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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (28 page)

BOOK: El juego de Sade
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El chico accede. Tiene el Golf a doscientos metros, como mucho.

Cuando está a una distancia prudencial, Ivanka suelta:

—No sé si estabas atento cuando te he dejado caer que su padre es un maltratador. Alfred me confesó que abusó de él hasta que tuvo once años.

—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que su padre lo violaba?

—No exactamente. Los abusos no eran sexuales. Más bien era una violencia erótica. Me contó que cuando su padre se enfadaba con él le ordenaba que se bajara los pantalones y con los zorros para sacudir el polvo le azotaba las nalgas hasta que se las enrojecía.

Irremisiblemente, la escena que refiere Ivanka te conduce a Marsella, al piso de la Rue Aubagne, al interior del cuarto donde Marianette, Mariette o cualquiera de las otras dos chicas está tumbada de espaldas y es azotada por el marqués con una escoba de brezo. La camisola blanca desabotonada disimula las calzas de seda del señor de Sade, a quien tú, en tu visión, has puesto el rostro de Eduard…

Ivanka mueve la mano delante de tus ojos, de mirada ausente:

—¡Eh! ¿Estás aquí?

—Sí, acabo de tener una visión.

—Y eso no es todo —añade—. Paula le prohibió que pegara al niño de aquella forma tan poco ortodoxa. De hecho, lo amenazó con abandonarlo si volvía a ponerle a Alfred la mano encima. Tu amigo tuvo que aceptarlo. Pero lo llevaba dentro y poco después del encontronazo con Paula por este asunto surgió el caso de Javier.

Javier Mas era un niño humilde al que Eduard atendía en la consulta por un trastorno disgregativo infantil. Aprovechó la enfermedad del niño y el tiempo de que disponía en las visitas para jugar con las correas de sacudir el polvo con él. Al principio, la madre del niño, Soledad, no dio crédito a su hijo cuando este se lo contó. Hasta que, desconcertada, la mujer le tendió una trampa. Fingió que salía de la consulta y se ocultó detrás de unas cortinas. Así pudo corroborar de primera mano lo que Javier, el niño trastornado, le había explicado…

La interrumpes:

—No es que quiera parecer un escéptico, pero ¿no me estarás tomando el pelo? ¿No os habréis confabulado todos para hacerme enloquecer?

—Ya te he dicho que no soy de la clase de personas que bromean y que nunca miento. ¿Quieres que continúe?

Suspiras.

—Sí, claro, discúlpame.

—Soledad lo aprovechó para sacarle pasta. Era madre soltera y necesitaba el dinero para llevar una vida normal. Dejó limpia la cuenta corriente de Eduard y el asunto no trascendió.

—¿Alfred está enterado de esto?

—No, nunca se lo he revelado.

—¿Por qué?

—El jueguecito de su padre con las correas le dejó una profunda huella. ¿De dónde crees que le viene la afición al sado?

—No tiene por qué. Era un niño y quizá ni se acuerda.

Ivanka ha sonreído abiertamente por primera vez en toda la noche. Le descubres los dientes pequeños y afilados, de una tonalidad amarillenta.

—¿Crees que soy esclava porque sí, porque ya nací así?

—No lo sé.

—Me hizo puta mi madre, sus vejaciones y abusos. Sí, ella me hizo así. Hasta el punto de que no sé disfrutar de ninguna otra forma más que con el dolor.

Tienes el corazón en un puño. Todo esto, Jericó, es durísimo. Tu padre era un autoritario fanático religioso, pero nunca te puso la mano encima. Tan solo tienes dos malos recuerdos suyos: aquella sonrisa fingida mientras te sermoneaba y tu nombre de pila. Pero era un buen hombre a quien el fanatismo ascético le jugó una mala pasada…

Se oye un claxon. Es el Golf de Alfred, que está detenido en doble fila y reclama a Ivanka.

—¡Ya voy! —le grita ella.

—Aún no me has explicado cómo sabes eso.

—Javier Mas, el niño con un trastorno disgregativo, creció y superó su problema psicológico. Lo que no llegó a superar ni asimilar, como nos ocurre a muchos de nosotros, son los abusos. Con el tiempo se ha convertido en uno de los amos de sado más respetados de la ciudad. Se hace llamar por su nombre de guerra: Jota.

¿Jota? El corazón te da un vuelco. ¿No se tratará del chico del Donatien?

—¡Espera! ¿Qué edad tiene este chaval? —le preguntas, turbado.

—Unos treinta y pocos.

—¿Es delgado, pero atlético, y tiene tatuajes en el cuello?

—Sí —te responde, sorprendida—. ¿Lo conoces?

—Me parece que sí. ¿Y él te lo ha contado?

—En el submundo del sado todos nos conocemos. Si antes había presumido de ser una de las esclavas más solicitadas de la ciudad, Jota es uno de los amos de más renombre. Nos conocemos bastante bien y, además, compartimos un amigo común.

Alfred toca el claxon otra vez e Ivanka levanta la mano derecha con el dedo corazón estirado sin mirarlo.

—Jota tiene un pasado oscuro, como la mayoría de los que estamos en el sado, pero en su caso se añade el hecho de ser hijo de madre soltera, aunque, por lo que dice, su padre está vivo y él lo conoce, pese a que nunca lo ha reconocido públicamente.
Quid pro quo
. Aún me debes una respuesta. ¿Cómo sabías que Gabriel era cliente mío?

Sin vacilar, decides no mentirle. Te has convencido de que es como el vino.

—Sinceramente, no lo sabía. Estoy involucrado en un juego extraño en el que también participan Gabriel, Jota y otros. Esta misma tarde Gabriel me ha contado que Alfred es un depravado, cliente tuyo adicto al sado, para convertirlo en sospechoso del asesinato de Magda.

—¡Cerdo! —exclama Ivanka.

—Lo siento, no quería aprovecharme de ti.

—No, no te lo digo a ti, me refiero a Gabriel. En La Cueva de los Amos, mi negocio, existen normas. La más importante es la discreción.

Alfred se ha cansado de esperar y avanza a toda prisa para buscar a Ivanka. Lleva algo en las manos. Cuando llega cerca de donde estáis, descubres que se trata de un fajo de folios.

—Ivanka, estoy en doble fila, démonos prisa. Toma, Jericó, si quieres distraerte con el marqués de Sade aquí tienes los dos relatos que escribí para tu amigo. No dejes que nadie los lea. ¿Entendido?

—¡Gracias, Alfred! Si descubro algo me pondré en contacto contigo.

Coges el pliego con la mano derecha y le das la izquierda a Ivanka a modo de despedida. La frialdad de su mano te ha calado hasta los hombros.

—¡Ve con cuidado! El mundo del sado, donde te has adentrado, está lleno de trampas y peligros. No te fíes de nadie —te aconseja Ivanka antes de partir.

Te quedas observándolos mientras ellos suben al Golf negro con las luces de estacionamiento parpadeando y te sientes extrañamente reconfortado por la última mirada en la oscuridad de Ivanka, desde la distancia.

Ay, Jericó, por la forma en que la miras, diría que esta chica ha pasado de la nada al todo en cuestión de minutos. ¿No será que estás aprendiendo a valorar lo que es auténtico? A pesar de tratarse de una puta. A pesar de su aspecto.

En medio de la calle echas un vistazo al fajo de folios. Los dos relatos llevan su correspondiente título. Compruebas que, efectivamente, el que leyeron en el Donatien y el que tienes sobre los hechos de Marsella coinciden con los que te ha entregado Alfred. ¡Si supiera que ya los conoces!

Vas a buscar un taxi, pensativo. Las dudas se acumulan. Pero ahora ya dispones de pistas muy valiosas para ordenarlo todo.

Asegurarías que Gabo ha mentido, y también Eduard. Ambos apuntan con sus mentiras hacia Alfred. ¿No estarán compinchados? A priori, no tienes motivo para creer que se conocen. Sin embargo, es sumamente revelador que ambos quieran hacerte creer que Alfred es el posible asesino de Magda.

¿Y Jota? ¿Qué me dices de este descubrimiento? Jota está en el juego y, repasando los datos de que dispones, lamentablemente la única persona que estuvo en contacto con él antes de iniciarse el juego de Sade fue Eduard. ¡Y menudo contacto!

«¡Un momento! No me digas nada. ¡Escúchame! ¿Y si el nexo entre todos ellos es precisamente Eduard? Presta atención y sigue mi razonamiento: Gabriel dijo que cada participante en el juego, por expreso deseo del verdadero marqués en la Bastilla, debía encarnar uno de los siete pecados capitales. Un vicio que muy bien podría ser también una especie de patología psicológica. ¿Me sigues? Bien, continuemos: Jota es la ira, Ivanka lo ha definido como un amo bien conocido en el mundo del sado. Anna, la lujuria. Víctor, la gula. Magda, la codicia, y así sucesivamente hasta llegar a los siete. Siete pecados capitales, siete vicios, siete patologías, siete pacientes en definitiva que acaso acudían al mismo psicólogo…»

¡Alto, Jericó! ¡Eso es imposible! Anna te ha mencionado que no se conocían de antes. Los citaron en aquel piso de
swingers
e intercambios. Allí los presentaron…

«¿Y qué? Los pacientes de un psicólogo no tienen por qué conocerse, salvo que participen en terapias de grupo. El que los conoce es el que me interesa, la persona que ha redactado los informes y los ha estudiado. ¿Quién mejor para orquestar el juego? ¿Quién mejor que este psicólogo para asignar a siete jugadores un pecado capital?»

¡Esta vez tengo que felicitarte, Jericó! Además, Alfred nos ha concretado que tenía la obra completa de Sade en la biblioteca. Ivanka, su turbio pasado, la relación sexual con Magda…

«¡Basta! ¡Vamos a salir de dudas!»

¿Qué haces?

«Estoy recuperando el móvil de Alfred, su llamada. Necesito hablar un momento con él.»

Aprietas el botón cuando estás situado encima del último número de la lista de llamadas.

—¿Alfred?

—Sí.

—Soy Jericó. Solo una cosa que no he podido preguntarte para ir armando el rompecabezas. ¿Magda era paciente de tu padre?

—Sí. Había sufrido unas crisis de ansiedad y había acudido a su consulta. Así la conocí.

—¡Gracias, Alfred! —le agradeces con entusiasmo antes de colgar.

Imaginas la cara de desconcierto del chico, pero en este momento eso es irrelevante. Tu tesis se va confirmando. Ahora ya puedes decir, con toda probabilidad, quién es el marqués apócrifo. Te jugarías el brazo izquierdo a que el marques de Sade del juego actual es Eduard.

Te concentras en el recuerdo del Donatien y el personaje del marqués sodomizando a Magda en el escenario. La figura del actor enmascarado coincide con la de Eduard. Te felicitas. Estás cerrando el cerco.

Pero, de golpe, un jarro de agua fría te cae encima y apaga el fuego ilusorio con que vives tus descubrimientos. Es el efecto de un terrible presentimiento:

—¿No será Eduard el asesino?

La escena del marqués apócrifo sodomizando a Magda en el Donatien, bajo del urinario gigantesco, te convulsiona. El decrépito y extravagante local, juntamente con la tarjeta entregada por Toni, son el inicio de todo. Recuerda, Jericó, que Gabo te ha explicado que el local era una especie de escenario itinerante, que ahora ya no encontrarías. Mañana es domingo, no tienes ningún compromiso, y ahora mismo estás desvelado y muy excitado con los descubrimientos…

«¿Y si vuelvo?» Es una ocurrencia disparatada, ¿no? «En casa, Shaina y
Marilyn
deben de dormir a pierna suelta. Isaura está en Florencia. Nadie me espera. No hay ningún impedimento. Son horas intempestivas, pero estoy sobre ascuas.»

 

Miras el reloj: casi las dos y ha refrescado. Te sitúas en el bordillo de Muntaner, pegado al carril del transporte público, para detener un taxi. Tienes suerte. No tarda ni dos minutos en pasar uno libre. Le proporcionas la dirección: calle Nou de la Rambla, número 24. La conductora —una chica de unos treinta años con una cabellera sedosa negra y una voz modulada— introduce las coordenadas en el navegador. Las uñas impecables, una manicura perfecta, pintadas de rojo oscuro. Hasta ahora no te has dado cuenta de que el coche es un Mercedes, casi nuevo, con un olor a ambientador de cítricos muy agradable.

Así da gusto viajar en taxi, ¿eh, Jericó? Pero no acabo de entender este arrebato de visitar el Donatien a estas horas. ¿Crees que encontrarás a alguien? ¿Supones que habrá alguien para atenderte?

Tú ni caso. Estás tan inmerso en la intriga del juego de Sade que no atiendes a razones. Además, tampoco te motiva demasiado llegar a casa. Ni tienes sueño. La emoción te ha inyectado una buena dosis de adrenalina y endorfinas a las arterias. Te halaga creer que has descubierto la identidad del marqués del actual juego de Sade. Si tu sospecha se confirmara, habrás de admitir que nunca habrías imaginado eso de Eduard. Nunca en la vida habrías supuesto sus tendencias sadomasoquistas, los azotes con las correas y todo lo que Ivanka te ha contado en el transcurso de una noche de sorpresas.

Te resulta esperpéntica la elección de pacientes con patologías que podrían considerarse vicios, o tu presencia y la de tu esposa, Shaina, como paradigma de la pereza.

Llegado a este punto, debes acabar con las suposiciones. Hay algunas notas que chirrían en esta sinfonía perversa. La primera es la elección de Shaina. No te explicas cómo Eduard la conoce tan bien. Una cosa es la imagen que tu banal esposa proyecta y otra es designarla como la pereza personificada. La segunda es la presencia de Gabo en el juego. Siguiendo la misma lógica, únicamente puede ser explicada por la voluntad del marqués apócrifo, es decir, Eduard. Pero no tienes constancia de su relación, no identificas ningún vínculo entre Gabriel y Eduard. Si este, el marqués apócrifo, lo ha designado como el intendente de los siete pecados capitales, el Baphomet, entonces significa que lo conoce tan bien como a cada uno de los otros escogidos. Y tú, Jericó, estás completamente de acuerdo: Gabo reúne los siete pecados capitales, y eso porque no hay siete más. Tal vez el pecado de la gula se manifieste en él de una forma más sublime. Recuerdas haberlo visto tragarse dos kilos de caviar de beluga en un banquete acompañándolos con un vodka frío…

El trayecto se te ha hecho brevísimo. La agradable voz de la taxista te pide nueve euros por la carrera. Le tiendes un billete de diez y vuestros dedos se rozan, con el billete como testigo mudo.

—Quédese con el cambio.

—Muchas gracias.

Te ha dejado prácticamente en el mismo lugar donde el jueves pasado se detuvo el taxi destartalado. Transcurridas cincuenta horas, sigues tus propios pasos. Hueles, nuevamente, la amalgama de olores —suavizantes, coladas, lejía, fritos, etc.— y descubres, otra vez, el rumor secreto de una calle con historia hasta llegar a la misma fachada decrépita. La puerta con la mirilla de lustres pretéritos está abierta de par en par. Continúa allí el vaso roto con el líquido viscoso que se pega a las suelas y el ambiente decadente resistiéndose a abandonar la angosta y empinada escalera.

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