paula te invita a entrar y los perros te olisquean las piernas, como si buscaran algún olor conocido.

—No tengas miedo de
Tom
y
Huck
. Son inofensivos —te garantiza Paula mientras atravesáis la impresionante entrada, adornada con aperos antiguos.

—Admito que no acabo de fiarme de los perros. Siempre he preferido a los gatos.

—Pero tu esposa tenía un perro, ¿verdad?

—Sí,
Marilyn
, pero eso no es una perra ni nada. ¡Los tuyos sí que son perros, perros!

Tu comentario ha desconcertado a Isabel, que te ha mirado con cierto recelo.

Pasáis a una gran sala de estar, presidida por una chimenea de piedra donde cabrían tres personas de tu talla. La ornamentación es elegante. Sillerías tapizadas, un piano de pared con candelabros, marcos recargados que encuadran pinturas religiosas y paisajes, lámparas de pie, cómodas, vitrinas con vajillas y cristalería elegante… En definitiva, una ornamentación que refleja el pedigrí del linaje propietario. Pero de toda la sala, a primer golpe de vista, lo que más te ha impresionado es el lienzo que cuelga sobre la chimenea. Se trata del retrato de un matrimonio. El hombre está de pie, con bigote afilado y vestido elegantemente. La mujer aparece sentada en una silla con una Biblia en las manos. El hombre reposa la mano derecha sobre el hombro de la mujer. El pincel del artista se había detenido especialmente en ambas miradas. La de él, severa y cruel, casi. La de ella, nostálgica y atemorizada.

—Son mis padres, Armand Magrinyà y Paula Alerany —precisa Paula, que ha captado la impresión que ha causado en ti el retrato—. Siéntate aquí, en este sofá, estarás cómodo. ¿Quieres beber algo?

—Quizá sí, alguna bebida fresca.

—¿Una cerveza?

—¡Muy bien!

Isabel sale a buscar la cerveza y Paula toma asiento a tu izquierda. Tienes que volver levemente la cabeza para mirarla.

—¡Aún no me has contado a qué debemos tu visita!

Ahora ya no sientes la tentación de mentirle. Además, la mirada del tipo del retrato domina la sala y te provoca cierto desasosiego.

—¿No habrás venido a comprar vino? —bromea.

—No exactamente, Paula. He venido a buscar la verdad.

Su mirada tiene algo de la mujer del retrato. Un aire familiar. ¿Estás tonto, Jericó? Es su madre. ¿No lo has oído? Es normal que se parezca.

El caso es que Paula ha acentuado su pose nostálgica.

—¿La verdad? —Sonríe fugazmente—. La verdad es esquiva, Jericó. Y cuando se la busca, no se la encuentra. La verdad viene a buscarte cuando ella quiere.

La solemnidad y la dulzura que ha empleado para hablar de la verdad te han cohibido. Intentas estar a su altura…

—Supongo que ocurre como con el vino, que nunca miente y siempre es honesto.

No sé si has obrado bien al soltar el aforismo de Blanca en este contexto.

—Te equivocas, Jericó. El vino puede mentir. Detrás de un aroma embrujador se puede disfrazar un sabor deficiente.

¡Ahí es nada, Jericó! Acaban de echar por tierra una sentencia que suponías acertada al cien por cien.

—Pero dime: ¿cuál es la verdad que buscas? Me has intrigado.

Tienes los labios tensos. Ya no es únicamente el hecho de estar en presencia de una moribunda y tener la inquisidora mirada del retrato de su padre clavada en ti. Es la atmósfera que se respira en esta sala, en la casa, desde que has entrado. Una especie de secreto se oculta en cada rincón, en cada grano de polvo que flota en las estancias.

—Se trata de Eduard —apuntas con un carraspeo incómodo.

—Lo suponía. ¡Mi amado esposo! —te confirma con cierta socarronería—. Vaya, Jericó, así que has venido a charlar conmigo de tu amigo, ¿no es así?

—Pues sí.

—¿Y qué quieres saber?

No sabes por dónde comenzar. Sientes un nudo en la garganta.

—No tengas miedo, Jericó, soy casi un cadáver. ¡Quizá tengas suerte! Quizá no quiera llevarme más secretos a la tumba, ni dejarlos flotando en esta casa que hemos herido de muerte con nuestros dramáticos silencios.

Mientras termina de pronunciar la frase, te señala el techo, recorrido por una grieta en la que no te habías fijado antes.

En ese instante entra Isabel con una bandeja de bebidas. Los dos la miráis. Deja la bandeja sobre una mesa redonda de centro. Te sirve la cerveza en un vaso de cristal tallado, delicadísimo, y te lo entrega. No puedes evitar comentarlo en voz alta:

—¡Qué preciosidad!

—Es de la cristalería del ajuar de nuestra madre, de los Alerany. La A está tallada como un tulipán invertido —explica Paula.

—Modernismo, ¿no?

—Sí, los Alerany eran de Reus, una ciudad marcada por el modernismo.

Isabel sirve agua en un vaso idéntico de una jarra a juego y lo entrega a su hermana, que le agradece el gesto con una mirada que no te pasa desapercibida.

—Si me disculpáis, tengo que atender unos asuntos —se excusa Isabel.

Jurarías que ha sido Paula quien le ha indicado mediante algún gesto que os deje a solas. Ya no dudas del grado de compenetración que hay entre las hermanas.

Recibes la cerveza con gratitud. No has comido ni bebido nada desde que saliste de Barcelona. Paula te observa mientras se humedece los labios. Deja de nuevo el vaso en la bandeja, alargando el brazo delgado, y se seca la boca con un pañuelo de encaje.

—Eduardo es como el vino al que me refería antes. Puede embrujarte con el aroma, pero decepcionarte con el sabor. —Paula te sonríe y deja perder la mirada—. Lo has descubierto, ¿no es verdad?

Suspiras.

—Sí. Y sin darme cuenta, he llegado a donde nunca habría imaginado.

Paula mueve la cabeza.

—Cuando descubrí que abusaba de Alfred, ya era tarde. Tarde para Alfred, tarde para él, tarde para mí. El mal a Alfred ya estaba hecho. El dolor, a mí, ya no me lo podía quitar nadie. Y él…, él estaba perdido. De hecho, después de jurarme una y otra vez que no se repetiría, que no volvería a pegar a nuestro hijo, no tardó en reincidir. Esta vez con un paciente de la consulta, un niño que padecía un trastorno. ¡Un drama! La madre, Soledad, lo descubrió y amenazó con denunciarlo. Tuvo que pagar lo que no tenía para silenciar a aquella mala pécora. Incluso tuve que añadir los ahorros familiares.

—Perdona, Paula —la interrumpes con un carraspeo previo—, ¿Eduard se entendía con Soledad?

—Aquella chica era una perdida, Jericó, una fulana. Supongo que sí. Para serte sincera, desde que descubrí los abusos a nuestro hijo, dejó de importarme que me fuera infiel. Pero sí, es muy probable que me engañara con ella. El niño, el paciente de Eduard, Javier, era el hijo ilegítimo del señor de la casa donde la madre de Soledad hacía la limpieza.

¡Eh, reacciona, Jericó! Te has quedado petrificado. ¿Has oído bien? Jota es hijo de Gabriel Fonseca…

—¿El hijo de Soledad es hijo de Gabriel Fonseca? —le preguntas, atónito.

—¿Conoces a los Fonseca?

—Sí, claro. Fue Gabo, quiero decir Gabriel, quien me inició en el mundo del lujo.

—La esposa de Gabriel era paciente de Eduard, aterrizó en su consulta por consejo de un amigo común. Así se conocieron Gabriel y Eduard.

Se hace un silencio. De golpe, sientes el fétido aliento de la muerte muy cerca. Paula se está consumiendo y con ella, aquel caserón, todo un mundo que desconoces.

—¿Decepcionado? ¡Lo siento! Pero has venido a buscar la verdad, ¿no? —te pregunta.

—¿Qué motivo podría tener Eduard para querer hacer daño a Alfred?

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