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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (5 page)

BOOK: El juego de Sade
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Pulsas el timbre, anticuado, que emite un
ring
prehistórico. Alguien corre la mirilla.

—¿Contraseña,
monsieur
?

La forma de preguntar te ha dejado tan atónito que ni siquiera te acuerdas de la frase. Debes buscar la tarjeta en el bolsillo y leerla:

—Les infortunes de la vertu
.

Una llave chirría en la cerradura. La puerta se abre y el individuo de la mirilla te da la bienvenida con una reverencia propia de atavismos cortesanos. Para mayor desconcierto, el tipo va tocado con una peluca blanca empolvada —supones que está empolvada, porque ha desprendido una especie de talco al realizar la acrobática reverencia— al estilo de Mozart.

Te pide la tarjeta y se la entregas. La examina y se la guarda en el bolsillo de la chaqueta.

—Ahora, si no es molestia,
monsieur
, ¡tengo que registrarlo!

«¿Tiene que registrarme?»

—¡No lo entiendo! —protestas, anclado en el reducido vestíbulo, aislado del resto del piso por una puerta de vidrios verdes y opalinos.

—Son las normas del Donatien,
monsieur
; debo velar porque nadie entre con ningún aparato de grabación o filmación.

—De acuerdo.

Como si tuvieras alternativa, Jericó.

El hombre de la peluca blanca —alto y fornido, con un traje gris— te registra. Te sientes verdaderamente incómodo, en especial cuando te palpa la entrepierna. Sigues oyendo la música que se cuela desde el interior del local. Te parece reconocer un
single
del grupo New Order.

—Tendrá que entregarme la Blackberry,
monsieur
. Las normas del local son claras: no se puede entrar con ningún aparato que pueda grabar lo que sucede dentro.

La situación te incomoda, el hecho de tener que desprenderte del móvil y entregárselo a un tipo como aquel. Pero son las normas del juego, Jericó, o las aceptas o… ¡puerta!

Resignado, accedes y contemplas con estupor cómo tu amada Black acaba dentro de una caja con otros móviles.

El tipo se ha apartado hacia un costado y te ha señalado la puerta de vidrios opalinos verdes. Un escalofrío te recorre el espinazo, instantes antes de abrirla. El hombre de la peluca se ha sentado en una silla de época, de aspecto confortable —te das cuenta de que, junto con una cajonera, es el único mobiliario del reducido vestíbulo—, con la mirada extraviada. Mientras tanto, tú, Jericó, con el pomo de la puerta en la mano, te sientes con el corazón en la boca.

 

SÍ, Jericó, tienes un nudo en la garganta y el corazón a mil. Todo, desde la tarjeta de Toni hasta la estrafalaria figura del individuo que te ha registrado hace un momento, es de una extravagancia inimaginable.

Pero antes de abrir la puerta decides preguntarle al tipo algo que te inquieta:

—Disculpe, ¿usted es francés?

—En absoluto,
monsieur
, soy catalán, natural de Osona —ha respondido con una cierta indiferencia.

—¿Entonces, por qué usa el
monsieur
?

Te incomoda la efímera sonrisa, pero más si cabe el tono de cancioncilla que acompaña la respuesta:

—¡Porque estamos en el Donatien,
monsieur
!

¡Te has quedado igual! ¡Déjalo correr, Jericó!

Le deseas «buenas noches» precedidas de un «gracias» para no enviarlo a freír espárragos. Aprietas el pomo dorado y notas la frialdad del metal en la palma sudada de la mano. Estás nervioso, amigo mío, ¡te tiemblan las piernas! Haces girar el pomo y abres la hoja derecha. «¡Dios santo!» Te reconoces intimidado. Ni siquiera te das cuenta de que retrocedes un paso.

La primera visión es asombrosa. Un urinario de porcelana blanca de grandes dimensiones —supones que en su interior cabría una persona acurrucada—, idéntico a los
ready mades
de la mansión de Gabo, cuelga en el centro de una pared, iluminado por las velas de siete lampadarios que lo flanquean. Dentro del urinario —y esta es la provocación que más te impresiona en esta composición escénica— hay un crucifijo, también imponente, que se apoya en el brazo derecho de la cruz y rodeado por una disciplina de pergamino y agujas.

Te ha conmocionado tanto que tardas en seguir registrando el local. Hay visiones que llevan al delirio. Caminas unos pasos y, entonces, suena el
Personal Jesus
de Depeche Mode, una de tus canciones de cabecera de la música de los ochenta.

Por fin te das cuenta de que no estás solo delante del altar de la orina artística. A la izquierda de la puerta hay unos sofás ocupados que rodean una mesa de centro y detrás del conjunto una especie de mueble bar. Lo distingues con dificultad, porque la luminosidad es más bien precaria. No hay más iluminación en la estancia que la de los cirios de los lampadarios que rodean el urinario. Te acercas a los sofás. A duras penas aciertas a disimular la sorpresa mientras Alan Wilder, el cantante de Depeche, invoca el «da un paso y toca la fe…».

Alguien te coge la mano derecha.

—¡Bienvenido!

Es Magda, la pareja de Alfred, el escritor con el que has compartido mesa hace unas horas.

—¡Hola! ¡Buenas noches!

Te aferra la mano y, sin mediar palabra, te guía hasta uno de los sofás, mientras tú te preguntas si te habrá reconocido. Solo habéis coincidido una vez, en la presentación de la novela de Alfred en Abacus.

Magda viste de una forma extraña. Jurarías que es una recreación de un vestido de época.

Cuando llegáis a los sofás, te invita a sentarte. Definitivamente no te ha reconocido, Jericó, al menos así lo deduces por su mirada.

—Siéntate, te serviré un Jeanne Testard.

Obedeces. No te queda más remedio que dejarte guiar.

El sofá es confortable. Observas con cierta pesadumbre que Magda se aleja hacia el mueble bar. No sabes por qué notas un cosquilleo en el vientre. Poco a poco, compruebas con satisfacción que la vista se acostumbra a la penumbra. Hay cuatro personas más sentadas en unos sofás como el tuyo. De momento, te ignoran.

—Tu Jeanne Testard.

Magda te ha ofrecido un vaso de tubo. Lo hueles. Destila un fuerte aroma a menta.

—Nunca he probado este cóctel.

—¡No me extraña! Es una receta inédita del Donatien.

El olor de la menta es ofensivo. Mojas los labios. «¡Ginebra!» Distingues la aspereza seca del licor. Bebes un sorbo. Demasiado exuberante para tu paladar, excesivo para los sentidos.

—¿Te gusta? —Magda te mira con curiosidad. Se ha sentado en el sofá vecino de la derecha. Va ceñida, a pesar del disfraz.

—¡Demasiado exuberante!

Tu apreciación la ha hecho reír. La carcajada se ha contagiado al resto de la parroquia, que ahora parece pendiente de ti. Son tres hombres y una mujer.

—Explícanos eso de exuberante —te ha interpelado la chica rubia de facciones angulosas y cabello corto que se mantiene en punta con la ayuda de alguna espuma o gel de fijación.

—No lo sé, quizás es la menta, pero transmite una excesiva sensación frutal.

Es como si hubieras pulsado el botón de las risas de una emisión radiofónica. Tu frase ha provocado el mismo efecto en el grupo.

—¿Te parece excesiva, también, la fruta de mis pechos?

Ha sido la muchacha rubia. Se ha levantado del sofá, se ha acercado a ti y te ha acosado —literalmente— con la pechuga indisimulada en una blusa azul.

Por las carcajadas de fondo, has comprendido que se trata de una provocación. Una afrenta ordinaria que merece una reflexión. Bien mirado, la chica proyecta la esencia del escándalo. Estás a punto de soltarle cualquier tontería, pero te contienes. Si estás aquí es para alguna cosa más provechosa que sacar el mal genio. Un paso en falso y puedes poner en peligro la experiencia.

Le devuelves del desafío con una sonrisa fingidamente ingenua y le clavas las astas de una mirada reservada para situaciones similares:

—Pues verá, señorita, las peras me gustan más bien verdes y justas de calibre.

Han vuelto a apretar el botón de las carcajadas. Hay una especialmente estridente, masculina. Procuras identificar al propietario y, al hacerlo, un cubo de agua fría te cae encima. Bien plantado, esbelto, cabello sedoso negro y largo, va disfrazado con unos harapos de época. Lo has reconocido enseguida, porque se trata de alguien que ya forma parte de la familia y dormita en tu inconsciente. Es el tipo que se tira a Shaina, tu mujer.

 

¿NO buscabas emociones fuertes, Jericó?
Et voilà
! Mira por dónde, tienes al alcance al tipo de la foto que se entiende con Shaina. El detective descubrió que se llama Josep Espadaler y trabaja en una tienda de ropa masculina de segundas marcas en la ciudad.

—¿Qué le parece tan gracioso, joven? —lo interpelas. No has podido reprimir un cierto tono de desafío.

Se echa a un costado el tupé, con los dedos abiertos de la mano derecha a modo de peine, y te responde:

—Deberías tutearnos. En nuestro juego, solo hay un señor, el divino marqués. El resto somos todos «tú». Para empezar, ¿cómo te llamas?

¡Fantástico, Jericó! ¿En qué lío acabas de meterte? ¡No se te ocurra dar tu verdadero nombre! ¿O acaso crees que hay muchos Jericós en la ciudad? Podría descubrir, a la primera de cambio, que eres el esposo cornudo.

—Miquel.

Has dejado caer el primer nombre que se te ha ocurrido.

—Buenas noches, Miquel, yo soy Josep. Ella es Anna —añade, señalando a la chica rubia que te ha provocado y que aún está casi encima de ti, y seguidamente hace lo mismo con el resto—, Víctor, Jota y Magda.

Cada uno ha esbozado un gesto de bienvenida distinto. Anna, la rubia de facciones angulosas, ha reptado marcha atrás hacia su lugar. Buscas a Magda y te topas con la blancura dentífrica de su boca y con el carmín del pintalabios que le realza los labios carnosos.

¿Así que te llamas Miquel, Jericó? ¡Nunca habría esperado esto de ti! ¡Cambiarte el nombre! Una tontería adolescente.

«¿Y qué quieres? ¡No puedo revelar mi maldito nombre! Me interesa saber qué hace aquí el guaperas que se tira a mi mujer. No puedo despertar sospechas.»

Quizá seas el único que ha mentido. Sabes, ciertamente, que el tipo que se tira a Shaina se llama Josep, y también puedes poner la mano en el fuego en cuanto a Magda. Deduces, pues, que los otros nombres deben de ser auténticos. Magda se arrima a ti.

—¿Sorprendido?

—¿Sorprendido? ¿De qué?

—De la impostura —afirma, señalando al urinario.

La palabra le ha brotado de forma evanescente.

—¿Y por qué?

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué la impostura?

Vacila a la hora de responder.

—Por diversión.

No te extraña mucho la pose perversa con que ha expresado su sentencia; seguramente se trata de una fórmula ensayada de seducción. Estás convencido de que la verdadera impostura no necesita escenarios ni se sirve de fingimientos. Los urinarios elevados a arte son un ejemplo de la artificiosidad de la impostura. Lo dices en voz alta. Ella no tarda en responderte:

—No estoy de acuerdo. El urinario de Duchamp refleja el cansancio de una generación sometida a los cánones artísticos. El urinario como objeto de culto artístico escenifica la relatividad del arte. ¡Una impostura! Y sin escenario no hay impostura —replica, cruzando las piernas, desplegando un repertorio de movimientos de mantis seductora.

Bebes un sorbo de Jeanne Testard. Estridente, como todo lo demás.

—Si tú lo dices…

No encaja bien tu rendición. Arquea las cejas y esboza un mohín. Aún no sabes casi nada de Magda y ya intuyes el peligro que esconde la frialdad de sus ojos. El sexto sentido —aguzado por el abandono al cual te ha relegado tu situación extrema— así te lo indica.

—¿Crees en el arte? —insiste con un deje malicioso.

—Claro. Y también en lo que no lo es.

—¿Y quién dice qué es arte y qué no lo es?

—¿Básicamente? Pues ¡yo!

—¿Tú?

—Sí, yo. Si me eleva el espíritu, lo considero arte. Si no… pues ¡sencillamente, no!

Una nueva voz, en un tono agresivo, se hace escuchar. Pertenece a un chico delgado pero fibrado. Crees recordar que se llamaba Jota. Llaman la atención los tatuajes que le escalan el cogote y sobrepasan los límites del cuello de la camisa.

—¡Fantástico, hoy nos acompaña un puto pichafloja conservador!

Lo miras con aire desafiante. No puedes reprimirte:

—No soy conservador y mucho menos aún un pichafloja. ¡Pero no entiendo el progresismo de urinario! Sí, claro, lo conozco sobradamente… ¡Si yo te contara! Hacemos de un urinario el Santo Grial de la transgresión y ridiculizamos el ingenio y el esfuerzo de los verdaderos artistas. En cuanto a mí: ¡nada más que impotencia creativa!

Has provocado una avalancha de comentarios, pero el único que te llega, nítido, es el de la rubia de cara angulosa:

—Me gusta, chicos, me gusta este semental del arte primitivo.

Turno de carcajadas por el comentario.

Nunca habrías imaginado que acabarías tratando con esta clase de gente. Estás en el Donatien, un piso penumbroso y decadente, con un poco afortunado cóctel de menta en la mano, sentado cerca de un urinario gigante y un crucifico sujeto con una disciplina, como si se tratara de una pastilla de alcanfor. ¿No buscabas nuevas sensaciones, Jericó?

—¿Quieres saber qué es una obra de arte, Miquel?

La pregunta de Anna sigue teniendo un tono provocativo. La chica ha palpado sin ninguna impudicia los genitales del tipo que se lo hace con Shaina y ha estallado en carcajadas:

—¡La polla de este tío, eso sí que es una verdadera obra de arte!

 

EL comentario sobre el pene del tipo que se folla a tu mujer te ha intimidado, porque tú, Jericó, estabas convencido de que la tenías justita. Has contemplado con una mezcla de rabia y consternación el lengüetazo de Anna al maldito guaperas y te has imaginado que era Shaina. Si bien últimamente te recreabas en su infidelidad y te ponía pensar que se lo hacía con él mientras follabais, la escena que acabas de presenciar no te ha agradado en absoluto. ¿No será que ahora, al verlo de cerca, en carne y hueso, sientes más envidia que celos? Porque, desde luego, es un tipo muy atractivo.

La música cesa repentinamente y se hace la luz. Se encienden unas luces empotradas en el techo que no habías podido descubrir de ninguna manera y entonces te das cuenta del pastiche surrealista y grotesco. En el resto de paredes de la habitación hay diversos objetos diseminados. Desde un instrumento de flagelación, más contundente que la disciplina ligada al crucifijo, hasta un tapiz de grandes dimensiones, retrato de un hombre de época con una peluca idéntica a la que llevaba el portero que te ha registrado hace un rato.

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