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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (20 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—Desde aquí, no se ve —dijo, satisfecho—. Ven tú también a comprobarlo.

El comisario lo comprobó.

—Me parece que está bien.

—Quédate aquí —dijo Nicolò.

Volvió a subirse a la silla, tocó algo y bajó.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Montalbano.

—Te está filmando.

—¿De veras? No hace ningún ruido.

—Ya te dije que era una maravilla.

Nicolò volvió a subir y bajar de la silla. Pero esta vez sostenía la cámara en la mano y se la mostró a Montalbano.

—Mira, Salvo, se hace así: pulsando este botón, se rebobina la cinta. Ahora acércate la cámara a la altura del ojo y pulsa este otro botón. Pruébalo...

Montalbano lo hizo y se vio a sí mismo en tamaño reducidísimo, sentado, y oyó una voz de microbio, la suya, preguntando: «¿Qué está haciendo ahora»?, y la respuesta de Nicolò: «Te está filmando.»

—Magnífico —dijo el comisario—. Pero hay una cosa. ¿Sólo se puede ver así?

—No, hombre, no —contestó Nicolò, sacándose del bolsillo una casete de aspecto normal, pero que por dentro era distinta—. Observa bien lo que hago. Retiro la cinta de la cámara que, como ves, es tan pequeña como la de un contestador automático, y la introduzco en esta casete, que está hecha especialmente para esto y puedes utilizar en tu vídeo.

—Ya, pero, para que filme, ¿qué tengo que hacer?

—Pulsar este otro botón.

Al ver la cara más perpleja que convencida del comisario, Nicolò empezó a dudar.

—¿Sabrás utilizarla?

—¡Venga ya, hombre! —contestó Montalbano, ofendido.

—Entonces, ¿por qué pones esta cara?

—Porque no puedo subirme a la silla en presencia de la persona a la que quiero filmar, le parecería sospechoso.

—Mira a ver si alcanzas a pulsar el botón, poniéndote de puntillas.

Alcanzaba.

—Entonces es muy fácil. Deja un libro en la mesa, lo colocas como si tal cosa en su sitio y aprovechas para pulsar el botón.

Querida Livia, por desgracia, no puedo esperar a que te despiertes, tengo que reunirme con el jefe superior en Montelusa. Me he puesto de acuerdo con Mimì para que te acompañe a Palermo. Procura tranquilizarte todo lo que puedas. Te llamaré esta noche. Un beso.

Salvo

Un viajante de comercio de ínfima categoría se hubiera expresado seguramente mucho mejor, y con más cariño e imaginación. Volvió a redactar la nota y, curiosamente, le salió exactamente igual que la primera. No había nada que hacer, no era cierto que tuviera que reunirse con el jefe superior, sólo quería escaquearse de la escena de la despedida. Por consiguiente, se trataba de una mentira, cosa que jamás había conseguido decir a las personas a las que apreciaba. En cambio, las mentirijillas se le daban muy bien. ¡Vaya si se le daban!

En la comisaría, Fazio lo estaba esperando muy alterado.


Dottore
, hace media hora que estoy intentando llamarlo a su casa, pero debe usted de haber desenchufado el teléfono.

—¿Qué te ocurre?

—Ha telefoneado uno que ha descubierto casualmente el cadáver de una anciana. En la Via Garibaldi de Villaseta. En la misma casa donde nos apostamos para atrapar al niño. Por eso lo estaba buscando.

Montalbano experimentó algo muy parecido a una descarga eléctrica.

—Tortorella y Galluzzo ya han ido hacia allá. Galluzzo acaba de llamar y me dice que le diga que es la misma vieja que él acompañó a su casa.

Aisha.

El tortazo que él mismo se propinó en la cara no fue suficiente para hacerle saltar los dientes, pero sí para hacerle sangrar el labio.

—Pero ¿qué hace,
dottore
? —preguntó Fazio, perplejo.

Aisha era un testigo como lo era François, por supuesto; pero él sólo había tenido ojos y atenciones para el niño. Era un cabrón, eso es lo que era. Fazio le ofreció un pañuelo.

—Séquese.

Aisha era un retorcido fardo al pie de la escalera que conducía a la habitación de Karima del piso de arriba.

—Parece que ha caído y se ha desnucado —dijo el doctor Pasquano, llamado por Tortorella—. Pero le podré decir algo más después de la autopsia. Aunque, para hacer caer a una vieja como ésta, basta un soplo.

—¿Y dónde está Galluzzo? —le preguntó Montalbano a Tortorella.

—Se ha ido a Montelusa para hablar con una tunecina en cuya casa se alojaba la vieja. Quiere preguntar por qué vino la vieja aquí, si alguien la llamó.

Mientras la ambulancia se alejaba, Montalbano entró en la casa de Aisha, levantó una piedra que había al lado del hogar, cogió la libreta de ahorro a la vista, le sopló encima para quitarle el polvo y se la guardó en el bolsillo.


¡Dottore
!

Era Galluzzo. No, nadie había llamado a Aisha. Se le había metido en la cabeza que quería regresar a su casa, se había levantado a primera hora de la mañana, había tomado el autocar de línea y no había faltado a su cita con la muerte.

Al regresar a Vigàta y antes de dirigirse a la comisaría, pasó por el estudio del notario Cosentino, un hombre que le caía muy bien.

—Dígame,
dottore
.

El comisario sacó la libreta de ahorro a la vista y la mostró al notario. Éste la abrió, la examinó y preguntó:

—¿Y bien?

Montalbano empezó a soltarle una complicada explicación, pues no quería revelarle toda la verdad.

—Creo haber comprendido —dijo el notario Cosentino, resumiendo los datos que él le había facilitado— que este dinero pertenece a una mujer que usted cree muerta y cuyo heredero sería, por tanto, su hijo menor de edad.

—En efecto.

—Usted querría que con este dinero se hiciera un depósito a plazo fijo y que el niño entrara en su posesión una vez alcanzada la mayoría de edad.

—Exacto.

—Perdone, pero ¿por qué no guarda usted mismo la libreta y, cuando llegue el momento, se la entrega al niño?

—¿Y quién le dice a usted que, dentro de quince años, yo todavía estaré vivo?

—Ya —dijo el notario—. Vamos a hacer una cosa, usted se lleva la libreta, yo estudio el caso y nos vemos de nuevo dentro de una semana. Quizá convendría sacar un rendimiento a este dinero.

—Lo que a usted le parezca mejor —dijo Montalbano, levantándose.

—Llévese la libreta.

—Guárdela usted. Yo soy capaz de perderla.

—Espere que le firmo un recibo.

—Por favor.

—Otra cosa.

—Dígame, señor notario.

—Tenga en cuenta que es indispensable la certeza de la muerte de la madre.

Al llegar a la comisaría, llamó a su casa. Livia estaba a punto de salir. Lo saludó con cierta frialdad o, por lo menos, eso le pareció a él. No supo qué hacer.

—¿Ha llegado Mimì?

—Claro. Me espera en el coche.

—Buen viaje. Te llamaré esta noche.

Tenía que seguir adelante, no dejarse arrastrar por Livia.

—¡Fazio!

—A sus órdenes.

—Vete a la iglesia, al funeral de Lapecora, que ya habrá empezado. Llévate a Gallo. En el cementerio, cuando la gente le esté dando el pésame a la viuda, tú te acercas a ella y le dices con la cara más seria que puedas: «Señora, acompáñenos a la comisaría». Si arma un escándalo, no tengas el menor reparo en introducirla en el coche a la fuerza. Ah, otra cosa: en el cementerio estará presente, sin duda, el hijo de Lapecora. En caso de que quisiera defender a su madre, colócale las esposas.

MINISTERIO DE TRANSPORTES-DIRECCIÓN GENERAL DE REGISTRO DE VEHÍCULOS DE MOTOR.

POR LA DELICADÍSIMA INVESTIGACIÓN REFERENTE HOMICIDIO DE DOS MUJERES TUNECINAS LLAMADAS KARIMA Y AISHA ME ES ABSOLUTAMENTE NECESARIO CONOCER DATOS Y DIRECCIÓN PROPIETARIO VEHÍCULO MATRÍCULA AM 237 GW STOP SE RUEGA RESPUESTA A AMABLE PETICIÓN STOP FIRMADO SALVO MONTALBANO COMISARÍA VIGÀTA PROVINCIA DE MONTELUSA.

En el Registro de Vehículos, antes de pasar el fax a quien correspondiera según las órdenes recibidas, se troncharían de risa y lo considerarían un ingenuo o un imbécil por la forma en que había redactado la petición. Pero la persona a quien correspondiera, tras haber comprendido el desafío que ocultaba el mensaje, se vería obligada a mover ficha. Exactamente tal como quería Montalbano.

Dieciséis

El despacho de Montalbano se encontraba situado en el otro extremo de la entrada de la comisaría, pese a lo cual el comisario oyó el griterío que se produjo al llegar el vehículo de Fazio en el que viajaba la viuda Lapecora. Los periodistas y fotógrafos eran cuatro gatos, pero se les debían de haber añadido decenas de curiosos y gandules.

—Señora, ¿por qué la han detenido?

—¡Mire hacia aquí, señora!

—¡Por favor, dejen paso! ¡Dejen paso!

Después hubo una relativa calma y llamaron a su puerta. Era Fazio.

—¿Qué tal ha ido?

—No ha opuesto demasiada resistencia. Se ha alterado cuando ha visto a los periodistas.

—¿Y el hijo?

—En el cementerio había un hombre a su lado, a quien todo el mundo daba el pésame. Me ha parecido que era el hijo. Pero, cuando le he dicho a la viuda que nos tenía que acompañar, el hombre ha dado media vuelta y se ha alejado. Por eso he pensado que no podía ser el hijo.

—Y, sin embargo, lo era, Fazio. Demasiado sensible para presenciar la detención de su madre. Le aterroriza la idea de tener que pagar los gastos legales. Haz pasar a la señora.

—¡Como a una ladrona! ¡Como a una ladrona me estáis tratando! —estalló la viuda nada más entrar en el despacho.

Montalbano pareció enojarse.

—¿Habéis tratado mal a la señora?

Como siguiendo un guión, Fazio fingió avergonzarse.

—Tratándose de una detención...

—Pero ¿quién ha hablado de detenciones? Siéntese, señora, le pido disculpas por el desagradable equívoco. La entretendré sólo unos minutos, el tiempo necesario para que consten en acta algunas respuestas suyas. Después, vuelve usted a su casa y listo.

Fazio se sentó a la máquina de escribir y Montalbano se acomodó en su sillón del escritorio. Parecía que la viuda se había calmado un poco, pero el comisario veía sus nervios brincando a flor de piel como las pulgas en un perro callejero.

—Señora, corríjame si me equivoco. Me dijo, si recuerda, que la mañana del homicidio de su marido, usted se levantó de la cama, se dirigió al cuarto de baño, se vistió, cogió el bolso que estaba en el comedor y salió. ¿Es así?

—Exactamente.

—¿En casa no notó nada anormal?

—¿Qué tenía que notar?

—Por ejemplo, que la puerta del estudio, contrariamente a lo habitual, estaba cerrada.

Había sido un palo de ciego, pero acertó. El congestionado rostro de la mujer palideció intensamente. Pero la voz era firme.

—Creo que estaba abierta, mi marido no la cerraba nunca.

—Pues no, señora. Cuando yo entré con usted en la casa a su regreso de Fiacca, la puerta estaba cerrada. Yo fui quien la abrió.

—¿Qué más da que estuviera abierta o cerrada?

—Tiene usted razón, es un detalle sin importancia.

La viuda no consiguió reprimir un prolongado suspiro.

—Señora, la mañana en que su marido fue asesinado, usted se fue a Fiacca para visitar a su hermana enferma, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pero olvidó una cosa. Por eso bajó del autocar en Cannatello, esperó el que circulaba en sentido contrario y regresó a Vigàta. ¿Qué había olvidado?

La viuda sonrió, signo evidente de que esperaba la pregunta.

—Yo aquella mañana no bajé en Cannatello.

—Señora, tengo la declaración de los dos conductores.

—Tienen razón. Pero eso no ocurrió aquella mañana, sino dos mañanas atrás. Los conductores se equivocan de día.

Era muy rápida y astuta. No habría más remedio que recurrir al salto al vacío.

Abrió el cajón del escritorio y sacó la bolsa de celofán que contenía el cuchillo de cocina.

—Este, señora, es el cuchillo con el que fue asesinado su marido. Un solo golpe por la espalda.

La viuda no cambió de expresión ni dijo nada.

—¿Lo ha visto usted alguna vez?

—Cuchillos así los hay a montones.

El comisario volvió a introducir lentamente la mano en el cajón del escritorio y sacó otra bolsa de celofán en cuyo interior había una tacita.

—¿Y ésta la reconoce?

—¿Se la llevaron ustedes? ¡He revuelto toda la casa buscándola!

—O sea, que es suya. La reconoce oficialmente.

—Claro. ¿Para qué quiere esta tacita?

—Me servirá para enviarla a la cárcel.

De entre todas las reacciones posibles, la viuda eligió una que, en cierto modo, suscitó la admiración del comisario. En efecto, la mujer se volvió hacia Fazio y le preguntó dulcemente, como si estuviera haciendo una visita de cumplido:

—¿Se ha vuelto loco?

Fazio hubiera querido contestarle con toda sinceridad que el comisario estaba loco desde que había nacido, pero no dijo nada y se limitó a mirar hacia la ventana.

—Ahora le voy a contar cómo se desarrollaron los hechos —dijo Montalbano—. Aquella mañana suena el despertador, usted se levanta y se dirige al cuarto de baño. Tiene que pasar necesariamente por delante de la puerta del estudio, y la ve cerrada. De momento, no presta atención, pero después lo piensa mejor. Y, cuando sale del cuarto de baño, la abre. Pero no creo que llegara a entrar. Permanece un instante en el umbral, vuelve a cerrar la puerta, se dirige a la cocina, coge un cuchillo, se lo guarda en el bolso, sale, toma el autocar, baja en Cannatello, sube en el que va a Vigàta, regresa a su casa, abre la puerta, ve a su marido que se dispone a salir y discute con él. Su marido abre la puerta del ascensor, que aún está en el piso, pues usted lo acaba de utilizar, usted lo sigue y lo acuchilla; su marido se medio vuelve y se desploma al suelo; usted pulsa el botón de bajada, llega al vestíbulo y cruza el portal. Y nadie la ve. Ésta ha sido su gran suerte.

—¿Y por qué habría tenido que hacerlo? —preguntó tranquilamente la mujer. Y después añadió, haciendo gala de una increíble ironía, dado el lugar y el momento—: ¿Sólo porque mi marido había cerrado la puerta del estudio?

Montalbano, sentado en su sillón, le hizo una media reverencia de admiración.

—No, señora, por lo que había al otro lado de la puerta cerrada.

—¿Y qué había?

—Karima. La amante de su marido.

—Pero si usted mismo acaba de decir que yo no entré en aquella habitación.

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