Read El ladrón de meriendas Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (9 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hola. Mimì. Soy Montalbano.

—Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

—¿Tienes todavía aquel libro de Le Carré titulado «Llamada para el muerto»? Estoy completamente seguro de que te lo presté.

—Pero ¿qué coño te pasa? ¡Son las cuatro de la madrugada!

—¿Y qué? Quiero que me lo devuelvas.

—Salvo, como hermano que te quiere, te pregunto: ¿por qué no te vas a un manicomio?

—Lo necesito ahora mismo.

—¡Estaba durmiendo, maldita sea! Cálmate, mañana te lo llevo al despacho. Ahora me tengo que poner los calzoncillos, empezar a buscarlo...

—Me importa un carajo. Lo buscas, lo encuentras, coges el coche aunque sea en calzoncillos y me lo traes.

Se pasó media hora paseando por la casa y haciendo cosas inútiles, como intentar comprender el recibo del teléfono o leer la etiqueta de un agua mineral, hasta que oyó acercarse un vehículo a toda velocidad, un sordo golpe en la puerta y el rumor del automóvil que se alejaba. Abrió, el libro se encontraba en el suelo y las luces traseras de Augello ya estaban lejos. Se le ocurrió la idea de efectuar una llamada anónima al Cuerpo de Carabineros.

«Soy un ciudadano. Hay un loco furioso que anda por ahí en calzoncillos...»

Lo dejó correr. Empezó a hojear la novela.

El relato era tal y como él lo recordaba. Página 15:

«—Smiley, habla Mason. Usted mantuvo el lunes una reunión con Arthur Fenna en el Foreign Office, ¿verdad?

»—Pues sí.

»—¿De qué se trataba?

»—Un anónimo a propósito de su afiliación al Partido, en Oxford...»

Y, en la página 187, el comienzo de la conclusión a que había llegado Smiley en su informe:

«Cabía, sin embargo, la posibilidad de que hubiera perdido la afición a su trabajo y que su invitación a desayunar fuera un primer paso para llegar a la confesión. Con este propósito pudo haber escrito también el anónimo, que tal vez se inventó con el fin de ponerse en contacto con el Departamento.»

Siguiendo la lógica de Smiley, cabía la posibilidad de que el propio Lapecora hubiera escrito los anónimos contra su persona. Pero, si era el autor, ¿por qué, echando mano de otro pretexto, no se había dirigido a la policía o a los carabineros?

Tras haber formulado la pregunta, le entraron ganas de sonreír. Con la policía o con el Cuerpo de Carabineros, un anónimo susceptible de dar lugar a la apertura de una investigación, habría podido tener consecuencias mucho más graves para el propio Lapecora. Dirigiendo los anónimos a su mujer, Lapecora pretendía provocar una reacción, por así decirlo, doméstica, pero suficiente para librarlo de una situación o bien peligrosa o bien insostenible, porque ya no sabía cómo soportarla. Quería librarse de ella, y sus cartas habían sido, de hecho, peticiones de ayuda, pero su mujer las había tomado por lo que parecían, es decir, por unos anónimos que revelaban una aventura amorosa vulgar y corriente. Ofendida, la mujer no había reaccionado y se había encerrado en un mutismo despectivo. Entonces Lapecora, desesperado, había recurrido a su hijo sin escudarse en el anonimato. Pero éste, cegado por el egoísmo y por el temor a perder unas cuantas liras, se había largado a Nueva York.

Gracias a Smiley, todo encajaba. Volvió a quedarse dormido.

El
commendatore
Baldassarre Marzachi, jefe de la oficina de correos de Vigàta, era notoriamente un imbécil presuntuoso. Esta vez tampoco desmintió su fama.

—No puedo acceder a su petición.

—Pero, perdone, ¿por qué?

—Porque no cuenta usted con una orden judicial.

—¿Por qué tendría que contar con ella? Cualquier funcionario de esta oficina me habría facilitado la información que solicito. Es una cuestión sin importancia.

—Eso lo dice usted. Si le hubieran facilitado la información, mis funcionarios habrían cometido una infracción susceptible de amonestación.


Commendatore
, tratemos de razonar. Le estoy pidiendo únicamente el nombre del cartero que atiende la zona en la que se incluye Salita Granet. Sólo eso.

—Y yo no se lo quiero dar, ¿de acuerdo? Si por casualidad se lo diera, ¿qué haría usted?

—Hacerle unas cuantas preguntas al cartero.

—¿Lo ve? Usted quiere violar el secreto postal.

—Pero ¿qué está usted diciendo?

Un verdadero imbécil, muy difícil de encontrar en estos tiempos en que los imbéciles se disfrazan de inteligentes. El comisario decidió recurrir a la escenificación para aniquilar a su adversario. De repente, echó el cuerpo hacia atrás y pegó la espalda al respaldo de la silla, mientras las manos y las piernas le empezaban a temblar y trataba desesperadamente de desabrocharse el cuello de la camisa.

—¡Dios mío! —graznó.

—¡Dios mío! —repitió como un eco el
commendatore
Marzachi, levantándose para acercarse a toda prisa al comisario—. ¿Se encuentra mal?

—Ayúdeme —dijo Montalbano entre jadeos.

El otro se inclinó y trató de aflojarle el cuello de la camisa, pero entonces el comisario empezó a gritar: —¡Déjeme! ¡Déjeme, por Dios!

Al mismo tiempo, sujetó con sus manos las de Marzachi, que había tratado instintivamente de apartarse, y las mantuvo a la altura de su cuello.

—Pero ¿qué hace? —balbució Marzachi, totalmente desconcertado, pues no comprendía lo que estaba ocurriendo.

Montalbano volvió a gritar.

—¡Déjeme! ¡Cómo se atreve! —se desgañitó, sin soltar las manos del
commendatore
.

Se abrió la puerta de par en par y aparecieron dos aterrorizados empleados, un hombre y una mujer, los cuales vieron con toda claridad cómo su jefe estaba tratando de estrangular al comisario.

—¡Retírense! —les gritó Montalbano a los dos—. ¡Fuera! ¡No pasa nada! ¡Tranquilos!

Los funcionarios se retiraron, cerrando la puerta. Montalbano —se ajustó tranquilamente el cuello de la camisa y miró a Marzachi que, en cuanto lo había soltado, se había apoyado en una pared.

—Te he jodido, Marzachi. Esos dos lo han visto. Y, puesto que te odian, como todos tus subordinados, estarán dispuestos a declarar. Agresión a un representante de la autoridad. ¿Quieres que te denuncie o no?

—¿Por qué me quiere destruir?

—Porque te considero responsable.

—Pero ¿de qué, por Dios bendito?

—De lo peor que puede haber. De las cartas que tardan dos meses en ir de Vigàta a Vigàta, de los paquetes que me llegan reventados y con sólo la mitad de su contenido, y tú me vienes a hablar del secreto postal que te puedes meter en el culo, de los libros que tendría que haber recibido y jamás recibiré... Eres una mierda que se reviste de dignidad para tapar esta cloaca. ¿Te parece suficiente?

—Sí —contestó destrozado Marzachi.

—Claro que recibía correspondencia. No mucha, pero recibía. Le escribía una empresa de fuera de Italia, sólo esa.

—¿De dónde?

—No me fijé. Pero el sello era extranjero. Le puedo decir el nombre de la empresa porque figuraba en el sobre. Aslanidis. Lo recuerdo porque mi padre que en paz descanse hizo la guerra en Grecia y conoció en aquellas tierras a una mujer que se llamaba Galatea Aslanidis. Nos hablaba siempre de ella.

—¿En el sobre figuraba impreso el producto que vendía esta empresa?

—Sí, señor.
Dattes
, que significa dátiles.

—Gracias por haber venido tan rápido —dijo la señora Antonietta Palmisano, viuda recentísima de Lapecora, en cuanto le abrió la puerta.

—¿Por qué? ¿Quería usted verme?

—Sí. ¿No le han dicho en su despacho que le he llamado?

—Aún no he pasado por allí. He venido espontáneamente.

—Entonces es un caso de cleptomanía —dedujo la mujer. Por un instante, el comisario la miró perplejo, pero enseguida comprendió que quería decir «telepatía».

«Cualquier día de éstos le presento a Catarella —pensó Montalbano— y después transcribo los diálogos. ¡Ni comparación con Ionesco!»

—¿Por qué me quería ver, señora?

Antonietta Palmisano agitó pícaramente un dedito.

—Ah, no. Le toca a usted hablar primero, la idea se le ha ocurrido a usted.

—Mire, señora, me gustaría que me mostrara exactamente lo que hizo la otra mañana cuando se preparaba para ir a visitar a su hermana.

La viuda lo miró asombrada, abriendo y cerrando la boca.

—¿Bromea usted?

—No, no bromeo.

—Pero ¿qué pretende, que me presente en camisón? —preguntó ruborizándose la señora Antonietta.

—Ni soñarlo.

—Entonces. Deje que lo piense. Me levanté de la cama en cuanto sonó el despertador. Tomé...

—No, señora, creo que no me he explicado bien. Usted no me tiene que decir lo que hizo, me lo tiene que enseñar. Vamos al dormitorio.

Pasaron al dormitorio. El armario estaba abierto y, sobre la cama, había una maleta llena de vestidos de mujer. Sobre una de las mesillas, un despertador de color rojo.

—¿Usted dormía en este lado? —preguntó Montalbano.

—Sí. ¿Qué hago, me tumbo?

—No es necesario, basta que se siente en el borde.

La viuda obedeció, pero, de repente, estalló:

—¿Qué tiene eso que ver con el asesinato de Arelio?

—Haga lo que le digo, es importante. Cinco minutos y no la molesto más. Dígame, ¿su marido también se despertó al oír el timbre del despertador?

—Por regla general, tenía un sueño muy ligero. Abría los ojos por cualquier ruido que yo hiciera. Pero, ahora que usted me lo hace recordar, la otra mañana no lo oyó. Es más, debía de estar un poco resfriado y con la nariz tapada, porque se puso a roncar, cosa que no hacía casi nunca.

Un mal actor, el pobre Lapecora. Pero, por una vez, le había ido bien.

—Siga.

—Me levanté, cogí los vestidos que tenía en aquella silla y me fui al cuarto de baño.

—Vamos hacia allá.

Azorada, la mujer lo precedió. Una vez en el cuarto de baño, la viuda preguntó, mirando púdicamente al suelo:

—¿Lo tengo que hacer todo?

—No, por Dios. Salió del cuarto de baño vestida, ¿verdad?

—Sí, completamente, es lo que hago siempre.

—Y después, ¿qué hizo?

—Me fui al comedor.

Ya había aprendido la lección y se dirigió hacia allá, seguida del comisario.

—Cogí el bolso que había dejado preparado en este sofá, abrí la puerta y salí al rellano.

—¿Está segura de que cerró la puerta al salir?

—Completamente segura. Llamé al ascensor...

—Ya basta, gracias. ¿Qué hora era, lo recuerda?

—Las seis y veinticinco. Se me había hecho tarde, tanto que tuve que correr.

—¿Cuál fue el imprevisto?

La mujer lo miró con expresión inquisitiva.

—¿Cuál fue el motivo que la obligó a retrasarse? Me explicaré mejor: si uno sabe que a la mañana siguiente tiene que salir y pone el despertador, tiene en cuenta el tiempo que necesita para...

La señora Antonietta sonrió.

—Me dolía un callo —dijo—. Le apliqué un poco de pomada, me lo vendé y perdí un tiempo que no había calculado.

—Gracias una vez más y disculpe. Buenos días.

—¡Espere! ¿Qué hace? ¿Ya se va?

—Ah, es verdad. Usted me tenía que decir una cosa.

—Siéntese un momento.

Montalbano así lo hizo. Ya había averiguado lo que quería saber: la viuda Lapecora no había entrado en el estudio, donde seguramente se ocultaba Karima.

—Como ha visto —explicó la mujer—
, me estoy preparando para irme. En cuanto pueda enterrar a Arelio, me voy.

—¿Adónde irá, señora?

—A casa de mi hermana. Tiene una casa muy grande y está enferma, como usted sabe. Aquí, en Vigàta, no volveré a poner los pies ni muerta.

—¿Por qué no se va a vivir con su hijo?

—No quiero causarle molestias. Y, además, no congenio con su mujer, que gasta de mala manera y ese pobre hijo mío se queja de que no le alcanza el dinero. Pues lo que quería decirle es que, echando un vistazo a las cosas que no me sirven para tirarlas, encontré el sobre del primer anónimo. Creí haberlo quemado, pero, por lo visto, sólo quemé el contenido. Como me pareció que usted tenía un interés especial...

La dirección estaba escrita a máquina.

—¿Me lo puedo quedar?

—Claro. Eso es todo.

La mujer se levantó y el comisario imitó su ejemplo, pero ella se acercó al aparador sobre el cual había una carta, la cogió y la sacudió en dirección a Montalbano.

—Fíjese, comisario. Hace un par de días que ha muerto Arelio y ya estoy empezando a pagar las deudas de sus cochinos caprichos. Ayer recibí (se ve que en correos se han enterado de que lo han matado) dos recibos del despacho: ¡la luz, doscientas veinte mil liras; y el teléfono, trescientas ochenta mil! Pero el que telefoneaba no era él, ¿sabe? ¿A quién iba a telefonear? Era aquella puta tunecina la que lo hacía, seguro, a lo mejor a sus parientes de Túnez. Y esta mañana he recibido esto. ¡A saber lo que le había metido en la cabeza esa grandísima guarra a la que frecuentaba, y lo que oía el cabronazo de mi marido!

Muy compasiva la señora Antonietta Palmisano, viuda de Lapecora. El sobre no estaba franqueado, se había entregado en mano. Montalbano decidió no poner de manifiesto una excesiva curiosidad, justo la suficiente.

—¿Cuándo se lo han entregado?

—Ya se lo he dicho, esta mañana. Ciento setenta y siete mil liras, una factura de la imprenta Mulone. Por cierto, comisario, ¿me podría devolver las llaves del despacho?

—¿Tiene prisa?

—Lo que se dice prisa, no. Pero quiero empezar a enseñarlo a algunas personas que podrían comprarlo. También quiero vender la casa. He calculado que sólo el entierro me costará más de cinco millones, entre una cosa y otra.

De tal madre, tal hijo.

—Con los ingresos de la venta del despacho y de la casa —dijo Montalbano en un arranque de perversidad— podrá pagar unos veinte entierros.

Empedocle Mulone, propietario de la imprenta, dijo que sí, que el pobre señor Lapecora le había encargado unas hojas y unos sobres con un membrete ligeramente distinto del antiguo. El señor Arelio era cliente suyo desde hacía veinte años y ambos tenían amistad.

—¿Cuál fue la modificación?

—Export-Import en lugar de Exportación-Importación. Pero yo se lo desaconsejé.

—¿No quería introducir la modificación?

—No me refería al membrete, sino a la idea que se le había ocurrido de reanudar su actividad. Ya hacía casi cinco años que se había retirado, y en este tiempo las circunstancias han cambiado, las empresas van a la quiebra y es un mal momento. ¿Y sabe usted qué hizo, en lugar de darme las gracias? Se enfadó. Dijo que él leía los periódicos y veía la televisión, y que sabía cuál era la situación.

BOOK: El ladrón de meriendas
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Daybreak Zero by John Barnes
Apache Fire by Raine Cantrell
The Spacetime Pool by Catherine Asaro
The Stolen by Jason Pinter
Lost by Francine Pascal
The Billion Dollar Bad Boy by Jackie Ashenden
Trust Me by Natasha Blackthorne