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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (16 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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Pero el hijo, asustado ante la crisis histérica de su madre, decía que no con la cabeza.

—¿Tú también quieres que muera en la cárcel? —le preguntó el comisario.

—Yo no —contestó con firmeza Ntonio—. Ahora que lo he visto tranquilo, me parece simpático.

El trabajo extra que le hacían al profesor Paolo Guido Mandrino, de setenta años, profesor de historia y geografía jubilado, consistía en que lo bañaran. Uno de los cuatro sábados por la mañana en que Karima acudía a su casa, el profesor dejaba que ésta lo sorprendiera desnudo bajo las sábanas. A la orden de Karima de que fuera a lavarse al cuarto de baño, el profesor simulaba mostrarse decididamente reacio.

Entonces Karima le arrancaba las sábanas de encima, lo obligaba a colocarse boca abajo y le propinaba una zurra en el trasero. Cuando finalmente entraba en la bañera, Karima lo enjabonaba cuidadosamente y lo lavaba. Nada más. Precio del trabajo extra: ciento cincuenta mil liras; precio de la limpieza: cincuenta mil.

—¿Montalbano? Mire, en contra de lo que le había dicho, hoy no podremos vernos. Tengo una reunión con el prefecto.

—Entonces, ya me dirá usted cuándo, señor jefe superior.

—Bueno, no es urgente. Por otra parte, las declaraciones del
dottore
Augello a la televisión...

—¿Mimì? —preguntó a gritos Montalbano. Le pareció que estaba cantando la «Boheme».

—Sí, ¿no lo sabía?

—Pues no. Estaba en Mazàra.

—Ha aparecido en el telediario de la una y lo ha negado todo tajantemente. Ha afirmado que Ragonese no lo había entendido bien. No se trataba de un ladrón de meriendas, sino de tiendas. Un sujeto peligroso, un toxicómano que, cuando lo sorprendían, amenazaba con la jeringa. Ha exigido disculpas para toda la comisaría. Tremendamente eficaz. Creo, por tanto, que el diputado Pennacchio se quedará quieto.

—Nosotros ya nos conocemos —dijo el contable Vittorio Pandolfo, entrando en el despacho.

—Ya —dijo Montalbano—. Dígame.

Fríamente distante, pero por puro teatro: si el contable deseaba hablarle de Karima, significaba que le había dicho una trola cuando había negado conocerla.

—Vengo porque he visto en la televisión...

—La fotografía de Karima, ésa de quien usted no sabía nada. ¿Por qué no me lo comentó?

—Comisario, son cosas delicadas y uno se avergüenza. Es que, a mi edad...

—¿Usted es el cliente del jueves por la mañana?

—Sí.

—¿Cuánto le paga por la limpieza de la casa?

—Cincuenta mil.

—¿Y por el trabajo extra?

—Ciento cincuenta mil.

Tarifa fija. Sólo que, con Pandolfo, el trabajo extra lo hacía dos veces al mes. En este caso, la que se bañaba era Karima. Después el contable la acostaba desnuda en la cama y la olfateaba largo rato. De vez en cuando, un lametón.

—Tengo una curiosidad, señor contable: ¿usted, Lapecora, Mandrino y Finocchiaro eran los compañeros habituales de juego?

—Sí.

—¿Y quién de ustedes habló primero de Karima?

—El pobre Lapecora.

—Dígame una cosa, ¿qué tal le iban las cosas a Lapecora?

—Muy bien. En Bonos del Tesoro tenía casi mil millones de liras y tanto la casa como el despacho eran de su propiedad.

Los tres clientes de las tardes de los días pares vivían en Villaseta. Todos ellos, hombres de cierta edad, viudos o solteros. La tarifa, la misma que la de Vigàta. El extra de Zacaria Martino, propietario de una frutería y verdulería, consistía en que le besaran las plantas de los pies; con Luigi Pignataro, director de instituto retirado, Karima jugaba a la gallinita ciega. El director de instituto la desnudaba y le vendaba los ojos y después se escondía. Karima tenía que buscarlo y encontrarlo; después se sentaba en una silla, hacía sentar al director de instituto sobre sus rodillas y le daba de mamar. A la pregunta de Montalbano de en qué consistía el trabajo extra, Calogero Pipitone, perito agrónomo, lo miró sorprendido:

—¿Y en qué quiere usted que consistiera, comisario?

Ella debajo y yo encima.

Montalbano experimentó el impulso de darle un abrazo.

Dado que los lunes, miércoles y viernes Karima estaba ocupada a tiempo completo con Lapecora, los clientes se habían terminado. Karima descansaba el domingo y no el viernes, lo cual significaba que se había adaptado a las costumbres locales. Quiso saber cuánto ganaba al mes, pero, puesto que los cálculos se le resistían, abrió la puerta del despacho y preguntó, levantando la voz:

—¿Alguien tiene una calculadora?

—Yo,
dottori
.

Catarella entró y se sacó orgullosamente del bolsillo una calculadora de tamaño ligeramente superior al de una tarjeta de visita.

—¿Qué calculas con eso, Catarè ?

—Los jornales —fue la enigmática respuesta.

—Dentro de un rato, ya puedes venir a recogerla.


Dottori
, tengo que advertirle que el aparato funciona a
ammuttuna
.

—¿Qué quieres decir?

Catarella creyó que su jefe no había comprendido la palabra, se acercó a la puerta y preguntó a sus compañeros:

—¿Cómo se traduce
ammuttuna
?

—Sacudidas —contestó alguien.

—¿Y cómo tengo que sacudir la calculadora?

—Tal como se hace con un reloj que no funciona.

Dejando aparte a Lapecora, Karima ganaba como asistenta un millón doscientas mil liras al mes. Al que había que añadir otro millón doscientas mil de extras. Por su trabajo a tiempo completo, Lapecora le debía de pagar un millón más. En resumen, tres millones cuatrocientas mil liras al mes libres de impuestos. Cuarenta y cuatro millones doscientas mil liras al año.

Al parecer, Karima trabajaba en el sector desde hacía cuatro años por lo menos, lo cual sumaba ciento setenta y seis millones ochocientas mil liras.

Los restantes trescientos veintitrés millones de la libreta, ¿de dónde habían salido?

La calculadora había funcionado muy bien sin necesidad de que la sacudieran.

* * *

Oyó una salva de aplausos procedente de las demás estancias de la comisaría. ¿Qué ocurría? Abrió la puerta y descubrió que el homenajeado era Mimì Augello. Estuvo casi a punto de arrojar espumarajos por la boca.

—¡Ya basta, payasos!

Todos lo miraron, sorprendidos y atemorizados. Sólo Fazio intentó explicarle la situación.

—Quizá usted no lo sabe, pero el
dottore
Augello...

—¡Lo sé! Me ha telefoneado personalmente el jefe superior para pedirme explicaciones. ¡El señor Augello, por propia iniciativa y sin mi autorización, y esto lo ha subrayado mucho el jefe superior, se presenta en la televisión y suelta toda una serie de idioteces!

—Permíteme... —se atrevió a decir Augello.

—¡No te permito nada! ¡Tú has contado toda una sarta de mentiras y falsedades!

—Lo he hecho para defendernos a todos nosotros, que...

—¡No podemos defendernos mintiendo de alguien que ha dicho la verdad!

Y volvió a entrar en su despacho, dando un portazo. Montalbano, el hombre de férrea rectitud moral, el que se había puesto como una fiera al ver a Augello disfrutando de los aplausos.

—¿Permiso? —dijo Fazio, abriendo la puerta y asomando cautelosamente la cabeza—. Está el padre Jannuzzo, que quiere hablar con usted.

—Hazlo pasar.

Don Alfio Jannuzzo, que nunca vestía de cura, era muy conocido en Vigàta por sus actividades benéficas. Era alto y fornido, y tenía unos cuarenta años.

—Yo voy en bicicleta —dijo nada más entrar.

—Pues yo, no —replicó Montalbano, aterrorizado ante la idea de que el cura quisiera hacerlo participar en alguna carrera benéfica.

—He visto la fotografía de aquella mujer en la televisión.

Ambas cosas no parecían guardar la menor relación, por lo que Montalbano empezó a sentirse incómodo. ¿A que Karima trabajaba también los domingos y el cliente era nada menos que el padre Jannuzzo?

—El jueves pasado, sobre las nueve de la mañana, cuarto de hora más cuarto de hora menos, me encontraba muy cerca de Villaseta, pues bajaba en bicicleta de Montelusa a Vigàta. En la carretera vi estacionado un automóvil en dirección contraria.

—¿Recuerda lo que era?

—Claro. Un BMW gris metalizado.

Montalbano aguzó el oído.

—En el automóvil había un hombre y una mujer. Me pareció que se estaban besando, pero, cuando llegué a su altura, la mujer se apartó con cierta violencia del abrazo, me miró y abrió la boca como si me quisiera decir algo. Pero el hombre tiró con fuerza de ella y la volvió a abrazar. No me quedé muy convencido.

—¿Por qué?

—No era una pelea de enamorados. Los ojos de la mujer, cuando me miraron, estaban asustados. Me pareció que me quería pedir ayuda.

—Y usted, ¿qué hizo?

—Nada, porque el coche se puso en marcha enseguida. Hoy he visto la fotografía en la televisión: la mujer era la misma del automóvil. Puede tenerlo por seguro, porque soy muy buen fisonomista, una cara se me queda grabada en la cabeza aunque sólo la vea un segundo.

Fahrid, el seudosobrino de Lapecora, y Karima.

—Se lo agradezco mucho, padre...

El cura levantó una mano para que no siguiera.

—No he terminado. Anoté el número de la matrícula.

Ya le he dicho que lo que vi no me había convencido.

—¿La tiene aquí?

—Claro.

Se sacó del bolsillo una hoja de cuaderno a cuadros doblada en cuatro y se la entregó al comisario.

—Aquí la tiene.

Montalbano la sujetó con dos dedos con gran delicadeza, tal como se hace con las alas de una mariposa.

AM 237 GW.

En las películas americanas, bastaba con que el policía diera el número de la matrícula para que, en menos de dos minutos, le facilitaran el nombre del propietario, los hijos que tenía, el color de su cabello y el número exacto de pelos que le crecían en el trasero.

Pero, en Italia, las cosas eran distintas. En cierta ocasión, lo habían hecho esperar veintiocho días, en cuyo transcurso el propietario del vehículo (así se había escrito) había sido atado de pies y manos, y estrangulado con la misma cuerda, y posteriormente quemado. Cuando recibió la respuesta, ya todo era inútil. Lo único que podía hacer era recurrir al jefe superior, que quizá a aquella hora ya había terminado su reunión con el prefecto.

—Soy Montalbano, señor jefe superior.

—Acabo de regresar del despacho. Dígame.

—Lo llamo por el asunto de la mujer secuestrada...

—¿Qué mujer secuestrada?

—Pues Karima, ¿no?

—Pero ¿de quién me habla?

Montalbano comprendió aterrorizado que era un diálogo de sordos, pues aún no le había contado nada de todo aquel asunto al jefe superior.

—Señor jefe superior, estoy sinceramente consternado...

—No se preocupe. ¿Qué desea?

—Necesito averiguar con la mayor brevedad posible, a partir de un número de matrícula, el nombre y la dirección del propietario de un vehículo.

—Dígame este número.

—AM 237 GW.

—Mañana por la mañana le diré algo.

Trece

—Te lo he preparado en la cocina. La mesa del comedor está ocupada. Nosotros ya hemos cenado.

No estaba ciego, veía perfectamente que la mesa del comedor estaba ocupada por un gigantesco rompecabezas que representaba la Estatua de la Libertad, prácticamente en tamaño natural.

—¿Sabes una cosa, Salvo? Sólo ha tardado dos horas en resolverlo.

El sujeto estaba omitido, pero era evidente que Livia se refería a François, ex ladrón de meriendas y actualmente genio de la familia.

—¿Se lo has regalado tú?

Livia se abstuvo de contestar.

—¿Puedes acompañarme a la playa?

—¿Ahora o después de cenar?

—Ahora.

Había un poquito de luna que emitía una suave luz. Pasearon en silencio; al llegar a la altura de un montículo de arena, Livia lanzó un triste suspiro.

—¡Si supieras el castillo que hizo! ¡Fantástico! Parecía de Gaudí.

—Ya tendrá tiempo de hacer otro.

Estaba decidido a no ceder, como policía que era y, por si fuera poco, celoso.

—¿En qué tienda has comprado el rompecabezas?

—No lo he comprado yo. Esta tarde ha pasado Mimì por aquí. Sólo un momento. El rompecabezas es de un sobrino suyo que...

Se volvió de espaldas a Livia, se metió las manos en los bolsillos y se alejó, viendo en su imaginación a decenas de sobrinos de Mimì Augello deshechos en lágrimas, sistemáticamente despojados de sus juguetes por parte de su tío.

—¡Vamos, Salvo, no seas bobo! —le dijo Livia, dándole alcance.

Trató de tomarlo del brazo, pero Montalbano se apartó.

—Anda y que te den por el culo —dijo Livia muy despacio, regresando a la casa.

Y ahora, ¿qué hacía? Livia había evitado la pelea y él se tendría que desahogar solo. Paseó nerviosamente por la orilla, mojándose los zapatos mientras se fumaba diez cigarrillos seguidos.

«¡Menudo gilipollas estoy hecho! —se dijo—. Está claro que a Mimì le gusta Livia y que a Livia le cae bien Mimì. Pero, aparte todo eso, yo estoy haciendo que Mimì se lo pase en grande. Es evidente que se divierte haciéndome enfadar. Me está sometiendo a una guerra de desgaste, tal como yo estoy haciendo con él. Tengo que pasar a la contraofensiva.»

Regresó a la casa y vio a Livia sentada delante del televisor, puesto a muy bajo volumen para no despertar a François, que dormía en la cama de matrimonio.

—Perdóname, lo digo en serio —le dijo, pasando por su lado para dirigirse a la cocina.

Encontró en el horno un pastel de salmonetes y patatas de aroma embriagador. Se sentó y tomó el primer bocado: una delicia. Livia se le acercó por detrás y le acarició el cabello.

—¿Te gusta?

—Excelente. Tienes que decirle a Adelina...

—Adelina ha venido esta mañana, me ha visto, ha dicho «no quiero molestar», ha dado media vuelta y se ha ido.

—¿Me estás diciendo que este pastel de pescado lo has hecho tú?

—Claro.

Por un instante, pero sólo por un instante, el pastel de pescado se le atragantó por culpa de un pensamiento que le pasó por la cabeza: «Lo ha hecho para hacerse perdonar la historia de Mimì». Pero después la excelencia del plato ganó la partida.

Antes de sentarse al lado de Montalbano para mirar la televisión, Livia se detuvo para contemplar con admiración el rompecabezas. Ahora que Salvo ya se había desahogado, podía comentarlo sin temor.

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