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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (48 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Enrique dejó su pizarra.

—Bien hecho, Geoffrey. ¿Todo está en orden?

—Sí, Majestad. Y, señor, los hombres a quienes encargué que buscaran a la reina han enviado un mensaje. Dicen que la han atrapado y que regresan con ella.

El rey asintió. Luego señaló a Wolvercote.

—¿Ha confesado sus pecados?

—Todos, excepto que os ha traicionado, señor. Se niega a ser absuelto por haberse rebelado.

—De todos modos, no habría perdonado a ese cerdo —dijo Enrique a Adelia—. Incluso el Señor tendrá que pensárselo dos veces. —Luego se dirigió nuevamente a Geoffrey—. Colgadlo, Geoffrey, y que Dios se apiade de su alma —sentenció el rey, y con un gesto indicó a los remeros que siguieran adelante.

Mientras la barca pasaba junto al puente, dos hombres subieron a Wolvercote hasta el parapeto y lo sujetaron para que conservara el equilibrio.

El padre Egbert alzó su voz para darle la absolución.


Dominus noster Jesus Christus

Adelia desvió la mirada hacia Emma. Estaba lo suficientemente cerca para distinguir su rostro, completamente inexpresivo.


Deinde. Ego te absolvo a pecatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amén.

Se oyó el ruido sordo de la cuerda que se apretó súbitamente. Desde los extremos del puente surgieron abucheos y gritos jubilosos.

Adelia no pudo mirarlo, pero supo en qué momento cesaron los estertores de Wolvercote, porque fue entonces cuando Emma dio media vuelta y se alejó.

Una multitud formada por soldados, monjas y sirvientes —prácticamente todos los pobladores de la abadía— se había reunido en el prado vecino al convento para vitorear al rey Enrique.

Para Adelia solo había allí tres personas: un árabe alto, una mujer mayor y una niña, a quien ayudaban a agitar su mano pequeñita en señal de bienvenida.

Al verlos, inclinó la cabeza, llena de gratitud.

«Al fin y al cabo, ellos son todo lo que necesito».

Aparentemente Allie había aprendido otra palabra, porque Gyltha trataba de que la pronunciara, alentándola y señalando a Adelia, que en medio del alboroto no podía oírla.

Desde la otra orilla se oyó un grito que atravesó el ruido.

—Señor, hemos traído a la reina.

A la orden de Enrique, la barca viró en dirección a un grupo de jinetes que salía del bosque. Un hombre con la insignia de capitán de la guardia Plantagenet estaba desmontando mientras uno de sus soldados, que había llevado a la reina en su caballo, la ayudaba a bajar.

En la barandilla del barco se abrió una portezuela y los remeros tendieron una pasarela hasta la orilla. El capitán, un hombre de aspecto preocupado, subió a bordo.

—¿Cómo cruzó el río? —preguntó Enrique.

—Encontramos una vieja barca de vela río abajo. Suponemos que lord Montignard la impulsó con una pértiga a través del río, señor. Trató de impedir que la capturásemos, señor, luchó como un lobo…

—Ellos lo mataron —gritó la reina desde la orilla, mientras se libraba de la mano del soldado que sujetaba su brazo como si fuera una mota de polvo.

El rey se adelantó para ayudarla a subir a la barca.

—Leonor.

—Enrique.

—Me agrada vuestro disfraz. Os favorece.

La reina estaba vestida como un muchacho y, en verdad, se veía muy bien con esa ropa, aunque el disfraz no habría podido engañar a nadie. Llevaba una capa corta, muy embarrada, botas y el sombrero bajo el cual había ocultado su cabello con una gracia poco habitual.

Los saludos que llegaban desde la abadía habían cesado. En silencio, desde la orilla opuesta la multitud observaba un encuentro entre guerreros del Olimpo y esperaba ver rayos y centellas.

No los hubo. Adelia, acurrucada en la popa, vio a dos personas que se conocían muy bien desde hacía mucho tiempo. Estaban más allá del asombro. Habían engendrado ocho hijos y habían visto morir a uno de ellos. Juntos habían gobernado grandes territorios, habían legislado, habían sofocado rebeliones, habían peleado, reído y amado, y todo aquello se percibía en sus ojos y flotaba en el aire que los rodeaba. Lo sucedido había sido apenas un simbólico intento de destruirse mutuamente.

Incluso en ese momento, Leonor quiso estar femenina ante su esposo: se quitó el sombrero y lo arrojó graciosamente al río. Fue un error. El disfraz de muchacho adquirió un aspecto grotesco cuando el cabello largo y entrecano cayó sobre los hombros de aquella mujer de cincuenta años.

Con un gesto tierno y compasivo, él se quitó la capa y la abrigó, antes de ayudarla a subir a la embarcación.

—Por aquí, querida.

—Y bien, Enrique, ¿adónde me enviaréis esta vez? ¿De regreso a Anjou, a Chinon? —preguntó Leonor.

El rey movió la cabeza.

—Pensé que sería mejor Sarum.

—Oh, no, Enrique. Sarum está en Inglaterra —se quejó la reina.

—Lo sé, mi amor, pero Chinon tiene un inconveniente: os empecináis en huir de allí.

—Pero Sarum —insistió Leonor— es tan aburrido…

—Si os portáis como una buena niña, os dejaré salir para Pascua y Navidad —dijo Enrique, y con un gesto indicó a sus hombres que sujetaran los remos—. Por el momento, iremos a Oxford. Algunos rebeldes me esperan junto a la horca.

Aterrorizada, Adelia despertó de su ensoñación. Un río la separaba de su hija.

—Majestad, dejadme bajar antes de continuar vuestro camino.

Enrique se había olvidado de ella.

—Oh, muy bien —exclamó—. Iremos hacia la otra orilla —indicó a los remeros.

El recorrido fue lento, debido a que remaban en contra de la corriente. El rey, disgustado, chasqueó la lengua durante todo el trayecto. Adelia desembarcó por fin en la orilla opuesta, en un prado desierto y fangoso. La abadía había quedado muy lejos y sus botas se hundieron en el lodo.

El rey se sintió satisfecho. Recuperó el buen humor y se inclinó hacia ella, sobre la barandilla.

—Tendréis que chapotear —dijo.

—Sí, Majestad, gracias.

Mientras la barca se alejaba, los remos que subían y bajaban dejaban caer gotas brillantes en la superficie del agua.

De pronto, el rey fue desde la proa hasta la popa para decirle algo más.

—En cuanto al juramento del obispo —gritó—, no debéis preocuparos. «Si la protegéis y la mantenéis a salvo», decía la promesa. Una frase muy bien elegida.

—¿Eso creéis? —gritó a su vez Adelia.

—Sí —respondió Enrique. La distancia, cada vez mayor entre ambos, lo obligaba a gritar—. Adelia, aunque no os guste, sois mi investigadora cuando de muertos se trata.

La barca se adentró en una curva del río flanqueada de árboles. Ella apenas podía ver los tres leopardos del pendón de los Plantagenet, pero la voz del rey se elevó sobre el bosque y llegó hasta sus oídos.

—Nunca estaréis a salvo.

— FIN —

Notas de la autora

La bella Rosamunda Clifford ocupa un lugar más importante en la leyenda que en los registros históricos, donde solo se hace breve referencia a su persona. Espero que su fantasma no comience a acecharme a causa del modo en que la he retratado en la ficción.

The English Register of Godstow Nunnery
, editado por Andrey Clarke y publicado por la Early English Text Society, da cuenta de que en aquella época la abadía de Godstow era un lugar respetado y administrado con eficiencia. Las religiosas que la dirigían poseían la amplitud de criterio suficiente para sepultar el cuerpo de la amante de Enrique II, Rosamunda Clifford, frente al altar, donde la tumba se convirtió en un famoso santuario. No obstante, aunque el gran obispo Hugh de Lincoln había sido amigo de Enrique, se sorprendió al encontrarla allí cuando visitó el convento en 1191, dos años después de la muerte del rey, y ordenó que Rosamunda fuera desenterrada y sepultada en un lugar menos sagrado del mismo convento.

La mayor parte de la rebelión encabezada por la familia de Enrique II tuvo lugar en el continente, pero considerando que el escritor de novelas puede beneficiarse con los espacios vacíos en los registros históricos del Medievo, me he atrevido a proponer una rebelión similar en Inglaterra, donde es sabido que al menos algunos nobles descontentos estaban dispuestos a aliarse con el joven Enrique y con Leonor.

Leonor de Aquitania sobrevivió a su esposo y al encarcelamiento que él le había impuesto. En realidad, sobrevivió también a todos sus hijos, excepto al rey Juan. Cuando tenía ya más de setenta años, cruzó los Pirineos para concertar el matrimonio de una nieta, fue secuestrada y más tarde resistió un sitio. Murió a los ochenta y dos años y fue sepultada junto a su esposo y a Ricardo I, su hijo, en la abadía de Fontevrault. En la magnífica iglesia de la abadía aún pueden verse las efigies de los tres monarcas.

No me disculparé por el modo en que mis personajes viajan a través del río entre Godstow y distintos parajes. A lo largo de un tramo importante, desde la ribera de la isla donde se conservan las ruinas del convento hacia su nacimiento, el Támesis es navegable, incluso hoy. Es altamente probable que el curso de sus afluentes haya variado con el paso del tiempo, y que navegar por el Cherwel —ya desaparecido— fuera una opción más ventajosa que viajar por tierra en regiones donde no existían grandes vías.

Tal como lo explica el profesor W. G. Hoskins —el padre de la arqueología del paisaje—, en
Fieldwork to Local History
(Faber & Faber): «En el Medievo y en épocas posteriores, una gran proporción —mucho mayor de lo que en general se ha estimado— del comercio interior se realizaba a través del río». También existe información acerca de que el Támesis se congelaba durante los crudos inviernos del siglo XII.

En aquella época los castores eran comunes en los ríos ingleses. Más tarde, en el siglo XVIII, la caza destinada a vender sus pieles fue la causa de su extinción.

Y aunque parezca poco probable, en los pantanos de East Anglia se producía opio, no solo en el siglo XII, sino también en los siglos siguientes. Se cree que, entre muchas otras cosas, los romanos introdujeron en Inglaterra la adormidera. La solución que la gente de los pantanos denominaba Cordial de Godfrey —una mezcla de opio y melaza— aún se utilizaba en el siglo XX.

Uno tras otro, todos los hijos de Enrique se rebelaron contra él. El rey murió en 1189 en Chinon, probablemente a causa de un cáncer intestinal, sabiendo que Juan —el menor de sus hijos, y su preferido— se había unido a la rebelión encabezada por Ricardo, su hermano mayor.

Hacia el final de este relato, el señor del feudo de Wolvercote es un personaje ficticio. En aquella época el verdadero propietario era Roger d’Ivry, y no tengo pruebas de que haya participado en alguna sublevación contra Enrique II. No obstante, es interesante que —si bien no queda claro que lo hiciera por su propia voluntad— cediera su feudo al rey, quien a su vez lo donó a la abadía de Godstow.

En el capítulo 4 se alude al papel como material utilizado para escribir. En general se considera que el papel no llegó a Europa, y en especial al norte de Europa, antes del siglo XIV. Sin duda, no era muy utilizado en el siglo XII —los escribas y los monjes copistas no eran esnobs y preferían el pergamino—, pero era posible conseguirlo, aunque tal vez fuera de mala calidad. Así lo explica el interesante artículo, que puede hallarse en Internet,
Medieval Ink
, escrito por David Carvalho.

Le debo a Geoffrey Ashe, el maravilloso autor de
Labyrinths and Mazes
, publicado por Wessex Books, el recurso del laberinto con caminos que se bifurcan.

El auténtico abad de Eynsham, quienquiera que haya sido, debe ser absuelto de la maldad que le atribuyo a su homólogo en la ficción. De acuerdo con la información de que dispongo, llevó una vida impecable y tenía en alta estima a las mujeres. En ese caso, habría sido un raro espécimen entre los miembros del clero medieval.

La mística Julian de Norwich esbozó en el siglo XIV la idea de un Dios que es simultáneamente padre y madre. Sin embargo, el concepto se encontraba en las raíces del pensamiento cristiano mucho antes. En consecuencia, el diálogo que en el capítulo 11 mantienen la abadesa de Godstow y Adelia no es necesariamente anacrónico.

En la Edad Media se otorgaba el título de «doctor» a los estudiosos de la filosofía. Los médicos no recibían esa denominación, pero la he utilizado en el sentido moderno con la finalidad de simplificar el texto, tanto para los lectores como para mí misma.

Diana Norman,
de soltera Mary Diana Narracott, (25 de agosto 1933 - 27 de enero de 2011) fue una escritora y periodista británica especializada en temas históricos, realistas y de ficción. Nació en Devon. Su padre fue también periodista, y ella abandonó la profesión cuando se trasladó a vivir al campo para atender a la educación de sus hijas, estudiar historia medieval, y escribir. Publicó sus últimos libros con el seudónimo de
Ariana Franklin,
protagonizados por la patóloga medieval Adelia Aguilar.

Notas

[1]
Wolvercote puede traducirse como «la guarida del cazador de lobos».
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[2]
Frustrada.
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