El laberinto de las aceitunas (4 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—Completo —me espetó sin darme tiempo a saludar.

—Tengo una reserva a nombre de Pilarín Cañete —repliqué.

Consultó un organigrama lleno de borrones y tachaduras, me repasó con una mirada en la que se aunaban furor y sarcasmo y dijo:

—Ah, sí. Te estábamos esperando.

Yo hice como que no reparaba en el tuteo, rellené un formulario que, una vez verificado escrupulosamente por el recepcionista, fue a dar a la papelera y extendí la mano para recoger una llave encadenada a una porra que aquél me tendía. Antes de que pudiera hacerme con la llave, el recepcionista me dio con la porra en los nudillos.

—Son cuatrocientas lucas —dijo.

—La habitación está pagada —protesté.

—Pero no el arbitrio de hospedaje. Cuatrocientas o no hay techumbre.

Aparte de la fortuna que llevaba en el maletín, sólo me quedaba un billete de quinientas. Se lo di y le pedí un recibo justificativo del desembolso. Me dijo que no podía dármelo porque se había descompuesto la computadora, y se guardó el billete en el bolsillo.

—Por lo menos —dije yo—, deme la vuelta.

—Me estás resultando tú muy golfa, Pilarín —se mofó el recepcionista lanzándome la llave y enfrascándose de nuevo en su manicura.

Subí a la habitación cuyo número aparecía escrito con bolígrafo en la porra, entré y cerré. La habitación no estaba del todo mal. Se veía que el hotel había sido decoroso en su día y que últimamente, quizá de resultas de la crisis, no había recibido las necesarias atenciones. Pese a carecer de colchón, la cama era grande y el cuarto de baño tenía todos sus componentes, aunque algún cliente había hecho de ellos mal uso a juzgar por lo que flotaba en la bañera. Con todo, y no siendo yo puntilloso, me dije que iba a pasar una buena noche. Escondí el maletín debajo de la almohada, me tumbé en la cama y, como había visto hacer en las películas, descolgué el teléfono para pedir que me despertaran a las ocho. Por el auricular salió el ruido inconfundible de unas castañuelas, que escuché hasta que, cansado, decidí colgar. Estaba en un tris de dormirme cuando alguien tocó a la puerta. Pregunté quién era.

—Servicio de bar —dijo una voz.

—Yo no he pedido nada —le informé.

—Gentileza de la casa —aclaró la voz.

Nunca rechazo nada gratis, de modo que abrí. Entró un camarero portando con la singular habilidad que les caracteriza una bandeja de plástico sobre la que había un vaso y una botella de medio litro de Pepsi-Cola. Cómo la gerencia del hotel había podido acertarme el gusto con tanto tino es algo que no consigo entender, salvo que se tratase, como supuse entonces, de la más feliz de las coincidencias. Al tiempo que arrebataba la botella de la bandeja, besaba el cristal con delirante expectación y danzaba ora sobre un pie ora sobre el otro, advertí que al camarero le faltaba un brazo.

—¿El señor no quiere que le abra la botella? —le oí preguntar.

Le dije que sí con vehemencia y deposité la botella en la mesilla de noche. Como fuese, según tengo dicho, que el camarero era manco, la operación de abrir la botella duró cerca de veinte minutos, durante los cuales tuve tiempo de reflexionar así: ¿Y si lo que parece una dádiva fuera en realidad un ardid o diablura? ¿Y si la botella contuviera, amén del precioso líquido, un somnífero, suero o ponzoña? ¿Y si todo formara parte de un maquiavélico plan pergeñado con sabe Dios qué fines? Y al llegar a este punto me interrumpió el camarero para decirme que ya había logrado abrir la botella y que si se podía ir.

—Antes —le dije—, te echas un trago de Pepsi-Cola.

—La democracia no obliga al señor a tanto —dijo él.

—De aquí no sales hasta que no hayas catado la bebida —le amenacé—, y no te me pongas chulo, que te puedo.

Reconsideró su desventaja física, se encogió de hombros, se llevó la botella a los labios y le pegó un largo chupetón.

—Está buena —comentó sin entusiasmo.

—Y tú, ¿te encuentras bien?

—Pa la edaz que tengo… —dijo filosóficamente.

Convencido de que el obsequio no encerraba añagaza alguna, le quité la botella de la mano y me bebí lo que quedaba en ella, que era algo así como la mitad y un poco, de un buchazo. Me invadió el delicioso mareo que siempre acompaña la ingestión de tan exquisita ambrosía y alcancé a llegar a la cama antes de quedarme profundamente dormido.

Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Junto a la puerta roncaba el manco. Estos detalles y el hecho de haberme despertado en la alfombra y no en la cama en la que recordaba haberme tendido me hicieron pensar que, después de todo, sí me habían administrado un narcótico. Como no llevaba reloj, gateé hasta el camarero y vi que el suyo señalaba las cinco en punto. No sin vacilaciones fui hasta la cama y levanté la almohada. El maletín seguía allí, pero la cerradura había sido forzada. Lo abrí y lo hallé vacío. Revolví la habitación, enrollé la alfombra y arranqué el papel de las paredes, pero el dinero, como cabía esperar, no apareció. Se trataba, en efecto, de un robo y no de una de esas quedadas a las que tan aficionados son los capitalinos.

Superfluo será que describa mis angustias y sudores. Baste decir que hice lo que usted, comprensivo lector, habría hecho de encontrarse en mi lugar: agotar el ubérrimo caudal de reniegos que poseo, adoptar una expresión de santocristo flagelado y patear al camarero hasta dejarlo hecho unos zorros.

Desahogado así mi primer arrebato, me dije que de nada valía dejarse vencer por la desesperación, que había que ser práctico, buscar una salida, encontrar una solución. Como primera medida desnudé al camarero, hice yo otro tanto, le puse a él mis ropas y me puse yo las suyas. Le vacié los bolsillos, que habían pasado a ser míos con el trueque, y sólo encontré un artefacto metálico articulado, muy útil para destapar botellines y sacar corchos e inútil para todo lo demás, y una estampa plastificada que mostraba por una cara un calendario caducado y por el dorso la foto de una chica en canesú. Me extrañó no encontrar nada más, hasta que caí en la cuenta de que probablemente no serían aquéllas sus prendas personales, sino el uniforme que le proporcionaba el hotel. Tras breve ponderación decidí quedarme con ambos artículos. Lo propio hice con su reloj de pulsera y con el billete de avión que había de permitirme regresar a Barcelona. Rasgué luego un pedazo de sábana y con él borré de todas partes mis huellas digitales y las de cuantas personas hubieran plantado en aquella habitación sus manazas. Arrastré al camarero hasta la cama y lo dejé bien dormido en el lugar que me correspondía, cogí el maletín y me metí en el cuarto de baño. El rollo de papel higiénico estaba sin estrenar y me llevó un buen rato recortar las cuatrocientas hojas y colocarlas ordenadamente donde antes había estado el dinero. Al final quedé bastante satisfecho del resultado. No es que no se notara el camelo, claro está, pero mejor era eso que nada. Cerré el maletín, salí del cuarto de baño, comprobé que la habitación estaba más o menos en orden, apagué la luz y me asomé al pasillo: no había nadie. Con mil precauciones bajé a la recepción. Una señora despuntaba judías verdes y las arrojaba a una jofaina que descansaba sobre el mostrador. Dejé la llave junto a la jofaina, dediqué un guiño seductor a la señora y salí a la calle. No me quedaba ni un duro, conque no había ni que pensar en buscar otro hotel, y faltaban aún seis horas para la cita con los secuestradores. Si hubiera estado en Barcelona habría sabido dónde ir o qué hacer con mi tiempo libre, pero en aquella ciudad desconocida me sentía solo y desamparado. Empecé a recorrer las calles sin rumbo ni norte, ocultándome en las sombras de los portales cada vez que me cruzaba con juerguistas, maleantes, serenos y otras criaturas de la noche. Algunos menesterosos dormían en los bancos públicos, pero no me atreví a imitarles por lo que pudiera pasar. Aunque el cansancio me vencía, la sensación, por lo demás infundada, de que alguien me andaba siguiendo no me dejaba hacer un alto y reponer fuerzas.

Poco a poco, sin embargo, la ciudad fue resucitando. Primero unas pocas personas, bastantes luego y al fin muchas empezaron a deambular, bien que de mal talante, camino de sus obligaciones. Despuntó la aurora, se produjeron atascos, animaron el aire bocinazos e improperios y recobró el mundo su aspecto habitual. Reconfortado por la bullanga y amparado por el gentío, abordé a un transeúnte y le pregunté cómo llegar a la cafetería Roncesvalles. Gracias a sus instrucciones, las ocho me dieron apostado tras un árbol que atinadamente había crecido enfrente del local. Las nueve menos cuarto marcaba el reloj que le había quitado al manco, cuando un individuo en camiseta desatrancó las puertas giratorias, cuya colocación y funcionamiento estudié en previsión de eventuales retiradas. Luego llegaron dos o tres camiones de reparto y un chaval con una cesta de churros calientes que me hicieron babear a modo. Pese al tráfico, llegó a mis oídos el resoplar de la cafetera. Por un momento pensé en entrar y pedir un café con leche con churritos y pagar con el papel higiénico que llenaba el maletín, que a estos y peores desvaríos impele el hambre, pero me contuve. Los primeros clientes entraban y salían y yo los observaba para ver si alguno tenía cara de malhechor. Varios tenían cara de malhechor.

A las diez y media el establecimiento bullía de parroquianos y decidí que había llegado el momento de hacer mi entrada. Me asaltaron mil temores y otras tantas incertidumbres, porque no había trazado plan alguno ni tenía noción de qué peligros podían acecharme, pero no era la ocasión propicia a vacilaciones. Oriné contra el árbol, me atusé la pelambrera, traté de recomponer mis ropas, aferré el maletín y con el aire desenvuelto de quien se dirige a matar las horas en sus quehaceres cotidianos entré en la cafetería.

Capítulo 4:
Intricación

Estaba, como tengo ya dicho, el bar repleto de ciudadanos. Traté de contarlos, pero me fue imposible por estar las paredes tapizadas de espejos que enrevesaban la operación con sus duplicaciones. Tampoco el propósito de aquel recuento me parecía en exceso útil, porque había un continuo trasiego de clientes y porque, si había que llegar a las manos, bastaba con dos para que mi inferioridad numérica resultara patente. Por lo demás, el señalar a todo el mundo con el dedo y sacar la lengua estaban haciendo de mí blanco de algunas miradas. Opté por un comportamiento más circunspecto y me dirigí a la barra, que ocupaba todo el fondo de la cafetería. Al pasar junto a una mesa en la que había tres individuos, oí una voz autoritaria que me decía:

—Eh, tú, ven acá.

Me acerqué a la mesa con el corazón disparado, los cabellos erizados y las piernas trémulas. Los tres individuos tenían la vista fija en mis movimientos y uno de ellos jugueteaba con lo que me pareció una metralleta, aunque tal vez fuera un paraguas. Procurando aparentar un despectivo aplomo, me abalancé sobre la mesa y mascullé:

—Me han robado el reloj, no hay orden en el metro y traigo el papel de váter en el maletín.

Los tres individuos cambiaron entre sí miradas de inteligencia y el que parecía capitanear el grupúsculo dijo:

—Dos cortos, uno con leche, una de tortilla, gambas y una cajetilla Camel.

Tras lo cual volvieron a enfrascarse en su conversación. Entonces caí en la cuenta de que llevaba puesta la ropa del camarero manco. De modo que me cuadré y dije a mi vez:

—Marchando.

Me fui a la barra y repetí la lista que acababa de oír, bien que con alguna variante, pues era todavía novato en el oficio. Esperé un rato y alguien me puso delante una bandeja con tres cafés y unos moluscos en salsa. La cogí sin rechistar y me dirigí a una mesa. Como tenía que bregar con la bandeja y el maletín y, para postres, sortear el gentío, a los tres pasos ya se me había caído todo por el suelo. Volví a la barra pensando seriamente en sentar plaza de camarero, persuadido de que tenía dotes, cuando se me acercó una chica en la que, en mi atolondramiento, no había reparado antes.

—¿Tiene usted hora? —me preguntó.

Un examen tangencial y discreto me permitió apreciar que se trataba de una mujer atractiva, pese a no llevar maquillaje alguno e ir vestida de trapillo. Supuse que sería una de esas chicas de alterne que pueblan la mitología de los ejecutivos periféricos. Mientras devanaba estas y parecidas reflexiones, la chica, que por algún motivo ignorado parecía muy nerviosa, me volvió a preguntar la hora. Consulté mi reloj y dije que eran las once menos cinco. Me dio las gracias, dio media vuelta y se fue en busca de algún gerente que desplumar. Sólo entonces, y aun ahora me abochorna confesarlo, eché de ver que acababa de oír la contraseña que con tanta paciencia me había enseñado el señor ministro y de que, abstraído en otras divagaciones, había dejado pasar la oportunidad de llevar a feliz término mi misión. Ya para entonces la chica de alterne cruzaba la cafetería amagando pellizcos y desoyendo requiebros y se perdía en la puerta giratoria. Golpeando con el maletín a quien se me interponía, salí corriendo en pos de ella y gané la calle en el momento en que se subía a un coche que partió sin tardanza. Por fortuna el tráfico era tan denso que el coche quedó inmovilizado a los pocos metros. Llegué hasta él y tuve tiempo de asomarme a la ventanilla trasera y gritar a pleno pulmón:

—¡Me han robado el reloj! ¡No hay garantías!

Arrancó el coche y recorrió media manzana hasta parar de nuevo. Lo alcancé y reiteré mi lamento:

—¡En este país no se puede vivir! ¡Aquí el que no corre vuela!

Casi había logrado meter la cabeza por la ventanilla cuando salió el coche de estampía. Esta vez tuve menos suerte y cuando las piernas me llevaron a su vera cambió el semáforo y avanzó el tráfico rodado. Seguí corriendo y denunciando el caos imperante hasta que me faltó el resuello y tuve que elegir entre la persecución y el agravio cívico. Opté por la primera alternativa y conseguí atrapar el coche cuando doblaba una esquina. La chica de alterne, que en todo el tiempo no había dejado de mirarme con expresión un tanto alarmada, empezó a cerrar el cristal de la ventanilla mientras decía al fulano que se sentaba al volante:

—Pisa a fondo, que ahí viene.

Por un pelo pude meter el maletín por el resquicio que aún no había cubierto el cristal y empañar éste con mis jadeos. Caí al suelo derrengado y aspiré allí los malsanos gases del coche, que a la sazón se desvanecía entre el magma de autobuses, motos y otros medios de transporte. Con el magro saldo de mis fuerzas logré arrastrarme hasta la acera, evitando así ser atropellado por los vehículos que venían detrás tocando la bocina y armando escándalo y, una vez a salvo y no obstante la barahúnda reinante, me tendí en el empedrado y descabecé un sueñecito.

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