El ladrón de cuerpos (5 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Largo rato permanecí allí, contemplando el lejano paisaje nocturno de nubes puras; luego, de nuevo las luces de los hoteles flamantes, los destellos de faros de autos.

Parado en la acera remota, un mortal solitario miraba en dirección a mí; pero quizá no advirtió mi presencia, figura minúscula al borde del inmenso mar. A lo mejor sólo miraba hacia el mar tal como lo había hecho yo, como si la costa fuera milagrosa, como si el agua pudiera purificar nuestras almas.

Hubo una época en que el mundo era sólo mar. ¡Cien millones de años, llovió! Pero ahora el cosmos está infestado de monstruos.

Seguía estando allí el mortal solitario que miraba. Y poco a poco fui tomando conciencia de que, desde el otro extremo de la playa vacía y su tenue oscuridad, sus ojos se clavaban con fijeza en los míos. Sí, me miraba.

No lo pensé conscientemente; o sea que lo miraba sólo porque no me tomaba el trabajo de darme vuelta hacia otro lado. Pero luego experimenté una sensación extraña, desconocida hasta ese momento.

Cuando comenzó, sentí un leve vahído, seguido de un hormigueo que me cruzaba el tronco y, luego, las extremidades. Tuve la impresión de que las piernas se me volvían más estrechas, más angostas, que lentamente iban presionando su sustancia interior. De hecho, fue muy vivida la sensación de que las piernas me apretaban y podían terminar saliéndoseme. Y eso me maravilló; le encontré algo en cierto modo fascinante, máxime para un ser tan frío e indiferente a toda sensación como soy yo. Me resultó irresistible, tal como me es irresistible beber sangre, si bien no era algo tan visceral.

Además, no bien lo analicé noté que ya se me había ido.

Me estremecí. ¿Habría sido todo producto de mi imaginación? Seguía contemplando al distante mortal, un pobre tipo que me devolvía la mirada sin sospechar siquiera quién ni qué era yo.

Había una sonrisa en su cara joven, insegura y llena de insensata perplejidad. Y poco a poco fui dándome cuenta de que ya había visto antes ese rostro. Pero me sorprendió advertir que él me reconocía, como también su extraña actitud de expectativa. De pronto levantó la mano derecha y me hizo señas.

Desconcertante.

Pero yo conocía a ese mortal. No, más preciso sería decir que más de una vez lo había vislumbrado. Luego, con total nitidez, me vinieron los únicos recuerdos ciertos.

En Venecia, revoloteando por el borde de la plaza San Marcos, y meses después en Hong Kong, cerca del mercado nocturno. Y en ambas oportunidades yo había reparado expresamente en él porque antes él había reparado en mí. Sí, ahí estaba el mismo cuerpo alto, fornido, el pelo castaño igual de grueso y ondulado.

No era posible. ¿O tendría que decir probable? ¡Porque allí estaba!

Una vez más hizo ademán de saludarme y luego, muy de prisa, torpemente, vino corriendo hacia mí. Se me acercaba cada vez más con su andar desgarbado, mientras yo lo miraba con obstinado asombro.

Le leí la mente. Nada. Trabada por completo. Sólo su rostro sonriente se volvía cada vez más claro, puesto que iba entrando en el resplandor luminoso del mar. El aroma de su pelo y el de su sangre me inundaron. Sí, estaba aterrorizado, y al mismo tiempo con una enorme excitación. Muy tentador me resultó de pronto... otra víctima que casi se arrojaba ella sola en mis brazos.

Brillaban sus grandes ojos pardos. Y qué dientes brillantes, también. Se detuvo un metro antes de llegar, con el corazón que le latía desordenadamente, y me tendió un sobre grueso y arrugado con su mano temblorosa.

Yo seguí mirándolo sin transmitir nada, ni orgullo herido ni respeto por la increíble hazaña de que me hubiera encontrado ahí, de que tuviera el coraje. Confieso que, a esa altura, ya tenía hambre de nuevo como para alzarlo en el acto y volver a alimentarme sin pensarlo dos veces. Ya no razonaba más. Sólo veía sangre.

Como si se hubiera percatado, como si lo hubiera percibido con toda claridad, se puso tieso, me lanzó una mirada de indignación, arrojó el sobre a mis pies y huyó a los brincos por la arena suelta. Daba la impresión de que las piernas podían caérsele, y de hecho casi se desploma en el momento en que giró sobre sus talones y echó a correr.

La sed se me aplacó un tanto. Tal vez yo no razonaba, pero titubeé, y para eso hace falta pensar. ¿Quién era ese hijo de puta audaz?

Procuré leerle de nuevo la mente, sin éxito. Muy raro, en verdad. Pero hay mortales que se ocultan naturalmente, aunque no tengan la menor sospecha de que pueda haber otro espiándoles los pensamientos.

Siguió corriendo con desesperación, de manera poco agraciada, y desapareció en la penumbra de una calle lateral, siempre alejándose de mí.

Pasaron unos instantes.

Ya no podía captar más su aroma; salvo el del sobre, que había quedado donde él lo tiró.

¿Qué podía significar ese episodio? El sabía con certeza quién era yo, sin lugar a dudas. Lo de Venecia y lo de Hong Kong no había sido coincidencia y me lo demostraba al menos con su repentino temor. Pero tuve que sonreír al pensar en su valentía. Qué increíble, ponerse a seguir a alguien como yo.

¿Se trataba de algún fanático enajenado, que venía a golpear las puertas del templo en la esperanza de que yo le diera la Sangre Misteriosa sólo por compasión o como premio por su temeridad? Todo eso me produjo una repentina sensación de enojo, pero luego ya no me importó.

Al recoger el sobre noté que venía en blanco y sin cerrar. Adentro encontré, aunque parezca mentira, un cuento corto, tal vez recortado de un libro en edición rústica.

Eran varias hojas abrochadas en el ángulo superior izquierdo, y no traían ni una notita personal. El autor del cuento era un ser encantador de nombre Howard P. Lovecraft a quien yo conocía muy bien, escritor de textos sobrenaturales y macabros. Más aún, conocía también el cuento y nunca podría olvidar su título: "The Thing on the Doorstep". Me dieron

ganas de reír.

"The Thing on the Doorstep". Sonreí. Sí, recordaba aquella trama ingeniosa, divertida.

Pero, ¿por qué ese extraño mortal me daba semejante cuento? Ridículo.

Entonces volví a enojarme, o al menos a enojarme todo lo que me lo permitió la tristeza.

Guardé con gesto distraído el sobre en el bolsillo y me quedé pensando.

Sí, el tipo decididamente se había ido. Ya ni siquiera podía recoger una imagen suya tomándola de otra persona.

Ah, qué pena que no hubiera venido a tentarme alguna otra noche en que no tuviera el alma fatigada, en que pudiera haberle demostrado algo de interés, tanto como para poder averiguar qué había detrás de todo eso.

Pero ya tenía la impresión de que habían transcurrido eones desde que él llegó y se fue. La noche estaba vacía, salvo por el rugido de la gran ciudad y el estrépito apagado del mar. Hasta las nubes habían raleado y desaparecido. El cielo parecía infinito e inquietante mente sereno.

Levanté mis ojos hacia las duras estrellas brillantes y dejé que el ruido sordo del oleaje me envolviera. Dirigí una última mirada de desconsuelo en dirección a las luces de Miami, la ciudad que tanto amaba.

Luego me elevé, con la misma sencillez con que ascienden los pensamientos, tan de prisa que ningún mortal pudo haber visto esa figura que subía cada vez más alto, que atravesaba el viento ensordecedor, hasta que la gran extensión de la ciudad fue sólo una galaxia distante que lentamente desapareció de la vista.

Qué frío era ese viento alto que no conoce de estaciones... En mi interior, la sangre ya estaba deglutida como si nunca hubiera existido su dulce tibieza, y pronto manos y cara quedaron enfundados en un frío sólido. Y esa funda se internó bajo mi atuendo frágil hasta cubrir toda mi piel.

Pero no me hacía doler. O digamos que no me causaba demasiado dolor.

Mejor dicho, que anuló toda sensación de comodidad. Era algo lúgubre, deprimente, la ausencia de todo lo que hace valiosa la existencia: las llamaradas de tibieza de fuegos y caricias, de besos y peleas, de amor y ansias de sangre.

Oh, los dioses aztecas tienen que haber sido voraces vampiros, para poder convencer a los pobres diablos humanos de que el universo habría de terminar si no corría sangre. Me imagino a mí mismo dirigiéndolo todo desde uno de esos altares, haciendo chasquear los dedos para que me trajeran otro, y otro más, apretando esos corazones chorreantes de sangre fresca y llevándomelos a los labios como racimos de uvas.

Giré, di vueltas con el viento, descendí uno que otro metro, luego volví a ascender. Jugaba a estirar los brazos, después los dejaba caer a los costados. Me puse boca arriba como un nadador seguro y volví a contemplar las estrellas ciegas e indiferentes.

Utilizando sólo el pensamiento me impulsé hacia el este. La noche aún se extendía sobre la ciudad de Londres, si bien los relojes marcaban ya el inicio del amanecer. Londres.

Había tiempo para despedirme de David Talbot, mi amigo mortal. Varios meses habían pasado desde nuestro último encuentro en Amsterdam y yo me había marchado con actitud algo grosera, avergonzado por eso y por causarle tantas molestias. Desde entonces, lo espié, pero no lo estorbé. Y sabía que ahora debía ir a verlo cualquiera fuese mi estado de ánimo. Sin lugar a dudas él querría que yo fuera. Era lo que correspondía, lo más adecuado.

Pensé un momento en mi amado Louis. Seguramente se encontraba en su ruinosa casita con jardín de Nueva Orleáns, leyendo a la luz de la luna como hacía siempre, o rindiéndose a una titilante vela si la noche era oscura y nublada. Pero ya era demasiado tarde para despedirme de él... Si algún ser de los nuestros lo podía entender, era Louis, me dije. Aunque quizá lo contrario estuviera más cerca de la verdad...

Hacia Londres me dirigí.

2

Situada en las afueras de Londres, en un inmenso parque de vetustos robles, se encuentra la Casa Matriz de la Talamasca, con sus techos en pendiente y sus jardines cubiertos por una gruesa capa de nieve limpia.

Se trata de un hermoso edificio de cuatro plantas, con ventana les divididos y chimeneas que eternamente despiden hilos de humo hacia la noche.

Es un sitio de bibliotecas y salas con paredes recubiertas por boiserie, dormitorios de techos artesonados y comedores silenciosos como los de una orden religiosa; sus integrantes son devotos como sacerdotes y monjas y puedan leerle a uno la mente, ver su aura, predecirle el futuro en la palma de la mano y conjeturar quién fue uno en vidas pasadas.

¿Brujos? Bueno, algunos quizá lo sean, pero en general son simples eruditos que dedicaron su vida a estudiar lo oculto en todas sus manifestaciones. Algunos saben más que otros. Algunos creen más que otros. Por ejemplo, hay miembros de esta Casa Matriz —y de otras, ubicadas en Amsterdam, en Roma o en las profundidades de los pantanos de Luisiana— que investigaron a vampiros y lobizones, que padecieron las facultades telequinésicas potencialmente mortíferas de ciertos mortales que saben originar incendios o causar la muerte, que hablaron con fantasmas y recibieron respuestas de ellos, que lucharon contra entes invisibles y ganaron... o perdieron.

La orden perdura desde hace más de mil años. En realidad es más antigua, pero sus orígenes están velados por el misterio. O, para ser más concretos, David no me los quiere contar.

¿De dónde saca el dinero la Talamasca? Hay en sus bóvedas una asombrosa cantidad de oro y joyas. Sus inversiones en los grandes bancos europeos son legendarias. Posee propiedades en todas las ciudades donde está radicada, que alcanzarían para mantenerse aun que no dispusiera de ningún otro bien. Y, por último, están los diversos tesoros de archivo —cuadros, estatuas, tapices, muebles y ornamentos antiguos—, todos ellos adquiridos en relación con distintos casos misteriosos y a los cuales no asigna valor monetario alguno, ya que su valor histórico excede con creces cualquier tasación que se pudiera realizar.

La biblioteca sola vale un Perú en cualquier moneda terrenal. Hay allí manuscritos en todos los idiomas, algunos provenientes de la famosa biblioteca de Alejandría incendiada siglos atrás, y otros de las bibliotecas de los mártires cataros, cuya cultura se extinguió. Hay textos del antiguo Egipto, y con tal de poder echarles un vistazo, hay arqueólogos que estarían dispuestos a cometer un asesinato. Hay textos escritos por seres sobrenaturales de varias especies conocidas, incluso vampiros. Hay en esos archivos cartas y documentos redactados por mí.

Ninguno de esos tesoros me interesa ni me interesó jamás. Oh, en mis épocas más festivas he jugado con la idea de entrar por la fuerza en esas criptas y recuperar varias reliquias, antes pertenecientes a inmortales que amé. Sé que esos eruditos conservan en sus colecciones objetos que yo mismo abandoné: todo lo que había en ciertas habitaciones de París casi a fines del último siglo, los libros y el mobiliario de mi vieja casa de la arbolada calle de Barrio Jardín, debajo de la cual dormí durante décadas sin prestar atención a quienes caminaban arriba, por los pisos podridos.

Sólo Dios sabe qué más han rescatado de las fauces del tiempo, que todo lo consume.

Pero ya no me interesaban esas cosas. Por mí, que se quedaran con todo lo que habían salvado.

Lo que me interesaba era David, el Superior General, que se hizo amigo mío desde la noche en que, sin la menor cortesía, entré impulsivamente por la ventana de sus aposentos, en un cuarto piso.

Qué valiente y sereno estuvo. Y cómo me gustaba mirar a ese hombre alto, su rostro surcado por arrugas, su pelo de un gris acerado. Me pregunté si un hombre joven podría alguna vez poseer tal belleza. Pero el hecho de que me conociera... que supiese lo que yo era, ése fue el mayor encanto que le encontré.

Qué pasaría si te convirtiera en uno de los nuestros. Sabes que podría hacerlo...

Nunca vaciló en su convicción. "Jamás; ni en mi lecho de muerte aceptaré", dijo. Pero le fascinaba mi mera presencia, cosa que no podía ocultar, si bien logró ocultarme sus pensamientos desde esa primera vez.

Tanto es así, que su mente se convirtió en una especie de caja fuerte cuya llave se ha perdido. Por eso me quedé sólo con su expresión facial, radiante y afectuosa, y con su voz suave, culta, capaz de convencer al diablo de que se portara bien.

Era ya el amanecer y, cuando iba llegando a la Casa Matriz en medio de la nieve del invierno inglés, me dirigí a las conocidas ventanas de David; pero encontré las habitaciones vacías.

Rememoré nuestro último encuentro. ¿Se habría ido de nuevo a Amsterdam?

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