El ladrón de cuerpos (2 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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"Arrebatándome de manos mortales como dos monstruos siniestros en una pesadilla de cuento infantil, ¡oh padres ciegos e indolentes!"

Una sola vez soñé con David Talbot. Soñé que David iba caminando por un bosque de mangles. No era el hombre de setenta y cuatro años que se había hecho amigo mío, el bondadoso erudito que invariablemente rechazaba mi invitación a beber la Sangre Misteriosa y con intrépido ademán apoyaba su mano tibia, frágil, sobre mi pecho frío para demostrar el cariño y la confianza que nos teníamos.

No; el que aparecía era el David Talbot joven, de años atrás, cuando su corazón no latía con tanta prisa. Sin embargo, corría peligro.

Tiger, tiger, buming bright.

¿Es su voz la que murmura esas palabras, o acaso la mía?

Y en la luz manchada se aproxima, sus rayas negras y anaranjadas semejantes a la luz y la sombra mismas, de modo que apenas se lo distingue. Veo su inmensa cabeza, lo suave que es su hocico blanco, erizados sus bigotes largos, delicados. Entonces miro sus ojos amarillos, apenas dos tajos llenos de impía crueldad. ¡David, los colmillos! ¿No le ves los colmillos?

Pero él es curioso como un niño; mira la enorme lengua rosada del tigre que se posa sobre su garganta y le toca la cadenita de oro que lleva al cuello. ¿El tigre se está comiendo la cadena? ¡Por Dios, David! Los colmillos.

¿Por qué se me seca la voz? ¿Estoy allí, en el bosque de mangles? Vibra mi cuerpo cuando forcejeo para moverme. Mis labios cerrados dejan escapar callados gemidos que agobian hasta la última fibra de mi ser. ¡Cuidado, David!

Luego veo que él está con una rodilla apoyada en el suelo, veo el fusil largo y brillante contra su hombro. Y el gigantesco tigre aún se halla a metros de distancia, avanzando hacia él. Corre y corre hasta que el disparo lo detiene en seco, y se desploma al tiempo que el arma vuelve a disparar, sus ojos amarillos llenos de indignación, sus garras cruzadas cuando se clavan en la tierra blanda con el último suspiro.

Me despierto.

¿Qué significa este sueño? ¿Que mi amigo mortal corre peligro? O simplemente que su reloj biológico se ha detenido. A un hombre de setenta y cuatro años la muerte puede acaecerle en cualquier instante.

¿Alguna vez pienso en David sin asociarlo con la idea de la muerte?

David, ¿dónde estás?

Tris, tras, tres, huelo la sangre de un inglés.

"Quiero que me pidas el Don Misterioso", le dije cuando lo conocí. "Tal vez no te lo dé, pero quiero que me lo pidas."

Nunca me lo pidió. Ahora lo amo. Lo vi poco después del sueño. Tuve que hacerlo. Pero no podía olvidar la pesadilla y quizá más de una vez vino a mi mente durante las horas de luz, en el sueño profundo de esas horas en que estoy frío como la piedra e indefenso bajo el manto literal de las tinieblas.

Bueno, ya hablé de los sueños.

Pero evoque usted una vez más la nieve invernal de Francia, por favor, nieve que se acumula en torno a los muros del castillo; piense en un muchacho joven, mortal, que duerme en su lecho de heno, a la luz de la lumbre, custodiado por sus perros de caza. Tal llegó a ser la imagen de la vida humana que perdí, más verdadera que cualquier recuerdo del teatro parisiense donde antes de la Revolución yo era tan feliz trabajando de actor.

Ahora - sí, estamos listos para comenzar. Le propongo que demos vuelta la página.

PRIMERA PARTE – LA HISTORIA DEL LADRÓN DE CUERPOS
1

Miami, ¡la ciudad de los vampiros! Esto es South Beach al atardecer, en la lujuriosa tibieza del invierno sin invierno, clara, floreciente y empapada en luz eléctrica, mientras la brisa suave sopla desde el mar plácido, cruza por el margen oscuro de arena color crema y va a enfriar las anchas calles lisas, llenas de felices niños mortales.

Simpático desfile de muchachos elegantes que exhiben sus músculos de culturismo con patética vulgaridad, de mujeres jóvenes orgullosas de sus aerodinámicas y aparentemente asexuadas extremidades en medio del imperioso rugir del tránsito y las voces humanas.

Refaccionadas con modernos tonos pastel, viejas posadas de estuco, antaño mediocres refugios de ancianos, exhibían sus nuevos nombres en elegantes letras de neón. Titilaban las velas en las mesas con manteles blancos de los restaurantes a la calle. Enormes y lustrosos automóviles norteamericanos avanzaban lentamente por la avenida, mientras conductores y pasajeros por igual contemplaban el deslumbrante desfile humano de peatones indolentes que aquí y allá bloqueaban la calzada.

En el lejano horizonte, las grandes nubes blancas eran montañas bajo un cielo sin techo, tachonado de estrellas. Ah, siempre me impresionó ese cielo sureño, lleno de luz celeste y un incansable movimiento amodorrado.

Hacia el norte se elevaban las torres de la nueva Miami Beach en todo su esplendor. Al sur y al oeste, los rascacielos deslumbrantes del centro de la ciudad, con sus autopistas elevadas y sus muelles colmados de

cruceros. Pequeñas embarcaciones de recreo se desplazaban raudas por las aguas chispeantes de los innumerables canales urbanos.

En los silenciosos e inmaculados jardines de Coral Gables, numerosos faroles iluminaban las magníficas residencias con sus techos de tejas rojas y sus piscinas de resplandeciente luz turquesa. Los fantasmas se paseaban por las habitaciones inmensas y oscuras del Biltmore. Los imponentes árboles de mangle extendían sus ramas primitivas, cubriendo las calles anchas, bien cuidadas.

En Coconut Grove, el turismo internacional que venía de compras se apiñaba en hoteles lujosos y modernos centros comerciales. Había parejas que se abrazaban en los balcones de edificios con paredes de cristal, siluetas que contemplaban las aguas serenas de la bahía. Los autos avanzaban presurosos por las calles congestionadas, pasando frente a palmeras siempre danzantes, a achaparradas mansiones de cemento, engalanadas con buganvillas rojas y moradas tras finos portones de hierro.

Todo eso es Miami, la ciudad del agua, de la velocidad, de las flores tropicales y los cielos anchurosos. Para ir a Miami, y no a ningún otro lugar, es que de tanto en tanto suelo dejar mi hogar de Nueva Orleáns. Hombres y mujeres de diversas naciones y colores residen en los populosos barrios de Miami. Se oye hablar idish, hebreo, las lenguas de España, de Haití, los dialectos y acentos de América Latina, del sur de este país, del remoto norte. Bajo la superficie lustrosa de Miami se percibe una amenaza, una desesperación, una palpitan te codicia; el pulso firme de una gran capital, la energía empeñosa, el peligro constante.

Nunca se pone realmente oscuro, en Miami. Nunca reina un silencio verdadero.

Miami es la ciudad perfecta para el vampiro y siempre encuentro en ella algún mortal homicida, algún sórdido bocado de cardenal que me cede una decena de sus propios asesinatos cuando vacío sus bancos de memoria y chupo su sangre.

Pero ésta es la noche de la caza mayor, la celebración no estacional de Pascua luego de una Cuaresma de hambre: saldré a buscar uno de esos espléndidos trofeos humanos cuyo grotesco modus operandi ocupa páginas enteras en los archivos computarizados de las dependencias encargadas de vigilar el cumplimiento de las leyes mortales, un ser al que un periodismo reverente ungió en su anonimato con el rimbombante nombre de "El estrangulador de los callejones".

¡Esa clase de asesinos me despiertan un apetito especial! Qué suerte para mí que semejante celebridad hubiera aparecido en mi ciudad preferida.

Qué suerte que hubiera atacado seis veces en esas mismas calles, matador de viejos y achacosos que han llegado en grandes cantidades a pasar sus últimos días en este clima cálido. Oh, habría atravesado un continente entero para morderlo, pero lo tengo aquí, esperándome. A su macabra historia, analizada por no menos de veinte criminólogos y que con toda facilidad yo robé a través de la computadora que tengo en mi reducto de Nueva Orleáns, he agregado secretamente los elementos fundamentales: su nombre y lugar de residencia mortal. Truco sencillo para un dios tenebroso que puede leer las mentes. Sus propios sueños sangrientos me sirvieron para encontrarlo. Y esta noche será mío el placer de terminar su ilustre carrera en un abrazo cruel, sin una chispa de esclarecimiento moral.

Ah, Miamí, lugar ideal para este Drama de la Pasión.

Siempre vuelvo a Miami, del mismo modo que siempre vuelvo a Nueva Orleáns. Y soy el único inmortal que sigue cazando en este glorioso rincón del Jardín Salvaje porque, como ha visto usted, los demás hace ya tiempo que se marcharon del reducto donde nos reuníamos, incapaces de tolerar la compañía unos de otros, y yo la de ellos.

Pero tanto mejor que Miami me quede para mí solo.

En las habitaciones que mantenía en el lujoso hotel Park Central, me paré ante las ventanas que dan al frente, sobre el paseo Ocean, aguzando de tanto en tanto mi oído preternatural para averiguar lo que ocurría en las suites vecinas, donde acaudalados turistas disfrutaban de la mejor de las soledades —intimidad total a pasos de la atestada calle—, mis Campos Elíseos del momento, mi Via Véneto.

Mi estrangulador se hallaba casi listo para salir del reino de sus visiones espasmódicas y fragmentarias e internarse por la tierra de la muerte literal. Ah, llegó la hora de vestirme para el hombre de mis sueños.

Revisando el habitual revoltijo de cajas, cajones, maletas y baúles recién abiertos, elegí un traje de pana gris, viejo preferido mío, sobre todo porque la tela es gruesa y tiene un brillo apenas tenue. No muy adecuado para estas noches cálidas, debo reconocer, pero sucede que no siento el frío ni el calor como los humanos. Además, la chaqueta era ceñida, de solapas angostas; con su cintura entallada, se parecía más a un traje de jinete, o mejor aún, a las levitas de antaño. Los inmortales preferimos siempre la ropa anticuada, la que nos trae a la memoria el siglo en que nacimos a las tinieblas. A veces se puede calcular la verdadera edad de un inmortal con sólo observar el corte de sus prendas.

Es mi caso, es también una cuestión de textura. ¡El siglo XVIII fue tan lustroso! Todo tiene que tener un poco de brillo. Y esa hermosa chaqueta combinaba a la perfección con los pantalones angostos de pana lisa. En cuanto a la camisa de seda blanca, la tela era tan suave que se podía hacer un bollo con ella y cabía en la palma de la mano. ¿Por qué habría de usar algo distinto, que roce mi piel indestructible y de tan extraña sensibilidad? Después, las botas, muy parecidas a mis excelentes zapatos de este último tiempo. Tienen las suelas inmaculadas, ya que rara vez se asientan sobre la madre tierra.

El pelo me lo dejé suelto, la habitual cabellera espesa y rubia, con rizos hasta los hombros. ¿Qué aspecto tenía para los mortales? En verdad no lo sé. Escondí mis ojos azules, como de costumbre, tras unas gafas oscuras por miedo a que su brillo pudiera hipnotizar accidentalmente —todo un trastorno—, y calcé mis delicadas manos, con sus reveladoras uñas cristalinas, en los consabidos guantes de suave cuero gris.

Ah, un poco de maquillaje marrón para camuflar la piel. Me lo extendí sobre los pómulos y sobre el trocito de cuello y pecho que asomaba.

Inspeccioné en el espejo el producto terminado. Todavía irresistible. Con razón había tenido tanto éxito en mi breve carrera de cantante de rock. Y como vampiro, siempre fui extraordinario. Tengo que agradecer a los dioses no haberme vuelto invisible en mis paseos, un vagabundo que flota más alto que las nubes, liviano como una ceniza al viento. Cuando pensaba en eso me daban ganas de llorar.

La caza mayor siempre me hacía volver al presente. Había que seguirle el rastro, esperarlo, pescarlo justo en el momento en que estaba por dar muerte a su próxima víctima, y matarlo despacito, con dolor, deleitándome con su maldad, observando por la lente inmunda de su alma a todas sus víctimas anteriores...

Quiero que se me comprenda: en esto no hay nada de noble. No creo que con rescatar a un pobre mortal de semejante malvado pueda salvar mi alma. Demasiadas veces he tronchado vidas, a menos que uno suponga que el poder de una buena acción es infinito. No sé si creo o no en eso. Lo que sí creo es esto: la maldad que hay en un solo asesinato ya es infinita, y mi culpa, al igual que mi belleza, eterna. No puedo ser perdonado, porque no hay nadie que me pueda perdonar todo lo que he hecho.

Sin embargo, me agrada salvar de su destino a esos inocentes. Y me gusta dar muerte a los asesinos porque son mis hermanos, somos de la misma especie. ¿Y por qué no habrían de morir en mis brazos ellos, en vez de algún pobre y bondadoso mortal que nunca hizo daño a nadie? Estas son las reglas de mi juego. Las acato porque yo mismo las establecí. Y me prometí a mí mismo que esta vez no iba a dejar los cadáveres tirados por ahí; trataría de hacer lo que siempre me ordenaron que hiciera. Así y todo... me gustaba dejar las sobras para las autoridades. Y después, cuando volvía a Nueva Orlieáns, me gustaba encender la computadora y leer el informe completo de la autopsia.

De repente me distraje con el sonido de un patrullero que pasaba lentamente por abajo. Los policías iban hablando del asesino por mí elegido, de que pronto iba a atacar de nuevo, sus estrellas están en la posición correcta, la luna a la altura indicada. Casi con seguridad sería en las calles laterales de South Beach, igual que antes. Pero, ¿quién era? ¿Qué

se podía hacer para impedírselo?

Las siete de la tarde. Los numeritos verdes del reloj digital así me lo indicaron, aunque yo ya lo sabía, desde luego.

Cerré los ojos, incliné un poco la cabeza hacia un costado, preparándome quizá para sentir todos los efectos de esta facultad mía que tanto despreciaba. Primero me llegaron de nuevo los sonidos amplificados, como si dispusiera de un moderno dispositivo tecnológico. Los débiles ronroneos del mundo se convirtieron en un coro del infierno, lleno de lamen tos y risas chillonas, lleno de mentiras, de angustia, de súplicas fortuitas. Me tapé las orejas como si con eso pudiera pararlo, hasta que por fin lo logré.

Poco a poco fui distinguiendo las imágenes borrosas y superpuestas de sus pensamientos, que se elevaban como millares de pájaros aleteando y perdiéndose en el firmamento. ¡Quiero a mi asesino! ¡Quiero verlo a él! Ahí estaba, en un cuartito mugriento, muy distinto del mío pero a escasos doscientos metros de él, levantándose de la cama. Noté arrugada su ropa ordinaria, y su cara tosca bañada en transpiración. Una mano nerviosa buscó los cigarrillos en el bolsillo de la camisa y luego los dejó, ya olvidados. Se trataba de un hombre robusto, de facciones informes y cierto semblante de preocupación, o de algún oscuro pesar.

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