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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (24 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—¿Y eso?

—Verá, nosotros habíamos apartado nuestras patrulleras del lugar de la acción, y el patrón lo sabía. Dadas las circunstancias, debió de pensar: «Puede que, a la vuelta, me tropiece con algo, un torpedo, una mina, una patrullera que me hunda y haga desaparecer las huellas de la operación». Por eso regresó a Vigàta y lo enredó todo.

—¿Sus suposiciones tenían fundamento?

—¿En qué sentido?

—¿Algo o alguien esperaba el barco?

—¡Vamos, Montalbano! ¡Hubiéramos causado una matanza inútil!

—Ustedes sólo causan matanzas inútiles, ¿verdad? ¿Y cómo piensan asegurarse el silencio de la tripulación?

—Con el palo y la zanahoria, volviendo a citar a un autor que a usted no le gusta. En cualquier caso, todo lo que se tenía que decir ya lo he dicho.

—No creo —dijo Montalbano.

—Y eso, ¿qué significa?

—Significa que no es todo. Usted, hábilmente, me ha llevado a alta mar, pero yo no me olvido de los que se han quedado en tierra. Por ejemplo, Fahrid. Éste, a través de un confidente, se entera de que Ahmed ha sido liquidado, pero el barco, inexplicablemente para él, está atracado en Vigàta. El hecho lo preocupa. En cualquier caso, tiene que cumplir la segunda parte de la misión que le ha sido encomendada. Es decir, neutralizar, tal como dice usted, a Lapecora. Al llegar al portal de la casa de éste, descubre, con estupor e inquietud, que alguien se le ha adelantado. Entonces se acojona.

—¿Cómo dice?

—Se asusta y ya no entiende nada. Como el patrón del barco, teme que ustedes estén detrás de lo ocurrido. Según él, ya han empezado a quitar de en medio a todos los que, de una u otra forma, están implicados en la historia. Puede que, por un instante, piense que la que ha liquidado a Lapecora es Karima. No sé si lo sabe, pero Karima, por orden de Fahrid, había obligado a Lapecora a ocultarla en su casa. Fahrid no quería que, en aquellas horas tan decisivas, a Lapecora se le ocurriera alguna salida ingeniosa. Pero Fahrid ignoraba que, una vez cumplida su misión, Karima ya había regresado a casa. En cualquier caso, en algún momento de aquella mañana, Fahrid se reunió con Karima y ambos debieron de enzarzarse en una violenta discusión, en cuyo transcurso él le reveló a Karima la muerte de su hermano. Karima intentó huir. No pudo hacerlo y fue asesinada. De todos modos, la hubieran tenido que matar a la chita callando al cabo de algún tiempo.

—Tal como yo había intuido —dijo Lohengrin Pera—, usted lo ha comprendido todo. Ahora le ruego que reflexione: usted, como yo, es un fiel y leal servidor de nuestro Estado. Pues bien...

—Se lo puede meter en el trasero —dijo muy despacio Montalbano.

—No le he entendido.

—Repito: se puede meter en el trasero nuestro Estado común. Usted y yo tenemos conceptos diametralmente opuestos sobre el significado de nuestra condición de servidores del Estado, prácticamente servimos a dos estados distintos. Por consiguiente, le ruego que no equipare su trabajo con el mío.

—Montalbano, ¿ahora se las quiere dar de Quijote? Todas las comunidades necesitan a alguien que limpie las letrinas. Pero eso no significa que el que limpia las letrinas no pertenezca a la comunidad.

Montalbano sintió crecer la furia en su interior, una palabra de más hubiera sido, sin duda, un error. Alargó la mano, se acercó el plato del helado y empezó a comer. Ahora Lohengrin Pera ya se había acostumbrado y, cuando Montalbano empezó a saborear el helado, no abrió la boca.

—Karima ha sido asesinada, ¿me lo puede confirmar? —preguntó Montalbano después de unas cuantas cucharadas.

—Por desgracia, sí. Fahrid temió que...

—No me interesa el porqué. Sólo me interesa el hecho de que haya sido asesinada por delegación por un fiel servidor del Estado como usted. Usted, este caso concreto, ¿cómo lo llama, neutralización u homicidio?

—Montalbano, con la vara de medir de la moral corriente...

—Coronel, ya se lo he advertido: en mi presencia no utilice la palabra «moral».

—Quería decir que algunas veces la razón de Estado...

—Ya basta —dijo Montalbano, que ya se había terminado el helado con cuatro enfurecidas cucharadas. De repente, se golpeó la frente con la mano—. Pero ¿qué hora es?

El coronel consultó su reloj de pulsera, pequeño y precioso, parecía el juguete de un niño.

—Ya nos han dado las dos.

—¿Cómo es posible que Fazio aún no haya llegado? —se preguntó Montalbano, simulando estar preocupado—. Tengo que hacer una llamada —añadió.

Se levantó, se dirigió al teléfono del escritorio, situado a dos metros de distancia y habló en voz alta para que Lohengrin Pera lo oyera todo.

—¿Fazio? Soy Montalbano.

Fazio apenas podía hablar, pues estaba muerto de sueño.

—¿Qué ocurre, comisario?

—Pero ¿cómo? ¿Te olvidaste de la detención?

—¿Qué detención? —preguntó Fazio, perplejo.

—La detención de Simone Fileccia.

Simone Fileccia había sido detenido la víspera por el propio Fazio. Y, en efecto, Fazio lo comprendió enseguida.

—¿Qué quiere que haga?

—Ven a recogerme a mi casa y vamos a detenerlo.

—¿Cojo mi coche?

—No, mejor uno de los nuestros.

—Voy enseguida.

—Espera. —El comisario cubrió con una mano el teléfono y se dirigió al coronel—. ¿Tenemos para mucho rato?

—Eso depende de usted —contestó Lohengrin Pera.

—Procura estar aquí dentro de unos veinte minutos —dijo el comisario a Fazio—, no antes. Tengo que terminar una conversación con un amigo.

Colgó el aparato y volvió a sentarse. El coronel sonrió.

—Si disponemos de tan poco tiempo, dígame inmediatamente cuál es su precio. Y no se ofenda por la expresión.

—Valgo muy poco, poquísimo —dijo Montalbano.

—Lo escucho.

—Sólo dos cosas. Quiero que dentro de una semana se encuentre el cadáver de Karima, pero de tal manera que sea inequívocamente identificable.

Un mazazo en la cabeza le hubiera causado menos efecto a Lohengrin Pera. Éste abrió y cerró la boquita, y agarró el borde de la mesa con las manitas como si temiera caerse de su asiento.

—¿Por qué? —consiguió preguntar con una vocecita de gusano de seda.

—Cosas mías —fue la contundente y lapidaria respuesta.

El coronel sacudió la cabecita de izquierda a derecha y viceversa. Parecía un muñeco de resorte.

—No es posible.

—¿Por qué?

—No sabemos dónde ha sido... enterrada.

—¿Quién lo sabe?

—Fahrid.

—¿Fahrid ha sido neutralizado? No sabe usted lo que me gusta esta palabra.

—No, pero ha regresado a Túnez.

—Entonces, no hay problema. Establezca contacto con sus amigotes de Túnez.

—No —dijo con firmeza el enano—. Ahora la partida ya ha terminado. No nos interesa reanudarla con el hallazgo de un cadáver. No, no es posible. Pida lo que quiera, pero eso no se lo podemos conceder. Aparte de que no veo la finalidad.

—Qué le vamos a hacer —dijo Montalbano levantándose.

Automáticamente, Lohengrin Pera se levantó. Pero no era un tipo de los que se rinden fácilmente.

—Así, por simple curiosidad, ¿me quiere decir cuál es su segunda petición?

—Claro. El jefe superior de Montelusa me ha propuesto para el ascenso al cargo de subjefe superior...

—No tendremos ninguna dificultad en conseguir que sea aceptada —dijo visiblemente aliviado el coronel.

—¿Y en conseguir que sea rechazada?

Montalbano oyó con toda claridad el fragor del mundo de Lohengrin Pera, desmoronándose y cayéndole encima en pedazos, y vio que el coronel se había encorvado como si quisiera librarse de los efectos de una repentina explosión.

—Está usted completamente loco —murmuró sinceramente asustado el coronel.

—¿Ahora se da cuenta?

—Mire, haga lo que le dé la gana, pero yo no puedo acceder a su petición de que se encuentre el cadáver. Es absolutamente imposible.

—¿Vamos a ver cómo ha salido la grabación? —preguntó dulcemente Montalbano.

—¿Qué grabación? —dijo Lohengrin Pera, abriendo desmesuradamente los ojos.

Montalbano se acercó a la estantería, se puso de puntillas, cogió la cámara y se la mostró al coronel.

—¡Dios mío! —exclamó éste, hundiéndose en una silla. Estaba sudando—. Montalbano, en su propio interés, le ruego...

Pero era una serpiente y como tal se comportó. Mientras fingía suplicar al comisario que no cometiera una estupidez, su mano se empezó a deslizar muy despacio y ahora ya estaba a punto de alcanzar el móvil. Sabiendo que en solitario jamás lo podría conseguir, quería pedir refuerzos. Montalbano dejó que se acercara a un centímetro del móvil y entonces saltó. De un manotazo apartó el móvil de la mesa, mientras con la otra mano golpeaba violentamente el rostro del coronel. Lohengrin Pera cruzó volando la estancia, se golpeó la espalda contra la pared y se deslizó al suelo. Montalbano se le acercó muy despacio y, tal como había visto hacer en una película de nazis, aplastó con el tacón las gafitas que se le habían caído al coronel.

Diecinueve

Y, ya metido en faena, la emprendió a puntapiés con el móvil hasta dejarlo prácticamente inservible.

Terminó el trabajo echando mano del martillo que guardaba en la caja de herramientas. Después, se acercó al coronel, que permanecía en el suelo emitiendo leves gemidos. En cuanto se vio delante al comisario, Lohengrin Pera se cubrió el rostro con los antebrazos, tal como hacen los niños.

—Basta, por Dios —imploró.

Pero ¿qué clase de hombre era aquél? ¿Un tortazo de nada y un poquito de sangre que le salía del labio partido lo habían dejado reducido a semejante estado? Lo agarró por el cuello de la chaqueta, lo levantó del suelo y lo sentó en una silla. Con trémula mano, Lohengrin Pera utilizó el sello bordado para secarse la sangre del labio, pero, en cuanto vio la mancha roja en el tejido, cerró con fuerza los ojos y pareció desmayarse.

—Es que... la sangre... me horroriza —farfulló.

—¿La tuya o la de los demás? —preguntó Montalbano. Fue a la cocina, cogió una botella de whisky medio vacía y un vaso y colocó ambas cosas delante del coronel.

—Soy abstemio.

Ahora que ya se había desahogado, Montalbano se sentía más tranquilo.

Si el coronel, pensó, había intentado llamar por teléfono para pedir ayuda, las personas que se la hubieran tenido que prestar forzosamente se encontraban muy cerca de allí, a pocos minutos de su casa. Éste era el verdadero peligro. Oyó el timbre de la puerta.


¿Dottore
? Soy Fazio.

Entreabrió la puerta.

—Mira, Fazio, tengo que terminar de hablar con la persona que te he dicho. Quédate en el coche, cuando te necesite, te llamaré. Pero ten cuidado: es posible que haya gente con malas intenciones por los alrededores. Detén a cualquiera que veas acercarse a la casa.

Cerró la puerta y volvió a sentarse delante de Lohengrin Pera, aparentemente hundido en su abatimiento.

—Trata de comprenderme porque, dentro de poco, ya no conseguirás comprender nada.

—¿Qué me quiere hacer? —preguntó el coronel, palideciendo.

—Nada de sangre, quédate tranquilo. Tengo la sartén por el mango, supongo que eso ya lo has comprendido. Has sido tan capullo que lo has soltado todo delante de una cámara. Si mando salir en antena la cinta, se arma un follón internacional de no te menees, y tú ya puedes ir preparándote para vender panecillos en una esquina. En cambio, si te encargas de que se descubra el cadáver de Karima e impides mi ascenso (pero ten en cuenta que ambas cosas van juntas), yo te doy mi palabra de honor de que destruyo la cinta. No tienes más remedio que fiarte de mí. ¿He hablado claro?

Lohengrin Pera asintió con la cabecita y, en aquel momento, el comisario se dio cuenta de que el cuchillo había desaparecido de la mesa. El coronel lo habría cogido mientras él hablaba con Fazio.

—Tengo una curiosidad —dijo Montalbano—. ¿Sabes si existen gusanos venenosos?

Pera lo miró con expresión inquisitiva.

—En tu propio interés, suelta el cuchillo que ocultas bajo la chaqueta.

El coronel obedeció en silencio y depositó el cuchillo en la mesa. Montalbano destapó la botella de whisky, llenó el vaso hasta el borde y se lo ofreció a Lohengrin Pera, que se echó hacia atrás haciendo una mueca de asco.

—Ya le he dicho que soy abstemio.

—Bebe.

—No puedo, se lo aseguro.

Apretándole los carrillos con dos dedos de la mano izquierda, Montalbano lo obligó a abrir la boquita.

Fazio oyó que lo llamaba el comisario cuando ya llevaba tres cuartos de hora esperando en el coche y estaba tan muerto de sueño como si se hubiera drogado. Entró en la casa e inmediatamente vio a un enano borracho que hasta se había vomitado encima. Como no conseguía permanecer de pie, el enano estaba intentando cantar «Celeste Aida» apoyándose alternativamente en las sillas y en la pared. Fazio vio en el suelo unas gafas y un teléfono móvil destrozados; en la mesa había una botella de whisky vacía, un vaso también vacío, tres o cuatro hojas de papel y unos documentos de identidad.

—Escúchame bien, Fazio —dijo el comisario—. Ahora te voy a contar exactamente lo que ha ocurrido, por si te hicieran preguntas. Anoche cuando regresé a casa sobre las doce vi, al principio del sendero que conduce hasta aquí, el coche de este señor, un BMW, cerrándome el paso. Estaba completamente bebido. Lo llevé a casa porque no estaba en condiciones de conducir. En el bolsillo no llevaba documentación ni nada. Tras varios fallidos intentos de hacerle pasar la mona, te llamé para que me echaras una mano.

—Está todo clarísimo —dijo Fazio.

—Hagamos una cosa. Tú lo agarras, verás que no pesa casi nada, lo metes en el BMW, te sientas al volante y lo llevas a nuestro calabozo. Yo te sigo con nuestro vehículo.

—Y usted después, ¿cómo vuelve a casa?

—Me tendrás que acompañar tú, qué le vamos a hacer. Mañana por la mañana, cuando veas que razona con normalidad, lo sueltas.

* * *

Una vez en casa, sacó la pistola del cajón donde siempre la guardaba, y se la introdujo en el cinturón. Después, recogió con la escoba los restos del móvil y de las gafas y los envolvió en un papel de periódico. Cogió la pala que Mimí le había regalado a François y cavó dos profundos hoyos casi bajo la galería. En uno de ellos introdujo el paquete y lo cubrió; en el otro, los papeles y los documentos rotos a trocitos. Los roció con gasolina y les prendió fuego. Cuando quedaron reducidos a ceniza, cubrió también el hoyo. Ya empezaba a clarear. Se dirigió a la cocina, se preparó un café cargado y se lo bebió. Después se afeitó y se duchó. Quería disfrutar de la grabación completamente relajado. Introdujo la casete más pequeña en la más grande, tal como le había enseñado a hacer Nicolò, y encendió el televisor y el vídeo. Al ver que transcurrían varios segundos sin que apareciera nada, se levantó del sillón y examinó los aparatos, completamente convencido de que se habría equivocado al hacer alguna conexión. Para aquellas cosas era totalmente negado, y no digamos para los ordenadores, que lo aterrorizaban. Esta vez tampoco logró nada. Sacó la casete de mayor tamaño, la abrió y la examinó. Le pareció que la casete más pequeña estaba mal colocada en su interior y la empujó hasta el fondo. Lo volvió a colocar todo en el vídeo. En la pantalla no apareció una mierda. Pero, maldita sea, ¿qué era lo que no funcionaba? Mientras se lo preguntaba, se quedó helado y le entró una duda. Corrió al teléfono.

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