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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas (7 page)

BOOK: El ladrón de meriendas
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—Entonces, señora, ¿qué vio? —preguntó. Clementina Vasile Cozzo se lo dijo.

* * *

Una vez finalizado el relato, cuando ya se estaba despidiendo, el comisario oyó que se abría y cerraba la puerta del apartamento.

—Es la asistenta —explicó la señora Clementina. Entró una veinteañera bajita y rechoncha, de cara severa, que miró al intruso con seriedad.

—¿Todo bien? —preguntó en tono receloso.

—Sí, todo bien.

—Entonces me voy a la cocina a calentar el agua —dijo.

Y se retiró, aunque sin tenerlas todas consigo.

—Bueno, señora, le doy las gracias y... —dijo el comisario, levantándose.

—¿Por qué no se queda a comer conmigo?

Montalbano notó que se le encogía el estómago. La señora Clementina era un encanto, pero debía de alimentarse a base de sémola y patatas hervidas.

—La verdad es que tengo mucho que...

—Pina, la asistenta, es una cocinera estupenda, se lo aseguro. Hoy ha preparado pasta a la Norma, ¿sabe?, esa que se hace con berenjenas fritas y requesón salado.

—¡Jesús! —exclamó Montalbano, volviéndose a sentar.

—Y, de segundo, carne de buey guisada en vino blanco con salchichas y verduras.

—¡Jesús! —repitió Montalbano.

—¿Por qué se extraña tanto?

—¿No es una comida un poquito fuerte para usted?

—¿Por qué? Tengo un estómago mejor que el de una chica de veinte años, una de esas que aguantan un día entero con media manzana y una ensalada de zanahorias. A lo mejor, piensa usted lo mismo que mi hijo Giulio.

—No tengo el gusto de saber lo que piensa.

—Dice que, a mi edad, no es correcto comer estas cosas. Me tiene por un poco desvergonzada. Según él, tendría que alimentarme a base de papillitas. Bueno, ¿qué decide, se queda?

—Me quedo —dijo resueltamente el comisario.

Cruzó la calle, subió los tres peldaños y llamó a la puerta del despacho. Le abrió Gallo.

—He relevado a Galluzzo —explicó éste. Después preguntó—:
Dottore
, ¿viene usted de la comisaría?

—No. ¿Por qué?

—Fazio ha llamado para saber si lo habíamos visto. Lo está buscando. Tiene algo importante que decirle.

El comisario corrió al teléfono.

—Comisario, me he tomado la libertad porque creo que se trata de una novedad significativa. ¿Recuerda que anoche me dijo que enviara órdenes de búsqueda de la tal Karima? Pues, hace cosa de media hora, ha llamado desde Montelusa el
dottore
Mancuso, de la Brigada de Extranjeros. Dice que ha conseguido averiguar por pura casualidad dónde vive la tunecina.

—Dime.

—Vive en Villaseta, en la Via Garibaldi 70.

—Voy enseguida y nos vamos para allá.

En la puerta de la comisaría lo abordó un cuarentón bien vestido.

—¿Usted es el
dottore
Montalbano?

—Sí, pero no tengo tiempo.

—Hace dos horas que lo espero. Sus colaboradores no sabían si iba a venir o no. Soy Antonino Lapecora.

—¿El hijo? ¿El médico?

—Sí.

—Mi más sentido pésame. Pase. Pero sólo cinco minutos.

Fazio se le acercó.

—El coche está listo.

—Salimos dentro de cinco minutos. Primero hablo un momento con este señor.

Entraron en el despacho; el comisario le indicó por señas al médico que se sentara y él hizo lo propio al otro lado del escritorio.

—Lo escucho.

—Verá, señor comisario, hace unos quince años que vivo en Valledolmo, donde ejerzo mi profesión. Soy pediatra. Me casé en Valledolmo. Se lo digo porque, desde hace tiempo, las relaciones con mis padres se habían enfriado inevitablemente. Por otra parte, jamás había habido demasiada confianza entre nosotros. Pasábamos juntos las fiestas de guardar, claro, y nos llamábamos por teléfono cada quince días. Por eso me sorprendí mucho cuando, a principios de octubre del año pasado, recibí una carta de mi padre. Ésta.

Se introdujo una mano en el bolsillo, sacó la carta y se la entregó al comisario.

Queridísimo Nino, sé que esta carta te sorprenderá. He tratado de ocultarte una historia, en la que me he visto envuelto y que ahora amenaza con convertirse en una grave situación para mí. Sin embargo, ahora me doy cuenta de que ya no puedo seguir así. Necesito urgentemente tu ayuda. Ven enseguida. Y no le hables a mamá de estas líneas. Besos.

Papá

—¿Qué hizo usted?

—Verá, dos días después yo tenía que viajar a Nueva York... Estuve ausente un mes. A mi regreso, llamé a mi padre para preguntarle si todavía me necesitaba y me contestó que no. Después nos vimos personalmente, pero no volvió a hablarme del tema.

—¿Usted tuvo alguna idea de cuál podía ser la peligrosa historia a la que se refería su padre?

—Pensé que era algo relacionado con la empresa, que tenía intención de volver a poner en marcha a pesar de mi opinión decididamente contraria. Incluso discutimos. Además, mi madre me había comentado que mi padre se relacionaba con una mujer que lo obligaba a hacer unos gastos excesivos...

—No siga. Usted creyó, por tanto, que la ayuda que su padre esperaba de usted era un préstamo o algo por el estilo.

—Si he de serle sincero, sí.

—¿Y no hizo nada a pesar del carácter preocupado y preocupante de la carta?

—Bueno, es que...

—¿Usted se gana bien la vida, doctor?

—No me puedo quejar.

—Tengo una curiosidad: ¿por qué ha querido enseñarme la carta?

—Porque, a la vista del homicidio, la perspectiva ha cambiado. Creo que puede ser útil para las investigaciones.

—No, no lo es —dijo tranquilamente Montalbano—. Puede cogerla y guardarla. ¿Usted tiene hijos, doctor?

—Uno. Calogerino, de cuatro años.

—Le deseo que jamás necesite la ayuda de su hijo.

—¿Por qué? —preguntó perplejo el doctor Antonino Lapecora.

—Porque, si de tal palo tal astilla, usted estaría jodido.

—Pero ¿cómo se atreve?

—Como no desaparezca en cuestión de segundos, lo mando detener bajo cualquier pretexto.

El doctor huyó con tanta precipitación que volcó la silla en la que se había sentado. Aurelio Lapecora había pedido desesperadamente ayuda a su hijo y éste había interpuesto el océano entre él y su padre.

Hasta treinta años atrás, Villaseta estaba integrada por una veintena de casas, o más bien casuchas: diez a cada lado del tramo central de la carretera provincial Vigàta-Montelusa. Sin embargo, en los años del «boom» económico, al frenesí inmobiliario (sobre el cual parecía basarse constitucionalmente este país: «Italia es una república fundada en la actividad inmobiliaria») se añadió el delirio viario, y Villaseta se encontró situada en el punto de intersección de tres vías rápidas, una autovía, una llamada «carretera de enlace», dos carreteras provinciales y tres interprovinciales. Algunas de dichas carreteras reservaban al incauto viajero foráneo —después de unos cuantos kilómetros de turístico paisaje con los quitamiedos oportunamente pintados de rojo en los lugares donde habían sido asesinados jueces, policías, carabineros, agentes de la policía judicial e, incluso, funcionarios de prisiones— la sorpresa de terminar inexplicablemente (o demasiado explicablemente) contra la ladera de una loma tan desolada que a uno le entraba la sospecha de que jamás pie humano la había pisado. Otras, en cambio, terminaban de golpe a la orilla del mar, en una playa de fina y dorada arena sin una casa a la vista o un barco en el horizonte, provocando en el incauto viajero una rápida caída en el síndrome de Robinson.

Villaseta, que siempre había seguido el instinto primario de levantar casas a ambos lados de cualquier carretera, no tardó en convertirse en un laberíntico y extenso poblacho.

—¡Cualquiera sabe ahora dónde estará la tal Via Garibaldi! —se quejó Fazio, que iba al volante.

—¿Cuál es la zona más periférica? —preguntó el comisario.

—La que hay al lado de la carretera de Butera.

—Pues vamos hacia allá.

—¿Y cómo sabe usted que Via Garibaldi se encuentra en aquella zona?

—Tú no te preocupes.

Montalbano sabía que no se equivocaba. Sabía, por observación directa, que en los años inmediatamente anteriores al llamado milagro económico, las calles del centro de todos los pueblos y ciudades solían dedicarse, por obligada memoria, a los padres de la patria (tipo Mazzini, Garibaldi, Cavour), a los viejos políticos (Orlando, Sonnino, Crispi) y a los clásicos (Dante, Petrarca, Carducci y, un poco menos, a Leopardi). Pasado el «boom», la toponimia había cambiado, y los padres de la patria, los viejos políticos y los clásicos se habían ido al extrarradio mientras que el centro lo ocupalian ahora Pasolini, Pirandello, De Filippo, Togliatti, De Gasperi y el inevitable Kennedy (bien entendido John y no Bob, por más que Montalbano, en un remoto pueblecito de los montes Nebrodi, hubiera tropezado una vez con una plaza Hermanos Kennedy).

Pero resultó que, por un lado, el comisario acertó y, por otro, se equivocó. Acertó porque, a lo largo de la carretera de Butera, se había producido el previsto desplazamiento centrífugo de los nombres históricos. Pero se equivocó porque las calles de aquel barrio —es un decir— estaban dedicadas, no a los padres de la patria, sino, vete tú a saber por qué, a Verdi, Bellini, Rossini y Donizetti. Desanimado, Fazio decidió preguntar a un anciano campesino montado en un asno cargado de ramas secas. Sólo que el asno decidió no detenerse y Fazio se vio obligado a seguirlo con el motor casi al ralentí.

—Perdón, ¿via Garibaldi?

El anciano pareció no haberle oído.

—¿Via Garibaldi? —repitió Fazio, levantando un poco más la voz.

El viejo se volvió y miró al forastero con expresión enfurecida.

—¿Viva Caribardi? ¿Usted me viene a decir viva Caribardi con todo el follón que está ocurriendo en nuestra tierra? ¡Y un cuerno viva! ¡Caribardi tiene que volver ahora mismo a partirles los morros a toda esta caterva de hijos de puta!

Seis

La Via Garibaldi, finalmente localizada, limitaba con la amarilla y yerma campiña, interrumpida de vez en cuando por alguna que otra mancha verde de pequeño y raquítico huerto. El número 70 era una casucha de piedra arenisca sin encalar. Dos habitaciones: a la de la planta baja se accedía a través de una puerta baja con un ventanuco al lado; a la de arriba, que tenía un balconcito, se subía por medio de una escalera exterior. Fazio llamó a la puerta y, al poco, abrió una anciana vestida con una chilaba muy raída pero limpia. Al verlos, soltó un torrente de palabras árabes, frecuentemente interrumpidas por guturales alaridos.

—¡Se acabó! —comentó irritado Montalbano, desanimándose de golpe (el cielo se había encapotado ligeramente).

—Espera, espera —le dijo Fazio a la vieja, adelantando las palmas de las manos en el gesto internacional que significa detenerse. La anciana lo comprendió y se calló de golpe.

—¿Ka-ri-ma? —preguntó Fazio, y, temiendo no haber pronunciado bien el nombre, se contoneó y se alisó una imaginaria cabellera.

La vieja se rió.

Fazio delante, Montalbano en medio y la vieja en la retaguardia gritando palabras incomprensibles, subieron por la escalera exterior. De pronto, la vieja apartó al comisario sin miramientos, se le adelantó, empujó a Fazio, se situó de espaldas a la puerta, imitó a éste alisándose la cabellera y contoneándose, añadió a la mímica el gesto indicador de que alguien se ha ido y, después, bajó la mano derecha con la palma hacia abajo, la volvió a levantar, extendió los dedos y repitió el gesto de la partida.

—¿Tenía un hijo? —pregunto asombrado el comisario.

—Se ha ido con su hijo de cinco años, si no he entendido mal —le confirmó Fazio.

—Quiero saber algo más —dijo Montalbano—. Llama a la Brigada de Extranjeros de Montelusa y pide que envíen a alguien que hable árabe. Lo más rápido posible.

Fazio se alejó seguido de la vieja, que le seguía hablando. El comisario se sentó en un peldaño, encendió un cigarrillo e inició una competición de inmovilidad con una lagartija.

Buscaino, el agente que hablaba árabe porque había nacido y vivido en Túnez hasta los quince años, llegó al cabo de menos de tres cuartos de hora. Al oír que el recién llegado hablaba su idioma, la vieja decidió colaborar de inmediato.

—Dice que ella se lo quiere contar todo al tío —tradujo Buscaino.

Después del niño, ¿ahora salía un tío?

—¿Y quién coño es ése? —preguntó perplejo Montalbano.

—El tío... es usted, comisario —explicó el agente—, es un título de respeto. Dice que ayer, a las nueve de la mañana, Karima regresó aquí, se llevó a su hijo y se fue corriendo. Dice que parecía muy alterada y asustada.

—¿Tiene la llave de la habitación de arriba?

—Sí —contestó el agente tras haber preguntado.

—Dile que te la dé y vamos a ver.

Mientras subían por la escalera, la vieja no paró de hablar y Buscaino fue traduciendo rápidamente. El hijo de Karima tenía cinco años; su madre se lo dejaba todos los días a la vieja cuando iba a trabajar; el chiquillo se llamaba François y era hijo de un francés que estaba de paso en Túnez.

La habitación de Karima, impecablemente limpia, tenía una cama de matrimonio, una camita para el niño separada por una cortina, una mesita con un teléfono y un televisor, una mesa más grande con cuatro sillas alrededor, una cómoda de cuatro cajones con espejo y un armario. Dos de los cajones estaban llenos de fotografías. En una esquina había un cuarto trastero cerrado por una puerta corredera de plástico, cuyo interior albergaba una taza de escusado, un bidé y un lavabo. Allí, los efluvios del perfume Volupté que el comisario había aspirado en el estudio del señor Lapecora, eran muy intensos. Además del balconcito, había una ventana en la parte de atrás que daba a un pequeño y cuidado huerto.

Montalbano cogió una fotografía de una guapa treintañera de piel morena y grandes y profundos ojos que sostenía a un niño de la mano.

—Pregúntale si son Karima y François.

—Sí —dijo Buscaino.

—¿Dónde comían? Aquí no veo ningún hornillo.

La vieja y Buscaino se pusieron a charlar animadamente y, después, Buscaino explicó que el niño comía siempre en casa de la vieja, y que lo mismo hacía Karima cuando estaba aquí, cosa que ocurría algunas noches.

—¿Recibía hombres en casa?

Nada más oír la traducción, la vieja se indignó. Karima era casi una
ginn
, una santa a medio camino entre la raza humana y los ángeles, jamás habría hecho
haram
, cosas ilícitas; se ganaba la vida sudando como una criada, limpiando la porquería de los hombres. Era buena y generosa; le entregaba dinero para la compra, para que cuidara del niño y arreglara la casa, mucho más del que ella gastaba, y jamás quería que le devolviera el cambio. El tío, es decir, Montalbano, era sin duda un hombre justo y honrado; por consiguiente, ¿cómo podía pensar semejante cosa de Karima?

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