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Authors: Antonio Cabanas

El ladrón de tumbas (28 page)

BOOK: El ladrón de tumbas
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Ahora fueron los curiosos los que rieron; mas aquello no gustó nada al mayoral que se encaró amenazador.

—Tu pan vale lo que yo ofrezca y me lo llevaré por seis deben.

—¡Mi pan vale diez deben! Es el precio acordado con mi madre —exclamó una voz cantarina.

Todos se volvieron en dirección a aquella voz y vieron cómo la escultural figura de Kadesh se abría paso altiva.

El amorrita no pudo reprimir un primer gesto de incredulidad ante lo que sus ojos veían, mas enseguida se repuso y su mirada se tornó pura lascivia.

Nemenhat, por su parte, hizo un mohín de disgusto al verla aparecer entre la gente. Lo único que faltaba a la discusión era la aparición de Kadesh medio desnuda. Era evidente que la cosa no acabaría bien.

—Diez deben, ni uno menos —volvió a decir colocándose a menos de un codo de distancia del amorrita.

Éste le miró sin disimulo los pechos que, incontenibles, se le salían de entre la túnica a la vez que se relamió sin pudor.

—Bueno —dijo al fin—. Podemos llegar a ese precio siempre que te incluyamos a ti.

Al decir esto las carcajadas fueron generales.

—Eso quisieras; pero no tendrías dinero para pagarme ni aunque vendieras todos tus rebaños.

Nemenhat creyó que la tierra se abría bajo sus pies. Era cuanto necesitaba tan desagradable litigio. Kadesh aparecía y se encargaba de echar más leña a un fuego que podría resultar difícil de apagar para él. Pero no le extrañaba en absoluto, pues nada había que hiciera disfrutar más a la joven que enardecer a los hombres. Y a fe que lo consiguió, ya que algunos de aquellos pastores empezaron a propalar toda suerte de barbaridades.

—Véndele el rebaño a ver si acepta —dijo alguien entre el público.

La gracia fue coreada de nuevo con carcajadas.

—No seas tacaño, la muchacha lo vale —gritó otro.

—Aquí no se va a vender nada que no sea el pan —cortó Nemenhat alzando la voz—, y se venderá por el precio acordado.

—¿Ah sí? ¿Y cómo piensas conseguir eso? Te pagaré seis deben y me llevaré cuanto me plazca —concluyó el amorrita mirando a Kadesh.

—Oyéndote hablar se ve que estás acostumbrado a vivir entre las bestias. Deberías volver a tu tierra; allí por ese precio podrías aparearte con las cabras que apacientas.

Esto fue el origen del tumulto; porque el pastor, dando un alarido de rabia, levantó el cayado descargando un terrible golpe sobre el muchacho. Éste, que lo estaba esperando, se apartó con agilidad con lo que el garrote cayó sobre uno de los muchos curiosos que les rodeaban. En un momento se originó tal pelea que los golpes llovieron a diestro y siniestro entre los pastores y los paisanos que habían seguido la discusión con interés, y Nemenhat acabó en el suelo pisoteado por unos y otros, en medio de un griterío ensordecedor.

Pensaba que moriría aplastado cuando, entre aquella algarabía, escuchó unos aullidos. Al principio le parecieron lejanos, sin duda ahogados por el ruido de aquella batalla campal, mas enseguida los oyó más claramente. Eran agudos como ladridos, y cada vez sonaban más próximos; y más parecían propios de un animal rabioso que de un hombre. Entonces, casi por ensalmo, el alboroto desapareció y Nemenhat vio cómo el bosque de piernas que había sobre él desaparecía dando paso a un enorme babuino.

El animal parecía enardecido y lanzaba chillidos a derecha e izquierda mostrando sus terribles colmillos.

Nemenhat, todavía en el suelo, vio como el simio se le acercaba lentamente hasta que quedó a escasos metros; le miró fijamente y pareció concentrar toda su atención en aquel cuerpo postrado ante él. Por su parte, el muchacho permaneció quieto, sin hacer ni un solo movimiento, ni tan siquiera un gesto que cambiara la expresión de su cara y que pudiera ser malinterpretado por el mono. Y es que el animal, que tenía enfrente, era de cuidado. Todo el mundo había oído historias acerca de la agresividad de los babuinos; se decía que incluso los grandes felinos se andaban con tiento con ellos. Lo mejor sería no moverse y esperar.

Algo llamó la atención del animal a su derecha y enseguida reaccionó ladrando de nuevo y enseñando sus terroríficos colmillos; luego otra vez volvió su cara perruna hacia Nemenhat con curiosidad. Siguieron unos instantes que parecieron eternos. El babuino, sentado sobre sus cuartos traseros, observaba fijamente al muchacho que seguía todo lo inmóvil que era capaz, hasta que por fin unas voces extrañas vinieron a sacar a ambos de aquel estado. El mono, que pareció reconocerlas, volvió su cabeza con cierta parsimonia, permaneciendo quieto. De nuevo sonaron las voces, ahora muy cercanas, y dos hombres aparecieron en escena; eran
medjays.

Pocos nombres en Egipto imponían tanto respeto como éste. Su sola mención daba lugar a quién sabe cuántas historias. Relatos de increíbles proezas que el pueblo, a menudo, exageraba en el convencimiento de que así fueron.

En realidad, los
medjays
eran tan antiguos como el país, pues su nombre puede verse grabado en las estelas del rey Unas, gran dios de la V dinastía, en la que se cuenta la terrible hambruna que tuvo que soportar Egipto. En dichos relatos puede verse cómo unos hombres permanecen en cuclillas, escuálidos y decrépitos por el hambre; son
medjays.
Ya desde entonces aparece su nombre unido al sufrimiento al que hacían gala de despreciar. Mas no es sino hasta la XVII dinastía que estos hombres, procedentes algunos de las tribus beduinas y otros naturales de Nubia, entran a formar parte de las estructuras militares.

En la guerra de liberación contra el invasor
hikso
[121]
, el príncipe Kamose utilizó soldados
medjay
para derrotarlos.

Operaban como infantería ligera y eran muy diestros en la lucha cuerpo a cuerpo. Además eran magníficos exploradores, hombres habituados al inhóspito desierto en el que eran capaces de sobrevivir bajo las más adversas condiciones. Marchadores infatigables, formaron la columna vertebral de la policía creada por Amosis tras expulsar definitivamente a los hiksos, y fundar la XVIII dinastía. Con el tiempo, llegaron a distinguirse de tal manera que Tutmosis III, el gran faraón guerrero, construyó un templo en honor de Dedun, el Señor de Nubia, el dios patrono de las tropas de aquel lugar.

«Somos garantes del orden que el faraón impone sobre la tierra», solían decir con orgullo.

Mas éste se sumió en los tiempos oscuros. Aquel orden desapareció y los caminos, otras veces seguros, dejaron de serlo; por lo que aventurarse por ellos era arriesgado. Bandas de ladrones incontroladas campaban a sus anchas por el país, saqueando haciendas y caminantes impunemente. El Estado, tantas veces protector, se veía incapaz de garantizar la seguridad de sus súbditos, debido principalmente a las luchas internas por el poder que lo estaban descomponiendo.

Cuando el primer rayo de una nueva luz llegó al fin con la entronización de Setnajt, la policía estatal prácticamente no existía. Una de las primeras cosas que hizo el nuevo rey fue organizar de nuevo ese cuerpo, en un intento de instaurar el orden lo antes posible. Pero Setnajt ya era viejo cuando subió al trono, muriendo a los dos años sin poder completar la tarea que se había impuesto. Fue sobre su hijo, Ramsés III, sobre quien recayó la misión de tratar de arreglar aquel Estado, que hacía aguas por todos lados.

Sin duda estamos ante el último gran faraón de Egipto; un rey guerrero que había tomado como prototipo a su antecesor Ramsés II y que estaba decidido a llevar a su país hacia el camino de las glorias pasadas.

En poco tiempo la seguridad regresó a la tierra de Kemet, y los
medjays
volvieron a ser una garantía para todos los caminos del país.

Ramsés los organizó en parejas y los distribuyó por todos los nomos, de tal forma que pudieran abarcar la totalidad del territorio. Cada pareja solía ir acompañada por un babuino, que los
medjays
habían adiestrado concienzudamente
[122]
. Era sin duda un arma formidable, capaz de influir temor al más desalmado de los malhechores.

Por eso, cuando la gente les abrió el paso, se produjo un respetuoso silencio. Enseguida uno de ellos se acercó al papión, y le amarró una correa al collar de su cuello mientras el animal se dejaba hacer. El otro hombre se aproximó al variopinto grupo que hacía poco que peleaba, y lanzó una mirada desafiante en rededor que nadie osó mantener. Luego reparó en Nemenhat, que se levantaba a duras penas mientras se sacudía el polvo.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó dirigiéndose a él.

La voz le pareció a Nemenhat profunda, aunque sonara tranquila y mesurada, y no exenta de firmeza; como la que aparentaba su dueño, un nubio delgado y nervudo cual raíces de sicomoro.

—¿Me dirás qué ha pasado? —volvió a preguntar levantando su cabeza y apuntando a Nemenhat con su bastón.

—Disputas —contestó éste.

—¡No me digas! —dijo acercándosele amenazador—. Hasta el mono se ha podido dar cuenta de ello.

Hubo algunas risas que pararon cuando el
medjay
miró de nuevo al grupo.

—Disputas por precios.

Ahora el nubio enarcó una de sus cejas.

—Pues no debería —continuó-. Los precios están claros en nuestro país.

—Eso pensaba yo también, mas parece que no es así.

—Explícate.

Nemenhat contó lo ocurrido hacía unos instantes, entre los murmullos de aquiescencia de los paisanos presentes. El
medjay
les mandó callar y gritó con voz potente.

—¡A ver, que salga el amorrita!

Éste salió de entre el público, con la cara tumefacta por algún golpe recibido durante la refriega.

—¿Qué tienes que decir? —le preguntó a su vez.

Éste, naturalmente, contó otra versión de los hechos que en nada se parecía a la anterior; mas enseguida se empezaron a oír voces que le recriminaron su actitud.

—El muchacho tiene razón —dijo alguien de entre los presentes.

Enseguida el amorrita, que era de naturaleza exaltada, se puso a vociferar e increpar al espectador, profiriendo todo tipo de amenazas.

El
medjay
volvió a imponer silencio.

—Ya veo —dijo quedamente—. Así pues —continuó-, tú tenías cinco cestos, de los cuales, parece que dos se han perdido en la pelea, ¿no es así?

Nemenhat asintió en silencio.

—Y tú —prosiguió mirando al amorrita— aseguras que eran ocho los pactados en la transacción.

—Ocho, sí, lo juro —respondió con vehemencia.

—Bien, ¿dónde está la dueña de los cestos?

Kadesh salió de entre los espectadores muy estirada.

—Así pues, tú eres el desencadenante final del enfrentamiento —murmuró el nubio al verla acercarse—. Aquí no habrá más peleas, así que, o te quitas la pintura de tus pezones u ocultas los pechos; si no, dudo mucho que pueda sujetar al babuino
[123]
.

Ahora la carcajada fue general.

—Silencio —continuó el nubio alzando la mano—. Me dan ganas de llevaros a todos a Menfis y daros una tunda de palos. Los precios de los artículos de primera necesidad son fijos. El país está en guerra y se dictó una orden para que éstos no subieran. ¿Hay alguien que desconociera esto?

Nadie contestó.

—Bien, en ese caso no hay mucho que discutir. Son cinco cestos con algo más de un
khar
de grano en cada uno. El valor del
khar
de trigo está estipulado en dos deben de cobre, por lo tanto diez deben es el precio. Eso es lo que deberás pagar —dijo mirando al amorrita.

Éste volvió a congestionarse.

—Pero… pero; ahora sólo hay tres cestos, los otros han sido pisoteados.

—Eso fue culpa tuya —cortó el nubio.

—¡Esto es un atropello! —estalló de nuevo el mayoral.

Aquello no gustó nada al
medjay,
que se le acercó despacio.

—Todavía no sabes lo que es un atropello —le susurró mientras le ponía suavemente su bastón sobre un hombro—. Mas si quieres que seamos buenos observadores de las leyes, primero tendré que detenerte por este alboroto y llevarte ante el juez para que juzgue tu caso. Obviamente tu ganado quedará retenido hasta que se aclaren todas las circunstancias que rodean a este incidente; y si el juez falla en tu contra, algo más que evidente, me encantará ejecutar la sentencia y molerte a bastonazos. ¿Satisface esto tus deseos?

La amenaza del
medjay
no era una broma, pues si detenía a aquellos hombres y los llevaba a Menfis, un tribunal local juzgaría sus quejas, y si fallaba a favor de Nemenhat, el amorrita debería pagar una multa por un importe del doble del valor de la disputa. Estos tribunales, constituidos generalmente por escribas, solían tratar casos menores; pero si consideraban que en el tumulto organizado se había cometido abuso de fuerza por una de las partes, como así había ocurrido, podían sentenciar con algún castigo corporal como bastonazos o golpes sangrantes.

También existía la posibilidad de que el asunto fuera aún más grave, pues si el
medjay
exponía el caso como un delito contra el Estado por intentar variar los precios que éste había fijado sobre alimentos de primera necesidad en caso de guerra, el tribunal estaría constituido por jueces y presidido por el mismísimo visir. Las penas de culpabilidad en tales casos podrían llegar a la mutilación de lengua, nariz, u oreja.

—Vamos, dale el dinero y vayámonos ya —dijo uno de los pastores acercándoseles.

El amorrita le miró sorprendido y luego dirigió una mirada llena de rabia contenida al
medjay.

—Recoged todo el pan que podáis y luego pagad al mocoso —gritó a sus compañeros.

Éstos se afanaron en recuperar los panecillos esparcidos por el suelo y dieron a Nemenhat un brazalete de cobre.

—Yo que tú no me fiaría —dijo alguien.

—Sí, pésalo, pésalo —corearon otros.

Enseguida apareció un hombrecillo con una pequeña balanza y comprobó el peso.

—Nueve deben y ocho quites —exclamó orgulloso.

—Faltan dos quites —volvieron a increpar.

Nemenhat hizo un gesto con la mano y le quitó importancia al asunto.

—Si la señora está de acuerdo, por mí no hay problema.

Todos miraron a Kadesh, que hizo un mohín que podía significar cualquier cosa; y como vio que seguían mirándola, dio su beneplácito con un gesto afirmativo.

—Se acabó el espectáculo —dijo el
medjay
finalmente—. Volved cada uno a vuestros quehaceres y procurad no tener que hacerme intervenir en lo que queda del día, u os aseguro que la próxima vez no sujetaré al mono.

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