Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
¿Cuál era mi camino?
Regresé al hotel. Seguían allí sus pertenencias, pero no él. Lo busqué de nuevo, tratando de contener un miedo espantoso de que hubiera querido destruirse. Después pensé que David era demasiado fuerte, que aunque se hubiera expuesto a la furia del sol —cosa que dudaba—, no podía haber sido destruido por completo.
Pero me atormentaba todo tipo de temores: que estuviera muy quemado e imposibilitado de moverse, que los mortales lo hubieran descubierto, que mis compañeros lo hubieran secuestrado. O bien, que reapareciera y volviera a maldecirme. También temía eso.
Por último regresé a Bridgetown, pero era incapaz de marcharme de la isla sin saber qué suerte había corrido.
Continuaba aún allí una hora antes del amanecer.
Esa noche no lo encontré. Tampoco la siguiente.
Al final, dolido en la mente y el corazón, convencido de que todo ese sufrimiento me lo merecía, resolví regresar.
La tibieza de la primavera había llegado por fin a Nueva Orleáns y pululaban en ella los turistas, bajo el cielo color púrpura de la noche.
Primero me dirigí a mi casa, a buscar a Mojo en lo de la mujer, que no se alegró en absoluto de entregármelo aunque se notaba que él me había extrañado mucho.
Ambos partimos luego hacia la calle Royale.
Antes de terminar de subir la escalera del fondo, supe que el departamento no estaba vacío. Me detuve un instante para contemplar desde arriba el patio restaurado, con sus grandes baldosas pulidas, la romántica fuentecilla a la que no le faltaban ni querubines y caparazones marinos en forma de cornucopia despidiendo chorros de agua pura en una vasija.
Contra el viejo tapial de ladrillo habían plantado un cantero de flores; en un rincón ya prosperaba un grupo de bananeros, y sus gráciles hojas hacían gestos de asentimiento mecidas por la brisa. Ver eso alegró sobremanera mi corazoncito egoísta. Entré. Terminada por fin, la sala de atrás lucía los bellos sillones de anticuario que yo había elegido, así como la gruesa alfombra persa de un tono rojo pálido.
Recorrí el pasillo con la mirada, revisé el empapelado a rayas blancas y doradas, el alfombrado oscuro, y vi a Louis parado en la puerta del salón de adelante.
—No me preguntes dónde estuve ni qué hice —me anticipé. Enfilé hacia él, lo hice a un lado y entré en la habitación. Oh, aquello superaba todas mis expectativas. Había entre las ventanas una réplica exacta de su antiguo escritorio, estaba también el sofá tapizado en tela de damasco y la mesa ovalada con incrustaciones de caoba.
—Sé dónde has estado —dijo—, y lo que hiciste.
— ¿Ah, sí? ¿Y ahora qué viene? ¿Un ridículo sermón? Dímelo ya, así puedo irme a dormir.
Me volví para mirarlo y ver qué efecto le producía ese desplante —si es que le producía alguno—, y vi a David a su lado, vestido de terciopelo color negro, con los brazos plegados en el pecho, apoya do contra el marco de la puerta.
Ambos me miraban con cara inexpresiva; David era el más alto y oscuro de los dos, pero qué parecidos los vi. Demoré un poco en tomar conciencia de que Louis se había vestido para la ocasión y que, por una vez en la vida su ropa, no parecía recién sacada de un baúl del altillo.
Fue David quien habló primero.
—Mañana empieza el carnaval de Río —dijo, con voz aún más seductora de lo que era en su vida mortal—. Pensé que podíamos ir.
Lo miré fijo, y por fuerza sospeché. Me pareció notar una luz sórdida en su expresión, cierto brillo duro en sus ojos. Pero la boca era tan tierna, sin huellas de malevolencia, o de maldad. No emanaba de él amenaza alguna.
Luego Louis despertó de su ensueño y en silencio se alejó por el pasillo rumbo a su antiguo cuarto. ¡Qué conocido me resultó el tenue crujir de la madera a su paso!
Me sentía sumamente confundido y algo sofocado.
Tomé asiento en el diván y le hice señas a Mojo de que se acercara; vino y se sentó frente a mí, apoyando todo su peso contra mis piernas.
— ¿Lo dices en serio? —pregunté—. ¿Quieres que vayamos juntos?
—Sí. Y después de ahí, a las selvas tropicales. ¿Te gustaría?
Internarnos en los bosques. —Bajó los brazos, agachó la cabeza y comenzó a pasearse a grandes trancos. —Me dijiste algo, no me acuerdo muy bien cuándo... a lo mejor fue una imagen que obtuve de ti antes de que sucediera todo... algo sobre un templo que los mortales no conocían, perdido en medio de la jungla. Oh, piensa en todo lo que se puede descubrir allí.
Qué genuino el sentimiento, qué sonora su voz.
— ¿Por qué me perdonaste, David?
Dejó de pasearse y me miró, pero yo estaba tan absorto observando cómo la sangre le había cambiado el pelo y la piel, que por un instante no pude pensar. Levanté una mano para pedirle que no hablara. ¿Por qué no me habituaba nunca a esa magia? Solté la mano y le permití, no, lo invité a proseguir.
—Tú sabías que te iba a perdonar —repuso, adoptando su antiguo tono mesurado—. Cuando lo hiciste, ya sabías que de todos modos yo te iba a seguir queriendo, que te necesito. Que te iba a buscar y me iba a aferrar a ti, más que a nadie en este mundo.
—No, no. Juro que no lo sabía —murmuré.
—Me alejé a propósito, para castigarte. Pusiste a prueba mi paciencia.
Eres el ser más maldito, como te han definido otros más inteligentes que yo. Pero sabías que yo iba a volver, que iba a estar aquí.
—Jamás se me cruzó por la mente.
—No empieces a llorar de nuevo, Lestat.
—Me gusta llorar. Debo hacerlo. Si no, ¿por qué lloro tanto?
— ¡Bueno, basta!
—Oh, vamos a divertirnos, ¿verdad? Ahora te crees el jefe de este reducto, y que puedes empezar a mandonearme, ¿no?
— ¿Qué dijiste?
— ¡Ya ni siquiera pareces el mayor de los dos, y nunca lo fuiste! Te dejas engañar de la manera más tonta por mi aspecto bello e irresistible.
El jefe soy yo. Esta es mi casa. Yo decidiré si voy a Río.
Prorrumpió en risas, lentas al principio, luego más profundas y libres.
Si es que algo había en él de amenazante, eran sólo sus notables cambios de expresión, el brillo enigmático de sus ojos. Pero tampoco estaba seguro de que hubiera alguna amenaza, después de todo.
— ¿Eres tú el jefe? —preguntó, con desdén. La vieja autoridad.
—Sí. Y tú huiste para demostrarme que podías prescindir de mí, que no necesitabas ayuda para cazar, que eras capaz de encontrar dónde esconder te de día. No me precisabas, ¡y sin embargo, aquí estás!
— ¿Vienes, o no, a Río con nosotros?
— ¿Dijiste "nosotros"?
—Así es.
Se encaminó hasta el extremo que le quedaba más cerca del diván y se sentó. Tomé conciencia entonces de que ya estaba en pleno uso de sus nuevas facultades. Y, desde luego, imposible determinar con solo mirarlo lo fuerte que realmente era. El tono oscuro de su piel engañaba mucho. Cruzó las piernas en una postura cómoda, pero sin menoscabo de la dignidad que siempre había tenido.
Tal vez haya sido porque permaneció muy erguido contra el respaldo del sillón, o por la forma en que colocó una mano sobre su tobillo y la otra sobre el apoyabrazos.
Sólo el abundante pelo enrulado traicionó en algo su aspecto digno, pues le caía tanto sobre la frente que sacudió por fin la cabeza.
Pero lo cierto es que, de pronto, se desvaneció su compostura; en su rostro se pintaron todas las arrugas de una repentina perplejidad y, luego, de angustia lisa y llana.
Me costó soportarlo, pero me propuse mantener el silencio.
—Traté de odiarte —confesó, y sus ojos se abrieron más a medida que la voz se iba perdiendo—. No pude, sencillamente no pude. —Hubo un momento en que vi la amenaza, la inmensa furia preternatural que fluía de él, pero luego la cara mostró dolor y, por último, simple tristeza.
— ¿Por qué no?
—No juegues conmigo.
— ¡Jamás he jugado contigo! Todo lo que te digo lo digo en serio. No entiendo cómo no me odias.
—Si te odiara, estaría cometiendo el mismo error que tú —respondió, enarcando las cejas—. ¿No ves lo que has hecho? Me diste el don, pero me evitaste tener que capitular. Me diste, para ingresar, todas tus aptitudes y tu fortaleza, pero no exigiste mi derrota moral. Me ahorraste la decisión, y me diste lo que yo no podía sino desear.
Me quedé sin palabras. Todo era cierto, pero era la mentira más maldita que jamás había oído.
— ¡Entonces el homicidio y la violación nos llevarán a la gloria! No acepto tu versión. Estamos todos condenados, y ahora tú también: eso es lo que te he hecho.
Soportó la andanada como si fueran leves palmaditas que apenas si lo inmutaban; luego volvió a fijar sus ojos en mí.
—Demoraste doscientos años en saber que lo querías —dijo—. Yo lo supe apenas salí del embotamiento y te vi tendido en el piso. Me pareciste una vieja cáscara vacía. Me di cuenta de que habías ido demasiado lejos con el experimento y sentí terror por ti. Y te estaba viendo con esos ojos nuevos.
—Sí.
— ¿Sabes la idea que se me cruzó? Que habías encontrado una forma de morir. Me habías entregado hasta la última gota de tu sangre, y estabas muriendo ante mis ojos. Entonces comprendí que te amaba, y te perdoné. Y supe, con cada respiración, con cada forma o color nuevos que veía, que deseaba eso que me habías dado, ¡la nueva visión y la vida que ninguno de nosotros acierta a describir! Ah, no podía reconocerlo. Tenía que maldecirte, fingir indignación durante un rato.
Pero a la larga fue nada más que eso: algo que duró un rato, —Eres mucho más inteligente que yo —sostuve, en tono suave.
—Pero desde luego. ¿Qué suponías?
Suspiré.
—Ah, eso es el Truco Misterioso —murmuré—. Cuánta razón tuvieron los de antes en darle ese nombre. Me pregunto si estará operando el truco en mí, porque tengo ante mi vista un vampiro, un bebedor de sangre de gran poder, creado además por mí mismo, ¿y qué son ahora para él las viejas emociones?
Lo miré, y una vez más se me llenaron los ojos de lágrimas.
El fruncía el entrecejo y tenía los labios levemente separados; entonces pensé que realmente le había asestado un golpe terrible. Pero no me dijo nada. Parecía azorado; luego sacudió la cabeza como si no fuera capaz de responder.
Comprendí que lo que veía en él no era vulnerabilidad sino más bien compasión, una gran inquietud por mí.
Se levantó de improviso, se arrodilló frente a mí y apoyó las manos en mis hombros sin preocupar se por mi fiel Mojo, que lo miró con indiferencia. ¿Sabía David que ésa era la pose en que me había enfrentado a Claudia en mi sueño febril?
—Eres el mismo de siempre —dijo—. Igual que siempre.
— ¿Igual a qué?
—Cada vez que venías a verme, me conmovías, me inspirabas un profundo sentimiento de protección. Me hacías sentir amor. Y ahora es lo mismo, sólo que pareces más confundido, más necesita do de mí. Yo te voy a llevar hacia adelante: eso lo veo con claridad. Soy tu nexo con el futuro. A través de mí verás los años del porvenir.
—Tú también sigues siendo el mismo. Un inocente, un idiota total. —
Traté de sacar su mano de mi hombro pero no tuve éxito. —Te esperan grandes problemas. Ya vas a ver.
—Oh, qué emocionante. Ven, vamos ya a Río. No hay que perder se nada del carnaval. Aunque, por supuesto, podremos seguir yendo año tras año... Pero ven.
Me quedé muy quieto, observándolo un largo instante, hasta que finalmente volvió a preocupar se. Sentí la fortísima presión de sus dedos en mis hombros. Sí, me había salido bien, lo había hecho muy bien en todo sentido.
— ¿Qué pasa? —preguntó con timidez—. ¿Sientes pena por mí?
—Tal vez... un poquito. Tal como dijiste, no soy tan inteligente como tú, no sé tan bien lo que quiero. Pero ahora quiero grabarme este momento para recordarlo siempre... quiero recordar cómo eres ahora, aquí, conmigo, antes de que las cosas empiecen a andar mal.
Se puso de pie y me forzó a levantarme de repente, sin el menor esfuerzo. Mi cara de asombro le produjo una sonrisa victoriosa.
—Esta puja va a ser todo un espectáculo —vaticiné.
—Puedes pelear conmigo en Río, mientras bailamos por las calles.
Me hizo señas de que lo siguiera. Yo no sabía qué íbamos a hacer a continuación ni cómo realizaríamos el viaje, pero me sentía muy entusiasmado y no me interesaban en absoluto los detalles triviales.
Por supuesto, habría que convencer a Louis para que nos acompañara, pero lo atacaríamos entre los dos y de alguna manera lo tentaríamos para que aceptara, por renuente que se mostrara.
Ya estaba por salir tras él de la sala, cuando de pronto vi algo sobre el viejo escritorio de Louis.
Era el relicario. La cadena, enrollada, captaba la luz con sus minúsculo eslabones de oro y el relicario mismo estaba abierto y apoyado contra el tintero. La carita de Claudia parecía estar mirándome directamente a mí.
Lo tomé, miré atentamente el retrato y constaté algo que me produjo tristeza.
Claudia ya no estaba en los recuerdos reales: se había transformado en aquellos delirios febriles. Era ella la imagen que vi en el hospital de la selva, una figura recortada contra el sol en Georgetown, un fantasma que deambulaba entre las sombras de Notre Dame. ¡En vida, nunca había sido mi conciencia! No. Nunca Claudia, mi despiadada Claudia.
¡Qué sueño! Puro sueño.
Una sonrisita secreta apareció en mis labios cuando la miré, amargado, a punto de soltar las lágrimas una vez más. Porque nada había cambiado cuando comprendí que yo le había dado a ella las palabras de acusación. La cosa misma era verdad. Tuve la oportunidad de salvarme... y dije que no.
Mientras sostenía el relicario en la mano quise decirle algo a Claudia, al ser que ella había sido, a mi propia debilidad, al ser perverso y ambicioso que hay en mí y que una vez más había triunfado. Porque había triunfado.
Sí, ¡me dieron tantas ganas de decir algo! Y ojalá ese algo estuviera lleno de poesía, de significación profunda, y liberara mi codicioso corazón de toda su maldad. Porque me marchaba a Río, ¿no?, y con David, y con Louis, y comenzaba una nueva era...
Sí, decir algo —por el amor del cielo y el amor de Claudia—, y mostrar lo que realmente es. Dios mío, abrirlo y mostrar el horror que hay en el centro.
Pero no pude.
¿Qué más se puede decir, realmente?
El cuento ha terminado
Lestat de Lioncourt Nueva Orleans 1991