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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (24 page)

BOOK: El juego de Sade
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—¿Ya está todo? —los interrogas en un tono decidido a concluir el inesperado encuentro.

Gabo te mira sorprendido. Piensa que hay algo nuevo en ti, una especie de desafección mórbida. Le sorprende. Es normal. Desconoce la dimensión de tus problemas actuales. Él aún no ha experimentado los colmillos del fracaso, la angustia de perderlo todo.

—Por cierto… —Se te acaba de ocurrir en este momento—. ¿Cómo habéis entrado aquí?

Anna sonríe.

—¿Qué te ha explicado esta maravillosa actriz? —interviene Gabo.

—Que habíais entrado por el patio de luces.

Los dos se miran y al instante sonríen.

—Tú me conoces, Jericó. ¿Me ves escalando por una ventana como un delincuente de tres al cuarto? —te pregunta con un ademán de incredulidad.

—¡Precisamente!

—Ha sido Fina.

¿Fina? ¡Claro, Jericó! ¿Cómo no? La mujer de la limpieza. Había servido en la mansión de Gabo durante seis años, después de que la sirvienta de toda la vida de los Fonseca, Caridad, se jubilara. La ex esposa de Gabriel, Muriel, se cansó sin más de Fina y la despidió. Estaba acostumbrada a Caridad y nunca le gustó la nueva empleada. Entonces Gabo, en una de sus muy escasas exhibiciones de humanidad, te la recomendó. Shaina ya tenía cubierto el servicio doméstico con Mercedes y entonces tú —te agradaba la simpatía de la humilde mujer— le ofreciste que se ocupara de la limpieza de Jericó Builts. De eso ya hace diecisiete años, Jericó. ¡Diecisiete!
Tempus fugit
!

—Por favor —se apresura a añadir—, no se lo tengas en cuenta. He empleado mi ensayado arte en la mentira para convencerla de que me dejara las llaves.

—¿Y qué te has inventado esta vez?

—Que queríamos adornar tu despacho para celebrar nuestro reencuentro y prepararte una fiesta sorpresa.

Te resulta fácil imaginártelo seduciendo a Fina con sus movimientos y la voz meliflua con entonación de tango.

Debes admitir que es un seductor. Esta es la clave de su triunfo: la seducción. No todo el mundo tiene ese don. Es un arte innato. Hay personas que, por más que lo ensayen, por más que paguen a un
coach
para que les enseñe a hacerlo, nunca llegarán a seducir, mientras que otros son capaces de venderte la moto con tan solo una mirada.

—¿Y ahora? —Los interrogas, una vez que has asimilado el juego y toda la extravagancia.

—A seguir jugando —te apunta Gabo—, hasta el final.

—¿Qué final?

—El que el mismo destino del juego nos ofrece.

Gabo ha regresado a tu vida, si es que alguna vez había salido realmente de ella. El juego de Sade te lo presenta otra vez cuando ya considerabas haberle entregado el alma en la mansión de los mingitorios y luego olvidado.

 

Meditas sobre la historia del juego, la instauración de un ritual interpretativo inmoral por parte del libertino de los libertinos, el marqués de Sade, cuando estuvo preso en la Bastilla. Se trataba de un aristócrata tan depravado, pero tan avanzado a su tiempo, que logró eludir la acerada caricia de
madame guillotine
, seduciendo a los comités revolucionarios del pueblo. Una ralea andrajosa y de dientes amarillentos sedienta de sangre por tantos siglos de infortunios a la sombra de una aristocracia sin escrúpulos.

El juego de Sade te absorbe mientras conduces en dirección a tu casa. Te asalta un sinfín de interrogantes. «¿Cuántas generaciones han jugado el juego? ¿Cuántas manos han sostenido la carta escrita por el marqués y cuántos ojos la han leído?» Te preguntas quién inició el rocambolesco juego y cuándo. Te interrogas sobre cuántos de tus conocidos, de la gente de tu entorno, puede haber participado en él sin que tú lo sospecharas.

Ha oscurecido. Son casi las diez. Las calles de la zona de Pedralbes están vacías. Tan solo grupitos de jóvenes que salen a celebrar la noche del sábado rompen el silencio del reposo nocturno.

Sigues, embobado, la apertura automática de la puerta del párking. Estás ensimismado en el torrente de información que el mesías de los mingitorios te ha proporcionado. Pero la inminente proximidad del hogar te reaviva el espíritu amargo de un matrimonio destrozado, el descontento y la tensión de una convivencia insoportable.

Sí, Jericó, esta es la triste realidad: entrarás en casa y te encontrarás a Shaina tumbada en el sofá, el paradigma de la pereza, con el mando a distancia en las manos y
Marilyn
sobre el vientre, acurrucada. Te montará un numerito por haberle dado plantón en el
japo
, más por tocarte los cojones que por cualquier otra cosa. De todas formas, dado que hay un estanque de hielo entre vosotros, el numerito quedará diluido rápidamente en un rictus de malestar y tres reproches rutinarios.

¡Qué narices! ¿Acaso un encuentro con Blanca no vale el cabreo de Shaina? ¡Ay, Jericó, si hubieras seguido el camino del corazón!

Ahora, si hubieras optado por esa senda, estarías ansioso por abrir la puerta, encaminarte a la cocina y coger por la cintura a Blanca, que estaría preparando la cena con una copa de vino al lado y un par de velas encendidas. Beberías un sorbo de su copa y la besarías; los labios húmedos y tu lengua estremecida por los taninos se suavizarían con la calidez de la suya. Seguramente le harías el amor antes de cenar… El corazón es como el vino, Jericó: nunca engaña, es honesto.

Coincides en el ascensor con la vecina del cuarto piso, escalera B, justamente debajo de tu ático. Se llama Amèlia, es de tu quinta, ama de casa y esposa de un millonario profesional. Su marido, dos años mayor que vosotros, es el accionista principal de una multinacional informática. Tienen un único hijo, Pau, dos años mayor que Isaura.

Te felicitas por el encuentro, porque es la vecina más sexy y atractiva. Morena, cabellera lisa, ojos verdes, labios y músculos faciales retocados mediante Botox. Viste con elegancia, siempre ceñida, realzando su silueta y elevada por unos zapatos de tacón de aguja. Lo que más te pone de ella es su forma de mirar, la mezcla de atrevimiento y sensualidad.

Charláis animadamente de banalidades, como el clima o el césped mal cortado del jardín, pero no puedes eludir los pensamientos eróticos. El reducido ámbito del ascensor, la fragancia de su perfume, el escote de la blusa, la mirada… Debes refrenar el instinto, alborotado sin duda por el juego de Sade. El maldito juego que ha impregnado de concupiscencia y voluptuosidad tu alma.

Suspiras aliviado cuando abandona el ascensor y se cierra la puerta. A la menor insinuación, la habrías seguido a su casa.

Te detienes antes de abrir la puerta. Te ha parecido percibir unas carcajadas que provienen del interior. Aguzas el oído acercándolo a la puerta blindada. Las percibes muy debilitadas, pero sí, lo son, carcajadas enmarcadas por una conversación y una voz masculina casi imperceptible…

Abres. Adviertes tu presencia con un «¡Hola, ya estoy aquí!», intimidado por el adulterio. Una cosa es que tú sepas que Shaina te pone los cuernos con el dependiente de ropa y otra es que se lo monte impúdicamente en casa.

Asustado por lo que puedas encontrar, te diriges al comedor. La voz masculina que acompaña a la de Shaina es cada vez más diáfana, hasta el punto de que consigues identificar al propietario.

Desconcertado y sorprendido, interrumpes una animada conversación. Shaina, sentada en la posición de loto en el sofá, te da una inesperada y cálida bienvenida. Eduard, tu amigo médico, sentado en el sofá de enfrente —tu sofá— sostiene un vaso en la mano y te deja caer alegremente:

—¡Buenas noches, Jericó! ¡No pongas esa cara, capullo! ¡Cualquiera diría que no te alegras de verme!

 

Eduard se levanta y te tiende la mano izquierda, porque la derecha la tiene ocupada sosteniendo el vaso.

«¿Qué hace aquí?» No ha sido necesario preguntárselo, porque él mismo se apresura a explicártelo:

—He venido a visitar a un paciente que vive dos números más arriba, en el edificio Els Argonautes, un chaval con esquizofrenia, y me he dicho: «Voy a pasarme a saludar a Jericó y Shaina.» —Te hace un guiño, volviendo la cabeza hacia ti, sin que ella se dé cuenta—. Tu encantadora esposa me ha invitado a una copa de whisky y, mira por dónde, nos has pillado in fraganti, chismorreando sobre el mundo del corazón.

Te duele comprobar que han profanado tu botella de «Juancito el Caminante», destapada encima de la mesa auxiliar de Valentí, y también tu mullido sofá. Aunque se trate de Eduard, hoy por hoy una de las pocas personas en las que puedes depositar unos gramos de confianza, te irrita.

—¡Qué día! ¡No podéis imaginaros el día que he te tenido! —exclamas, lanzándote en uno de los sofás y estirando las piernas.

—Pero, ¿en el laboratorio bien? —te pregunta Eduard, con una sonrisa a medio camino entre el cinismo y la coña.

—¡Ni me hables! Me ha tocado la enfermera más inútil de la ciudad y me ha cosido el brazo a pinchazos.

Shaina sonríe. Ya no sabes si se trata de una percepción tuya, pero jurarías que la ha divertido y satisfecho que te hayan torturado con la aguja.

—Por cierto, deberíamos conversar un momento tú y yo —te expone Eduard con una sonrisa postiza.

—Si os molesto, me voy a la sala de estar —se ofrece ella.

—No será necesario, Shaina. Iremos al despacho. Hay una cosa que quiero enseñarle desde hace tiempo.

—¡Ah! ¡Ya sé! —prorrumpe Eduard—. Se trata de la foto que me mencionaste de aquella cena en la Barceloneta. Eso fue en la prehistoria, cuando aún estábamos de buen ver, ¿verdad?

Eduard también es hábil mintiendo. Se ha sacado de la manga una foto que no existe y ha dejado caer la excusa con una naturalidad sorprendente.

Le sigues el juego y os levantáis los dos para dirigiros al despacho, en la otra punta de la casa. Pero, antes de partir, enroscas el tapón en la botella de «Juancito el Caminante», la agarras por el cuello y le pides que coja un par de vasos limpios del mueble bar, al pasar por delante.

—¡Tengo malas noticias! —te murmura Eduard, siguiéndote por el pasillo.

—¿El análisis?

—No, aún es pronto para tener los resultados. Se trata de Alfred.

Estás a punto de detenerte en medio del corredor, pero no lo haces. Precisamente querías hablarle de él. Aceleras el paso y, cuando llegáis a la puerta del despacho, le indicas que entre y cierras.

No es necesario que le invites a sentarse, porque lo hace en una de las dos otomanas de lectura mientras tú sirves el whisky y le ofreces uno de los vasos. Con el otro en la mano, ocupas el segundo diván y bebes un par de sorbos. No has comido nada desde que has acompañado a Blanca con la tostada de ibérico en el Andreu. El alcohol no acaba de caerte bien en el estómago vacío.

—¡Tú dirás! —le sueltas con una mueca debida al efecto del whisky.

—Estoy muy preocupado por Alfred.

Ha suspirado y ha eludido tu mirada. Le cuesta empezar, es como si no supiera bien qué contarte. Tú no intervienes, te limitas a esperar dando sorbos cortos y seguidos.

—Mi cerebro ha estado bullendo desde el asesinato de Magda. No quiero que me malinterpretes, pero la actitud de Alfred, ya antes de la desdichada muerte de su compañera, ha sido muy extraña. Al principio lo achaqué a una frustración personal. El chaval había depositado muchas ilusiones con la novela y la escritura, pero después intuí que había algo más.

Lo escuchas impaciente.

—Antes de la desdichada muerte de Magda, el desengaño de Alfred era total. Estaba totalmente falto de ilusión, de esperanza… Un desencanto mórbido lo acompañaba. Creo que ni tan solo ella, Magda, le importaba. A veces su comportamiento me llevaba a temer que hubiera perdido de vista la realidad.

El rictus de Eduard es claramente severo. Hace una pausa para paladear el licor, sin mirarte, y después de dar dos vueltas al vaso entre los dedos continúa:

—Revolviendo entre sus cosas, estos dos últimos días, he descubierto algo que me ha horrorizado. Un montón de revistas pornográficas de contenido sadomasoquista y unas asquerosas fotos reales de humillaciones en las cuales aparece él.

Se detiene. Lo miras con cierta indiferencia, a pesar de tratarse de tu amigo, a pesar de la gravedad de la revelación. Te tragas un «Ya lo sabía y empiezo a pensar que él mató a la chica», porque no quieres cortarle el hilo.

—Pero no es solo eso lo que me ha asombrado. Lo más sorprendente ha sido el hallazgo de una especie de dietario repugnante en que cita constantemente al marqués de Sade.

¡Ahora sí que has erguido las orejas como un perro perdiguero, Jericó! Te cuesta disimular. Atento a su reacción, objetas:

—No hay para tanto. Alfred es escritor. Quizá prepara una novela sobre el marqués de Sade, instigador del sadomasoquismo, de ahí que se documente incluso con revistas para entenderlo. Es bastante plausible.

—¿Y las fotografías de las humillaciones en las que aparece él? ¿También forman parte de la documentación de un escritor?

—No sé qué decirte, Eduard. ¿Has hablado con él de esto?

—No. Primero quería comentarlo contigo.

—Disculpa, pero no te sigo. ¿Por qué conmigo?

—De hecho, estás involucrado de alguna forma que no acabo de entender, por eso he venido en persona; lo de la visita al paciente esquizofrénico solo era una excusa.

—¿Entonces? —le preguntas, intrigado.

—En el asqueroso diario figura tu nombre, Jericó.

¡Si te pinchan, no te sacan sangre! La tienes toda en los pies. Como el ánimo. Como la esperanza. Como la ilusión…

—¿Que yo figuro en un dietario escandaloso escrito por tu hijo?

—Pues sí. Y créeme que he vacilado en revelártelo, porque me repetía que quizás era una cábala literaria. Ya sabes cómo son la mayoría de los escritores: unos mentirosos e inventores compulsivos.

Eduard saca una Moleskine negra del bolsillo de la americana. Quita el elástico y busca una página. Mientras tanto, te explica que tu nombre aparece en el último párrafo de la entrada correspondiente al jueves 24 de mayo. Te mira arqueando las cejas y lee:

Pero la luna en forma de hoz siega mis miedos nocturnos. Apurando un café repugnante en un bar de tapas he escuchado de unos labios infectos halagos hacia mi pluma. Jericó, amigo de la casa y lector fingidamente objetivo, me ofrece la fragancia de su jardín intelectual. Bajo el perfume de cada flor, una serpiente enroscada me miraba. Mentiras edulcoradas, así son los servidores de la falsa virtud, los esclavos de la hipocresía. Todos ellos caerán bajo el azote del señor de Sade. Toda esta inmundicia humana lamerá las suelas de los zapatos del divino marqués mientras él se lamerá los labios mojados de lujuria con su lengua afilada.

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