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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (2 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—¿Por qué? ¿Acaso no lo ha interrogado mi subcomisario?

—Sí.

—Entonces no hay ninguna necesidad de que venga aquí. Le agradezco la amabilidad.

Estaban empeñados en meterle en aquella historia a toda costa.

* * *

La puerta se abrió con tal violencia que el comisario pegó un brinco en su sillón. Apareció Catarella tremendamente alterado.

—Pido perdón por el golpe, pero se me ha escapado la puerta.

—Como vuelvas a entrar así, te pego un tiro. ¿Qué ocurre?

—Pues que acaban de telefonear ahora mismo y hay uno que está en un ascensor.

El tintero de bronce delicadamente labrado pasó rozando la frente de Catarella, pero el ruido del golpe contra la madera de la puerta sonó como un cañonazo. Catarella se agachó y se cubrió la cabeza con los brazos. Montalbano la emprendió a puntapiés con el escritorio. Fazio entró corriendo en el despacho con la mano en la funda abierta del revólver.

—¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado?

—Que te explique este cabrón la historia de un tío que se ha quedado encerrado en un ascensor. Que avisen a los bomberos. Pero sácamelo de aquí, no quiero oírlo hablar. Fazio regresó de inmediato.

—Un muerto asesinado en un ascensor —dijo, yendo directamente al grano para evitar que le cayera encima otro tintero.

—Giuseppe Cosentino, guardia jurado —se presentó el hombre, de pie junto a la puerta abierta del ascensor—. Yo he encontrado al pobre señor Lapecora.

—¿Y cómo es posible que no haya ningún mirón? —preguntó Fazio, asombrado.

—Los he enviado a casa. Aquí todos me obedecen. Vivo en el sexto piso —explicó orgullosamente el guardia jurado, alisándose la chaqueta del uniforme.

Montalbano se preguntó cuál habría sido el poder de Giuseppe Cosentino si hubiera vivido en el sótano.

El difunto señor Lapecora estaba sentado en el suelo del ascensor con la espalda apoyada contra la pared del fondo. Junto a su mano derecha había una botella de Corvo blanco todavía con el precinto de aluminio. Junto a su mano izquierda, un sombrero gris claro. El difunto señor Lapecora, elegantemente vestido con corbata incluida, era un distinguido sesentón con los ojos abiertos y la mirada perpleja, tal vez por el hecho de haberse meado encima. Montalbano se inclinó y rozó con la yema de un dedo la mancha oscura de la entrepierna del muerto: no era orina sino sangre. El ascensor era de esos que funcionan empotrados en la pared, por lo que resultaba imposible ver la espalda del muerto y saber si lo habían matado con arma blanca o con arma de fuego. Olfateó el aire, pero no percibió olor de pólvora; igual se habría evaporado.

Tenía que avisar al forense.

—¿Crees que el doctor Pasquano estará todavía en el puerto, o ha regresado a Montelusa? —le preguntó a Fazio.

—Tiene que estar todavía en el puerto.

—Ve a buscarlo. Y, si están Jacomuzzi y los de la Policía Científica, diles también que vengan.

Fazio salió corriendo. Montalbano se dirigió al guardia jurado, el cual se cuadró respetuosamente.

—Descanse —le dijo Montalbano en tono abatido.

El comisario averiguó que el edificio tenía seis pisos con tres apartamentos por planta, todos ocupados.

—Yo vivo en el sexto piso, que es el último —tuvo empeño en repetir Giuseppe Cosentino.

—¿Estaba casado el señor Lapecora?

—Sí, señor, con Antonietta Palmisano.

—¿También ha avisado a la viuda?

—No, señor. La viuda aún no lo sabe. Se ha ido esta mañana a Fiacca a ver a su hermana, que no anda muy bien de salud. Tomó el autocar de las seis y media.

—Perdone, pero ¿usted cómo sabe todas estas cosas? ¿Acaso el hecho de vivir en el sexto piso le confería también el poder de exigir a los demás que le rindieran cuentas de todo lo que hacían?

—Porque la señora Palmisano de Lapecora se lo dijo anoche a mi mujer, pues las dos suelen hablar —explicó el guardia jurado.

—¿Tienen hijos?

—Uno. Es médico. Pero no vive en Vigàta.

—¿A qué se dedicaba?

—Al comercio. Tenía el despacho en Salita Granet número 28. Pero en los últimos años sólo iba tres días a la semana, los lunes, miércoles y viernes, porque ya no le apetecía trabajar. Había ahorrado un dinerillo y no dependía de nadie.

—Usted es una mina de oro, señor Cosentino.

El guardia jurado volvió a cuadrarse.

En aquel momento llegó una mujer de cincuenta y tantos años con unas piernas que parecían troncos de árbol. Llevaba varias bolsas de plástico llenas a rebosar.

—¡He hecho la compra! —proclamó, mirando enfurecida a Montalbano y al guardia jurado.

—Lo celebro —dijo Montalbano.

—Pues yo no, ¿se entera? ¿Cuándo se llevan al muerto?

Tras lanzarles otra incendiaria mirada, la mujer inició la agotadora subida. Resoplaba a través de las fosas nasales como un toro furioso.

—Es terrible esta mujer, señor comisario. Se llama Gaetana Pinna. Vive en el apartamento de al lado del mío y no hay día que no discuta con mi mujer, la cual, como es una señora, no le da ese gusto, y entonces ella arma un alboroto que no vea, sobre todo cuando yo intento recuperar el sueño perdido durante el servicio.

El mango del cuchillo que asomaba entre los omóplatos del señor Lapecora estaba gastado y era un vulgar utensilio de cocina.

—¿Cuándo lo han matado, según usted? —le preguntó el comisario al doctor Pasquano.

—A primera vista, entre las siete y las ocho de esta mañana. Pero ya se lo diré con más exactitud.

Llegó Jacomuzzi con los de la Científica y empezaron a tomar muestras.

Montalbano cruzó el portal; soplaba un fuerte viento pero el cielo seguía tan encapotado como antes. La calle era muy corta y sólo tenía dos tiendas, la una delante de la otra. A la izquierda había una tienda de fruta y verdura detrás de cuyo mostrador se encontraba un hombre delgadísimo con gafas de gruesos cristales, uno de los cuales estaba roto.

—Buenos días, soy el comisario Montalbano. ¿Esta mañana ha visto usted, por casualidad, entrar o salir del portal al señor Lapecora?

El hombre delgadísimo soltó una risita y no contestó.

—¿Ha oído usted mi pregunta? —le dijo el comisario, un poco mosqueado.

—Oírla sí la he oído —contestó el verdulero—. Pero lo de ver ya es otra cosa. Aunque hubiera salido un carro blindado de aquel portal, yo no habría estado en condiciones de verlo.

A mano derecha había un pescadero con dos clientes.

El comisario esperó a que éstos se fueran y entró.

—Buenos días, Lollo.

—Buenos días, comisario. Tengo unos sargos fresquísimos.

—Lollo, no he venido a comprar pescado.

—Ha venido por el muerto.

—Sí.

—¿Cómo ha muerto Lapecora?

—Un navajazo en la espalda.

Lollo lo miró boquiabierto de asombro.

—¿Lapecora asesinado?

—¿Por qué te sorprende tanto?

—¿Quién podía desearle mal al señor Lapecora? Era todo un caballero. Es cosa de locos.

—¿Tú lo has visto esta mañana?

—No, señor.

—¿A qué hora has abierto la tienda?

—A las seis y media. Ah, por cierto, en la esquina me he cruzado con la señora Antonietta, la mujer, que corría.

—Iba a tomar el autocar de Fiacca.

Era muy probable, dedujo Montalbano, que Lapecora hubiera sido asesinado mientras tomaba el ascensor para salir de casa. Vivía en el cuarto piso.

El doctor Pasquano se llevó el muerto a Montelusa para practicarle la autopsia, y Jacomuzzi todavía se entretuvo un poco metiendo una colilla de cigarrillo, un poco de polvo y un minúsculo trozo de madera en sendas bolsitas de plástico.

—Ya te diré algo.

Montalbano entró en el ascensor y le hizo señas de que entrara al guardia jurado, el cual, durante todo el rato, no se había movido ni un solo centímetro de su sitio. Cosentino pareció vacilar.

—¿Qué le pasa?

—Que aún hay sangre en el suelo.

—¿Y qué? Procure no ensuciarse las suelas de los zapatos. ¿O es que quiere subir seis pisos a pie?

Dos

—Pase, pase —dijo jovialmente la señora Cosentino, una pelota bigotuda de irresistible simpatía.

Montalbano entró en un comedor con sala de estar. La mujer se dirigió muy preocupada a su marido.

—No has podido descansar, Pepe.

—El deber. El deber es el deber.

—¿Usted ha salido esta mañana, señora?

—Nunca salgo antes de que regrese Pepe.

—¿Conoce a la señora Lapecora?

—Sí, señor. Cuando coincidimos esperando el ascensor, charlamos un poco.

—¿Hablaba también con el marido?

—No, señor. No me caía bien. Si me permite un momento...

La mujer se retiró.

—¿Dónde presta usted servicio?

—En el depósito de sal. Desde las ocho de la tarde a las ocho de la mañana.

—Ha sido usted quien ha descubierto el cadáver, ¿verdad?

—Sí, señor. Debían de ser las ocho y diez como máximo, el depósito está a dos pasos de aquí. Pulsé el botón de bajada del ascensor...

—¿No estaba abajo?

—No. Recuerdo muy bien que lo hice bajar.

—Como es natural, usted no sabe en qué piso estaba detenido.

—Lo he pensado, comisario. Por el rato que tardó en bajar, para mí que estaba en el quinto. Creo que lo he calculado bien.

No encajaba. Elegantemente vestido, el señor Lapecora...

—Por cierto, ¿cómo se llamaba?

—Aurelio, pero lo llamaban Arelio.

... en lugar de bajar, había subido un piso. El sombrero gris indicaba que estaba a punto de salir a la calle y no iba a visitar a nadie del edificio.

—¿Y después qué hizo?

—Pues nada. Bueno, al llegar el ascensor, abrí la puerta y vi al muerto.

—¿Lo tocó?

—¿Cree que soy tonto? Yo tengo experiencia en estas cosas.

—¿Cómo se dio cuenta de que estaba muerto?

—Ya se lo he dicho, tengo experiencia. Corrí a la verdulería y les llamé a ustedes. Después monté guardia junto al ascensor.

Entró la señora Cosentino con una taza de humeante café.

—¿Le apetece un poco de café?

Al comisario le apeteció. Después se levantó para marcharse.

—Espere un momento —dijo el guardia jurado, abriendo un cajón y entregándole un pequeño bloc de notas y un bolígrafo—. Es que tiene usted que tomar notas —explicó al ver la inquisitiva mirada del comisario.

—¿Acaso estamos en la escuela? —contestó Montalbano en tono enojado.

No soportaba a los policías que tomaban notas. Cuando veía alguno que lo hacía en la televisión, cambiaba de canal.

* * *

En el apartamento de al lado vivía la señora Gaetana Pinna, la de las piernas como troncos de árbol. En cuanto vio a Montalbano, la mujer lo atacó.

—¿Por fin se han llevado al muerto?

—Sí, señora. Puede utilizar el ascensor. No, no cierre. Tengo que hacerle unas cuantas preguntas.

—¿A mí? Yo no tengo nada que decir.

Se oyó una voz desde el interior, pero más que una voz parecía un retumbo.

—¡Tanina! ¡No seas grosera! ¡Haz pasar al señor!

El comisario entró en el consabido comedor-sala de estar. Sentado en camiseta en un sillón, con una sábana sobre las rodillas, había un elefante, un hombre de proporciones gigantescas. Los pies descalzos que asomaban por debajo de la sábana parecían patas; e incluso la nariz, larga y colgante, era como una trompa.

—Siéntese —dijo el hombre, que evidentemente estaba deseando hablar, indicándole una silla—. A mí, cuando mi mujer se pone tan antipática, me entran ganas de... de...

—¿... barritar? —se le escapó a Montalbano.

Por suerte, el otro no lo entendió.

—... de partirle la cabeza. Dígame.

—¿Usted conocía al señor Aurelio Lapecora?

—Yo no conozco a nadie de este edificio. Vivo aquí desde hace cinco años y no conozco ni a un perro. Desde hace cinco años no llego ni siquiera al rellano. No puedo mover las piernas, me cuesta un gran esfuerzo. Como no cabía en el ascensor, aquí arriba me subieron cuatro descargadores del muelle. Me embalaron como un piano.

Soltó una carcajada semejante a un fragor de truenos.

—Yo conocía al señor Lapecora —terció la mujer—. Era un hombre antipático. Le costaba horrores saludar a la gente.

—Y usted, señora, ¿cómo se enteró de que había muerto?

—¿Que cómo me enteré? Tenía que salir para hacer la compra y llamé al ascensor. Pero nada, no subía. Pensé que alguien se habría dejado la puerta abierta, tal como suele ocurrir con esta gentuza que vive en el edificio. Bajé a pie y vi al guarda jurado que montaba guardia junto al cadáver. Y, cuando regresé de la compra, tuve que subir la escalera a pie, y aún me falta la respiración.

—Menos mal, así hablarás menos —dijo el elefante.

FAM. CRISTOFOLETTI, decía la placa de la puerta del tercer apartamento, pero, a pesar de lo mucho que llamó al timbre el comisario, nadie abrió. Volvió a llamar a la puerta del apartamento de los Cosentino.

—Dígame, comisario.

—¿Sabe usted si la familia Cristofoletti...?

El guardia jurado se dio un manotazo en la frente.

—¡Olvidé decírselo! Con eso del muerto, se me fue de la cabeza. Los señores Cristofoletti están en Montelusa. A la señora Romilda la han operado, cosas de mujeres. Está previsto que regresen mañana.

—Gracias.

—De nada.

Montalbano dio dos pasos en el rellano, retrocedió y volvió a llamar.

—Dígame, comisario.

—Antes usted me ha dicho que tenía experiencia con los muertos. Y eso, ¿por qué?

—Trabajé varios años como enfermero.

—Gracias.

—De nada.

Bajó al quinto piso, aquel en el que, según el guardia jurado, se encontraba detenido el ascensor con Aurelio Lapecora ya muerto. ¿Había subido para reunirse con alguien y este alguien lo había acuchillado?

—Disculpe, señora, soy el comisario Montalbano.

Le abrió una mujer de treinta y tantos años, muy guapa pero bastante desaliñada. Con aire de complicidad, se acercó el dedo índice a los labios para indicarle que guardara silencio.

Montalbano se inquietó. ¿Qué significaba aquel gesto? ¡Maldita fuera su costumbre de ir desarmado! La joven se apartó de la puerta y el comisario, mirando cautelosamente a su alrededor, entró en un pequeño estudio lleno de libros.

—Por favor, hable bajito, si el niño se despierta, estamos perdidos, ya no podremos hablar, llora como un desesperado.

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