Read El ladrón de meriendas Online

Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (8 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Dile —contestó el comisario mientras examinaba las fotografías del cajón— que Alá es grande y misericordioso, pero que, si ella me está contando tonterías, seguro que Alá se enfadará, porque eso sería engañar a la justicia y, en tal caso, se armaría la gorda.

Buscaino tradujo cuidadosamente y la vieja se calló como si se le hubiera terminado la cuerda. Después, una llavecita interior la puso nuevamente en marcha y volvió a largar sin parar. El tío, que era muy sabio, tenía razón y lo había comprendido todo muy bien. Varias veces, en el transcurso de los últimos dos años, había ido a ver a Karima un hombre joven que llegaba con un coche muy grande.

—Pregúntale de qué color.

El diálogo entre la vieja y Buscaino fue muy largo y laborioso.

—Me parece haber entendido que de color gris metalizado.

—¿Qué hacían aquel joven y Karima?

Lo que hacen un hombre y una mujer, tío. La vieja oía chirriar la cama sobre su cabeza.

¿Dormía con Karima?

Sólo una vez y, a la mañana siguiente, él la acompañó al trabajo en su coche.

Pero era un hombre malo. Una noche se oyó un ruido muy grande.

Karima gritaba y lloraba y después el hombre malo se había ido.

Ella había subido corriendo y había encontrado a Karima sollozando y con señales en el cuerpo desnudo de haber recibido una paliza. Por suerte, François no se había despertado.

¿El hombre malo había ido a verla, por casualidad, el miércoles por la noche?

¿Cómo se las había arreglado el tío para adivinarlo? Sí, había ido, pero no había hecho nada con Karima, se la había llevado en su coche.

¿Qué hora era?

Puede que las diez de la noche. Karima hizo bajar a François a su casa y dijo que pasaría la noche fuera. Y, en efecto, a la mañana siguiente regresó hacia las nueve para llevarse al niño.

¿La acompañaba el hombre malo?

No, volvió en autobús. Pero el hombre malo regresó cuando ya hacía un cuarto de hora que Karima se había ido con su hijo. Al enterarse de que la mujer no estaba, el hombre volvió a subir al coche y se fue corriendo a buscarla.

¿Karima le había dicho adónde iba?

No, no había dicho nada. Ella los había visto dirigirse a pie hacia la parte vieja de Villaseta, pues por allí pasan los autocares de línea.

¿Llevaba una maleta?

Sí, muy pequeña.

Que la vieja mirara a su alrededor. ¿Faltaba algo en la habitación?

La vieja abrió el armario e inmediatamente estalló en la habitación la fragancia del perfume Volupté; abrió unos cajones y los revolvió.

Al final, dijo que Karima había guardado en la maletita un par de pantalones, una blusa y unas bragas; no llevaba sujetador. También había puesto dentro unos vestidos y la ropa interior del niño.

Que mirara bien. ¿Faltaba alguna otra cosa?

Sí, el gran libro que tenía al lado del teléfono. Resultó que el libro era una especie de agenda-diario.

Seguramente Karima se lo había llevado.

—No tiene intención de permanecer mucho tiempo ausente —comentó Fazio.

—Pregúntale —dijo el comisario a Buscaino— si Karima pasaba a menudo la noche fuera de casa.

No a menudo, sólo algunas veces. Pero siempre avisaba.

Montalbano dio las gracias a Buscaino.

—¿Puedes acercar a Fazio a Vigàta? —le preguntó. Fazio miró perplejo a su jefe.

—¿Por qué? ¿Qué va a hacer usted?

—Yo me quedaré aquí un ratito.

* * *

Entre las muchas fotografías que el comisario empezó a examinar, había un sobre amarillo de gran tamaño con unas veinte fotos de Karima desnuda en posturas provocadoras o decididamente pornográficas, una especie de muestrario de una mercancía de indudable primerísima calidad. ¿Cómo era posible que una mujer como aquélla no hubiera conseguido encontrar un marido o un amante rico que la mantuviera sin verse obligada a prostituirse? Había también una de Karima en avanzado estado de gestación, mirando con expresión enamorada a un hombre alto y rubio del que estaba literalmente colgada, probablemente el padre de François, el francés de paso en Túnez. En otras se veía a Karima niña con un niño un poco mayor que ella que se le parecía mucho y tenía sus mismos ojos, sin duda hermano y hermana. Había muchas fotografías con su hermano, tomadas a lo largo de los años: la última debía de ser aquella en la que Karima, con su hijo de pocos meses en brazos, aparecía con su hermano, enfundado en una especie de uniforme y sosteniendo en sus manos una ametralladora. Cogió esta última fotografía y bajó. La vieja estaba machacando en un mortero carne picada a la que añadía granos de trigo cocido. En un plato había unos pinchos de carne listos para ser asados, cada uno de ellos envuelto en una pámpana. Montalbano juntó los dedos de las manos hacia arriba en forma de alcachofa y las movió de arriba abajo y viceversa. La anciana comprendió la pregunta. Mostró primero el mortero:


Kubba
.

Después señaló un pincho:


Kebab
.

El comisario le mostró la fotografía y le indicó el hombre con el dedo. La vieja contestó algo incomprensible. Montalbano se enfadó consigo mismo, ¿por qué se había dado tanta prisa en despedir a Buscaino? Después recordó que los tunecinos habían mantenido relaciones con los franceses durante muchos años. Lo intentó.


Frère
?

Los ojos de la vieja se iluminaron.


Oui. Son frère Ahmed
.


Où est-il
?


Je ne sais pas
—contestó la vieja, extendiendo los brazos.

Después de este diálogo de manual de conversación, Montalbano volvió a subir al piso de arriba y cogió la fotografía de Karima con el hombre rubio.


Son mari
?

La vieja hizo un gesto despectivo.


Simplement le père de François. Un mauvais homme
.

La bella Karima se había tropezado, y se seguía tropezando, con demasiados hombres malos.


Je m'appelle Aisha
—dijo inesperadamente la vieja.


Mon nom est Salvo
—dijo a su vez Montalbano.

Subió al coche, encontró la pastelería que había entrevisto a la ida, compró doce barquillos rellenos de nata y regresó. Aisha había puesto la mesa bajo una pequeña pérgola de la parte de atrás de la casucha, al principio del huerto. La campiña estaba desierta. Lo primero que hizo el comisario fue abrir el paquete de dulces, y la vieja se comió dos barquillos a modo de entremés. La
kubba
no entusiasmó a Montalbano, pero los
kebab
tenían un saborcillo de hierba amarga que les confería un vigoroso carácter o, por lo menos, así los definió él con su imperfecta adjetivación.

Durante la comida Aisha, probablemente, le contó su vida, pero había abandonado el francés y sólo hablaba en árabe. A pesar de todo, el comisario participó activamente: si la vieja se reía, él se reía; si la vieja se ponía triste, él ponía cara de funeral.

Al terminar la cena, Aisha quitó la mesa mientras Montalbano, en paz consigo mismo y con el mundo, se fumaba un cigarrillo. Después, la vieja regresó con misterioso aire de conspiradora. Sostenía en la mano una cajita negra, plana y alargada, que probablemente había sido el estuche de un collar o algo parecido. Aisha la abrió. Dentro había una libreta de ahorro a la vista de la Banca Popolare de Montelusa.

—Karima —dijo la vieja, acercándose un dedo a los labios para dar a entender que aquello era un secreto y lo tenía que seguir siendo.

Montalbano cogió la libreta y la abrió. Quinientos millones de liras exactos.

El año anterior —le había explicado la señora Clementina Vasile Cozzo— había sufrido un período de insomnio tan terrible que no había manera de que durmiera, pero, por suerte, sólo le había durado unos meses. Se pasaba casi toda la noche viendo la televisión o escuchando la radio. Leer no, no conseguía hacerlo tantas horas, pues, al cabo de un rato, los ojos se le empezaban a nublar. Una vez, sobre las cuatro de la madrugada, o puede que antes, oyó los gritos de dos borrachos que discutían justo bajo su ventana. Apartó los visillos por simple curiosidad y vio luz en el despacho del señor Lapecora. A aquella hora de la noche, ¿qué hacía el señor Lapecora? Y, en efecto, Lapecora no se encontraba allí, no había nadie, la estancia estaba vacía. La señora Vasile Cozzo pensó que, a lo mejor, se habían dejado la luz encendida. De pronto apareció, procedente de la otra habitación, cuya existencia ella conocía pero no podía ver, un joven que algunas veces visitaba el despacho, incluso cuando Lapecora no estaba. El joven, completamente desnudo, corrió al teléfono, descolgó el aparato y empezó a hablar. Estaba claro que había sonado, pero ella no lo había oído. Poco después, procedente también de la otra estancia, entró Karima, también desnuda, y se quedó escuchando al chico que discutía acaloradamente con su interlocutor. Cuando la discusión terminó, el joven agarró a Karima y juntos regresaron a la otra habitación para terminar de hacer lo que estuvieran haciendo cuando la llamada los había interrumpido. Después volvieron a salir vestidos, apagaron la luz y se fueron en el cochazo gris metalizado del joven.

A lo largo del año anterior, los hechos se habían repetido cuatro o cinco veces. Por regla general, se pasaban horas sin hacer ni decir nada: si él la tomaba del brazo y la llevaba a la otra habitación, era sólo para pasar el rato. Algunas veces él escribía o leía, y ella se quedaba medio dormida en la silla, con la cabeza apoyada en la mesa, a la espera de la llamada. Algunas veces, tras haberla recibido, el chico efectuaba a su vez una o dos llamadas.

Aquella mujer, Karima, los lunes, miércoles y viernes se encargaba de hacer la limpieza en el despacho —pero ¿qué era lo que se tenía que limpiar, Dios mío?— y algunas veces atendía al teléfono, pero las llamadas jamás se las pasaba al señor Lapecora, ni siquiera cuando él se encontraba presente y la escuchaba conversar, con la cabeza gacha y mirando al suelo como si el asunto no tuviera nada que ver con él o como si estuviera ofendido.

A juicio de la señora Clementina Vasile Cozzo, la criada, la tunecina, era una mala mujer.

No sólo hacía lo que hacía con el chico moreno, sino que algunas veces conseguía engatusar al pobre Lapecora que, inevitablemente, acababa cediendo y dejándose arrastrar a la otra habitación. Una vez que Lapecora estaba sentado delante de la mesita de la máquina de escribir leyendo el periódico, ella se le había arrodillado delante, le había desabrochado la bragueta y... Al llegar a este punto, la señora Vasile interrumpió el relato y se ruborizó.

Estaba claro que Karima y el chico tenían la llave del despacho, porque Lapecora se la había entregado o porque habían hecho un duplicado. Y también estaba claro, a pesar de que no hubiera testigos insomnes, que Karima, la víspera del asesinato de Lapecora, había permanecido unas cuantas horas en la vivienda de la víctima, tal como demostraba la persistente fragancia del perfume Volupté. ¿También tenían las llaves del apartamento, o había sido el propio Lapecora quien le había franqueado la entrada, aprovechando que su mujer había tomado una fuerte dosis de somnífero? En cualquier caso, el hecho no tenía sentido. ¿Por qué correr el riesgo de que los sorprendiera la señora Antonietta pudiendo reunirse tranquilamente en el despacho? ¿Por un capricho? ¿Para aderezar con el escalofrío del peligro unas relaciones excesivamente previsibles?

Y, por si fuera poco, estaba la cuestión de los tres anónimos, preparados sin duda en el despacho. ¿Por qué lo habían hecho Karima y el chico moreno? ¿Para colocar a Lapecora en una situación comprometida? No cuadraba. Nada ganaban con ello. Es más, corrían el riesgo de no poder utilizar el número telefónico que usaban en sus contactos, pues en eso se había convertido la empresa.

Para averiguar algo más, habría que esperar el regreso de Karima que, Fazio tenía razón, se había largado para no tener que responder a preguntas peligrosas, pero volvería a la chita callando. El comisario estaba seguro de que Aisha cumpliría la palabra que le había dado. En un improbable francés, a la vieja le había explicado que Karima se había metido en un mal ambiente; el hombre malo y sus compinches acabarían matándola no sólo a ella sino también a François e incluso a la propia Aisha. Montalbano pensó que había conseguido convencerla y asustarla lo suficiente.

Acordaron que, en cuanto apareciera Karima, la vieja llamaría, bastaría con que preguntara por Salvo y dijera su nombre, Aisha. Le dejó el número del despacho y el de su domicilio y le aconsejó que los guardara bien escondidos, tal como hacía con la libreta de ahorro a la vista.

Como es natural, el razonamiento cuadraba, siempre y cuando Karima no fuera la asesina. Pero el comisario, por más que lo pensara, no conseguía imaginársela con un cuchillo en la mano.

Consultó el reloj a la luz de la llama del encendedor: ya eran casi las doce de la noche. Hacía más de dos horas que permanecía sentado a oscuras en la galería para evitar que las moscas y los mosquitos se lo comieran vivo, pensando una y otra vez en lo que había averiguado por medio de la señora Clementina Vasile Cozzo y de Aisha.

Pero necesitaba una aclaración. ¿Podía llamar a aquella hora de la noche a la señora Vasile Cozzo? La señora le había explicado que todas las noches, tras haberle servido la cena, la asistenta la ayudaba a desnudarse y la sentaba en la silla de ruedas. Pero, aunque estuviera lista para irse a la cama, ella no se acostaba sino que permanecía hasta muy tarde mirando la televisión. De la silla de ruedas a la cama y viceversa, se las podía arreglar ella sola.

—Señora, soy imperdonable, ya lo sé.

—¡Por Dios, comisario! Estaba despierta, viendo una película.

—Verá, señora. Usted me ha dicho que el chico moreno algunas veces leía o escribía. ¿Qué leía? ¿Qué escribía? ¿Consiguió averiguarlo?

—Leía periódicos, cartas. Y escribía cartas. Pero no utilizaba la máquina de escribir del despacho, llevaba una portátil. ¿Alguna otra cosa?

—Hola, cariño, ¿estabas durmiendo? ¿No? ¿De verdad? Estaré en tu casa mañana sobre la una del mediodía. No te preocupes en absoluto por mí. Llego y, si no estás, te espero. Total, tengo las llaves.

Siete

Estaba claro que, durante el sueño, una parte de su cerebro había seguido trabajando en el asunto Lapecora, tanto es así que, hacia las cuatro de la madrugada, una idea que se le había ocurrido lo había inducido a despertarse y levantarse para buscar afanosamente entre los libros. De repente, recordó que aquel libro se lo había pedido prestado Augello, porque había visto en televisión la versión cinematográfica. Lo tenía desde hacía seis meses y aún no se lo había devuelto. Se puso nervioso.

BOOK: El ladrón de meriendas
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Season For Desire by Theresa Romain
Helix and the Arrival by Damean Posner
Desert Assassin by Don Drewniak
Sexiest Vampire Alive by Sparks, Kerrelyn
A Greek Escape by Elizabeth Power
Year of the Tiger by Lisa Brackman
Sophie and the Rising Sun by Augusta Trobaugh
Elektra by Yvonne Navarro