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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (34 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—No es conveniente crear más dificultades —dijo Emma, que ya vestía su capa.

Antes de que los presentes pudieran reaccionar, la joven bajó la escalera.

• • •

Las distintas facciones atrapadas entre los muros de la abadía se fracturaron como vidrios congelados. Sobre Godstow se abatió una oscuridad que no tenía relación alguna con la tenue luz invernal.

Las monjas se aislaron en señal de protesta contra la ocupación de su convento. La enfermería preparaba su comida y todas sus actividades se realizaban dentro del claustro.

La presencia de dos bandos de mercenarios comenzó a causar problemas. Los hombres de Schwyz tenían más experiencia, formaban un grupo unido, habían peleado en más de una guerra en distintos países de Europa, y consideraban que los soldados de Wolvercote eran simples rufianes contratados para organizar la rebelión contra el rey. Y en realidad, así era en la mayoría de los casos. Pero tenían trajes más elegantes, mejores armas y un líder que los mandaba. De todos modos, eran similares; no reconocían autoridad alguna. Los hombres de Schwyz habían montado un alambique en la herrería y se embriagaban. Los de Wolvercote asaltaban la despensa del convento, y se embriagaban también. Más tarde, inevitablemente peleaban.

Las noches se tornaron horrendas. Los habitantes de Godstow y sus huéspedes oían las disputas que tenían lugar en los callejones. Acurrucados en sus habitaciones, temían que los mercenarios ebrios rompieran violentamente una puerta para entrar en ellas, imaginaban robos y violaciones.

Para proteger a sus mujeres y custodiar sus pertenencias, los hombres del lugar formaron su propia milicia. Mansur, Walt, Oswald y Jacques asumieron su responsabilidad y se unieron a ellos para hacer las rondas nocturnas.

A menudo las riñas nocturnas se transformaban en peleas de tres grupos.

El padre Egbert, el capellán, trató de reanudar los oficios religiosos para la grey que las monjas habían abandonado. La iniciativa se frustró cuando un domingo por la tarde, durante la comunión, Schwyz gritó a Wolvercote:

—¿Vais a controlar a vuestros hombres o debo hacerlo yo?

La pregunta desencadenó una pelea entre ambos bandos que llegó hasta la capilla de la Virgen, donde se destrozaron candiles, un atril y varias cabezas. Uno de los hombres de Wolvercote perdió un ojo.

• • •

El mundo parecía haberse congelado. En el asediado territorio de Oxfordshire nada variaba, salvo porque el sol brillaba durante el día y las estrellas por la noche. Ninguno de los dos lograba que el frío disminuyera.

Todas las mañanas Adelia abría los postigos para ventilar rápidamente la habitación y miraba el horizonte tratando de descubrir algo…, tal vez a Enrique Plantagenet… o a Rowley.

Pero Rowley estaba muerto.

Había caído más nieve, que había cubierto el camino que llegaba hasta el Támesis. Era imposible distinguir la tierra y el río. No había indicios de vida humana y era improbable que anduviera por allí algún animal. Huellas entrecruzadas, semejantes a una labor de punto, sugerían que las aves sedientas bajaban al amanecer para llenar de agua sus picos. Pero ¿dónde estaban? Tal vez, cobijadas en los árboles que se alzaban como centinelas de hierro al otro lado del río. ¿Podrían soportar condiciones tan extremas? ¿Dónde estaban los ciervos? ¿Los peces podían nadar debajo del hielo?

Al ver las alas de un cuervo solitario que volaba por el cielo azul, Adelia se preguntó si el ave era capaz de comprender que, en aquel mundo prístino e inerte, Godstow constituía el único reservorio de vida. De pronto el cuervo plegó sus alas y cayó al suelo, convertido en una víctima pequeña, negra y desaliñada en medio de aquella blanca inmensidad.

• • •

Si las noches de Godstow eran desalentadoras, los días se tornaron horripilantes. Constantemente se oía el ruido de las picas que abrían tumbas en la tierra congelada, mientras las campanas de la iglesia doblaban por los muertos; aparentemente, habían perdido la capacidad de sonar por cualquier otro motivo.

En lo posible, Adelia permanecía en la residencia de huéspedes. La intimidaban las miradas de las personas que encontraba a su paso al salir, y su costumbre de santiguarse y hacer la señal del demonio cuando pasaban junto a ella. No obstante, debía asistir a algunos funerales.

Por lo pronto, el de Talbot de Kidlington. Las monjas reaparecieron para la ocasión. Un hombrecito que estaba al frente de las personas reunidas —Adelia supuso que se trataba del primo, el señor Warin— gimoteó durante toda la ceremonia. Ella, desde atrás, se dedicó a mirar hacia el coro, donde Emma —pálida y sin llanto— se agarraba a la mano de la hermana Priscilla.

El funeral de Bertha se realizó por la noche, en la intimidad de la capilla de la abadesa. Asistieron las integrantes del capítulo del convento, la joven que ordeñaba las vacas, Jacques y Adelia, que había dejado entre las manos de Bertha una cadena rota y una cruz de plata antes de que el sencillo ataúd de pino fuera enterrado en el cementerio de las monjas.

En el funeral de Giorgio, el siciliano, no se hicieron presentes las monjas. En cambio, se vio allí a Schwyz en persona, y a la mayoría de sus mercenarios. Mansur, Walt y Jacques habían asistido al funeral de Talbot y también estuvieron en aquella ocasión, al igual que Adelia. Había rogado a la hermana Havis que dejara de lado sus reparos para que Giorgio fuera sepultado como un cristiano, argumentando que, a pesar de su profesión, no había causado daño al convento. Gracias a ella, el siciliano fue enterrado en una fría tumba con la bendición de santa Águeda.

Cross, su amigo, no se mostró agradecido. Se marchó del cementerio después del entierro, sin decir una palabra. Sin embargo, más tarde dejó frente a la puerta de Adelia tres hermosos pares de patines de hueso tallado con sus correspondientes correas.

Dos aldeanos de Wolvercote que habían muerto a causa de una neumonía también tuvieron su funeral. Asistieron la hermana Jennet y sus enfermeras, no así lord Wolvercote.

Y se realizó un funeral para los dos hombres ahorcados. Solo estuvo presente el sacerdote que ofició la ceremonia. No obstante, esos cuerpos también fueron enterrados en el cementerio de la iglesia.

Una vez cumplida su tarea, el padre Egbert cerró la iglesia y, al igual que las monjas, se retiró a su refugio privado. Dijo que no celebraría oficios mientras cualquier mercenario pudiera mezclarse entre los feligreses. El Adviento no sería perturbado por un grupo de paganos beligerantes que no podrían reconocer a la Paloma de la Paz aunque ella defecara en sus cabezas, lo cual habría complacido al sacerdote.

Toda la comunidad se hacía la misma pregunta: «¿No celebraremos la Navidad?».

Los Bloat hicieron oír su grito más estridente: habían llegado hasta Godstow para presenciar el casamiento de su hija, que se realizaría en la época de los festejos navideños, y a causa de la maléfica influencia de una mujer de dudosa reputación, la joven decía que no quería casarse. No pagaban su diezmo para oír cosas semejantes.

Sin embargo, otra voz logró imponerse, y fue más efectiva. La hermana Bullard, la encargada de la despensa, era en la práctica la persona más importante de la abadía, y aquella a quien la situación había puesto más duramente a prueba. Aun cuando la nueva milicia del convento trataba de protegerlo, el granero que servía como despensa era asaltado todas las noches por mercenarios que robaban los toneles de cerveza, las cubas de vino y los alimentos. La hermana Bullard temía que en poco tiempo el convento careciera de los víveres más indispensables. En consecuencia, decidió apelar a la única autoridad terrenal que tenía a mano: la reina de Inglaterra.

Leonor no había salido de sus aposentos, preocupada exclusivamente por procurarse diversión. El resto de la abadía le parecía tediosa y había ignorado sus problemas.

No obstante, dado que la nieve seguía cayendo, ella se encontraba aislada en Godstow y no tuvo más alternativa que escuchar a la hermana Bullard, que le anticipó discordias y hambrunas.

La reina despertó.

Lord Wolvercote y el señor Schwyz fueron convocados a la casa de la abadesa, donde Leonor se hospedaba. Allí les señaló que si ganaban aliados se debía solo a que exhibían el emblema real y que ella no tenía intención de liderar a la clase de gentuza en la que se estaban convirtiendo ellos y sus subordinados. Y estableció normas: la iglesia reanudaría los servicios religiosos, a los cuales solo podrían asistir quienes estuvieran sobrios. Los soldados de Wolvercote debían cruzar el puente todas las noches y dormir en la finca que su amo poseía en la aldea. Solo seis de ellos permanecerían en la abadía, donde, junto a los hombres de Schwyz, vigilarían que se acatara el toque de queda. Los mercenarios que asaltaran nuevamente la despensa o protagonizaran una pelea recibirían azotes.

Lord Wolvercote habría debido salir de la reunión en posición ventajosa. Al fin y al cabo, Schwyz era un hombre a quien se pagaba por sus servicios, mientras que él los prestaba voluntariamente. Pero el abad de Eynsham, que, además de ser amigo de Schwyz, también era más inteligente y persuasivo, había participado en el cónclave.

Quienes lo habían visto dijeron que lord Wolvercote salió gruñendo de las habitaciones de la reina.

—Porque tampoco tendrá a Emma —informó Gyltha—. Ya no, de ningún modo.

—¿Estás segura? —preguntó Adelia.

—Completamente. La chica ha suplicado a la madre Edyve y ella ha pedido a Leonor que la proteja. La reina ha dicho que el viejo Wolfy debe esperar.

Una vez más, la información provenía de la cocina del convento. Polly, una amiga de Gyltha, había ayudado a los sirvientes de la reina a llevar un refrigerio para la reunión entre Leonor y los comandantes mercenarios. Había tenido oportunidad de escuchar muchas cosas, entre ellas, que la madre Edyve había pedido a la reina que la boda de Emma se suspendiera por tiempo indefinido… hasta que la joven se recuperara de la aflicción que embargaba su espíritu.

—Su señoría Wolfy no se alegró.

Adelia pensó, aliviada, que seguramente tampoco se habían alegrado los Bloat. Pero ya todos sabían cuál era la aflicción que embargaba el espíritu de Emma y, de acuerdo con las palabras de Gyltha, todos se solidarizaban con ella tanto como desaprobaban a Wolvercote.

La cocina también había proporcionado más noticias alentadoras. Leonor habría anunciado que, una vez restablecido el orden, la iglesia se abriría nuevamente, los servicios religiosos se reanudarían y llegado el momento, se celebraría la misa de Navidad con un gran festejo.

—Una verdadera fiesta inglesa —dijo Gyltha. En sus ojos destelló un brillo pagano—. Con villancicos, fiestas, actores, el tronco de Navidad y todos los adornos. Ahora mismo están matando y colgando los gansos.

Era una actitud típica de Leonor: después de haber preservado las reservas de comida y bebida del convento, las ponía en peligro. Un festejo para toda la comunidad era una empresa enorme y costosa. Por otra parte, las órdenes de la reina habían sido necesarias y perspicaces. Lograrían atenuar una situación que se tornaba intolerable. Y si un festejo podía proporcionar a Godstow la alegría que tanto necesitaba, había que dar gracias a Dios por ello.

• • •

El resurgimiento del poder de Leonor coincidió con una invitación.

—Para la señora Adelia, una citación de Su Graciosa Majestad, la reina Leonor —dijo Jacques.

—¿Ahora trabajas para la realeza? —preguntó Gyltha, al verlo en la puerta.

El mensajero había encontrado en algún lugar ropas más vistosas y se había rizado el cabello, detrás del cual se escondían sus orejas. Su perfume atravesó la habitación y llegó hasta Adelia. Era evidente que ocupaba una nueva posición.

—Me siento sumamente honrado, señora. Y ahora debo ver al señor Mansur. Él también ha sido citado —explicó Jacques.

Gyltha lo observó mientras se marchaba.

—Imita a los cortesanos —comentó con desagrado—. Cuando Rowley regrese, le dará una patada en el culo.

—Rowley no regresará —dijo Adelia.

• • •

Cuando Mansur entró en la cámara real, uno de los cortesanos murmuró audiblemente:

—Ahora recibimos a los paganos. —Y al ver detrás a Adelia, y a Guardián, que le pisaba los talones, exclamó—: ¡Oh, por Dios!, miren ese sombrero. Y ese perro, por favor.

Sin embargo, Leonor fue sumamente amable. Se abrió paso entre sus cortesanos y se adelantó tendiendo su mano para que la besaran.

—Señor Mansur, cuánto nos alegra veros —dijo, y, dirigiéndose a Adelia, afirmó—: Mi querida niña, hemos sido negligentes. Hemos estado ocupados con asuntos de Estado, por supuesto, pero, aun así, me temo que hemos abandonado a quien me auxilió en la lucha contra el demonio.

Era evidente que aquella larga habitación de la planta alta, que había pertenecido a la abadesa, se había transformado en el aposento de Leonor. Sin duda no había sido la madre Edyve quien lo perfumó con los penetrantes aromas del Oriente pagano, ni quien lo llenó de objetos tan coloridos —mantos, almohadones, un espléndido tríptico otoñal— que eclipsaban las ingenuas escenas bíblicas de tonos pastel que decoraban las paredes. La religiosa jamás se habría arrodillado en un reclinatorio de oro; en los postes de su cama no se habrían tallado leones rugientes y desde el dosel no habría caído hasta su almohada una gasa finísima, etérea como una telaraña; ningún cortesano de sexo masculino habría permanecido allí como una escultura digna de admiración; en el silencio monástico no se habrían oído las canciones de amor de ningún trovador.

Adelia —asombrada al ver la cama, porque no comprendía cómo habían logrado transportarla en la barca— pensó que, no obstante, el efecto no tenía connotaciones sexuales. Era indudablemente sensual, pero aquella no era la habitación de una hurí, todo aquello era simplemente… Leonor.

Y sin duda había cautivado a Jacques, que desde el rincón donde holgazaneaba le hizo una reverencia, sonriendo y agitando los dedos. Allí estaba, y a juzgar por la alegría que irradiaba, por sus botas —aún más altas que las anteriores— y por el nuevo peinado que le permitía ocultar sus enormes orejas, consideraba que había logrado encarnar el refinamiento de la moda de Aquitania.

La reina convidó a Mansur a dátiles secos y confituras de pasta de almendras.

—Quienes hemos viajado a Tierra Santa sabemos que no debemos ofreceros vino. Nuestro cocinero prepara un zumo de frutas aceptable —dijo Leonor, chasqueando con elegancia sus dedos regios dirigiéndose a un paje.

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