El ladrón de cuerpos (3 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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No se le ocurrió vestirse de etiqueta para el festín que esperaba con ansias. Y ahora su mente despierta casi había sucumbido bajo la carga de sus sueños horribles y palpitantes. Todo él se estremeció; el pelo negro, grasiento, le cayó sobre la frente, sobre los ojos semejantes a trozos de vidrio negro.

Sin moverme de mi posición en las calladas sombras de mi cuarto, le seguí las huellas. Vi que bajaba una escalera trasera y salía a la luz intensa de la avenida Collins, pasaba frente a polvorientos escaparates y letreros comerciales medio caídos, avanzando siempre hacia el inevitable —y aún no elegido— objeto de su deseo.

¿Y quién podía ser la afortunada dama que anduviera paseando, encaminándose insensata e inexorablemente hacia ese horror en medio de las multitudes monótonas y escasas del anochecer en ese mismo sector deprimente de la ciudad? ¿Llevará en una bolsa un litro de leche y una planta de lechuga? ¿Apurará el paso al ver al homicida a la vuelta de la esquina? ¿Sufrirá añorando la vieja costanera don de quizá viviera tan feliz antes de que los arquitectos y decoradores la obligaran a marcharse a hoteles más lejanos, con grietas y la pintura descascarada? ¿Y qué va a pensar ese asqueroso ángel de la muerte cuando por fin la divise? ¿Será ella quien le traiga a la memoria a la mítica arpía de su niñez, aquella que lo aporreaba hasta dejarlo desmayado y que luego ascendió al panteón de pesadilla de su inconsciente? ¿O acaso es mucho pedir?

Quiero decir que hay asesinos de esa laya que no establecen la menor relación entre símbolo y realidad y no recuerdan nada duran te más que unos días. Lo único seguro es que sus víctimas no lo merecen, y que ellos —los asesinos— merecen toparse conmigo.

Ah, pienso arrancarle el corazón sin darle tiempo a que la "liquide", y luego él me dará todo lo que tiene, y lo que es.

Con andar despacioso bajé por la escalera y crucé el elegante hall artdéco, esplendoroso como foto de revista. Qué agradable era actuar como un mortal, salir al aire fresco. Enfilé por la acera hacia el norte confundiéndome entre los paseantes de la noche; mis ojos recorrían con aire natural los hoteles recién restaurados y sus barcitos.

Al llegar a la esquina, el gentío ya era más numeroso. Frente a un restaurante al aire libre, gigantescas cámaras de televisión enfocaban sus lentes sobre un trozo de acera iluminado por enormes reflectores de hiriente luz blanca. Unos camiones cerraban el tránsito; los autos se detenían. Se había congregado una multitud de jóvenes y viejos apenas fascinados, ya que los equipos de filmación de películas eran un espectáculo habitual en la zona de South Beach.

Esquivé las luces por miedo al efecto que pudieran producir sobre mi rostro tan sensible. Qué no daría por ser uno de esos seres bronceados que huelen a costosas lociones playeras y andan medio desnudos con sus despreciables harapos de algodón... Volví a dar vuelta la esquina y una vez más busqué a mi presa. Lo vi marchar con la mente tan llena de alucinaciones que apenas si podía controlar su andar desgarbado.

No quedaba más tiempo.

Con un pequeño ímpetu de velocidad, me subí a los techos bajos. La brisa era más fuerte, más dulzona. Suave el estruendo de las voces animadas,' las aburridas canciones de las radios, el sonido del viento mismo. En medio del silencio percibí su imagen en los ojos indiferentes de quienes pasaban a su lado; vi las fantasías que, una vez más, se hacía de manos marchitas y marchitos pies, de mejillas consumidas y pechos consumidos. Se estaba rompiendo en él la tenue membrana que separa la fantasía de la realidad.

Aterricé en la acera de la avenida Collins tan de prisa, que di la impresión de aparecer allí y nada más. Pero nadie miraba. Fui el árbol proverbial que cae en el bosque deshabitado.

A los pocos minutos iba caminando cómodamente a pocos pasos de él, tal vez con mi aspecto de joven amenazador, atravesando los grupitos de tipos feroces que cerraban el camino; y, persiguiendo a mi víctima, traspuse las puertas de vidrio de una gigantesca farmacia de gélida refrigeración. Ah, qué placer para el ojo esa caverna de techos bajos, llena de todas las clases imaginables de alimentos conservados, artículos de limpieza y atavíos para el pelo, el noventa por ciento de los cuales no existía en manera alguna en el siglo en que nací.

Me refiero a toallitas higiénicas, gotas para los ojos, horquillas plásticas para el pelo, marcadores de fibra, cremas y ungüentos para aplicar hasta en la última zona del cuerpo, líquido lavaplatos en todos los colores del arco iris y tinturas de tonos nunca antes inventados y difíciles de describir. Me imagino a Luis XVI abriendo una bolsita de ruidoso plástico y encontrándose con una de tales maravillas. ¿Qué habría pensado de los vasitos térmicos de material sintético, de las galletitas de chocolate envueltas en papel celofán, de las lapiceras que nunca se quedan sin tinta?

Bueno, ni yo mismo me he habituado del todo a esos objetos, aunque durante dos siglos he visto con mis propios ojos el proceso de la Revolución Industrial. Puedo pasarme horas fascinado dentro de esos negocios.

Pero en esta oportunidad tenía una presa en la mira, ¿no? Más tarde podía dedicarme a Time y Vogue, a las computadoras de bolsillo para traducir, a los relojes que siguen marcando la hora aunque uno esté nadando en el mar.

¿Para qué había entrado él en ese lugar? Las familias cubanas jóvenes no le agradaban. No obstante, se puso a caminar por los angostos y atestados pasillos sin prestar atención a los cientos de rostros oscuros y acentos españoles que lo rodeaban. Salvo yo, nadie reparaba en él ni en sus ojos de bordes rojos que recorrían los colmados estantes.

Dios mío, era un ser inmundo, toda decencia perdida ya en su locura, la tosca cara y el cuello con marcas de suciedad. ¿Me dará gusto? Diablos, ese tipo no es más que una bolsa de sangre. ¿Para qué arriesgarme sin necesidad? Ya no podía matar a niños ni regodearme con prostitutas de la costanera queriendo auto convencerme de que todo está bien porque, total, ellas han envenenado a más de un marinero. La conciencia me está matando. Y para alguien que es inmortal, eso puede ser una muerte larga e ignominiosa. Sí, miren a ese tipo sucio, a ese apestoso asesino. Los reclusos de una cárcel consiguen mejor comida que eso.

En ese momento, mientras escrutaba su mente como quien corta y abre un melón, comprendí algo: ¡ese tipo no sabe lo que es! ¡Nunca leyó los titulares de los diarios referidos a él! A tal punto, que no recuerda con discernimiento ciertos episodios de su vida; por lo tanto, no podría a conciencia confesar ciertos crímenes que cometió ¡porque no los recuerda! ¡Tampoco sabe que esta noche va a matar! ¡No sabe lo que yo sé!

Ah, tristeza y dolor. Me había tocado la peor carta, sin duda. ¡Dios santo! ¿En qué habré estado pensando para clavarme justo con ése, siendo que el mundo iluminado por las estrellas está lleno de bestias más astutas y perversas? Me dieron ganas de llorar.

Pero entonces llegó el momento de la provocación. El divisó a la anciana, se fijó en sus arrugados brazos desnudos, en la pequeña giba de su espalda, en sus muslos delgados y temblorosos bajo los pantaloncitos de color pastel. La chillona luz fluorescente permitió ver que la mujer avanzaba con andar pausado, disfrutando del ajetreo de quienes estaban allí, su rostro semioculto bajo una visera de plástico verde, el pelo recogido con horquillas en la nuca.

En su pequeña canasta llevaba una botella de jugo de naranja y un par de chinelas tan blandas que venían dobladas formando un rollito. Con expresión de genuino placer, tomó del estante una novela en edición rústica que ya había leído antes, pero le pasó la mano con ternura, soñando con volver a leerla, algo así como visitar a antiguas amistades.

"A Tree Grows in Brooklyn". Sí, a mí también me había encantado.

Hechizado, el sujeto se ubicó tras la mujer, pero tan cerca que ella seguramente debió sentir su aliento en la nuca. Con expresión insulsa, tonta, la observó mientras se acercaba a la caja y extraía unos sucios billetes de dólar del escote flojo de su blusa.

Y ahí salieron los dos; él, con el andar laborioso del perro que sigue a una perra en celo; ella, avanzando sin prisa con su bolso gris, esquivando con torpeza las bandas de jóvenes ruidosos y atrevidos que merodeaban por allí. ¿Va hablando sola? Eso parece. No le leí la mente a la viejita, y ella apura cada vez más el paso. Se la leí a la bestia que la persigue, que es del todo incapaz de apreciarla. qué arriesgarme sin necesidad? Ya no podía matar a niños ni regodearme con prostitutas de la costanera queriendo autoconvencerme de que todo está bien porque, total, ellas han envenenado a más de un marinero. La conciencia me está matando. Y para alguien que es inmortal, eso puede ser una muerte larga e ignominiosa. Sí, miren a ese tipo sucio, a ese apestoso asesino. Los reclusos de una cárcel consiguen mejor comida que

eso. En ese momento, mientras escrutaba su mente como quien corta y abre un melón, comprendí algo: ¡ese tipo no sabe lo que es! ¡Nunca leyó los titulares de los diarios referidos a él! A tal punto, que no recuerda con discernimiento ciertos episodios de su vida; por lo tanto, no podría a conciencia confesar ciertos crímenes que cometió ¡porque no los recuerda! ¡Tampoco sabe que esta noche va a matar! ¡No sabe lo que yo sé!

Ah, tristeza y dolor. Me había tocado la peor carta, sin duda. ¡Dios santo!

¿En qué habré estado pensando para clavarme justo con ése, siendo que el mundo iluminado por las estrellas está lleno de bestias más astutas y perversas? Me dieron ganas de llorar.

Pero entonces llegó el momento de la provocación. El divisó a la anciana, se fijó en sus arrugados brazos desnudos, en la pequeña giba de su espalda, en sus muslos delgados y temblorosos bajo los pantaloncitos de color pastel. La chillona luz fluorescente permitió ver que la mujer avanzaba con andar pausado, disfrutando del ajetreo de quienes estaban allí, su rostro semioculto bajo una visera de plástico verde, el pelo recogido con horquillas en la nuca.

En su pequeña canasta llevaba una botella de jugo de naranja y un par de chinelas tan blandas que venían dobladas formando un rollito. Con expresión de genuino placer, tomó del estante una novela en edición rústica que ya había leído antes, pero le pasó la mano con ternura, soñando con volver a leerla, algo así como visitar a antiguas amistades.

"A Tree Grows in Brooklyn". Sí, a mí también me había encantado. Hechizado, el sujeto se ubicó tras la mujer, pero tan cerca que ella seguramente debió sentir su aliento en la nuca. Con expresión insulsa, tonta, la observó mientras se acercaba a la caja y extraía unos sucios billetes de dólar del escote flojo de su blusa.

Y ahí salieron los dos; él, con el andar laborioso del perro que sigue a una perra en celo; ella, avanzando sin prisa con su bolso gris, esquivando con torpeza las bandas de jóvenes ruidosos y atrevidos que merodeaban por allí. ¿Va hablando sola? Eso parece. No le leí la mente a la viejita, y ella apura cada vez más el paso. Se la leí a la bestia que la persigue, que es del todo incapaz de apreciarla.

Rostros blanquecinos, enfermizos, pasaban por su mente mientras la iba siguiendo. Anhelaba tirarse sobre esa carne anciana; ansiaba tapar con su mano esa boca vieja.

Cuando ella llegó a su edificio de departamentos, construido al parecer de deteriorada pizarra, como todo lo de ese decrépito sector de la ciudad, y flanqueado por unas palmeras maltrechas, el individuo se detuvo vacilante al tiempo que la miraba cruzar el angosto patio de baldosas y subir los polvorientos escalones de cemento verde. Reparó en el número

de su puerta en el instante en que ella le quitaba la llave, o mejor dicho siguió avanzando con andar pesado hasta el sitio mismo; luego volvió a apretarse contra la pared, soñando concretamente con matarla dentro de un dormitorio vacío y sin rasgos particulares, apenas un manchón de luz y color.

¡Oh, mírenlo apoyado contra esa pared como si lo hubieran acuchillado, con la cabeza colgándole a un costado! Imposible interesarse por él. ¡Por qué no lo mataré ya mismo!

Pero los minutos seguían pasando, y la noche perdió su incandescencia crepuscular. Las estrellas se volvieron más brillantes aún. La brisa iba y venía.

Esperemos.

A través de los ojos femeninos vi su sala como si realmente pudiera atravesar pisos y paredes con mi vista: limpia, aunque con muebles viejos de horrible enchapado, vencidos, que poco le importaban. Todo estaba lustrado con un líquido aromático de su preferencia. La luz de neón traspasaba las cortinas de dacron, triste e insípida como el patio de abajo.

Pero estaba el resplandor reconfortante de las lámparas pequeñas y bien ubicadas. Eso era lo que le importaba.

En un sillón hamaca de madera noble y horrible tapizado a cuadros escoceses, se sentó; serena, figura diminuta pero señorial, con la novela abierta ya en la mano. Qué placer encontrar se de nuevo con Francie Nolan. Sus rodillas flacas apenas si quedaban ocultas bajo el batón floreado que había sacado del placard, y se había puesto las chinelas azules que parecían medias en sus piececillos deformes. El pelo largo, canoso, lo había peinado en una sola trenza gruesa y elegante.

En la pantalla de su pequeño televisor en blanco y negro, artistas de cine ya muertos discutían sin emitir sonido. Joan Fontaine cree que Cary Grana está por matarla. Y a juzgar por el rostro de Grana, a mí me dio la mismísima impresión. ¿Cómo puede nadie confiar en Cary Grana —me pregunté—, un hombre que parece hecho de madera?

Ella no necesitaba oír las voces pues ya había visto la película unas trece veces, según calculaba. La novela que tenía en la falda la había leído tan sólo dos, por lo cual iba a ser un placer especial volver a tomar contacto con esos párrafos que aún no sabía de memoria.

Desde las sombras del jardín de abajo percibí el concepto que tenía ella  de sí misma, cómo se aceptaba sin dramas, sin apegarse al mal gusto que la rodeaba. Sus pocos tesoros cabían en cualquier mueble. El libro y la pantalla iluminada eran más importantes que cualquier otra cosa que poseyera, y bien sabía ella de la espiritualidad que los animaba. Hasta el color de su ropa funcional y sin estilo era algo por lo que no valía la pena preocupar se.

Mi asesino vagabundo estaba al borde de la parálisis, su mente poblada de momentos tan personales que desafiaban toda interpretación.

Di la vuelta al edificio y encontré la escalerita que subía hasta la cocina de la mujer. La cerradura cedió fácilmente cuando se lo ordené, y la puerta se abrió como si yo la hubiera tocado, cosa que no hice.

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