Read El laberinto de la muerte Online

Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (37 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se arrodilló en la nave.

«Santa María madre de Dios, bríndale tu protección y tu consuelo».

La respuesta quedó flotando en el aire helado, cargado de olor a incienso.

—Ella solo es ganado, al igual que vos. Debéis aceptarlo.

Adelia dio puñetazos en el suelo de piedra y pronunció en voz alta su acusación.

—Rosamunda y Bertha han muerto. Emma ha sido violada. ¿Por qué permitís que esto suceda?

—Finalmente llegará el remedio para vuestro dolor, hija mía. Vos, que podéis curar, deberíais saberlo.

La voz era real, inexpresiva, parecía desprovista de energía vital. Aparentemente, sus propias alas la impulsaban fuera de la boca de quien pronunciaba esas palabras, para que desde el diminuto coro de la capilla llegara hasta Adelia.

La madre Edyve era tan pequeña que apenas asomaba del compartimiento donde estaba sentada, con las manos cruzadas sobre el bastón y el mentón apoyado en ellas.

Adelia se puso de pie.

—He entrado aquí sin permiso, madre. Me voy.

La voz se posó sobre ella mientras se dirigía a la puerta.

—Emma tenía nueve años cuando llegó a Godstow, nos colmó de alegría a todos nosotros.

—No hay alegría para ella ni para vos en este momento —replicó Adelia, dando media vuelta.

Imprevistamente, la madre Edyve preguntó:

—¿Cómo ha recibido la noticia la reina Leonor?

—Con furia —afirmó Adelia, pero considerando que tal vez no era así, y le atribuía su propia furia, agregó—: Supongo que está enfadada porque Wolvercote no ha acatado sus órdenes.

—Ya —dijo la madre Edyve, frotando el mentón contra sus manos cruzadas—. Creo que sois injusta.

—¿Injusta? ¿Qué puedo hacer además de vociferar? ¿Qué puede hacer cualquiera de nosotros? Vuestra niña alegre será toda su vida esclava de un cerdo y ni siquiera la reina de Inglaterra tiene poder para impedirlo.

—He escuchado las canciones que le cantan a la reina. El laúd, la cítara y las voces de los jóvenes. He estado sentada aquí, pensando en ello.

Adelia levantó las cejas.

—¿Qué es lo que cantan? —preguntó la madre Edyve—. Hablan de
cortez amors
.

—«Amor cortés», una expresión de la Provenza. Lisonjas provenzales y basura sentimental.

—Entiendo, amor cortés, una serenata para una mujer inasequible. Es sumamente interesante: una visión elevada del amor terrenal. Podría decirse que aquello que esos jóvenes anhelan es un reflejo de la esencia de la Virgen María.

Adelia opinó, con crueldad, que la religiosa era una anciana tonta.

—Lo que esos jóvenes anhelan, abadesa, no es santidad. Su canción concluye con una altisonante descripción de la galería secreta, el nombre que dan a la vagina.

—Sexo, por supuesto —dijo sorprendentemente la abadesa—. Pero nunca había oído que se le atribuyera un deseo tan sereno. Básicamente, su canción dice más de lo que ellos creen. Cantan a la Madre Dios.

—¿La Madre Dios?

—Dios es nuestro padre y nuestra madre. No podría ser de otra manera. Aunque el padre Egbert me reprenda por decirlo, no sería ecuánime crear dos sexos y favorecer solo a uno de ellos.

No era sorprendente que el padre Egbert la reprendiera. En cambio, Adelia se asombró de que no la hubiera excomulgado por hablar de un Dios masculino y femenino a la vez. A ella, que se consideraba una mujer con ideas modernas, la desconcertaba ese concepto del Todopoderoso. En todas las religiones que conocía, Dios había creado a la mujer, débil y pecadora, para proporcionar al hombre placer y un reservorio abrigado donde prosperaría su simiente. El judío devoto agradecía diariamente no haber nacido mujer. No obstante, esa monjita despojaba a Dios de su barba y le otorgaba no solo los senos, sino también la mente de una mujer. Su filosofía era profundamente rebelde. Adelia advirtió entonces que la madre Edyve era una rebelde. De lo contrario no habría estado dispuesta a burlar a la Iglesia cediendo un espacio en su cementerio para sepultar a la amante de un rey. Y solo una mente independiente podía ser, al mismo tiempo, generosa con una reina que no había traído consigo más que tumulto.

—Sí —continuó la voz, similar al piar de un ave—, sufrimos por esa desigualdad tal como debe sufrir el Todopoderoso mujer. Sin embargo, nos han enseñado que la medida del tiempo no es igual para los seres humanos y para Dios. Una eternidad es un instante para quien es Alfa y Omega.

—Sí —dijo Adelia. Frunciendo el ceño, se acercó a la abadesa y se sentó a un lado, en los peldaños del altar. Rodeó con los brazos sus rodillas, y observó aquella silueta inmóvil en el coro.

—Pienso que Leonor representa ese instante —prosiguió la abadesa—. Por primera vez, al menos no tengo conocimiento de que haya sucedido antes, tenemos una reina que ha alzado su voz a favor de la dignidad de las mujeres.

—¿Qué?

—Escuchad.

El trovador del claustro había terminado de componer su canción y ya se le oía cantar. Su bella voz de tenor fluía como la miel hacia la capilla gris.

Las! Einssi ay de ma mort exemplaire, mais la doleur qu’il me convendra traire, douce seroit, se un tel esoir avoie…

Aunque estuviera muriendo de amor, el cantor había elegido expresar su dolor con una melodía tan hermosa como un día de verano. Sin proponérselo, Adelia sonrió. Con esa combinación lograría conquistar a su dama.

Para el oído poco refinado de Adelia, la música que Leonor escuchaba dondequiera que fuera era otro de sus artificios, el acompañamiento adecuado para una mujer que reunía todas las debilidades atribuidas a la naturaleza femenina: era vanidosa, celosa, caprichosa, una persona que para hacer valer sus derechos había elegido ir a la guerra, desafiando a un hombre más eminente que ella.

Sin embargo, la abadesa escuchaba aquella música con la misma atención que merecía un texto sagrado.

Adelia reconsideró sus juicios. Había desechado la poesía elaborada y lánguida de los cortesanos, su interés por los trajes, sus rizos perfumados, porque los juzgaba con los parámetros de una masculinidad tosca establecida por el mundo masculino. Se preguntó si el aprecio por la amabilidad y la belleza eran decadentes. En un arrebato de cariño pensó que Rowley habría respondido que sí. Él detestaba a los hombres con características feminoides. La afición de su mensajero por los perfumes le parecía equiparable a los peores excesos del emperador Calígula.

No obstante, la actitud de Leonor difícilmente podía considerarse decadente, porque era nueva. Adelia se puso de pie. Por Dios, era nueva. La abadesa tenía razón: aun cuando no lo hiciera deliberadamente, en aquel territorio inculto que formaba parte de sus dominios, la figura de la reina encarnaba a las mujeres que exigían ser respetadas, consideradas y apreciadas por su valor personal en lugar de ser vistas como una mercancía. Exigía que los hombres fueran merecedores de esas mujeres.

Recordó que en los aposentos de Leonor había sido testigo del momento en que la reina, delante de sus cortesanos, se había referido a Wolvercote como una bruta bestia que arrastraba a su presa hacia el bosque para comerla, cuando habría debido describirlo como un hombre poderoso que conseguía algo que le pertenecía por derecho.

—Supongo que tenéis razón —dijo con cierta reticencia.

Vous que j’aim tres loyaument… Ne sans amours, emprende nel saroie.

—Pero es algo fingido, artificial —protestó Adelia—. Hablan de amor, honor, respeto, pero ¿cuál es el trato que se dispensa a las mujeres en la vida real? Dudo de que ese muchacho ponga en práctica aquello que dice en sus canciones. No son más que grata hipocresía.

—Oh, yo tengo en alta estima a la hipocresía —dijo la monjita—. Suele fingir que apoya un ideal que, en consecuencia, existe. Reconoce el bien y, a su manera, es un signo de civilización. No encontraréis hipocresía entre los animales salvajes. Tampoco en lord Wolvercote.

—¿Es posible hacer el bien sin convicciones firmes?

—Me lo he preguntado —respondió serenamente la madre Edyve—. Y he llegado a la conclusión de que quizá también se lo preguntaron los primeros cristianos, y que tal vez Leonor, a su manera, ha dado el primer paso, ha colocado la piedra fundacional para que, con la ayuda de Dios, las hijas de nuestras hijas puedan construir una nueva y mejor Jerusalén.

—No beneficiará a Emma.

—No.

Adelia pensó con tristeza que solo una mujer muy anciana podía depositar sus esperanzas en un ladrillo colocado en un páramo.

Las dos mujeres permanecieron sentadas, escuchando al trovador, que cantaba otra melodía y otros versos.

Al atardecer estarás, desnuda, en mis brazos. Nuestra dicha será paradisíaca, mi cabeza sobre tu pecho…

—Eso también, de alguna manera, es amor —dijo la madre Edyve. Y tal vez lo sea para nuestro Gran Padre, que hizo nuestros cuerpos tal como son.

Adelia le sonrió, pensó en sí misma, compartiendo el lecho de Rowley.

—Me han convencido de que así es.

—También a mí, lo cual habla a favor de los hombres que hemos amado —afirmó la religiosa, y suspiró largamente—. Pero no se lo digáis al padre Egbert.

La abadesa se puso de pie con dificultad y trató de caminar.

Adelia se sentía reconfortada. Se acercó a ella para ayudarla a ponerse su capa.

—Madre —dijo de pronto—, temo por la seguridad de la señora Dakers.

Una mano pequeña y venosa le hizo una seña para que se alejara. La madre Edyve estaba impaciente por marcharse.

—Sois un alma inquieta, hija, y agradezco que así sea, pero dejad a mi cargo la seguridad de Dakers —aconsejó. Y mientras se marchaba cojeando, dijo algunas palabras que no se oyeron con claridad. Algo semejante a «al fin y al cabo, yo tengo las llaves de la prisión».

• • •

Adelia había experimentado un cambio. Tal vez se debía a la indignación que le había causado la violación de Emma Bloat. O al enfado que le había provocado el intento de matar a Dakers, o al coraje que le había inspirado la madre Edyve. Cualquiera que fuese el motivo, al final del día supo que no podía seguir ocultándose cobardemente en la residencia de huéspedes mientras los asesinos y los secuestradores se movían con libertad.

El asesino de Rosamunda y Bertha había hecho un trato silencioso con ella: «Dejadme en paz y vuestra hija estará a salvo». Un contrato vergonzoso, al cual, no obstante, se había atenido, porque había dado por sentado que aquel hombre no volvería a matar. Sin embargo, él había arrojado un trapo ardiendo a través de una rendija, demostrando que la mujer que estaba en el interior de la torre le parecía un ser despreciable.

«No puedo permitirlo», se dijo Adelia. Tenía miedo, mucho miedo. Debía procurarle a su bebé toda la protección posible, pero ella y su hija no podrían vivir si el precio que debían pagar era la muerte de otras personas.

—¿Adónde vas? —gritó Gyltha al ver que salía.

—Voy a hacer preguntas.

• • •

Adelia encontró a Jacques en el claustro. Uno de los trovadores le enseñaba a tocar la viola. Los cortesanos estaban invadiendo el lugar y las monjas —intimidadas por todo lo que había sucedido— no se atrevían a detenerlos.

Arrastró al mensajero, que no se mostró deseoso de acompañarla, hacia el lugar donde se repartía limosna. Ambos se sentaron sobre una piedra.

—Y bien, señora, ¿en qué puedo ayudaros?

—Quiero que me ayudéis a descubrir quién mató a Talbot de Kidlington.

—No creo tener la habilidad necesaria, señora —dijo el mensajero, desconcertado.

Ella ignoró el comentario y le recordó quiénes eran los sospechosos: Wolvercote, el señor Warin, el vigía y los Bloat. Luego, pasó a los detalles.

Jacques se frotó la barbilla. Estaba cuidadosamente afeitado, como todos los jóvenes de la corte de Leonor.

—Puedo deciros algo que tal vez sea de utilidad —declaró—. El abogado Warin hizo gran aspaviento cuando le presentaron a lord Wolvercote en la iglesia: «Me siento verdaderamente honrado de conoceros, señor. No habíamos sido presentados pero desde hace tiempo deseaba…». Destacó especialmente que no se conocían. Yo estaba allí, lo oí. Lo dijo tres o cuatro veces.

—¿Cómo se dirigió lord Wolvercote al señor Warin?

—Como suele dirigirse a todas las personas, como si fueran una mierda. Lo siento, señora —agregó con una mueca, indicando que temía haberla ofendido.

—Pero creéis que Warin insistía en que no se habían visto antes porque en realidad se conocían.

Jacques meditó un momento.

—Sí, lo creo.

Adelia temblaba. Guardián se había deslizado debajo de su falda y se apretaba contra sus rodillas en busca de calor. Desde la casa de la abadesa, que se encontraba enfrente, una gárgola la observaba boquiabierta, con el mentón orlado de carámbanos.

«Os estoy observando».

—Emma apreciaba al señor Warin, lo cual significa que lo mismo le sucedía a Talbot, y eso implica que confiaba en él…

—Y que le había confesado su intención de fugarse —agregó Jacques, que comenzaba a interesarse en el asunto.

—Lo hizo. Lo sé porque Emma me lo dijo. El muchacho le dijo a Warin que había elegido el día de su cumpleaños para huir con ella, porque ya estaría en condiciones de recibir su herencia.

—La herencia que el señor Warin, sin que nadie lo supiera, había dilapidado —concluyó Jacques, decididamente entusiasmado.

Adelia asintió.

—En efecto, la había dilapidado, y por lo tanto necesitaba eliminar a su joven primo.

—Y al señor Warin se le ocurre que lord Wolvercote puede convertirse en su aliado. Si la fuga tenía éxito, el viejo Wolfy sería despojado de su novia y de la fortuna que ella poseía.

—Sí, de modo que abordó a lord Wolvercote y lo persuadió de que Talbot debía morir.

Los dos permanecieron sentados, tratando de resolver el caso.

—¿Por qué era tan urgente identificar el cuerpo de Talbot? —preguntó Adelia.

—Es sencillo, señora. El abogado Warin debía de necesitar dinero. Por su aspecto, diría que es un hombre a quien le gusta vivir bien. Si fuera el heredero de Talbot, le llevaría mucho tiempo probar ante los jueces que las propiedades de un cadáver anónimo le pertenecen. Los tribunales trabajan con lentitud. Los acreedores llegarían antes de que recibiera la herencia.

—Y a Wolvercote le convenía que Emma comprobara que su amante había muerto. Sí, todo concuerda. Él encontró a los asesinos. Probablemente Warin no conocía gente de esa clase.

BOOK: El laberinto de la muerte
8.94Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Chasing the Wild Sparks by Alexander, Ren
Apocalypstick by Carrico, Gregory, Carrico, Greg
Sex and Key Lime Pie by Attalla, Kat
The Tower by J.S. Frankel
Death in Autumn by Magdalen Nabb
Silver Lake by Kathryn Knight
Clever Duck by Dick King-Smith
If You Only Knew by M. William Phelps
The Dog by Cross, Amy